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28.11.23

La importancia de la poesía (II): Poesía y contemplación

                     «Estanque entre la niebla». Obra de Henri Biva (1848-1928).

  

        

      

        

«Todo es símbolo, todo es lo que es y algo más».

San Juan de la Cruz

  

  
«En el pensamiento hay vagabundeo; en la meditación, estudio; en la contemplación, maravilla. El pensamiento es de la imaginación; la meditación, de la razón; la contemplación, de la comprensión».

Ricardo de San Víctor

 

«Este esfuerzo supremo por alcanzar la belleza sobrenatural (…) es quien ha dado al mundo todo lo que éste ha sido alguna vez capaz de comprender y de sentir en materia de poesía».

Edgar Allan Poe

 

«La poesía es un intento de aproximación a lo absoluto por medio de los símbolos».

Juan Ramón Jiménez

  

 

 

El auténtico acceso a la verdad, entendida como el «descubrimiento» de la realidad íntima de Dios en su misterio trinitario, solo nos será accesible a través de la contemplación. Pero esta contemplación no es propia de este mundo, sino que espera al hombre en la otra vida. En esta, como señala el padre Louis Bouyer (1913-2004), el hombre solo puede llegar a conocer un anticipo de ella, y siempre que se oriente eficazmente «hacia su fin eterno por las virtudes teologales». Bouyer está hablándonos aquí de la experiencia mística.

Muchos poetas han creído que el arte podría ser un paso previo para este último tipo de contemplación mística, y, algunos otros, una vía para la expresión y comunicación de tal experiencia a los demás. T. S. Eliot (1888-1965) y Gerard Manley Hopkins (1844-1889) eran de la primera de las opiniones, pero ya antes, santa Teresa de Jesús (1515-1582) o san Juan de la Cruz (1542-1591) no solo lo creyeron, sino que experimentaron la visión mística y nos la trataron de mostrar. Y algunos otros lo intuyeron incluso antes.

Uno de estos fue el monje agustino del siglo XII, Ricardo de San Víctor, Magnus Contemplator, como se le conocía, quien en su obra, Ars Mistica, junto a la clásica división entre la contemplación activa (la que puede reducirse a la meditación) y la pasiva (la única verdadera, infusa y sobrenatural, y que de ningún modo se puede adquirir con nuestros esfuerzos), habla de una tercera especie, de carácter inferior: «el conocimiento de las cosas invisibles de Dios por medio de las cosas visibles del mundo». Esta tercera especie de contemplación puede ser identificada con el conocimiento poético, un conocimiento nacido de la experiencia y adquirido por connaturalidad con la cosa conocida. El filósofo tomista francés Jacques Maritain (1882-1973), en esta línea, da una definición de poesía como «la adivinación de lo espiritual en lo sensible, expresada a su vez en lo sensible». Este conocimiento o experiencia poética estaría orientado, además, a la expresión (sea a través de la palabra proferida o de la obra producida), y es pues, un conocimiento creativo; no en vano la palabra griega de la que procede poesía (ποίησις\poiesis) significa creación.

Contrariamente a ello, en la experiencia mística, el silencio se impone ante la contemplación pasiva de Dios, y se trata, consecuentemente, de un conocimiento infuso en el que el único que llama y actúa es Dios; como decía santa Teresa, «no se suban sin que Dios les suba». La primera de estas contemplaciones es pobre y deficiente, la segunda, una excelencia inefable.

Sin embargo, algunos han tratado de salvar esa inefabilidad de la experiencia mística tratando de hacerla llegar a los demás a través de su expresión poética. El místico, en su experiencia, es elevado por encima de este tercer nivel de contemplación hacia el primero de ellos, y el poeta, en principio, deberá escribir a ese nivel más elemental. Solo cuando el místico y el poeta se hacen uno se produce una especie de milagro. Ello podemos verlo, por ejemplo, en san Juan de la Cruz y su Noche oscura del alma, quien, como poeta, en principio debería de situarse en el nivel inferior, aunque como místico es elevado al nivel más alto de logro espiritual, la contemplación pasiva. ¿Cómo es posible que pudieran conjugarse ambas cosas en la misma persona?

San Juan (y por extensión, todos los demás poetas místicos), en su intento por comunicar lo que es inefable por definición, se ve impelido –por medio de una inspiración quizá sobrenatural– a destruir la lengua y a trenzar y engarzar palabras en unas secuencias ilógicas e incluso anti-semánticas. Él mismo es consciente de esa incoherencia –en nuestros términos humanos–, admitiendo que sus versos «antes parecen dislates que dichos puestos en razón». Sin embargo, como decía santo Tomas de Aquino, «la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona». Y así, por muy imperfecto y deficiente que pueda ser cualquier acto humano, la acción profunda de la gracia divina, afina, depura y pule en el hombre sus potencias, incluidas las de la creatividad y la comprensión. De esta manera, con san Juan de la Cruz y los demás místicos poetas, quizá lo que vemos sea, ni más ni menos, la acción del Espíritu Santo en el lenguaje de los hombres, perfeccionándolo, potenciándolo, sacándole luz y brillo en lo posible, y llevándolo a su más alta expresión.

Sin embargo, es a la tercera e inferior forma de contemplación a la que me refiero. A la poesía como mera y deficiente aproximación al conocimiento del hombre y del mundo a través de la experiencia natural de lo creado. A una contemplación más próxima al conocimiento estético de Platón que al puramente intelectualista de Aristóteles, y que tiene por objeto el asombro ante el universo que nos rodea. Y aclaro que no me estoy refiriendo a la Verdad con mayúsculas, a la revelada sobrenaturalmente, sino a la verdad natural en cuanto escalón al que trepar para tratar de alcanzar y conocer aquella.

