De la buena curiosidad, de la mala, y de los buenos libros

                      «Pandora». Obra de John William Waterhouse (1849-1917).

 

 

«Hay varios tipos de curiosidad; uno es el del interés, que nos hace desear saber aquello que nos puede ser útil; y el otro, el del orgullo que proviene del deseo de saber lo que los demás ignoran».

François de La Rochefoucauld

  

«El amor al conocimiento es una especie de locura».

C.S. Lewis. Más allá del planeta silencioso

  


«La curiosidad libre tiene mayor poder para estimular el aprendizaje que la coerción rigurosa. Sin embargo, el fluir de la primera lo regula ésta última con Tus leyes».

San Agustín. Confesiones

 

 

Desde siempre, la curiosidad ha sido vista más como un vicio que como una virtud. El conocido refrán, «la curiosidad mató al gato», es su más clara expresión. Y las vicisitudes de nuestros primeros padres en el Paraíso lo constatan. De hecho, santo Tomás la califica de vicio frente a la virtud de la estudiosidad, anexa a la templanza y que modera en el hombre, conforme a la recta razón, el deseo de conocer o de aprender. Por el contrario, para el Aquinate, la curiosidad propiamente dicha es el deseo desordenado de conocer lo que no es de la propia incumbencia, o de lo que puede haber peligro de saber, en razón de la propia debilidad.

Pero quizá no toda curiosidad sea mala. Posiblemente haya en ella –como cosa humana que es– trazas de bondad entremezclada con maldad (de hecho, en la estudiosidad del de Aquino hay algo de curiosidad). Por esta razón, es posible que hoy debamos acudir al baúl de los recuerdos, ese que se encuentra ya a punto de rebosar, para rescatarla. Aunque, es probable que antes tengamos que hacer algunos leves distingos en pro de la claridad.

Probablemente, lo primordial de este rescate sea la manera de hacerlo. De entrada, no creo que debamos seguir la senda de los filósofos, pues, amén de su complejidad, su razón de ser, en la mayoría de los casos, es equívoca. No obstante, podemos recordar que la cuestión de las preguntas y la curiosidad está íntimamente relacionada. Job se preguntaba, «¿De dónde viene la sabiduría?». Sócrates fundamentó su método en la constante inquisición basada en su, «solo sé que no sé nada». Y el francés Descartes habló de la duda metódica. Todo curiosidad. Todo preguntas. Y todas ellas en el filo de la navaja del pecado; unas conducentes a la luz; otras a la oscuridad.

Paradójicamente, si nos dejamos llevar por nuestra curiosidad natural hasta el final, constataremos que nuestro impulso motor en esta búsqueda no deberá ser el amor a la sabiduría que mueve a los filósofos, ni el deseo de obtener poder que impulsa a los reyes, o a los líderes políticos y militares, así como tampoco la vanidad y el orgullo que engatusa a muchos presuntos sabios y eruditos. No, aquello que nos impulse habrá de ser sencillamente el amor. Pero atención, porque tampoco se trata de un amor al conocimiento como el perseguido por los sabios y los científicos, cuyo interés es más por el puro conocer o por su utilidad, o incluso por la misma cosa conocida. Por el contrario, nuestro motor habrá de ser como el amor del peregrino que anhela volver a su hogar. Un amor al que se llega a través de una pregunta, la primera y última de las preguntas. ¿Cuál? Pues, no «¿qué es cada cosa?» o «¿cómo se hizo?», sino más bien, «¿por qué?».

Y es que el «por qué» de las cosas es siempre la intención, el propósito o el motivo de quien las hizo; y descansa habitualmente en el amor. Porque el amor subyace en cada buena intención o propósito; es aquello que los filósofos suelen llaman pomposamente causalidad final, y de lo que no dejan de hablar, frecuentemente, como si fuera una tendencia abstracta que habita en las cosas, pero que es siempre un hecho intencional: el amor de quien todo lo creó.

