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15.04.24

Leer a Evelyn Waugh, o cómo evitar la decadencia y caída en lo vil

                              Ilustración de Kate Baylay,  para Cuerpos viles.

          

               

          

«¿Cómo puede existir la vergüenza en un mundo, como el moderno, en el que el vicio ya no rinde pleitesía a la virtud?».

Evelyn Waugh

 

 

Voy a hablarles de dos novelitas –por extensión, solo por extensión– del británico y católico Evelyn Waugh, Decadencia y caída (1928), y Cuerpos viles (1930). Dos obras con las que, en su día, reí a carcajadas, y que, en una segunda y reciente lectura, me mostraron un plano más profundo, que, a menudo, pasa desapercibido.

La primera de ellas, Decadencia y caída, escrita por Waugh en 1928, sigue las andanzas de su protagonista, Paul Pennyfeather, estudiante de Oxford convertido en maestro de escuela y finalmente presidiario, que se abre camino a tientas por una Inglaterra que se está descivilizando rápidamente, al tiempo que pone al descubierto la corrupción y disolución de instituciones fundamentales como la enseñanza, la iglesia anglicana y el régimen penitenciario.

Por su parte, la segunda en el tiempo, Cuerpos viles, publicada en 1930, es otra divertida sátira que describe un mundo que ha perdido su brújula moral. La trama consiste en la inmersión del protagonista, Adam Fenwick-Symes, en el tipo de vida vacía y fútil que llevaban los denominados en la época, jóvenes brillantes, los «Bright Young Things», navegando sobre un mar de frivolidad, en el que las fiestas, la infidelidad desenfrenada y religión superficial hacen de falsas balizas en medio de una tormenta moral.

Alguien podría sostener –y muchos lo han hecho y lo seguirán haciendo–, que estas dos novelitas pertenecen a un Waugh pre católico y secularizado, a un autor frívolo que, haciendo uso de su maestría con las letras y de su evidente talento para la sátira, solo buscaba en estos dos divertimentos la risa fácil, y el silencio del vacío moral que nos deja el final de una efímera carcajada. Sin embargo, nada más lejos de ello.

Sin negar la evidente comicidad y extraordinaria diversión que nos proporcionan estas lecturas –lo cual es muy bienvenido–, se trata de obras serias que retratan las convicciones morales de Waugh, y que prefiguran su defensa de una visión del mundo completamente católica. Las dos novelas son como espejos que, con clara intención crítica, el autor sostiene ante una sociedad que, en aquel momento, venía promoviendo dichos «elementos perversos»; tal y como continúa haciendo hoy, por cierto. Y por eso estas dos obras representan una vuelta a las prácticas de una crítica cautelar, burlona y satírica, ya conocidas en la literatura inglesa y de las que es máximo representante el viejo Swift.

Tanto en Decadencia y caída, como en Cuerpos viles, Waugh presenta a sus lectores un mundo desprovisto de moralidad objetiva, donde los personajes deambulan por entre medias de una vertiginosa combinación de sinsentido y decadencia. Lo cierto es que ambos títulos son muy gráficos: el primero de ellos, en homenaje a las grandes obras de los historiadores Gibbon y Spengler; y el segundo, a una epístola de san Pablo a los Filipenses. Es pues claro que el autor no esconde su visión pesimista del mundo secular que le tocó vivir, concretamente de ese mundo descarnado, desenfrenado y cínico que surgió tras la desolación de la Gran Guerra. El hecho de que Waugh presente la sociedad europea de comienzos del siglo XX de forma tan burlona demuestra su propia incomodidad, la desaprobación de muchos de sus principios, y lo cerca que estaba a su próxima conversión (el 28 de septiembre de 1930).