Por ello, lo máximo a lo que puede aspirar la poesía es a expresar una visión más profunda de la realidad. A intentar esclarecer en lo posible los misterios del mundo como inicio del camino hacia la dilucidación del misterio del mundo. Homero, Dante, Cervantes y Shakespeare amplían nuestro conocimiento sobre nosotros mismos, en parte por su testimonio de una enorme variedad de tipos humanos, y en parte porque acrecientan nuestro acervo de modos de acción moral, pero también nos transportan a un nivel de comprensión que nos hace vislumbrar las conexiones más profundas que ordenan el cosmos, aunque sea de una forma borrosa y cuasi intuitiva. Y digo de forma borrosa porque, si bien, como sostenía Aristóteles, la poesía es superior a la historia ya que puede llevarnos de lo que es hacia lo que debería ser, por esta misma razón es imperfecta, pues carece de ser en acto, y, en consecuencia, peca de imprecisión y de falta de certeza.

No obstante, ella nos da algo a lo que difícilmente podríamos acceder de otro modo, porque, como nos dice Romano Guardini (1885-1968), ante un poema «el lector toma una nueva actitud hacia la existencia que es más profunda que la postura que adoptamos en nuestra vida cotidiana y más viva que la seguida por un filósofo» (…), ya que «sus palabras, que ofrecen una comprensión más profunda del mundo, tienen más poder que las de la costumbre y son más originales que el discurso de un intelectual». El poeta francés Paul Claudel (1868-1955) era de esta misma opinión: «El objeto de la poesía, –escribió– no es como dicen a menudo, los sueños, las ilusiones y las ideas. Es esta santa realidad, en el medio de la cual estamos situados. Es el Universo de las cosas visibles, al cual la Fe añade el de las cosas invisibles. Todo lo que a nosotros mira y a lo que nosotros miramos. Todo eso es la obra de Dios, que forma la materia inagotable de las historias y los cantos, tanto del más grande de los poetas como del más pobre pajarillo. (…) Hay una «poesía perennnis» que no inventa sus temas, sino que regresa eternamente a los que la creación le proporciona». Es también lo que viene a decir el padre Leonardo Castellani (1899-1981) cuando señala que en el poeta el «trato no es con las cosas eternas, sino con las temporales, pero para volver­ a las eternas». Así lo expresa en uno de sus versos Claudel:

«No puedo nombrar nada más que lo eterno.
La hoja se vuelve amarilla y el fruto cae,
Pero la hoja de mis versos no perece».

Sin embargo, los poetas que hacen eso son muy escasos. La mayoría no nos dan nada parecido al conocimiento, ni siquiera en el sentido habitual de la palabra.

Probablemente, uno de los poetas que ejerció esta misión con más cierto –aunque, obviamente, sin llegar a la altura de los místicos– fue William Blake (1757-1827). Nacido cuando el mundo renacentista estaba llegando a su fin, y desarrollando la plenitud de su obra en el apogeo del Romanticismo, desconfiaba profundamente del intelecto como medio para encontrar la verdad y de la ciencia como medio para explorarla. Blake sintetizó esta visión en los siguientes versos:

«Alguna vez debemos creer una mentira
Cuando vemos con, no a través, del ojo».

El poeta inglés vislumbró, aunque deficientemente, la realidad de las cosas, en esa suerte de contemplación de tercer nivel a la que me refiero, no con el ojo, sino a su través. Y dejó dicho sobre la poesía:

«Ver un mundo en un grano de arena.
Y un cielo en una flor silvestre,
Sostener el infinito en la palma de tu mano.
Y la eternidad en una hora».

En todo caso, aun ante esta deficiente visión, algo hay de trascendente en el poeta, hay en él un algo de profeta, y aunque aquello que canta trate de un conocimiento o experiencia natural, aquello que le mueve e impulsa –¿los que los antiguos denominaban Musas?– puede no llegar a ser del todo inmanente.

Baudelaire, el poeta maldito, y Poe, el narrador maldito que deseaba más que nada ser poeta, nos lo cuentan. Dice el primero, casi parafraseando al segundo, que:

«Es a la vez por la poesía y a través de la poesía, por y a través de la música, cómo el alma entrevé los esplendores situados más allá de la tumba; y cuando un poema exquisito hace asomar las lágrimas a los ojos, esas lágrimas no son la prueba de un exceso de gozo, sino más bien son el testimonio de una melancolía irritada, de una exigencia de los nervios, de una naturaleza exilada en lo imperfecto y que quisiera entrar en posesión inmediata, ya sobre ésta misma tierra, de un paraíso revelado».

La poeta católica Denise Levertov (1923-1997) también nos dice algo interesante al respecto de esta relación entre la poesía y su fuente y fin trascendentes:

«Diría que para mí escribir poesía, recibirla, es una experiencia religiosa. Por lo menos si uno quiere decir con esto que está experimentando algo que es más profundo, diferente de lo que su propio pensamiento e inteligencia puede experimentar en sí mismos. La escritura en sí misma puede ser un acto religioso, si uno se deja poner a su servicio. No quiero hacer una religión de la poesía, no. Pero ciertamente podemos asumir lo que la poesía no es: definitivamente no es solo un acto antropocéntrico». (Estees, 1996).