Ahora bien, llegados aquí nos surge otra importante cuestión: ¿Enseñamos a nuestros hijos a hacer esas preguntas? La verdad es que no sería necesario enseñarles a hacerlas, pues es algo innato en el hombre. ¿Qué niño no pregunta «¿por qué?»? Sin embargo, ya no se escuchan con tanta frecuencia los «¿por qué?» de antaño, en tanto que de fondo retumba el sonido de los utilitarios y prácticos «¿cuánto?», «¿cuándo?» y «¿cómo?».

Lo que ocurre hoy es que, en este actuar tan de los modernos de contravenir la naturaleza de las cosas, estamos amputando esa inquisitiva curiosidad infantil. Estamos matando esa mirada interrogativa que debería esperarnos en los ojos de cada niño. Y lo estamos haciendo, casi sin darnos cuenta, cada vez que descuidamos su inocencia. Porque, unido indeleblemente a esa profunda curiosidad, está la candidez del que nada sabe y solo siente inquietud por saber, del que en su ingenuidad no piensa que tenga nada que perder cuestionándolo todo, poniendo en juego su consideración, su inteligencia o su seriedad. Y es que la curiosidad está ligada indefectiblemente a la inocencia, y al acabar con ella –como constatamos sucede cada día– estamos acabando con la sana y natural curiosidad infantil. Desgraciadamente, la educación de nuestros hijos ha dejado de ser una franca búsqueda de la verdad. Y menos aún puede verse en ella un impulso nacido del amor al que me he referido.

Pero, no se inquieten, como siempre, los buenos libros acuden a nuestro rescate. La inocencia primera, esa materia prima en la que descansa toda sana curiosidad, aguarda entre sus páginas. Concretamente, en lo que se refiere a la misma, podemos hacer una breve relación orientativa, donde hallaremos pistas para distinguir la buena de la mala curiosidad, y enseñanzas y advertencias sobre las nefastas consecuencias que acarrea dejarse llevar por esta última.

Ya hemos citado a Adán y Eva, por lo que no extenderé con ellos, aunque son el inicio de todo, incluida la malsana curiosidad, hija del orgullo..

Luego está Pandora y su ánfora o caja. Y siguiendo con los clásicos, Homero nos regala las aventuras de Ulises con Polifemo y las sirenas.

También tenemos a Psique, con quien Cupido (ocultando su identidad) había contraído matrimonio. Un matrimonio condicionado, ya que el joven dios se había reservado el derecho de no mostrar su rostro a su esposa, temiendo que la joven pudiese averiguar su condición divina. Pero Psique fue vencida por la curiosidad, y, a la luz de una lámpara, contempló a su esposo mientras dormía, lo que le acarreó grandes problemas, si bien al final el amor (nunca mejor dicho) arregló las cosas.

En el poema épico Orlando Furioso, de Ariosto, Reinaldo, un caballero del séquito de Carlomagno, se detiene en un refugio. Allí le recibe una hechicera disfrazada de paje ante quien él lamenta la ausencia de su dama y expresa sus dudas sobre su fidelidad. Su anfitriona se ofrece a ayudarle, proponiéndole beber de una copa mágica que le permitirá saber qué hace su esposa. Pero Reinaldo rechaza la poción:

«¿Qué puedo mejorar al probar la copa?
Puede hacer poco bien y mucho daño».

Al contrario de Ariosto, Cervantes –que conocía la obra del italiano–, en su novelita, intercalada en la primera parte de su Quijote, El curioso impertinente, deja caer a su protagonista, el caballero Anselmo, en la tentación de una malsana curiosidad sobre la honra de su esposa Camila, con miserables efectos para los protagonistas y para el tercero involucrado, el amigo de Anselmo, Lotario. Los dos autores relacionan ambos incidentes con los sucesos del Jardín del Edén, y, por lo tanto, con la idea de que la mala curiosidad es producto del orgullo. Se trata de la misma advertencia, pero desde puntos de vista opuestos.

Dejando a los clásicos, los cuentos de hadas, como siempre, son una fuente inagotable a la acudir. El incidente del Gato de Cheshire, en Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll, es un buen ejemplo. El cuento Barba azul, de Charles Perrault, es otra muestra. O la Caperucita roja, del citado autor francés o de los alemanes hermanos Grimm; pues, ¿qué, sino la curiosidad, hace detenerse a la niña a entablar un diálogo con el funesto lobo?