En estas dos novelas, Waugh rechaza sin ambages, tanto el blando humanismo, como el duro utilitarismo que dominaban su tiempo, y a la vez, afirma sutilmente los puntos de vista católicos sobre el pecado original, la santidad de la vida humana y el matrimonio. Todo lo que sucede, sucede al revés de lo que señala la naturaleza de las cosas: los que deben casarse no lo hacen, mientras aquellos que no deben hacerlo lo hacen, los culpables salen indemnes al tiempo que los inocentes cargan con la culpa, los incompetentes ocupan puestos de poder en tanto los capaces son arrinconados, y todo, todo se sume en el desastre, la locura y la soledad.

En Decadencia y caída, esto se hace evidente a través de sus retratos del reformador de prisiones Sir Wilfred-Lucas Dockery, como representante de ese humanismo descafeinado, y del arquitecto Otto Silenus, claro ejemplo del pujante y árido utilitarismo.

Sir Wilfred Lucas-Dockery insiste, ingenua y rousseaunamente, en que toda actividad delictiva es simplemente el resultado del «deseo reprimido de expresión estética», y, por lo tanto, retuerce la realidad de todo lo que acontece en la prisión para tratar de encajarla en su teoría; así, espera que los presos estén agradecidos por la oportunidad que les ofrece de participar en sus experimentos. El profesor Otto Silenus, por su parte, es un cínico arquitecto ultramoderno que prefiere construir edificios que «alberguen máquinas, y no hombres»; unos hombres vulgares a los que desprecia, pues, según él, «¡qué repugnantes e inenarrables son todos los pensamientos y la autoaprobación de este subproducto biológico!».

Estos dos personajes expresan el irónico desprecio de Waugh por ese humanismo al servicio de sí mismo, y el espíritu mecanicista y utilitario que le acompaña, tan de hoy, y muestran, crudamente, la superficialidad de tales ideologías. Ambos exponen al lector, como dos caras de Jano, la ambivalencia de lo moderno, que por lado encumbra al hombre y finge preocuparse por sus más pequeños infortunios, lo que culmina en un humanismo naif, y por otro, desprecia, desde sus élites, al hombre común, al que menosprecia y al que pretende eliminar eugenesizándolo.

Consecuentemente, ambos tipos patentizan la oposición de todas esas ideologías modernas a un catolicismo que, trasciende la humanidad meramente natural y buenista del director de prisiones, y sacraliza el destino humano, alejándolo del utilitarismo mecanicista del arquitecto. Pero todo ello hecho con un tremendo humor, pues la seriedad con la que tanto Lucas-Dockery como Silenus se toman sus ideologías resulta cómica precisamente por su absurdo.

También en estas dos novelas el tratamiento de la muerte es revelador. A pesar del tono burlón, las muertes y suicidios se suceden a un cierto, y por ello, aparentemente banal ritmo. La vida es barata y la muerte se toma a la ligera. El hecho de que esto resulte cómico demuestra el erróneo enfoque de una sociedad que no valora la vida humana. Innumerables personajes de estas sátiras de Waugh sufren destinos trágicos, y su desaparición se trata casi siempre con una brevedad superficial. Tomemos, por ejemplo, el fallecimiento de Flossie en un hotel, en Cuerpos viles. Puede parecer divertido cuando el dueño del hotel comenta egoístamente el fallecimiento («lo que me molesta, es tener una muerte en casa y todo el alboroto. No hace ningún bien a nadie que la gente se mate en una casa»), pero al exponer la ligereza con la que los personajes observan la tragedia, Waugh está exponiendo su falta de corazón y su deshumanizada naturaleza.

Por último, la concepción del sexo y el matrimonio es significativa. En Cuerpos viles, Adam y su prometida, Nina, consienten en tener relaciones prematrimoniales. El resultado es frustrante para ambos, sobre todo para Nina. Para mostrar hasta qué punto el sexo fuera del matrimonio, y meramente recreativo, puede arruinar una relación sana, Waugh escribe sobre el trato que se da la pareja después de su encuentro: «Adam se inclinaba a ser egoísta y abatido; Nina estaba más bien crecida y desilusionada y claramente enfadada». Ambos también se toman la relación matrimonial con evidente ligereza, en marcado contraste con la afirmación católica de su sacralidad e indisolubilidad. Waugh trata de darnos una explicación, muy de hoy:

«La verdad es que, como tantos jóvenes de su edad y clase, Adam y Nina sufrían por ser sofisticados en materia de sexo».

