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19.02.24

Diez cuentos cortos perfectos (si bien, no todos los que son perfectos)

 
                  «Ría del Burgo». Obra de Manuel Abelenda Zapata (1889-1957).

   

      

      

      

«Una historia corta debe tener un solo estado de ánimo, y cada frase debe construirse hacia él».

Edgar Allan Poe

 

 

William Wilson. Edgar Allan Poe. Como siempre en Poe, suspendan la respiración cuanto puedan. Y no se angustien con esta historia de un hombre acosado por la presencia constante y pertinaz de quien parece ser su doble. Un supuesto doble que es una imagen exacta del yo corrupto y sin escrúpulos del narrador. Al lector le tocará decidir si se trata de un ser real, o si, por el contrario, lo que el autor trata de presentarnos es el escenario onírico de un cuento dentro de un cuento en el que, como parábola o alegoría, se nos habla de una inquietante encarnación de la conciencia personal. Quizá su final aclare algo. Léanlo y decidan.

El collar. Guy de Maupassant. Nos hallamos ante uno de los grandes maestros del cuento. Sagaz conocedor de la condición humana, Maupassant solía colocar a sus personajes en situaciones incómodas, para demorarse luego en describir unas conductas y reacciones del todo inapropiadas. Este es el caso de El collar, una breve historia, donde el orgullo y la codicia se alían para darnos una lección ejemplar, al revelarnos que la riqueza o la posición social son algo innecesario, e incluso dañino, para lograr una vida bien vivida.

El incidente del puente del Búho. Ambrose Bierce. Incluido en su libro Cuentos de soldados y civiles, la historia se enmarca en la Guerra de Secesión norteamericana. El punto de vista del narrador y el tiempo son aquí un juguete en manos de la maestría narrativa de Bierce. El autor prefiere seguirle la corriente a la conciencia del protagonista, que relatarnos la secuencia lineal de lo acontecido. Un comienzo suave y un final explosivo nos dicen algo, pero no mucho. Hay que leer el cuento.

El capote. Nicolás Gógol. Según Fiódor Dostoyevski, «todos surgimos de debajo de “El capote” de Gógol». Un cuento en la nevada ciudad de san Pedro sobre un desdichado escribiente al que roban su capote nuevo, rodeado del asfixiante ambiente de una burocracia deshumanizada. La búsqueda de la notoriedad y la justicia se hermanan, bajo un áurea sobrenatural, en un relato magistral e imperecedero. Según Vladímir Nabókov, se trata de la única obra «sin grietas» de la historia de la Literatura Universal.

La dama del perrito. Antón Chéjov. La infelicidad e insatisfacción de los protagonistas revela, quedamente, la suave perversión del adulterio, y la trampa subyugante de un sexo desprovisto de su propósito. Chéjov, como siempre, desbroza delicadamente las pequeñas piezas deterioradas de nuestro imperfecto corazón, y con los golpes de su martillo literario, nos recuerda lo verdaderamente importante, alejándonos de lo trivial. Máximo Gorki dijo de Chéjov que «era capaz de revelar el humor trágico presente en el tenue mar de la banalidad», y creo que estaba en lo cierto.

Araby. James Joyce. La brevedad de un relato y la efímera sensibilidad del primer amor, se aúnan en una historia sobre la adolescencia, esa etapa juvenil, tan perdida como añorada hoy. Independientemente de nuestro sexo, todos fuimos el pobre narrador (probablemente, una evocación del propio Joyce), y tras leer el cuento, todos nos reconoceremos en él. Joyce era un maestro de la evocación y la recreación de atmósferas, y este cuento es un buen ejemplo. Según nos dice Ezra Pound, esta pequeña obrita «es mucho mejor que una «historia», es escritura viva».