Pero esta no es una idea nueva, más de un siglo antes, el cardenal John Henry Newman (1801-1890) en un artículo del año 1839 (reimpreso por él mismo en 1877), escribía que «la poesía es nuestro misticismo», siendo para él la fuente de lo poético Dios mismo. De esta forma, nos dice, el poeta se aproximará o se alejará de la autenticidad, y, por tanto, del carácter religioso, según se encuentre más o menos próximo a Aquel de quien emana ese don.

Y a no olvidar: para ello, el poeta habrá de volverse niño, para así, trasformar la existencia en un poema, tal cual hacen los niños, ya que el camino de la infancia y su pureza conduce al misterio a través del poema. Porque, como versa Charles Péguy:

«Y la voz de los niños es más pura que la voz del viento en la calma del valle.
Y la mirada de los niños es más pura que el azul del cielo».

Pero, en todo caso, aun siendo así, esos grandes poetas, incluso los mayores de todos, los místicos, en último término no son sino aprendices que balbucean torpemente aquello que les es dado cantar. Como dice J. R. R. Tolkien (1892-1973) en su poema Mitopoeia:

«Hombre, subcreador, luz refractada
a través de quien se astilla un único Blanco
de numerosos matices, que se combinan sin fin
en formas vivas que van de mente en mente.
(…)
«Benditos sean los hacedores de leyendas con sus rimas
sobre cosas que no se hallan en el registro del tiempo».

Y aunque nada de esto responde a la siempre perenne pregunta de qué poetas deben ser atendidos, sin duda apunta a ello. Así que dejaré el tema para la próxima entrada.

  

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La importancia de la poesía (I): Poesía y verdad

22.11.23

Y seguimos con la educación (I): ¿Qué habremos de mostrarles?

                            «Una escuela rural». Norman Rockwell (1894-1978).
 
  
   
  

«La única educación eterna es esta: estar lo bastante seguro de una cosa para decírsela a un niño».

Gilbert Keith Chesterton

  


«No enseñéis a los niños nada de lo que no estéis seguros. Mejor que ignoren mil veces a que conozcan una mentira».

John Ruskin

   

  

  

Como acabamos de ver, Chesterton pensaba que para educar a un niño hay que estar seguro de lo que se le enseña. A la misma idea apunta la otra frase, suscrita por John Ruskin. Ambas frases están tan empapadas de sentido común, que no creo que haga falta profundizar demasiado en ello.

Sin embargo, hoy, muchos niños crecen en una concepción borrosa y confusa sobre lo que son las cosas: sobre qué es el bien y qué es el mal, sobre qué es la belleza y qué es la fealdad, sobre qué es el error y qué es la verdad. Creen que existe un lugar en el que puede encontrarse una cosa y la contraria, y que depende de cada hombre optar por una u otra, en función de su conveniencia o, incluso, de su sentimiento o sensación.

Y no es que ese estado de desorientación sea una aberración. No, ciertamente. No solo es el propio de su característico estado de inmadurez, sino que quizá también sea, la expresión de una naturaleza, de la propia naturaleza humana. El hombre es un ser dónde se encarna esta idea. Un ser herido y propenso a la confusión y al error. Se trata, pues, de una idea que responde a una realidad.

Pero ocurre que esta idea solo puede asimilarse en su correcto significado y trascendencia cuando uno es ya adulto y ha alcanzado su madurez (y, aun así, no siempre, como vemos hoy). Antes de haber alcanzado ese estado, el trato con ella es fuente de una mayor, sí cabe, confusión y desorientación, generando un círculo vicioso de error.

Por ello es algo terrible que hoy se trate con denuedo de inculcar en los niños esta incertidumbre y confusionismo. Hay numerosos estudios que apuntan a un escenario inquietante en el que nuestros niños vagan como perdidos.

Pero esto no es fruto de la casualidad; es el reflejo de la ideología que se les quiere inculcar, con promoción de normas poco claras e indefinidas sobre lo que es bueno y lo que es malo, y sobre lo que es cierto y lo que no, y con la normalización de un tipo humano descafeinado e indefinido que encarna todas esas ideas y sus contrarias, e incluso, las altera y modifica a su capricho.

Y el primer paso en esta dirección, el primer objetivo, intencionado y perturbador, de este espíritu nihilista, es destruir la forma en que, tradicionalmente, los seres humanos civilizados hemos venido tratando a los niños en una sociedad sana. Protegemos su inocencia y los preparamos para la vida adulta, transmitiéndoles, gradualmente y a su debido tiempo, tradiciones y sabiduría, haciéndoles partícipes de aquello de lo que, en lo posible, estamos seguros, como decían Ruskin y Chesterton.

Y a esta labor de subversión y destrucción es a lo que se están dedicando muchas escuelas hoy en día, impulsadas por una agenda ideológica proveniente de atalayas mediáticas, consejos de ministros y consejos de administración, y donde destaca, especialmente, la obliteración y destrucción de esta inocencia infantil a través del adoctrinamiento sexual y la denominada ideología de género.

Incluso en el ámbito de la literatura pueden rastrearse conductas tendentes a materializar esa ingeniería social transformadora de la infancia, por ejemplo:

-En las relecturas y reinterpretaciones de los cuentos tradicionales, e incluso en las nuevas historias que involucran a viejos héroes, transmutándolos hasta casi hacerlos desconocidos.