Adam continúa diciéndole a Nina: «No sé si suena absurdo… pero creo que un matrimonio debe durar bastante tiempo», en contraposición a la idea tradicional del matrimonio para toda la vida. En cuanto a la felicidad conyugal, Nina no cree que «esas cosas divinas ocurran alguna vez», y, de hecho, ambos participan en una aventura adúltera después de que Nina se case finalmente con otro pretendiente. Después de varios encuentros, rupturas y nuevos reencuentros, la culminación de ese adulterio es la concepción de un hijo, lo que para Nina es «demasiado horrible». La falta de fundamentos morales de Nina no la ha preparado para el sacrificio que requiere criar a un hijo, ya que no puede concebir un mundo en el que sus propios deseos no sean el centro de todo.

Evelyn Waugh comparó una vez su conversión con «cruzar la chimenea y salir de un mundo de espejos, donde todo es una caricatura absurda, para entrar en el mundo real que Dios creó». La frase parece hacer referencia al famoso pasaje de san Pablo en la primera epístola a los Corintios, cuando habla de ver, oscuramente, a través de un borroso espejo. De esta manera, los mundos de Decadencia y caída y Cuerpos viles, son un buen indicador de lo que Waugh quería decir con la expresión «caricatura absurda». Waugh reconocía el sin sentido de un mundo sin Dios, pues estaba ya en ciernes su conversión, y esto es claramente visible en la forma en que retrata a personajes, divertidos pero vacíos. Ello, a pesar de que, formalmente, tales obras puedan encajarse en del movimiento modernista, propio de la época, y su humor pueda, en consecuencia, malinterpretarse como mero divertimento que juega con la perversión. Abundando en esta idea, para algunos, este estilo modernista y desencantando es abandonado abruptamente por el autor, en Retorno Brideshead, transformando ese frívolo «elemento perverso» en implacable pecado, lo que prueba la ausencia de toda profundidad en las dos novelas que comento aquí. Nada de esto es así, como acabamos de ver. Simplemente en Retorno se hace explícito lo que estaba larvado y en ciernes en estas dos divertidísimas y aleccionadoras sátiras. Basta para ello hacer una lectura desprovista de prejuicios ideológicos, y ver que resulta abrumadoramente claro que sus convicciones morales y teológicas, esas que llevaron a Waugh a abrazar una fe católica, existían ya en él y en estas obras, y sólo se hicieron más explícitas en su vuelta a Brideshead.

Retorno a Brideshead es, ni más ni menos, la respuesta de Waugh a la decadencia y destrucción presentadas en estas dos obras. Charles Ryder fue, en algún momento, un joven brillante como Adam Fenwick-Symes y Paul Pennyfeather, pero, el contacto con el catolicismo de la familia Flyte y la acción de la gracia, le salvan, permitiéndole, como al propio Waugh, «cruzar la chimenea». Nuestro autor hace uso en la novela de una imagen del chesternoniano padre Brown para ilustrar esa actuación de la gracia que, a modo de anzuelo bien provisto, nos tiende el Pescador, y que es recogido en su momento no importando cuán lejos estemos:

«Le cogí (al ladrón) con un anzuelo y una caña invisibles, lo bastante largos como para dejarle caminar hasta el fin del mundo y hacerle regresar con un tirón del hilo».

Pero toda esta profundidad viene acompañada, en estas dos novelas breves, de risas e ironías. Evelyn Waugh es muy divertido aquí. Casi tan divertido como su admirado P. G. Wodehouse. No obstante, aunque estas dos novelistas de Waugh son dos buenas lecturas, y divertidas ambas, y, aun cuando sus jóvenes protagonistas, Paul y Adam, podrían, a simple vista, cruzarse con Bertie y sus zánganos en sus muy similares escenarios del barrio londinense de Mayfair y las mansiones de la campiña inglesa, hay algo que las separa de las historias wodehousianas.

