«El campamento de los santos» y «Mí Ántonia»
«El día de la partida». Thomas Falcon Marshall (1818-1878). |
«La lectura nos convierte a todos en inmigrantes. Nos aleja de nuestro hogar, pero lo que es más importante, nos encuentra un hogar en todas partes».
Jean Rhys
Como desarrollo e ilustración de la entrada anterior, hoy les hablaré de dos libros: dos obras muy dispares, tanto en enfoque como en desarrollo. Aunque ambos abordan el mismo tema, lo hacen de maneras muy diversas, por lo que su lectura deja un sabor de boca notablemente distinto: amargor y dulzura, respectivamente. Sin embargo, ambas obras son hijas de su tiempo y de las circunstancias vividas por sus autores. El primer libro surge en la vieja Europa, mientras que el segundo proviene de la joven América. Les hablaré de El campamento de los santos (1973) y Mi Ántonia (1918), que procederé a comentar a continuación.
El campamento de los santos, de Jean Raspail (1973)
La primera obra, escrita en 1973 por el francés Jean Raspail, ha sido traducida al castellano como El desembarco y, en una traducción más fiel al original, como El campamento de los santos (Le Camp des Saints, que es una referencia al libro del Apocalipsis, 20, 9). Es un libro cuasi profético, distópico y crudo, tanto en el fondo como en la forma, que nos muestra los efectos devastadores de una inmigración masiva, incondicional e irrestricta, tanto en términos de número como de la condición del inmigrante, y en la cual, la intención del que llega no es en absoluto integrarse en la sociedad que lo recibe, sino más bien instalarse, ocupar y colonizar (y del el que ya he hablado más brevemente aquí). Para algunos, se trata de una de las novelas más inquietantes y políticamente incorrectas de finales del siglo XX.
Raspail nos cuenta cómo, en un determinado momento, Francia es invadida por una inmensa marea de inmigrantes procedentes del subcontinente indio. Grandes barcos llegan a las costas del sur de Francia, cargados de personas en un número tan elevado que resulta imposible rechazarlos simplemente. Raspail deja en claro que esta horda no tiene ningún deseo de asimilarse a la cultura francesa. ¿Qué hacer entonces?
La novela destaca, además de por su trama profética, por sus retratos, perfectamente reconocibles, de algunos perfiles muy en boga hoy: los activistas de izquierda, los religiosos ingenuos y buenistas, y los dirigentes políticos inútiles e ineficaces, todos ellos colaboradores necesarios en el desenlace catastrófico de la historia. Gran parte de la reacción de estos sectores ante la invasión podría explicarse con el término oikofobia, acuñado por Roger Scruton como concepto opuesto al de xenofobia. Así como esta última significa el miedo o el odio a los extraños o extranjeros, la oikofobia (del griego oikos, ‘hogar‘) se referiría al miedo o al odio hacia el hogar o a la propia sociedad o civilización. Un ejemplo de estos retratos, en este caso el del joven activista de izquierda, podría ser el siguiente fragmento:
«—¿Ha visto a los que vienen, los de los barcos?
—Sí.
—¿Y cree parecerse a ellos? Usted tiene la piel blanca. Sin duda está bautizado. Habla francés, con el acento de aquí. ¿Acaso tiene parientes en la región?
—¿Y qué? Mi familia es la que desembarca. Heme aquí con un millón de hermanos, de hermanas, de padres, de madres y de novias. Haré un niño a la primera que se me ofrezca, un niño oscuro, tras lo cual ya no me reconoceré en nadie.
—No existirá siquiera. Estará perdido en esa multitud. Ni siquiera se fijarán en usted.
—Eso quisiera yo. Estoy harto de dar asco a los burgueses o de que mis compatriotas me den asco, si a eso le llama usted existir. Mis padres se fueron esta mañana, con mis dos hermanas que, de repente, han tenido miedo de ser violadas. Hasta se han vestido como todo el mundo, con chismes archiclásicos que no se ponían hace tres años, falda de pensionista, blusita bien limpia y abrochada. Desfiguradas por el miedo. Las cogerán. Todo el mundo será cogido. Por mucho que se vayan, esas gentes están acabadas. ¡Si hubiese usted visto el cuadro! Mi padre amontonando los zapatos de su tienda en su bonita furgoneta, mi madre escogiéndolos lloriqueando, los más baratos que abandonaban, los caros que se llevaban, mis hermanas instaladas ya en el asiento delantero, pegadas una a otra y mirándome con horror, como si fuese yo el primero en violarlas; y yo, por último, riéndome como un loco, sobre todo cuando mi padre ha bajado el cierre metálico y se ha metido la llave en el bolsillo. Le he dicho: «¡Si crees que eso servirá de algo! Tu puerta la abro sin llave, y mañana lo haré. ¡En cuanto a tus zapatos, se mearán dentro o se los comerán, pues andan descalzos!». Entonces me ha mirado y me ha escupido. Le he devuelto un buen escupitajo que ha recibido de lleno en el ojo. Así nos hemos separado».
Es un libro difícil: crudo y cruel en su forma, y no aconsejable para quienes no han adquirido una sólida formación, ni para quienes posean un estómago delicado.
Como escribe Mackubin Thomas Owens, uno de los comentaristas del libro, quizás el gran problema de la novela sea su insistencia en la idea de raza, olvidando enfocar la cuestión en su relación con el bien común:
«Raspail fue denunciado como racista, y su énfasis en la raza blanca puede resultar ciertamente desagradable, pero el tema central de la novela no es la raza, sino la cultura y los principios políticos».
