LXXVII. Las cicatrices de la pasión de Cristo

Las cicatrices del cuerpo de Cristo [1]
En el cuarto y último artículo de la cuestión sobre las cualidades de Cristo resucitado, que se encuentra en el postrer tercio del tratado de la «Vida de Cristo» de la Suma Teológica, Santo Tomás examina si debe tener las cicatrices de su pasión. Para ello, recuerda que en el Evangelio: «dice el Señor a Tomás: «Mete aquí tu dedo, y mira mis manos; alarga tu mano y métela en mi costado» (Jn 20, 27)»[2].
A continuación, indica que: «fue conveniente que en la resurrección el alma de Cristo tomase el cuerpo con las cicatrices». Los motivos son los siguientes: «Primero, por la gloria del mismo Cristo. Dice San Beda que no por la impotencia de curar conservó las cicatrices, «sino para llevar siempre consigo las señales de su triunfo» (Exp. Evang. S. Lucas, Lc 24, 40, l. 6).

En su obra Compendio de teología, afirma Santo Tomás que todos los cuerpos resucitados poseerán íntegras todas sus partes y, además, que quedarán restaurados todos los fallos de la naturaleza corporal humana. No tendrán, por tanto, ni enfermedad, ni sus secuelas, ni ningún deterioro, porque «por el mérito de Cristo se quitará en la resurrección lo defectuoso de la naturaleza que es común a todos»
San Pablo, en el texto de la enumeración de los cuatro dotes o cualidades de los cuerpos resucitados, nombra, en segundo lugar a la «gloria»
Al tratar Santo Tomás, en la siguiente cuestión, las cualidades de Cristo resucitado, plantea, en primer lugar, si Cristo tuvo verdadero cuerpo después de la resurrección. Comienza presentando tres argumentos, que parecen concluir que no tuvo un auténtico cuerpo al resucitar.