En Decadencia y caída y en Cuerpos viles, Waugh usa el humor para criticar el mal social que contemplaba, y, por tanto, utiliza la hilaridad para hacernos ver la «caricatura absurda» en medio de la cual vivía y el desastre al que se dirigía un mundo así. Por el contrario, Wodehouse, abstrayéndose de esa misma realidad, nos muestra en toda su producción literaria como sería nuestra existencia sin maldad, corrupción y libertinaje; esto es, como dejó dicho el propio Waugh:

«Para Wodehouse no ha habido ninguna caída del hombre; ningún pecado original. Sus personajes nunca han probado el fruto prohibido. Todavía están en el Edén. Los jardines del Castillo de Blandings son ese jardín primigenio del que todos estamos exiliados».

Sin embargo, uno y otro apuntan a lo mismo, y a lo que apuntan es bueno. Y por eso, es bueno leer a ambos, y reír y aprender de ellos y con ellos.

 

8.04.24

Las listas, los libros, y la serendipia

                            «En la librería». Obra de Norman Mills Price (1877-1951).

                

        

      

«Con una biblioteca es más fácil esperar la casualidad que buscar una respuesta precisa».

Lemony Snicket

  

«Una biblioteca socava cualquier orden que pueda poseer, con emparejamientos aleatorios y fraternidades casuales».

Alberto Manguel

  

«Una parte de la verdad surge de lo aparentemente irrelevante».

Edgar Allan Poe. El misterio de Mary Roget.

 

 

Sé del atractivo y la utilidad de las listas de recomendaciones de libros. Ya les hablé en alguna otra ocasión de ellas (aquí, aquí, aquí, y aquí), y reconozco que he sido y sigo siendo aficionado; a veces, es cierto, un casi obsesionado amante. Un atractivo este que, sin duda, está estrechamente unido a esa utilidad. No nos engañemos; ese es su aliciente, su interés; por eso nos gustan las listas, porque nos facilitan algo, y lo hacen de forma extraordinaria. Nos dan un camino, una ruta que seguir, y solo tenemos que empezar a andar. Cierto que, para su éxito, el itinerario y sus etapas habrá de estar elaborado por alguien en el que confiemos, alguien que nos parece que conoce el terreno y no se va a equivocar. Pero, una vez encontramos el guía confiable, nos abandonamos, y agradecemos, con alivio, ese abandono.

Sin embargo, a un lado de esta valiosa utilidad, las listas son como esos viajes organizados, en los que todo está empaquetado y preestablecido, donde no hay lugar para la improvisación, para la exploración, para la magia y el encanto de lo inesperado; para el asombro del descubrimiento; y porque no: para la propia satisfacción del logro personal del hallazgo mismo. Hay en las listas un encorsetamiento castrante; una conformidad esclava.

Por eso, en mi modesta opinión, las listas deben ser, de vez en cuando, sanamente combinadas con algo que tiene que ver, para algunos con el azar, para otros con la Providencia, y para unos terceros, quizá con algo que sea una mezcla de búsqueda y sagacidad; de curiosidad y prudencia; de intuición y atención. Hay para esto último una palabra, adoptada por el castellano, pero de origen inglés, de bonita dicción: serendipia, que según el diccionario de la RAE significa «hallazgo valioso que se produce de manera accidental o casual». Su creador fue el polígrafo inglés, Horacio Walpole, conocido por su Castillo de Otranto (gustado por Catherine Morland, la heroína de Jane Austen de La Abadía de Northanger), obra precursora de las novelas de terror gótico.