Estricnina en la sopa. P. G. Wodehouse. Son muchos los relatos de «Plum» que nos provocarían carcajadas. Esa abundancia es una de las virtudes que le agradecemos, pero, que aun tiempo, dificulta nuestra elección en casos como este. Todo sea por una buena causa. En esta ocasión, se trata de una incursión, atípica del genio inglés, en el mundo del crimen. Una historia animadísima, suave parodia de los misterios detectivescos de la Edad de Oro, y cuyos protagonistas son, el sobrino de Mulliner, Cyril, y su enamorada, la señorita Amelia Bassett. Un relato que viene recomendado por el mismísimo Evelyn Waugh. Cuiden de su diafragma.

El regalo de los Reyes Magos. O. Henry. El cuento más famoso de un gran cuentista. Según Harold Bloom, «mantiene vigente su palpable sentimentalidad». Los dos protagonistas están basados en O. Henry y su esposa y, quizá por eso, son presentados y tratados con delicadeza y compasión. El amor, según observaba Samuel Johnson, es la sabiduría de los tontos y la tontería de los sabios, y posiblemente este cuento sea una magnífica recreación de esa máxima. Una historia que ilustra el poder de la generosidad desinteresada.

De lo que aconteció a un deàn de Santiago con don Illán, gran maestro que moraba en Toledo. Don Juan Manuel. El cuento al que vuelven todos. Como todos los exemplos del libro de El Conde Lucanor, el relato culmina en una moraleja cautelar que nos advierte de que, «A quien mucho ayudares/Y no te lo agradeciere,/Menos ayuda tendrás de él/Cuando a gran honra subiere». Léanlo para averiguar por qué. Borges, fascinado por el cuento, intentó suprimir la enseñanza moral con una reelaboración de la historia, titulada, El brujo postergado, a mi modesto juicio, infructuosamente.

El caballero de París. John Dickson Carr. Un rompecabezas histórico con un testamento, un detective de origen francés, y una desconocida heredera. «El mejor cuento del mundo», según lo calificó el padre Castellani, quizás llevado de un entusiasmo nada religioso. Aun así, una historia corta de un maestro de la detección, del misterio y de los problemas imposibles, muy recomendable. Un relato que es tan perfecto como un copo de nieve, e intrincado como el nudo del zapato de un niño de 7 años.

12.02.24

El cuento. Un género de siempre, muy necesario hoy

                   «Costas gallegas». Obra de Francisco Llorens Díaz (1874-1948).

   

  

   

«Los cuentos son pequeñas ventanas a otros mundos, a otras mentes, y a otros sueños. Son viajes que puedes hacer al otro lado del universo y, aún así, volver a tiempo para la cena».

Neil Gaiman

 

«Habiendo sido todo cuento al empezar las literaturas, y empezando el ingenio por componer cuentos, bien puede afirmarse que el cuento fue el último género que vino a escribirse».

Juan Valera

    

        

   

El cuento es efímero e incompleto por naturaleza. Que le vamos a hacer. Esa es su esencia y su virtud, pero ese es también su defecto. Y por tal razón, goza de baja estima entre los entendidos.

Aun cuando se concentre en determinados sucesos muy concretos de un acontecer humano, y los amplifique y magnifique, siempre parecerá insuficiente. Por su cortedad, por su encorsetamiento físico a unas pocas páginas, por su carácter fugaz.

Pero estas características suyas no constituyen una limitación, como de entrada podría parecer. No, en absoluto. En manos de un verdadero poeta, la narración breve es una puerta que se abre ante el lector, y que, de ser traspasada, le conduce a una íntima colaboración con el autor que va más allá de lo que este ha plasmado en el texto. Una tarea que guarda un cierto sabor de amistad, y que excede a ambos, apoyada en el mensaje, expreso, y, sobre todo, subliminal, tácito, o cuasi mudo, que algunos genios artísticos logran transmitir a sus obras.