-En las conmutaciones que en las modernas narraciones han sufrido y siguen sufriendo los conceptos de bien y mal, o en la indefinición sobre qué conductas morales se consideran justas y cuáles injustas, con la preponderancia de una filosofía moral utilitarista y otra relativista que lo acapara todo.

Pero esta estrategia no sería tan efectiva si los niños permaneciesen al cuidado de sus padres. Por eso, otra táctica muy extendida consiste en separar a los hijos de sus padres, enardeciendo y alimentando el conflicto que, de forma natural y en mucho menor grado, puede surgir de la convivencia en el seno familiar. De esta manera, aspiran a separar a los chicos de sus familias, a alienarlos y a focalizar su crecimiento en el aislamiento, en la soledad y en el adoctrinamiento. Solo así serán buenos ciudadanos/consumidores/esclavos, solo así serán sumisos y manipulables, y solo así verán al Estado/Corporación mundialista, tan deseado por algunos, como el único refugio, si no, como el único amo.

Se trata, como he dicho, de una estrategia pensada y meditada. De una conducta que responde a un plan. Un maléfico y destructivo plan: el de acabar primero con la inocencia de los niños, arrancándoles de los brazos de los padres, para sumergirles después en un pantano de ideas confusas e intercambiables, imbuyendo en sus cabezas un haz de conceptos deformados o corrompidos.

Como resultado de ello tenemos una infancia y una juventud que anhelan la verdad, pero que flotan desorientadas y perdidas sobre un mar de confusión, error, y desconsuelo.

Por otro lado, y de forma paralela a ese plan de asesinar la infancia, pero trabajando en la misma dirección, nuestra idea moderna sobre la educación ha gravitado hacia un lugar frío, eficiente y mecánico. Hacia un lugar menos humano. Todo se ha reducido a ver las cosas de una manera correcta o incorrecta, de una manera que tiende a oponerse al aspecto poético o soñador que es natural en todo niño. Que renuncia a ver más allá de la superficie de las cosas.

Y es que hemos olvidado el aspecto poético de la educación.

Ahí fuera hay, a nuestra disposición, un conocimiento sobre el mundo al que poder acceder y mostrar a los niños, un conocimiento que es invisible, intangible e inmensurable, y que está más allá del nivel de la experiencia diaria. Les hablo de la realidad primera (en cuanto a fundamental) y última (en cuanto a misteriosa) de las cosas. Una realidad, paradójicamente, oculta y manifiesta al mismo tiempo. Los antiguos y los medievales sabían que la expresión, en términos mundanos y materiales, de ese saber primero, solo puede llevarse a cabo a través de símbolos. Lo llamaban conocimiento poético, y como señalaba santo Tomás, es una vía puesta nuestra disposición para tratar de acercarse a la realidad tal y como es en su misterio oculto; él mismo la definió como «la aprehensión directa de la realidad que inspira respeto y admiración», un conocimiento por con-naturalidad con las cosas.

Dice el verso de Emily Dickinson:

«Un color se yergue
En campos solitarios
Que la ciencia no puede alcanzar
Pero la naturaleza humana siente».

Se trata de una forma de conocer en la que la cabeza consulta al corazón, y donde se aúnan la capacidad de asombro con la inocencia, y el amor con la percepción de la verdadera realidad. Tal y como debieran conocer y expresarse por naturaleza los niños.

A ello se refería san Gregorio Nacianceno cuando escribió, con su corazón de poeta:
«Los conceptos crean ídolos, solo la admiración nos revela algo».

A ello apunta también la conocida máxima del monje medieval Ricardo de San Víctor: «Ubi amor, ibi oculus», donde está el amor, está el ojo; lo que significa que solo aquel que ama ve la realidad, solo el que ama conoce realmente a la persona o al objeto amado, y lo hace de esa forma, viendo, de manera poética, intuitivamente y dejándose llevar por la admiración y el amor.

Pero, tristemente, hoy tenemos eso muy olvidado, aunque ese olvido no lo hace inexistente. Aunque no seamos conscientes de ello, aunque no podamos ya verlo o expresarlo, sigue habiendo un saber manifiesto en las cosas que nos ofrece el conocimiento del orden natural, de su naturaleza y propósito. Un mundo que, como nos recuerda el santo cardenal Newman, guarda «el poder y la virtud oculta en las cosas que se ven y que por la voluntad de Dios se manifiestan».

Por ello, porque estamos seguros de ello, hemos de volver a educar en un modo poético, apelando a eso que está ya en el niño y en el mundo, y que hemos olvidado.
Y en esta labor de redescubrir ese valor sacramental del mundo, esa verdad íntima de las cosas, los artistas están para ayudarnos. Como profetas de la verdad, su trabajo es un intento de sacar a la luz la gloria que está enterrada y cautiva en la creación. Una gloria que no vemos, pero que ellos, a través del símbolo, pueden ayudarnos a vislumbrar.

Decía C. S. Lewis que, «a veces, los cuentos de hadas pueden decir mejor aquello que se debe decir». Y al otro lado del Atlántico, la escritora católica norteamericana Flannery O’Connor, escribía, más o menos al mismo tiempo, algo similar: «Contar una historia es una forma de decir algo que no se puede decir de otra manera». Ambos se estaban refiriendo a esta forma poética de decir y de entender.

Y así, en las páginas de los grandes y buenos libros se encierra todavía un esquema del mundo conforme a su naturaleza y propósito, a modo de ovillo de Ariadna, que quizá pueda ayudarnos a transitar –a nosotros y a nuestros hijos– por entre el laberinto de la modernidad.