El origen de esta palabra es curioso y vale la pena contarlo. En una carta a un amigo, Walpole describe su descubrimiento de un curioso escudo de armas veneciano, y se detiene para decir que «este descubrimiento, de hecho, es casi de ese tipo que yo llamo serendipia». Más adelante, explica que esa palabra es de su propia invención, y le relata a su amigo cómo llegó hasta ella: «Una vez leí un sencillo cuento de hadas, titulado ‘Los Tres Príncipes de Serendip’» (hay que precisar que, Serendip es un nombre antiguo para Sri Lanka). Según Walpole, en ese cuento, los príncipes protagonistas, mientras viajaban, hacían fantásticos descubrimientos de cosas que no estaban buscando. Y estos descubrimientos inesperados los hacían, literalmente, «por accidentes y sagacidad», una frase sobre la que luego vuelve en su carta Walpole, y que refina con la expresión «sagacidad accidental». Ese descubrimiento, improbable y maravilloso, de algo que no se busca, y que es encontrado por «sagacidad accidental» es lo que Walpole llama «serendipia».

Pues algo de serendipia debemos desear que nos acontezca con los libros. Debemos dejar que se den las condiciones para que esos hallazgos maravillosos e inesperados acontezcan en nuestras vidas. Y para ello deberemos actuar con sagacidad incidental.
Así que, alejémonos de vez en cuando de las listas, para así, aprovechar las casualidades, los imprevistos, y las raras coincidencias y extrañas confluencias que, a veces, se dan en nuestras vidas. Aunque para ello, a veces, sea conveniente forzar un poco al destino: paseen por librerías, que cuanto más viejas y destartaladas sean mejor será para estos fines serendípicos; descansen su mirada por los escaparates de las librerías que salgan a su paso (en este caso valdrá cualquiera); nunca dejen de perderse la ocasión de husmear distraídamente por los estantes de cualquier biblioteca a su alcance; ojeen descansada y superficialmente las secciones literarias de los periódicos o revistas, a veces, simplemente leyendo los titulares de los distintos artículos o selecciones; curioseen los grandes o pequeños estantes de las casas de sus amigos, buscando no se sabe qué; o déjense llevar por los inesperados e improbables enlaces que la caótica internet nos pone delante, cuando buscamos una cosa y terminamos en otra; muchas veces una cosa inesperada pero valiosa e inencontrable por los medios ordinarios y extraordinarios de los más famosos buscadores, encorsetados por sus algoritmos cancerberos (las computadoras actúan orientadas por criterios muy específicos. En otras palabras, tienen que ser programadas para el tipo de resultados que el observador/programador espera).

Y, sobre todo, no nos contentemos con aquello –listas– que otros (en la mayor parte personas de honestas intenciones y confiables criterios) han hecho. Lancémonos alguna que otra vez a la aventura. Asúmanos el riesgo y esfuerzo que toda aventura encierra en su interior. Aprovechemos los accidentes de la fortuna –incluso, como hemos visto, forcémoslos– e intentemos convertirlos en algún tesoro en forma de libro, que seguramente habría sido inaccesible para nosotros si nos hubiéramos limitado, bien, a seguir una lista, por buena que ella sea, o bien, a rastrear, inflexible y estrictamente, tan solo aquello que inicialmente íbamos buscando. Y además, obtendremos una recompensa adicional; porque la necesidad de la búsqueda disminuye el placer del hallazgo, pero el descubrimiento inesperado, lo acrecienta.

Háganlo, entonces, por favor, háganlo. Inviten a la serendipia a su mundo literario. Estén atentos, abran los ojos, déjenla entrar. Supondrá un pequeño esfuerzo; sin duda. Pero, valdrá la pena, se lo aseguro, ya que, aun no encontrando ustedes aquello que persigan, si están atentos quizá se topen, como por arte de magia, con alguna otra cosa que también desean; en esto reside la maravilla.

1.04.24

Más relatos: los favoritos de los escritores

                    «La plaza de san Marcos». Obra de Friedrich Nerly (1807-1878).

 

   

    

 
 

«Tal vez todos los novelistas quieren escribir poesía primero, descubren que no pueden, y luego prueban con la historia corta, que es la forma más exigente después de la poesía».