El atento lector, entonces, partiendo de esas pistas, de esos trazos breves y siempre escasos, reconstruye, cuál, si una deshilachada tela de araña se tratase, pasajes de esas vidas ficticias que se bosquejaron en tenues líneas en el libro; y si acaso, solo si acaso, tales trazos podrán despertar en él anhelos o cuitas quizá olvidadas. Es, por tanto, un género colaborativo como pocos. Aunque, cierto, eso requiere un evidente esfuerzo para el lector. Pero, si el autor es genial, ¡oh, sorpresa!, la carga es ligera, y parece sobrellevarse sola.

Flotando entre la poesía y la novela, el cuento es como la música de cámara de la literatura, delicado y potente a un tiempo, a la par que ligero y profundo. Ha llegado a decirse que es una forma literaria difícil, que exige más atención al control y al equilibrio que la novela, si bien, menos dependencia de las musas que la poesía. Quizá la confluencia entre su brevedad y, por tanto, su aparente simplicidad, y esa quintaesencia que busca –y que no siempre se encuentra–, hace que sea un género muy frecuentado, pero, a un tiempo, poco cortejado por la genialidad. No obstante, no se preocupen, grandes y buenos cuentos, como se dice en mi tierra, hay dabondo.

Además, se trata de una fórmula que parece adecuada para estos tiempos y para las almas juveniles que los habitan, ya que puede conducirlas de la mano a las alturas del Olimpo literario, o al menos, a hacerles deseable y, hasta prioritaria, la buena y verdadera lectura, con todo el bien que eso puede darles.

Y es que, esa brevedad suya, encaja como un guante en nuestra cultura de la distracción, en la cual resulta problemático el mantenimiento de la atención, el tiempo suficiente siquiera para pensar. Ese laconismo, esa concisión, esa pequeñez del cuento, encierra sin duda un atractivo para el hombre de hoy, distraído y sin tiempo a penas. De esta manera, los cuentos pueden, de entrada, ser lecturas atractivas a causa de esa cortedad, muy capaces –por su estructura y condición– de llamar y mantener la atención y el interés del joven lector novel. Unas cualidades de intensidad y brevedad muy adecuadas a nuestra época, pero que, como nos recuerda Horacio Quiroga, son consustanciales al género y vienen con él desde siempre:

«Los cuentos chinos y persas, los grecolatinos, los árabes de las Mil y una noches, los del Renacimiento italiano, los de Perrault, de Hoffmann, de Poe, de Merimée, de Bret Harte, de Verga, de Chéjov, de Maupassant, de Kipling, todos ellos son una sola y misma cosa en su realización. Pueden diferenciarse unos de otros como el sol y la luna, pero el concepto, el coraje para contar, la intensidad, la brevedad, son los mismos en todos los cuentistas de todas las edades».

Porque, el cuento es de hoy y de siempre. Las narraciones a la luz y el calor de una hoguera, lo que se denomina el cuento popular o folclórico, no desaparecerá jamás. Puede que, como sostiene el filósofo coreano Byung-Chul Han, estemos instalados en una modernidad tardía que hace uso del natural impulso humano de contar y escuchar historias, pervirtiéndolo, abusando de márquetines y storytellinines con fines comerciales y crematísticos. Puede. Pero, la necesidad de historias con sentido y propósito, y la facultad de contarlas, pervivirán. Y, de esta manera, los relatos del Conde Lucanor, las contadas por Scheherezade, y las relatadas por los jóvenes florentinos que nos transmitió Boccaccio, seguirán editándose, leyéndose y contándose. Porque así lo necesitamos.

Ya les he hablado de los cuentos populares, y, en especial, de los cuentos de hadas, sobre los que vuelvo a insistir en su conveniencia para todas las edades. Pero, aquí me detendré en los cuentos literarios, esos que quizás nacieron con Poe, o con Gógol. Esos que siguieron haciéndose grandes con Chéjov, Joyce o Borges, y que exploraron las brumosas tierras de la fantasía, los soleados prados del romanticismo, y las duras estepas del realismo. Sobre algunos de esos relatos –los que estimo mejores–, les hablaré brevemente en una especie de antología personal para jóvenes de todas las edades.