Las Montañas Azules es un cuento recopilado por Andrew Lang en El libro amarillo de los cuentos de hadas. En él, varios hombres son acogidos en un misterioso castillo, regentado por una triste dama. Todos los visitantes que preceden al protagonista, un joven irlandés, no preguntan a la dama que los acoge quién es, de dónde viene o cómo había llegado hasta allí (como habría aconsejado la buena curiosidad). Como consecuencia, ninguno de ellos, salvo el irlandés, averigua que se trata de una princesa encantada y cuál es la manera de liberarla de su hechizo, lo que finalmente consigue el protagonista. Como recompensa, el rey le otorga la mano de la princesa.

Siguiendo con los cuentos, en nuestra cultura popular no resulta difícil encontrar relatos que tengan por tema de fondo la curiosidad, casi siempre para censurar el abandono de la prudencia y la atribulada temeridad que esta falta suele llevar consigo. Así podrían citarse títulos como, Las tres naranjitas, El alma del cura, El cuarto prohibido, Las tres hilanderas, Los carboneros en el palacio, La vela de la vida, La posada encantada, o La muchacha embustera. Hay una edición de la editorial Siruela, titulada, Cuentos populares españoles, dónde podemos encontrar muchos de estos títulos.

Más o menos la moraleja de la mitad de las historias del lóbrego y triste H.P. Lovecraft alertan al respecto de esa imprudente curiosidad, sobre todo La llamada de Cthulhu, en la que todos los que aprenden demasiado a cerca de los Primigenios acaban muertos, incluido el narrador.

En El sobrino del mago, una de novelas de las Crónicas de Narnia, el joven Digory no puede resistir la tentación de tocar una campana que está marcada con un poema de advertencia (una advertencia, que como casi todas, resulta tentadora). Pero esta campana despierta a la bruja Jadis, quien luego se convierte en la primera fuerza maligna en Narnia. El poema dice, en efecto:

«Haz tu elección, aventurero desconocido;
golpea la campana y aguarda el peligro,
o pregúntate hasta enloquecer,
qué habría sucedido si lo llegas a hacer».

Ya en antigua Roma, Ovidio nos advertía sobre estas fascinantes advertencias y prohibiciones:

«Lo que somos libres de hacer nos disgusta
Lo que está prohibido nos abre el apetito».

En los romances de caballerías sobre Perceval o Parzival, tanto Chrétien de Troyes como Wolfram hacen que el joven caballero, en su visita al castillo encantado, y a pesar de su curiosidad y de presenciar una extraña ceremonia en la que aparece el Grial, no pregunte el significado de todo lo que sucede ante él, lo cual resulta ser desastroso.

En Rikki-Tikki-Tavi, uno de los cuentos de Rudyard Kipling contenidos en su obra El libro de la Selva, la curiosidad de la mangosta Rikki la lleva a descubrir los funestos planes de la pareja de venenosas cobras Nag y Nagaina. Las serpientes tenían la intención de matar a los humanos que habían adoptado a la joven mangosta, pero averiguar sus planes con antelación da a la protagonista la oportunidad de derrotarlas.

«El lema de la familia de las mangostas es “corre y entérate", y Rikki-Tikki hacía honor a su raza».

Y con Kipling dejo ya mis pesquisas porque no quiero incurrir en el vicio de la curiosidad, en ese del que santo Tomás nos advertía, nacido del deseo desordenado de conocer o saber lo que no es de la propia incumbencia. Y es que ahora, la cuestión de elegir cuáles de esos libros (o los muchos otros similares que aguardan en los estantes) ponen en manos de sus hijos, es ya tarea suya.

