Libros y utilidad (II)
«Robinson leyendo». Ilustración de N.C. Wyeth (1882-1945). |
«A veces, los cuentos de hadas pueden decir mejor aquello que se debe decir».
C. S. Lewis
«Deberíamos leer para actuar eficazmente. El hombre de lectura debería ser un hombre intensamente vivo. El libro debe ser una esfera de iluminación en la mano de uno».
Ezra Pound
En la anterior entrada traté, someramente, la gran cuestión de literatura y su provecho. Y en ella me empeñé en la defensa de su utilidad, aunque en un sentido muy alejado del que se estila hoy.
Si recuerdan, argumenté en favor de una utilidad para esa parte de nosotros que no se ve, y a la que incluso algunos niegan existencia; hice apología de una utilidad para el alma.
Y en este punto, y como para apuntalarlo, el asunto me lleva a recordar como la literatura y la acción están entrelazadas, mal que le pese a algunos, y a la forma en que ello es ilustrado por el testimonio de algunas vidas memorables y aparentemente inútiles bajo los estándares del pensamiento moderno.
Por ejemplo, viene a mi memoria la hermandad que puede nacer de una afinidad cultural básica y común ––aquello que llamamos la Cultura Occidental––, incluso entre hombres de acción, y en el más improbable de los escenarios que nos podamos imaginar: en medio de una contienda militar. Me refiero al episodio protagonizado, en la isla de Creta durante la Segunda Guerra Mundial, por el escritor y viajero Patrick Leigh Fermor (entonces Mayor del Cuerpo de Operaciones Especiales británico) y el general alemán Heinrich Kreipe, el comandante alemán de la isla. El comando capitaneado por Fermor secuestró a Kreipe, y, tras múltiples tribulaciones, logró trasladarlo a Egipto. Una mañana, en su huida a través de las montañas cretenses, Kreipe, mientras contemplaba el amanecer en las laderas nevadas del monte Ida, empezó a recitar en latín los primeros versos de la oda Ad Thaliarchum de Horacio («Vides ut alta stet nive candidum Soracte …» («Ves cómo el Soracte se alza blanco de espesa nieve…»). Leigh Fermor le escuchó, entre admirado y sorprendido, y secundó al alemán recitando las siguientes estrofas de la oda. A continuación, y mientras se observaban, ambos hombres continuaron declamando el poema a dúo. Habían descubierto algo entre ellos más fuerte que la guerra y los intereses de sus respectivos países, algo que les hizo sentirse hermanos a pesar de las desfavorables circunstancias, creando un vínculo que, incluso, se mantuvo tras la contienda. Como más tarde escribió Leigh Fermor: «… por un largo momento, la guerra había dejado de existir. Los dos habíamos bebido en las mismas fuentes mucho antes; y las cosas fueron diferentes entre nosotros para el resto de nuestro tiempo juntos».
También viene a mi recuerdo el nombre de un explorador polar, el anglo/irlandés Ernest H. Shackleton, símbolo de la aventura heroica. Shackleton, un puro hombre de acción, amaba el riesgo y la aventura, pero también sentía pasión por la poesía de Robert Browning, el mismo Brownig que escribió los versos que figuran como epitafio de su tumba:
«Sostengo que un hombre debe esforzarse al máximo por el premio de su vida».
El explorador británico buscó ese premio con ahínco y valentía, pero, aún inmerso en sus trepidantes aventuras, nunca se olvidó de la poesía. En la desastrosa Expedición Imperial Transatlántica (1914-1917) a la Antártida, su barco, el Endurance, quedó atrapado en el hielo durante más de dos años. Cuentan las crónicas que, en medio de este desastre antártico, cuando todos los miembros de la expedición tuvieron que deshacerse de cada pieza de equipaje superfluo, Shackleton se negó a abandonar su querida copia de los poemas recopilados de Browning.
Años más tarde, las últimas palabras escritas en su diario, poco antes de fallecer, nos hablan de esa estrecha relación entre poesía y acción. Esa línea no fue una diatriba o alabanza ante sus acciones exitosas o fallidas, un grito áspero y desgarrado de agonía sumida en impotencia, o una exaltación de sus hazañas; no, sus últimas palabras semejan a un Browning, siempre presente para él, en la expresión poética de una contemplación:
«En el oscuro crepúsculo vi a una estrella solitaria, centelleando como una gema sobre la bahía».