Creo que no puede decirse de mejor manera que aquella que utilizó en su día Platón. Y por esta razón termino con ella: 

«¿No sabes –dije yo- que lo primero que contamos a los niños son las fábulas?
(…)
¿Y no sabes que el principio es lo más importante en toda obra, sobre todo cuando se trata de criaturas jóvenes y tiernas? Pues se hallan en la época en que se dejan moldear más fácilmente y admiten cualquier impresión que se quiera dejar grabada en ellas.
¿Hemos de permitir, pues, tan ligeramente, que los niños escuchen cualesquiera mitos, forjados por el primero que llegue, y que den cabida en su espíritu a ideas generalmente opuestas a las que creemos necesario que tengan inculcadas al llegar a mayores?
(…)
Porque el niño no es capaz de discernir dónde hay alegoría y dónde no, y las impresiones recibidas a esa edad difícilmente se borran o desarraigan. Razón por la cual hay que poner, en mi opinión, el máximo empeño en que las primeras fábulas que escuche sean las más hábilmente dispuestas para exhortar al oyente a la virtud».

 

13.11.23

La ley humana. ¿Obediencia ciega? Physis frente a Nómos: Tomás de Aquino, Sófocles, Melville y Twain

 «Ley divina como base de la justicia humana». Obra de Jacob Jordaens (1593-1678).

   

   

    

«Lex inusta non est lex»

San Agustín. De libero arbitrio

   

     

    

Santo Tomás definía en su día la ley civil humana como la «ordenación de la razón para el bien común, promulgada por quien tiene a su cuidado Ia colectividad social». Es una definición de tantas, sin duda. Pero, aun siendo esto así, e independientemente de si estamos o no de acuerdo con ella –yo la estimo magnífica–, aquello en lo que probablemente convengamos todos es que, dos de los deberes más ciertos de una sociedad humana que pretenda pervivir, son el deber de respeto a la autoridad legítima, y el deber de obediencia a las leyes promulgadas por aquella.

Pero… ¿Qué ocurre con tales leyes cuando son injustas, o contravienen nuestra conciencia, o se oponen a una ley superior? ¿Han de desobedecerse? En el caso de una respuesta afirmativa, ¿ha de ser en todo caso o sólo en determinadas circunstancias?, y, en cualquiera de dichos supuestos, ¿habrán de hacerlo todos los ciudadanos o sólo algunos?

Todas las anteriores son cuestiones candentes en nuestro tiempo y en todo tiempo (hoy, por cierto, muy cercanas). Porque cualquiera de nosotros podría encontrarse, de repente, en la difícil situación de tener que elegir entre dar cumplimiento a una ley humana injusta, o seguir el dictado de su conciencia bien formada de acuerdo a su Fe y a sus creencias. Por esta razón, es importante tener las ideas claras al respecto.

Sin embargo, antes de llegar a eso, quizá deberíamos detenernos un momento en qué se entiende por ley injusta.

La ley es de esos conceptos que, debido a la inmensidad de su significado, abarca múltiples sentidos o facetas. Si volvemos a Tomás veremos cómo lleva a cabo una clasificación, donde, además del concepto de ley civil humana antes señalado, distingue varios otros, ordenados todos ellos de manera jerárquica, según la autoridad de su promulgador.

Y así nos habla de que la ley puede ser, bien divina, bien humana: siendo aquella la que viene de Dios, y ésta, de los hombres que gobiernan la sociedad; con clara supremacía de la primera sobre la segunda.

A su vez, nos dice que la ley divina puede ser, eterna, natural, o positiva. La eterna está en la esencia de Dios, y con ella Tomás se refiere a Su plan providencial para el universo que ha creado. La natural, por su parte, fundamentada en la eterna, se halla impresa en las criaturas con el objeto de dirigirlas a su propio fin, y el hombre puede llegar a tener conocimiento de la misma a la luz de la razón, siendo su principio básico que «el bien debe hacerse y perseguirse y el mal debe evitarse». En lo que respecta a la ley divina positiva, Tomás se refiere a la que se encuentra revelada en la Sagrada Escritura. Por último, el Aquinate nos habla de la ley civil humana, que, como antes señalé, es la que nos damos los hombres a nosotros mismos para regular nuestra convivencia con vistas al bien común.

Una de las cosas en las que Tomás se detiene, siempre partiendo del principio fundamental de la debida obediencia a las leyes, es en determinar aquellos casos extraordinarios en los que un cristiano puede y debe desobedecer a la ley civil humana.

Y nos comienza diciendo que, dado que esta ley debe basarse en la natural, si hay contradicción entre una y la otra, el cristiano debe atender a la ley natural (o divina, en su caso) y desobedecer la civil humana, sean cuales sean las consecuencias de tal acción.

Por esta razón, para Tomás es muy importante determinar cuándo una ley es injusta y, a su vez, en qué circunstancias esa ley injusta debe ser desobedecida.

Tomás habla a este respecto de «ley injusta» como la «hecha sin autoridad, o en oposición con el bien común, o que perjudica los derechos justos de los miembros de la sociedad». Y el caso más claro de ley injusta que nos muestra, aquel que no alberga dudas circunstanciales, es cuando la ley humana «ataca a los derechos de Dios (toca a Su honor y Su culto) o a los derechos esenciales de la Iglesia» (afecta a la misión de esta de santificar las almas, predicando la verdad, y administrando los sacramentos).