William Faulkner

 

 

 

Por una vez –y para su felicidad– voy a abandonar mis propias preferencias y mis precarios juicios, para traerles la sabia opinión de los expertos. ¿Y que mejores expertos que aquellos mismos que son maestros en el arte del que se quiere tratar? Voy a mostrarles algunos de los relatos favoritos de, quizá, los mejores cuentistas de la literatura universal. Los más son ajenos a la obra que juzgan; los menos nos hablan de sus propias criaturas.

Curiosamente, en esto de los relatos cortos y de los cuentos literarios, abunda la paradoja siguiente: a los escritores suelen gustarle más los cuentos que a sus lectores.

Basado en este axioma, es un lugar común entre los literatos hablar de la enorme presión que agentes, editores y críticos ejercen sobre ellos para que abandonen el cuento lo antes posible y se dediquen a algo serio, como por ejemplo escribir una novela; una presión esta que es inflexible e implacable. Todos los implicados en el negocio editorial saben que para sobrevivir, han de proporcionarle a los lectores aquello que estos demandan, y, para ello, han de conocer sus gustos y preferencias; pero, para el escritor profesional, esas exigencias no cuentan. Para muchos de ellos, el relato corto es, a diferencia de la novela, algo invariable y profundamente literario, plenamente artístico, y por esto lo prefieren, al margen de cualesquiera consideraciones, incluidas las del mercado.

¿Pero, por qué es estimado tan poco el relato corto? Quizá, como apunta algún crítico solitario, una de las razones —sino la principal— por la que esto es así es que este género exige un interés por la forma, además del contenido, mucho mayor que una novela, y hoy en día la gente no parece tan interesada en la forma, centrándose únicamente en la historia.

Por otro lado, casi todos los brillantes escritores que han abordado el género del relato corto han coincidido en que su principal característica diferenciadora es que lo que en él prima es el ambiente, el tono, más que el argumento o la trama, algo que, por el contrario, resulta fundamental en la novela. Esto nos lleva a la idea de que, por su concentración y economía, el cuento está más cerca de la poesía que de la novela. Y por eso, al ser artísticamente más puro, no es de extrañar que atraiga más fuertemente al verdadero poeta.

A continuación, veremos algunas preferencias de varios de esos artistas.


EL HOMBRE QUE QUERIA SER REY, de Rudyard Kipling.

Al parecer, este era el relato favorito de Marcel Proust y de William Faulkner. El propio Henry James se declaró «profundamente afectado por ese extraordinario cuento». Por su parte, para J. M. Barrie, la historia es de «lo más audaz de la ficción». Sin embargo, Kingsley Amis opinaba que el cuento era largo y estaba sobrevalorado, siendo, según él, una «broma tonta que termina en un desastre predecible y completamente merecido».

LIGEIA, de Edgar Allan Poe.

El cuento favorito de su autor, y, según D. H. Lawrence, la principal historia de Poe. George Bernard Shaw, que la admiraba profundamente, dijo sobre ella:

«La historia de Lady Ligeia no es simplemente una de las maravillas de la literatura: no tiene paralelo y es inalcanzable».

LA BANDA DE LOS LUNARES, de Arthur Conan Doyle.

Si bien Monseñor Ronald Knox consideraba que El estudio en escarlata era el tipo e ideal de una historia de Holmes, también señalaba que, en cierta medida, era «un tipo primitivo, cuyos elementos se descartaron más tarde». Quizá, para acercarnos más a la pureza del relato holmesiano, nadie pueda orientarnos mejor que el propio autor. En 1927, Sir Arthur Conan Doyle seleccionó lo que consideraba sus mejores relatos cortos de Sherlock Holmes para la revista Strand Magazine de Londres. Los puso en orden descendente, comenzando con su favorito, La banda de los lunares, «una historia sombría» que, según él, estaría incluida «en todas las listas».