10 comentarios

  
África Marteache
La curiosidad es algo que tiene muchas vertientes. Soy de la civilización del cine y éste me transportaba a lugares remotos, igual que los libros. Podía introducirme en la India con los libros de Salgari o en la Francia del siglo XVIII con Enrique de Lagardère.
Yo he sido curiosa toda mi vida, recuerdo que aprendía de todo, hasta de las películas, y llegué a reconocer si en las películas de vaqueros los indios que salían eran auténticos indios, mexicanos o anglosajones con la cara pintada. Descubrí las características raciales de los apaches y navajos con respecto a las de los indios de las llanuras solo viendo películas y podía saber en qué estado se había rodado el film con la visión del primer plano de la película. Era capaz de situar a las distintas tribus en su hábitat natural de manera que si el primer plano que veía era los Everglades de la Florida sabían que iban a salir seminolas y si eran las mesas de Arizona o Nueva México serían apaches o navajos, con mayor probabilidad. Y eso con 12 años y sin preguntarle a nadie, por pura observación.
Pero que no me preguntaran por las vidas de mis vecinos porque eso no despertaba para nada mi curiosidad, y sigue sin despertarla.
Por lo tanto la curiosidad que mató al gato no podría matarme a mi, a no ser que la flecha de un siux batiera un récord de velocidad transatlántica y me matara en mi propia casa.
17/10/22 5:55 PM
  
África Marteache
Existen varios tipos de curiosidad:
1) La curiosidad por los objetos y su funcionamiento, propia de técnicos y científicos que, según un psicólogo especialista en la conducta de los niños recién nacidos, se da más en los varones.
2) La curiosidad que tiene que ver con la imaginación y recrea mundos ajenos, ya sean exóticos o míticos (cuentos, leyendas, mitología).
3) La curiosidad por el mundo de tu alrededor que es propia de los observadores de vidas ajenas que pueden ser grandes escritores o simples chismosos.
Es raro encontrar a alguien que no sienta ningún tipo de curiosidad. La mía es del tipo 2.
Ahora bien, nunca he comprendido la curiosidad malsana que, supongo, será a la que se refiere Santo Tomás.
La primera tentación, la de Adán y Eva, iba precedida de una afirmación: "seréis como dioses" y no de una pregunta como pudiera ser: "¿queréis saber qué clase de fruto es éste?" y los que caen en las sectas también caen por una afirmación de qué conocerán la verdad y no por una pregunta.
17/10/22 6:20 PM
  
Masivo
Muy buena la referencia a H.P. Lovecraft.
17/10/22 6:58 PM
  
África Marteache
Indudablemente algo que contenga una advertencia, un cajón cerrado con llave, una carta dirigida a otro o escuchar detrás de las puertas pueden ser síntomas de curiosidad malsana, pero no lo será tanto si no te perturba. Mi abuelo tenía un cajón cerrado con llave que despertaba mi curiosidad (era lo único cerrado en toda la casa), pero no tanto como para pensar mucho en ello, la pregunta sobre qué contendría surgió alguna vez en familia como es natural, pero nada más. Cuando murió mi padre lo abrió y contenía un cordel bien enrollado y un cortauñas ¡gran perplejidad! cerrado estaba mejor, y eché de menos el no saberlo porque de esa manera estaba lleno de lo que yo quería que estuviera: una antigua carta de amor, una rosa marchita y cosas así.
¡Que sería de las comedias de enredo y de los cuentos infantiles si alguna maritornes no escuchara detrás de la puerta o un niño no entrara a hurtadillas en la huerta del vecino gruñón!
Ciertamente los chismosos y los metomentodo son imprescindibles para cualquier trama literaria, otra cosa es que esté mal hacerlo. A mi, cuando era joven, me daba risa que el padre de Ofelia, Polonio, muriera tontamente por espiar detrás de una cortina.
Los mismos detectives literarios no descubrirían nada si no encontraran a personas interesadísimas en la vida de los demás dispuestas a contar lo que sabían y lo que se imaginaban.
17/10/22 11:04 PM
  
Haddock.
Buena distinción. Tengo dos gatos porque siempre fue el sueño de mi hija el tener uno. Al haber crecido juntos haciéndose arrumacos el uno al otro, me impidió el separarlos y cargué con dos.
Ahora bien, su tremenda curiosidad no tiene un fin, siguen con su naturaleza inquisitiva. No es lo mismo que el primer hombre reflexivo mirando la noche estrellada se preguntase "¿Y esto?"
Eso era el capote rojo con el que Dios nos citaba como tontos morlacos que somos, para impulsar la inteligencia que nos concedió. Y de allí nació la poesía y la filosofía, disciplina esta última que degeneró en hueca palabraría cuando el nefando idealismo consideró que la realidad era producto de nuestra mente.