No obstante, la mayor dificultad está en discernir que hacer cuando la injusticia de la ley no es tan clara, como cuando afecta a bienes humanos, tal y como concreta Tomás:

«Cuando el gobernante impone a los súbditos leyes onerosas, que no miran a la utilidad común, sino más bien al propio interés y prestigio» (…) «cuando el gobernante promulga una ley que sobrepasa los poderes que tiene encomendados», o «cuando las cargas se imponen a los ciudadanos de manera desigual, aunque sea mirando al bien común».

En estos casos, la mayoría de los hombres encontrarían dificultades para discernir si la hipotética desobediencia responde al respeto a una ley divina y/o superior o, en cierto modo, persigue su propio interés. Quizá cuando en el diálogo Critón, el Sócrates condenado a muerte no hace uso de ese argumento para intentar zafarse de su condena, esté pensando en ello. Muy probablemente Tomás lo tiene presente cuando llama la atención sobre la necesidad, en este caso más que en otros, del juicio prudencial y de la primacía del bien común sobre el interés particular. Pues el riesgo se encuentra aquí en que el individuo pretenda rechazar las leyes de la polis, con el fin de utilizar esta discrepancia como excusa para su propia, arbitraria, y engreída anarquía. Por ello, este es un tema tratado con mucho tiento por el Aquinate. Y así, Tomás nos dice que si bien, en principio, la injusticia de esta ley debe hacerla inobservable, no será así cuando «se trate de evitar el escándalo o el desorden, pues para esto el ciudadano está obligado a ceder de su derecho».

Así mismo, Tomás advierte que el fundamento de esta desobediencia se apoya en un deber de obediencia a una autoridad mayor, de la que provienen todas las demás (Dios). Y que esto significa dos cosas: por un lado, que esa desobediencia, concretada en una determinada orden o ley injusta humana, no da derecho, por esta sola razón, a negar la autoridad general de la que aquella dimana (dejamos aparte, el tema de la tiranía en el gobierno humano); y, por otro, que, por tal razón, dicha desobediencia traerá consigo consecuencias perjudiciales impuestas por esa autoridad, que habrá que asumir y soportar.

Esta enseñanza, difícil sobre todo de seguir y de aplicar, puede verse ilustrada por algunas obras literarias, que muestran estos principios en acción en el seno del acontecer humano.

Voy a hablarles de un gran clásico, la obra teatral de Sófocles, titulada, Antígona (441, a. de C.), y de otros dos clásicos menores, como son la obra de Herman Melville, Billy Budd, marinero (1886/91), y la de Mark Twain, Las aventuras de Huckleberry Finn (1884/85).

 

ANTÍGONA (441 a. de C.), de Sófocles

      «Ántigona dando el entierro a Polynices». Obra de Sébastien Norblin (1796-1884).

El tema del que Sófocles nos habla aquí es, específicamente, el problema de la obediencia debida a las leyes de los hombres cuando entran en conflicto con la ley divina, y de las consecuencias que de ello se puedan derivar para aquel que decide desobedecer la ley humana.

La obra forma parte de un conjunto de tragedias en las cuales el autor nos da cuenta de diversos aspectos de la condición humana, a través de las tribulaciones de Edipo y de su familia, y con la ciudad de Tebas como escenario.

La historia comienza tras la cruenta guerra sucesoria que se desencadena por el trono de Tebas, entre los dos hijos del recientemente fallecido rey, Edipo: Polinices y, el regente en ese momento, Eteocles. Tras esta guerra, en las que ambos hermanos mueren, cada uno a manos del otro, accede al trono Creonte, tio de los dos caudillos fallecidos.

La protagonista Antígona, princesa de Tebas, es una de las hijas de los fallecidos reyes, Edipo y Yocasta, y, por tanto hermana de los dos fallecidos.

Su tio y nuevo rey, dicta la orden de que su hermano Polinices, en castigo por su traición a la patria, no reciba un entierro honorable de acuerdo a los ritos funerarios tradicionales. Esto pone a Antígona en una terrible disyuntiva, al verse obligada a optar por el cumplimiento de dos deberes que se le presentan incompatibles: el deber de respeto a las normas religiosas, y el deber de obedecer a las leyes civiles.

Finalmente, Ántigona decide, no obstante la prohibición del rey, enterrar el cadáver de su hermano, enfrentándose así a las consecuencias de tal acción, que finalmente la conducirán a la muerte.

Como escribe Charles Moeller, en su obra Sabiduría griega y paradoja cristiana (1948):

«Antígona no es una rebelde ni una orgullosa: aun cuando debe alzarse contra la sociedad y aparecer «culpable», no es más culpable que los mártires que debían obedecer más a Dios que a los hombres».

Ella expone las razones de su desobediencia al rey Creonte de la siguiente forma:

«Tus órdenes, a lo que pienso, tienen menos autoridad que las leyes no escritas e imprescriptibles de Dios. Todos los que están aquí presentes me aprueban. Lo dirían, si el temor no les cerrara la boca. Pero los jefes poseen muchos privilegios, y sobre todo el de obrar y hablar como les plazca».

Moeller sigue diciéndonos en la citada obra:

«Antígona «comete un delito santo» (hosia panourgésasa). Es, pues, justa, porque no ha cometido ningún crimen, porque ha practicado las virtudes ordinarias del hombre y, sobre todo, porque ha efectuado un acto excepcional de virtud: el sacrificio de sí misma por una realidad invisible, religiosa».