LA CASA DE HUÉSPEDES, de James Joyce.

Incluido en su libro, Dublineses, es uno de los relatos favoritos de Mario Vargas Llosa, «por su inigualable maestría que lo hace digno de figurar, entre los más admirables que ha producido ese género tan breve e intenso —⁠ como sólo puede serlo la poesía— que es el cuento». Un relato donde el sentido del honor y del deber, y la obligación de reparar el daño causado por parte de un hombre vulgar, es mostrado magistralmente por Joyce, contribuyendo así, como escribió Erza Pound, «a la dignificación artística de la vida mediocre».

LOS TRES JINETES DEL APOCALIPSIS, de G. K. Chesterton.

Uno de los relatos incluidos en el libro Las paradojas del Sr. Pond (1936), que Borges sentía como el mejor cuento de Chesterton, y en el cual, el escritor inglés, «arma con un largo camino blanco, con húsares blancos y con caballos blancos una hermosa jugada de ajedrez».


EL MÁS HERMOSO CUENTO DEL MUNDO, de Rudyard Kipling.

El cuento favorito de Borges («La mejor historia del mundo», «una riquísima invención de detalles»). Como se dice en el relato: «Charlie había probado el amor, que mata el recuerdo, y el cuento más hermoso del mundo nunca se escribiría».


DONDE SU FUEGO NUNCA SE APAGA, de May Sinclair.

Otra de las historias favoritas de Jorge Luis Borges es este relato alucinatorio, de título poco equívoco, y que el escritor argentino ensalza «en gracia de su poca notoriedad y de su valor indudable». Su tema es el Canto V de la Divina Comedia, la historia de Francesca y Paolo y los peligros de la lujuria:

«Questi, che mai da me non fia diviso,
La boca me bacciò tutto tremante».


LA HISTORIA DE SIGURD, Anónimo.

A Tolkien le fascinaban los cuentos de hadas de Andrew Lang, y en especial, El libro rojo de los cuentos de hadas, porque, oculto entre sus apretadas páginas, se encontraba el mejor cuento que había leído. Se trataba de La historia de Sigurd, una vieja historia de origen danés que versa sobre la hazaña del joven Sigurd derrotando al dragón Fafnir. Una poderosa y extraña narración situada en el inefable Norte, que al joven Tolkien le fascinaba leer. «Deseaba a los dragones con profundo deseo —escribió mucho después—. Por supuesto, con mi tímido cuerpo, no los deseo en las cercanías. Pero el mundo que encerraba la imaginación de Fafnir era más rico y más hermoso, cualquiera que fuese el coste del riesgo».


LA POSADA DE MAL HOSPEDAJE, de Lope de Vega.

Este relato, incluido en la obra, El peregrino en su patria (1604), fue alabado por George Borrow a mediados del siglo XIX. El famoso viajero inglés pensaba que se trataba del mejor cuento de miedo que jamás se había escrito. El protagonista, Pánfilo, asiste epatado y horrorizado a los aterradores sucesos provocados por los trasgos, «espíritus de la menos noble jerarquía», pero la luz del día, vencedora de las tinieblas, da fin de forma satisfactoria a este episodio de fantástico horror.


LA MUERTE Y LA BRÚJULA, de Jorge Luis Borges.

Para el crítico Harold Bloom, el favorito de entre los cuentos de Borges es «el cabalístico “La muerte y la brújula", que relata la destrucción de Erik Lonnrot, un Auguste Dupin cuya «temeraria perspicacia» lo arrastra hacia la trampa laberíntica tendida por Red Scarlach el Dandy, un criminal que habría hecho migas con el Benia Krik de Bábel».


UN ÁNGEL, de Antón Chéjov.