Yo tomo partido. Quiero saber las menudencias y pequeñas anécdotas de la vida de las personas a las que quiero,
Esto que incluye el profundizar en la Escritura como en ciertas vidas, no es malsana curiosidad: Es amor.



18/10/22 12:53 AM
  
Marta de Jesús
Creo haber vivido las dos vertientes de esa curiosidad. Me acaba usted de ayudar en mi examen de conciencia.

Saludos cordiales.
18/10/22 11:25 AM
  
Carsten
Excelente, sobre todo la referencia a Rikki tikki tavi.

Creo que confundimos la curiosidad con la estudiosidad: que no es una virtud por el placer que provoca el conocimiento, sino por la necesidad, que tenemos, de informarnos de una materia antes de obrar (cf. S. Th. II-II, 166,1).

Y la curiosidad sólo es tal si se dirige a objetos que no debemos conocer. Pero sí, en el habla común curiosidad es otra cosa, y no es pecado; para nada.
20/10/22 4:24 PM
  
África Marteache
Carsten: No estoy de acuerdo. La curiosidad por la vida de los demás, no está dirigida a los objetos sino a las personas y puede llegar a ser desde impertinente a morbosa. La falta de interés por la vida de los demás lleva a la indiferencia. Como bien dijo Aristóteles hay que buscar el punto medio en el que el interés por los otros lo suscite el amor al prójimo.
21/10/22 8:06 AM
  
Carsten
África: perdone la demora en contestar, y gracias por leer mi comentario.

Mi error es usar términos técnicos sin explicar la diferencia entre el lenguaje filosófico y el común. No es que yo sea un gran filósofo, pero como solamente repito lo que dijeron los grandes, no hay peligro.

Objeto, en filosofía, es todo lo que está al alcance de nuestro conocimiento. Por lo tanto, una persona puede ser un objeto. Viene de la raíz ob-jectum, "lo que se yergue delante".

La estudiosidad y la curiosidad, para santo Tomás, tienen un alcance más amplio que el estudio académico y el chismorreo, como aquí lo han dicho el blogger y los comentaristas.
Pero como no es un artículo de filosofía, dejo la referencia al artículo que mencioné en el anterior comentario, y el siguiente.

Solamente enumero las formas de ser curioso según santo Tomás:
-por ensoberbecerse del propio conocimiento,
-por estudiar cosas menos útiles y no las necesarias,
-por aprender del que no se debe,
-por no ordenar nuestro estudio a Dios, y
-por estudiar cosas que están por encima de nuestra capacidad.

Curiosidad en sentido técnico, entiendo... Y me callo, para no condenarme a mí mismo.
23/10/22 5:52 PM
  
Federico Ma.
Pues más claro santo Tomás: toda curiosidad, en cuanto apetito desordenado de conocer, es mala. Y correcto.

De allí que, como dice Carsten, mejor es hablar de "estudiosidad" si se trata de un apetito ordenado. Y si no, no sólo no se gana en claridad, sino que no parece tener mucho sentido comenzar citando a santo Tomás para inmediatamente luego pretender enmendarle la plana.

Lo que habría que considerar, Carsten, es si efectivamente lo que se llama comúnmente "curiosidad", y hasta "sana", no cae en alguno de los tipos de curiositas que ha citado... Los santos tenían una conciencia mucho más delicada (y verdadera) que el "común": al menos eso parece al considerar lo que dice san Agustín y que precisamente cita santo Tomás al tratar de la curiositas (S. Th., II-II, q. 167, a. 2, c.).
24/10/22 2:18 AM

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