LXXX. Manifestaciones de Cristo resucitado

Las apariciones de Cristo resucitado[1]

En el cuarto artículo de la cuestión, que trata de las manifestaciones de la resurrección de Cristo, se estudian las que hizo a sus discípulos con otro aspecto, porque como: «dice San Marcos: «Después de esto, se apareció, bajo otra figura, a dos de ellos, cuando iban de camino y se dirigían al campo» (Mc 16, 12)»[2].

La razón que da Santo Tomás de este cambio es la siguiente: «Como se acaba de exponer (a. l y 2), la resurrección de Cristo debía manifestarse a los hombres en la forma en que les suelen ser reveladas las cosas divinas. Pero los hombres se les dan a conocer estas conforme a la diversidad de sus sentimientos. Porque los que tienen la mente bien dispuesta reciben las cosas divinas según la verdad. En cambio, los que no la tienen bien dispuesta reciben las cosas divinas con una cierta mezcla de duda y de error. Como dice San Pablo: «El hombre animal no es capaz de percibir las cosas del Espíritu de Dios» (1 Cor 2, 14)».

Y, por este motivo: «a algunos, bien dispuestos para creer, se les apareció Cristo, después de la resurrección, en su propia figura. Pero se apareció en figura distinta a los que parecían estar tibios en la fe, a los que decían: «Nosotros esperábamos que había de redimir a Israel (Lc 24, 21). Por esto dice San Gregorio, en una Homilía: «Se les mostró tal en el cuerpo cual estaba en su mente. Y porque aún se hallaba en sus corazones peregrino en la fe, por eso fingió que iba más lejos» (San Gregorio Magno, XL Hom. Evang., l. 2, hom. 23), a saber, como si fuera un peregrino»[3].

Todavía, como advierte Joseph Ratzinger, en las manifestaciones de Cristo se encuentra otra forma de aparición, porque: «hay ante todo una diferencia clara entre la aparición del Resucitado a Pablo, por un lado, descrita en los Hechos de los Apóstoles, y, por otro, los relatos de los evangelistas sobre los encuentros de los apóstoles y de las mujeres con el Señor vivo».

Explica seguidamente que: «Según los tres relatos de los Hechos de los Apóstoles sobre la conversión de San Pablo, el encuentro con Cristo resucitado se compone de dos elementos: una luz «más resplandeciente que el sol» (Hch 26, 13) y, a la vez, una voz que habla a Saulo «en lengua hebrea» (v. 14)»[4].

De manera que: «La aparición (la luz) y la palabra van juntos. El Resucitado, cuya esencia es luz, habla como hombre con Pablo y en su lengua. Su palabra, por una parte, es una autoidentificación que significa a la vez identificación con la Iglesia perseguida y, por otra, una misión cuyo contenido se manifestará sucesivamente con mayor amplitud»[5].

Se revela así todavía más diversidad. «Las apariciones de las que nos hablan los evangelistas son ostensiblemente de un género diferente. Por un lado, el Señor aparece como un hombre, como los otros hombres: camina con los discípulos de Emaús; deja que Tomás toque sus heridas; según Lucas, acepta incluso un trozo de pez asado para comer, para demostrar su verdadera corporeidad». Aunque no a todos con el mismo aspecto, según la razón dada por Santo Tomás en el último texto citado del mismo,

Sin embargo, en los dos casos, advierte también Ratzinger, que, por otro lado, Cristo resucitado: «según estos relatos, no es un hombre que simplemente ha vuelto a ser como era antes de la muerte»[6].

Apariciones parabólicas

En una primera objeción a que Cristo no tenía que aparecerse con otra figura se argumenta: «No puede aparecer según verdad sino lo que aparece como es. Pero en Cristo no hubo más que una figura; luego, si Cristo apareció bajo una figura distinta, esa no fue verdadera sino fingida. Ahora bien, esto es inadmisible pues, como dice San Agustín, en el libro Ochenta y tres cuestiones diversas: «si Cristo engañó, no es la Verdad. Ahora bien, Cristo es la Verdad (cf. Jn 14, 6)» (cuest. 14). Luego parece que Cristo no debió aparecerse a sus discípulos en otra figura»[7].