No obstante, el libro aborda un tema de fondo crucial: la pérdida de confianza de Occidente, visto de esta forma por dicho crítico:
«Raspail se adelantó a su tiempo al demostrar que la civilización occidental había perdido su sentido de propósito y de historia, su “excepcionalidad”. Si la pérdida de confianza en sí misma por parte de la sociedad occidental era evidente en 1973, lo es mucho más hoy. Las tonterías piadosas que profieren en la novela los apologistas de la abrumadora embestida contra Francia no hacen más que prefigurar lo que se ha convertido en la corriente dominante hoy».
En todo caso, ahí queda la advertencia sobre la dureza del libro, pues incluso hay quienes lo encuentran insoportable, no solo por la crudeza de sus descripciones y escenas, sino también —sobre todo hoy— por el duro encuentro con una temible realidad que ya no tiene nada de ficticia en algunos países de la vieja Europa. Francia es un ejemplo, y Raspail, si viviese, pocos ajustes tendría que hacerle a su libro. Su profecía parece confirmarse día a día en el país vecino, tal como todos la vemos desarrollarse ante nuestros ojos.
Mi Ántonia, de Willa Cather (1918)
La segunda novela de la que voy a hablarles está escrita por una mujer, Willa Cather, y se titula Mi Ántonia (1918). A diferencia de la obra de Raspail, se trata de un libro hermoso y delicado. No hay nada de brutal en él; abunda en poesía y armonía, tanto en las formas como en el contenido. Sirva como ejemplo este hermoso párrafo:
«Quería seguir caminando por entre la hierba roja y cruzar el borde del mundo, que no podía estar muy lejos. La luz y el aire que me rodeaban me decían que el mundo terminaba aquí: sólo quedaban la tierra, el sol y el cielo, y si uno avanzaba un poco más sólo habría sol y cielo, y uno flotaría en ellos, como los halcones leonados que volaban sobre nuestras cabezas trazando lentas sombras sobre la hierba».
O este otro:
«—¿Sabes, Ántonia? Desde que me fui, pienso en ti más que en ninguna otra persona de esta parte del mundo. Me habría gustado que fueras mi novia, o mi mujer, o mi madre, o mi hermana… cualquier cosa que una mujer pueda ser para un hombre. La idea que tengo de ti forma parte de mi cerebro; influyes en mis simpatías y antipatías, y en mis gustos, cientos de veces, aunque no me dé cuenta. En verdad, eres parte de mí.
Volvió hacia mí sus ojos brillantes y llenos de fe, y las lágrimas afluyeron despacio».
La novela de Cather me servirá para ilustrar otro aspecto importante de la cuestión migratoria, también destacado por la doctrina católica: la debida integración del extranjero en tierra extraña, la disposición amable de quien recibe, el esfuerzo y la voluntad que ha de poner quien llega, y el sacrificio y la dificultad que tales cosas suponen.
En esta historia hay sufrimientos, ingratitudes, obstáculos, pero también encontraremos trazas de bondad, tanto es así que es esta bondad lo que al final se destila de la obra.
La historia comienza con la llegada a las inabarcables praderas de Nebraska de una familia (no un individuo aislado, sino una familia), una familia católica, pobre, pero honrada y humilde. Provienen de la vieja Europa, concretamente de Bohemia, guiados por un padre melancólico y nostálgico, pero decidido. Y en su seno conoceremos a una niña (que veremos convertirse en mujer), Ántonia, luminosa y feliz. Asistiremos al nacimiento de una amistad (y un amor platónico) entre el joven narrador, Jim, y Ántonia. Jim y Ántonia disfrutan de lo bueno de la naturaleza salvaje de Nebraska; juntos lo descubren en caminatas y aventuras, en victorias contra serpientes ancestrales y en sus carreras sobre la cobriza hierba de la pradera bajo el cielo estrellado. Vemos el contraste entre las familias protestantes, ya instaladas en ese suelo joven, y los católicos recién llegados. Y aunque Cather no era católica, hay una delicadeza y simpatía en su trato hacia lo católico que asombra. Por un lado, hay acogimiento, consideración y hospitalidad, y por otro, esfuerzo por integrarse y contribuir al bien común de la comunidad que acoge.
Como escribe Michael Platt:
«Hay tanta bondad en el libro, en su encantadora heroína y en la vida familiar que gira en torno a ella, que uno podría estar tentado de creer que puede haber familias sin países; que es posible el paraíso rural -o lo que el Glaucón de Platón llama “ciudad sembrada"- en el que todos viven de forma sencilla, sana, pacífica y justa, sin tener que ser nunca justos entre sí, o con los enemigos, defendiendo a su país».
Aunque la novela es mucho más que esto. La llegada de la familia bohemia –sin dinero, sin apenas saber el idioma– a un mundo nuevo, supone el marco inicial de una historia sobre la pradera infinita y sus colonos; sobre el contraste entre la bondad del campo, dura, implacable, pero hermosa, y la mezquindad y oscuridades de la más cómoda y complaciente ciudad. La novela trata también sobre una concreta mujer y su encuentro con lo bueno y hermoso a pesar de las dificultades, y sobre la posibilidad –real incluso hoy– de un amor puro, platónico y bello, que no precisa para existir del comercio de la carne. Pero, como he dicho, es también una muestra de una forma de llegar y quedarse, de iniciar una vida nueva de la manera más natural y próspera para todos.
Una novela que recomiendo vivamente a nuestros jóvenes, tanto por la calidad literaria de esta aventajada discípula de Henry James, como por la bondad que se desprende de la obra.