Pero aquí Moeller, sin dejar de reconocer el mérito de su acción, nos muestra que Antígona flaquea al final, y nos explica por qué:

«En el momento de morir descubre con dolor que toda su fortaleza la abandona. Así como los mártires cristianos van a la muerte con alegría, ella nota que se le quiebra la exaltación del sentimiento de gloria. Cree que no merece ese fin, que su acción requería otra respuesta en lugar de esa muerte que todo lo acaba. Rechaza, pues, el consuelo de la gloria y, caso único en toda la tragedia antigua, presiente que, en su trance es menester otra cosa. Pero no sabe qué y se aleja, diciendo:

“Ved, tebanos, lo que sufre la última hija de vuestros reyes, y de qué manos, por haber practicado la piedad"».

Se trata, en palabras del filósofo alemán, Hegel, del máximo conflicto, pues este choque entre la ley eterna y la ley del estado, es «la oposición suprema, y por ello la más trágica». 


BILLY BUDD, MARINERO (1886/91), de Herman Melville

                        «El capitán de navío». Obra de Geoff Hunt (1948-).

«Por (…) la ley y el rigor de la misma, no somos responsables. Nuestra responsabilidad está en esto: Que por despiadada que sea la ley, la cumplimos y la administramos…».

Esta frase, extraída de la novela, resume, muy bien, una de las problemáticas tratadas en la obra de Melville: ¿hasta que punto debemos cumplir una ley humana que sabemos injusta? Y si, por razones de bien común, nos vemos obligados a hacerlo, ¿qué consecuencias se pueden derivar de ello tras contravenir nuestra conciencia?

Sobre el argumento del libro, y el libro mismo, he tratado ya aquí. Ahora se trata de examinar más en detalle la anterior cuestión. Pero antes, un poco de contexto.

La historia se desarrolla en 1797, durante una guerra entre la Gran Bretaña realista y la Francia revolucionaria. Por aquellos días, las revoluciones estadounidense y francesa habían hecho trizas los viejos conceptos de autoridad y orden, y la Royal Navy había sufrido varios motines que amenazaban las esperanzas de victoria militar, así como la vida de los oficiales de bordo. En este escenario, Melville explora el dilema señalado por Aquino sobre el conflicto entre el bien común y el interés particular ante una ley humana injusta.

Recordemos que el Aquinate había hecho hincapié en distinguir aquellas leyes injustas por contravenir o atacar un bien divino (ante las que surge la obligación de desobediencia), de las que lo fueran por atacar u oponerse a un bien humano, caso este en el que la desobediencia se volvía condicional: únicamente podrían ser desobedecidas aquellas cuya desobediencia no condujese a escándalo o desorden.

En la historia, el capitán Vere, siguiendo lo prescrito por el código de justicia militar, un conjunto de duras reglas diseñadas para asegurar el orden a bordo del barco, lleva a juicio al protagonista, el impecable Billy, condenandolo y finalmente ahorcandolo por un supuesto crimen, aun cuando, en su fuero interno, sabe de la injusticia de tal ejecución.

Vere y cada miembro de la corte marcial tienen la oportunidad de hacer justicia siguiendo sus conciencias en lugar de seguir estrictamente los artículos de la ley marcial, pero no lo hacen. Vere argumenta:

«En tiempo de guerra, en el mar, un marinero golpea a un superior de grado y el golpe es mortal. Independientemente de su efecto, el golpe es, de acuerdo a los Artículos de Guerra, un delito gravísimo. Además…

-Ay, señor -emocionalmente interrumpió el militar-, en cierto sentido lo fue. Pero de seguro, Budd no se proponía ni el motín ni el homicidio.

-De seguro que no, mi buen hombre. Y ante una corte menos arbitraria y más misericordiosa, que una marcial, ese alegato atenuaría grandemente la gravedad. Y en el Tribunal de Ultima Instancia conseguiría la absolución. Pero aquí ¿cómo? Procedemos de acuerdo a la ley de Amotinamiento. Ningún niño se parece más en sus características a su padre que en lo que en espíritu se parece esta ley a lo que la origina: la guerra».

Esto le vale al capitán una crisis de conciencia que le acompaña atormentándolo hasta su muerte.

El juicio que se transcribe en la novela, ofrece una visión del conflicto entre la justicia y la ley, la responsabilidad del deber oficialmente instituido frente a la adhesión a un código moral personal, y la lucha entre el orden social establecido y un concreto acto de injusticia individualmente considerado. Por todo ello, una novela que vale la pena visitar.


LAS AVENTURAS DE HUCKLEBERRY FINN (1884/85), de Mark Twain

                      «Huck y JIm en la balsa». Obra de Eugene Iverd (1893-1936).

Por último, otra novela, mucho más próxima a nuestros días y a nuestros adolescentes que Antígona, trata también este asunto, aunque sea entre otros muchos y no de manera tan central como en las obras de Sófocles y de Melville. Me refiero a Las aventuras de Huckleberry Finn.

Muy probablemente, lo tratado en la novela, no trata simplemente de un caso de desobediencia ante una la ley humana injusta y sus consecuencias, sino de un conflicto entre ley y conciencia. Y tambien, de cómo, el qué alimente esa conciencia, podrá traer más o menos secuelas, y cuales pueden ser estas. Una conciencia que, aun cuando halla sido educada en el error y la mentira, nunca podrá ver doblegada su verdadera y profunda naturaleza, entendida al modo que nos explica el cardenal Newman, como «un mensajero de Dios, que tanto en la naturaleza como en la Gracia nos habla desde detrás de un velo y nos enseña y rige» sobre lo malo y sobre lo bueno.