De todos los maravillosos cuentos de Chéjov, el preferido de León Tolstoi era el titulado, Un ángel. Los críticos han visto en este relato versiones del antiguo mito griego de Psique, pero, sin dejar de ser esto cierto, el relato de Chéjov encierra en sus profundidades algo más. Tolstoi fue quien dio con ello al afirmar que el ángel, Olenka, tiene un alma «maravillosa y llena de santidad». Y aunque Olenka puede ser vista por ojos seculares como un personaje infantil o maternal, debemos seguir a Tolstoi, quien vio en ella un alma santa, lo que, además, casa ciertamente con el título de la historia.


OH, SILBA Y VENDRÉ A TI, MUCHACHO, de M. R. James.

Según muchos críticos, la mejor historia de fantasmas jamás escrita por el mejor escritor de cuentos de fantasmas que ha habido. Un relato magistral donde un silbato antiguo, una reliquia arqueológica aparentemente inofensiva, suscita una aparición aterradora que persigue a un anciano profesor durante unas vacaciones en la costa este de Inglaterra.


EL SIGNO AMARILLO, de Robert W. Chambers.

Y siguiendo con relatos de miedo, el cuento favorito de H. P. Lovecraft fue siempre El signo amarillo, de Robert W. Chambers, «el más poderoso de los relatos» incluidos en el mejor libro de su autor, El rey amarillo, «una serie de historias cortas vagamente conectadas que tienen como trasfondo un monstruoso y censurado libro cuya lectura provoca temor, locura y espectral tragedia». Un misterioso libro que no deja de hacernos pensar en la influencia que la lectura de Chambers tuvo para Lovecraft, y en concreto para su famoso Necronomicon del «árabe loco» Abdul Alhazred.


ALADINO Y LA LÁMPARA MARAVILLOSA, Anónimo.

Uno de los más conocidos relatos de la famosa compilación oriental conocida como las Mil y una noches, y que Thomas De Quincey juzgaba como el mejor de todos los incluidos en ella, aunque, curiosamente, no figure en los textos originales. Según Borges conjeturaba, quizá «se trata de una feliz invención de Galland, el orientalista francés que reveló, a principios del siglo XVIII, Las Mil y Una Noches al Occidente».


UN LUGAR LIMPIO Y BIEN ILUMINADO, de Enest Hemingway.

Según James Joyce, esta es la mejor historia corta que se haya escrito. Esta pieza supone un rápido vistazo existencial a la religión, la vida y la vejez, y podría ser una de las obras más antologizadas de Ernest Hemingway.


WAKEFIELD, de Nathaniel Hawthorne.

Historia de toques kafkianos (aunque, obviamente, la influencia debe ser inversa), que Jorge Luis Borges consideraba uno de sus cuentos favoritos. ¿La trama? El extrañísimo autoexilio sin motivo aparente, a pocos metros de su hogar, de un esposo amantísimo, que vuelve tras veinte años de ausencia, y reanuda su feliz vida familiar sin trauma ni dolor para ninguno de sus miembros.


¿CUÁNTA TIERRA NECESITA EL HOMBRE?, de León Tolstoi.

Otro cuento recomendado por James Joyce, hasta el punto que algunas fuentes lo reputan como aquel que el autor irlandés consideraba el mejor relato que se había escrito. La propia esposa de Tolstoi, Sofía, tras leerlo, le escribió a su marido una carta en los siguientes términos:

«La impresión es que el estilo es maravillosamente riguroso, conciso, sin una palabra de más, todo es preciso, acertado, como un acorde; hay mucho contenido, pocas palabras y satisface hasta el final».

¿Una proscripción moral de un determinado tipo de conducta? ¿Una pesimista descripción de la condición humana? No importa cuál sea nuestra respuesta; sea una o la otra, o las dos a un tiempo, en todo caso, estamos ante una historia absorbente en las manos magistrales de un maestro.


VENDRÁN LLUVIAS SUAVES, de Ray Bradbury.

Apocalíptica historia de tintes cautelares, muy apropiada en estos días de desconcierto y temor guerrero. Conocido como el preferido por Bradbury de entre todos los cuentos cortos que había escrito, su historia es de lo más conmovedora debido a su uso suave y dulce de la ironía.