Finalmente, tampoco puedo olvidarme de la influencia que las lecturas de los libros de caballerías (Tirante, el blanco, Amadís de Gaula y todos los demás) ejercieron sobre nuestros conquistadores. El hispanista Irving Leonard en Los libros del conquistador (1949), señala que existen «relaciones entre los conquistadores y sus descendientes y las obras de ficción que condicionaron su mentalidad y sus actos». Estos «libros vanos», como se calificaban en la época, «acompañaron al conquistador desde sus primeras aventuras, o le siguieron muy de cerca conforme realizaba sus increíbles gestas; y así inspiraron sus acciones, le dieron solaz cuando descansaba y fueron un bálsamo para sus sueños frustrados».
Como muestra, no me resisto a reproducir lo que cuenta Irving sobre Colón y la posible influencia en sus hazañas de descubrimiento, de la lectura, en este caso la de los clásicos:
«Frecuentemente se ha repetido que la lectura de una tragedia de Séneca, titulada “Medea”, hizo soñar a Cristóbal Colón. En la obra se leía el siguiente pasaje: “Vendrán los tardos años del mundo ciertos tiempos en los cuales el mar océano aflojará los atamientos de las cosas y se abrirá una grande tierra y un nuevo marinero como aquel que fue guía de Jason que hubo nombre Thypis descubrirá un nuevo mundo y entonces no será la isla Thule la postrera de las tierras”».
Todo ello me reafirma en la creencia de que la lectura de buenos y grandes libros no es una inutilidad, sino que, en ocasiones, puede ser la impulsora, la chispa y el combustible, bien de una acción benefactora y buena, bien de un acto extraordinario y heroico, como creo ilustran estos ejemplos.
Y así, mientras unos, tras la lectura, se sumergen en la contemplación, otros, como vemos, se ven impulsados a la acción, con beneficiosos resultados en ambos casos.
Incluso algunos que un día se opusieron a la fuerza benefactora de la buena lectura, terminaron reconociendo su mérito y valor.
El cardenal Newman, como hijo de su tiempo, inicialmente recelaba de la literatura, porque pensaba que la lectura de novelas podría conducir a una preponderancia del sentimiento moral a expensas de la acción moral. Sin embargo, terminó escribiendo dos novelas, Perder y ganar (1848), parcialmente autobiográfica, y Calixta (1855). Ambas obras tienen la misma temática, la experiencia de una conversión. A través de estos relatos, el religioso inglés trató de hacer algo que no podía lograr con sus sermones, y menos con sus tratados teológicos y filosóficos. Sus novelas tienen el poder de mover a los lectores, independientemente de su fe, a sentir simpatía por unos protagonistas conversos luminosos y positivos, e incluso a identificarse con ellos. Newman esperaba que esta simpatía eliminara los obstáculos emocionales a la conversión potencial del propio lector, que él conocía bien por haberlos sufrido. Según él, «la certeza no se alcanza por medio de la facultad de razonar, sino gracias a la imaginación», y uno de los mejores modos de hacerlo es a través de la literatura, que consideraba esencial para una buena educación.
¿Y qué decir de Cervantes? Aunque él criticó en su novela los libros de caballerías, lo cierto es que lo hizo a través de un libro, y con él nos regaló un personaje inmortal que nos lleva, una y otra vez, a la lectura. Tal es así, que, aun asumiendo la crítica cervantina, lo que seguimos amando tras los años y los siglos es al caballero de la triste figura, al paladín delgado y débil, trastornado por los libros, y no al cuerdo Alonso Quijano en su lecho de muerte.
Así que, la pregunta se impone: ¿por qué sigue existiendo la literatura? ¿Por qué se le sigue prestando atención, amor y devoción? ¿Quizá, porque, en su grandiosa inutilidad es, oh paradoja, necesaria?
Sinceramente, creo que sí. Y es necesaria, porque nos cuenta la verdad sin ambages ni disimulos, sin reparar en las consecuencias. Porque nos presenta, como un regalo, lo más propiamente humano: el nacimiento, la muerte, la fe, la desesperación, la alegría, el sufrimiento y la pena. Y nos lo recuerda y hace presente de una manera singular: a través de palabras trenzadas a modo de historias, trasladándolo al lenguaje, para así, poder decirlo, y, así mismo, para que podamos decírnoslo, unos a otros.
Y es que, la literatura pone en palabras lo que la lógica afirma que no se puede decir, permitiéndonos el acercamiento a esa parte inefable de nosotros mismos, invisible, pero no por ello menos real, que es nuestra alma, y ayudándonos, a un tiempo, aunque sea modestamente, a vislumbrar el camino, como «una esfera de iluminación» en nuestras manos.