Porque, lo cierto es que Huck es educado en un perverso ambiente esclavista. Para él, está bien, y es algo normal, la existencia de esclavos, y el verlos como cosas –y no personas– que se pueden comprar y vender. Su conciencia es alimentada desde su infancia con estos errores. Y en ese ambiente crece y se desarrolla.

La novela nos cuenta la historia de Huck, un buen intencionado chico blanco que vive junto al río, y su amigo, el negro Jim, en su travesía por el río Mississippi en una pequeña balsa. Mientras navegan rio abajo, se revela que Huck ha ayudado a Jim a escapar de la señorita Watson, su maestra, quien lo mantenía como esclavo. Poco después, asistimos a como Huck entra en una primera crisis de conciencia, llegando a creer que ha «robado» a Jim. Lo que Huck toma por su «conciencia» lo atormenta, haciéndolo pensar que es una persona completamente inmoral. ¿Por qué? Porque no puede devolver a su amigo a una vida de esclavitud. Esa es una de las ironías de la historia de Twain.

Pero, el ambiente y la atmósfera en la que se cultivó y creció la conciencia de Huck ha cambiado. La travesía por el rio se ha convertido en una camino hacia la verdad, y la balsa en la que navegan ambos, es un nuevo corpus social que solo habitan él y Jim. Fuera de las presiones, influencias e injerencias sociales (su padre borracho, su maestra la srta. Watson, la gente del pueblo…), la relación amistosa que de forma natural brota entre Jim y Huck tiene su efecto, permitiendo liberar, limpiar y dar esplendor a la conciencia del chico en su verdadera profundidad y verdad. Y así, surge una segunda crisis de conciencia.

En esta segunda crisis moral nos encontramos ya ante la conciencia verdadera, aquella que señala certeramente el camino del bien y el del mal. Una conciencia que muestra a Huck que hay cosas por encima de las leyes y costumbres de los hombres. Cosas sagradas a las que hay que atender, aunque para ello se haya de quebrar alguna ley humana. En este caso se trata de la amistad. La amistad entre Huck y el esclavo Jim, que lleva al protagonista a desobedecer una ley perversa e injusta, no delatándolo.

Aunque, precisamente, aquello que hace Huck, en vez de conducirle al infierno –como él equivocadamente cree–, lo aleja de él, pues, aunque todavía no sea consciente de ello, ha rescatado a la verdadera conciencia y la ha liberado de las cadenas del error.

He aquí un fragmento de la novela, que contiene una preciosa descripción de lo que significa la amistad y del efecto de la conciencia verdadera en el obrar de Huck:

«Me senté a escribir:

“Señorita Watson, su negro fugitivo Jim está aquí dos millas debajo de Pikesville y lo tiene el señor Phelps, que se lo devolverá por la recompensa si lo manda a buscar.

HUCK FINN”

Me sentí bien y limpio de pecado por primera vez en toda mi vida y comprendí que ahora ya podía rezar. Pero no lo hice inmediatamente, sino que puse la hoja de papel a un lado y me quedé allí pensando: pensando lo bien que estaba que todo hubiera ocurrido así y lo cerca que había estado yo de perderme y de ir al infierno. Y seguí pensando. Y me puse a pensar en nuestro viaje río abajo y vi a Jim delante de mí todo el tiempo: de día y de noche, a veces a la luz de la luna, otras veces en medio de tormentas, y cuando bajábamos flotando, charlando y cantando y riéndonos. Pero no sé por qué parecía que no encontraba nada que me endureciese en contra de él, sino todo lo contrario. Le vi hacer mi guardia además de la suya, en lugar de despertarme, para que yo pudiera dormir más, y vi cómo se alegró cuando yo volví en medio de la niebla, y cuando volvimos a encontrarnos otra vez en el pantano, allá lejos donde la venganza de sangre, y todos aquellos momentos, y cómo siempre me llamaba su niño y me acariciaba y hacía todo lo que podía por mí, y lo bueno que había sido siempre, hasta que llegué al momento en que lo había salvado cuando les dije a los hombres que teníamos la viruela a bordo y lo agradecido que estuvo y que había dicho que yo era el mejor amigo que tenía en el mundo el viejo Jim, y el único que tiene ahora, y después, cuando miraba al azar de un lado para el otro, vi la hoja de papel.

Me costó trabajo decidirme. Agarré el papel y lo sostuve en la mano. Estaba temblando, porque tenía que decidir para siempre entre dos cosas, y lo sabía. Lo miré un minuto, como conteniendo el aliento, y después me dije:

¡Pues vale, iré al infierno!», y lo rompí».

Y, paradójicamente, aquel acto, muy al contrario de lo que él creía, probablemente lo que estaba haciendo es abrirle, de par en par, las puertas del Cielo.

Y así, la universalidad de las experiencias ilustradas por Sófocles, Melville y Twain nos ponen, a nosotros y a nuestros hijos, frente a la realidad de unas leyes, quizá no escritas y que nadie puede fechar, porque no son de hoy ni de ayer, pero que, sin embargo, viven inmutables, eternamente, en nosostros, y, que por lo tanto, se imponen, con las consecuencias comentadas, a todos los hombres y a sus disposiciones y reglas, en todas partes y siempre. Aprovechemoslas.