Santo Tomás resuelve esta grave dificultad: basándose también en San Agustín, en otra obra que trata directamente este tema, con una compleja respuesta. Escribe: «Como dice San Agustín en el libro Cuestiones sobre los evangelios: «no todo lo que es ficticio es mentira. Sólo es mentira cuando lo que fingimos carece de todo significado. Si nuestra ficción tiene como objeto ofrecer alguna significación, no cabe hablar de mentira sino de una figura de la verdad. En caso contrario, habría que considerar como mentira cuanto dijeron en sentido figurado los sabios y santos varones, o incluso el mismo Señor, dado que, según el modo habitual de entenderlas, no subyace verdad alguna a tales afirmaciones» (l. II, c. 51)»[8].

Según este texto de San Agustín, citado por Santo Tomás, el término fingir (fingere) tiene dos sentidos. En el más corriente, significa dar a entender algo que no es verdad, que no existe en realidad y solo tiene una existencia ideal, pero se simula que es real. De manera que con el fingimiento se hace creer o se deja ver algo que es solo apariencia. En este sentido, dado que no hay nada más que la intención de engañar hay una mentira en las palabras o hechos fingidos.

En el otro sentido, tal como lo toman San Agustín y Santo Tomás, en cambio, no hay mentira, porque fingir tal como lo toman es sinónimo de ofrecer una parábola. Por tanto, como un relato figurado, pero que podría tener realidad, con un significado didáctico, dado que, por su semejanza con otro, que no está explícito en el mismo, pero que es completamente real. Por tanto, su finalidad no es el engaño, sino el conducir a una realidad.

En el lugar citado por Santo Tomás, el mismo San Agustín lo confirma, pues se explica: «Del Señor está escrito que «fingió ir más lejos» (Lc 24, 28). Estas palabras no tienen nada que ver con una mentira (…) En efecto, el hombre que tuvo dos hijos, el menor de los cuales, tras recibir la parte de la herencia, se marchó a lejanas tierras, así como las demás peripecias que entretejen la narración (cf. Lc 15, 11-13), no se refieren como si hubiera existido determinada persona que hubiera sufrido lo relatado referente a los dos hijos o que lo hubiera hecho. Se trata de datos ficticios puestos para significar una realidad tan superior en todos los sentidos y tan incomparablemente distinta que en aquel hombre ficticio hay que entender al Dios verdadero».

El fingimiento con una parábola no se expresa únicamente con el lenguaje sino también con sucesos o acontecimientos, pues, como añade San Agustín y cita Santo Tomás en su respuesta a la objeción: «Lo afirmado de los dichos hay que mantenerlo también a propósito de determinados hechos. También se dan hechos ficticios sin que quepa hablar de mentira»[9]. Agrega Santo Tomás para concluir su respuesta a la objeción: «Y es esto lo que sucede aquí»[10].

De manera que hay hechos ficticios, sin que impliquen la mantira y como prosigue San Agustín: «Es lo que acontece cuando se introducen para significar alguna realidad. Un ejemplo entre otros se refiere al Señor mismo: cuando aún no era época de higos, fue a buscarlos en la higuera (cf. Mc 11-13). No cabe la menor duda de que esa búsqueda no fue real, pues nadie ignoraba, si no es en virtud de la divinidad, simplemente por la época de que se trataba, que aquel árbol carecía de fruto».

Finalmente, San Agustín, según lo explicado, concluye: «¿Qué significa, pues, que el Señor fingiera ir más lejos, cuando iba en compañía de los discípulos exponiéndoles las sagradas Escrituras, ignorando ellos que era él? ¿En qué hemos de pensar, sino en una intimación de que los hombres pueden llegar a conocerlo en el ejercicio de la hospitalidad? De ese modo, aunque se distanció aún más de los hombres al elevarse sobre todos los cielos, de tal manera está con quienes ofrecen ese servicio a sus siervos que, cuando comiencen a decirle como a uno que se hubiera desplazado a un país lejano: «Señor, ¿cuándo te vimos peregrino y te dimos hospitalidad?», él les responderá: «Cuando lo hicisteis a uno de mis discípulos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 38-40)»[11].

El modo de las apariciones

La siguiente objeción es sobre el modo que se pudo producir este cambio de figura de Cristo en sus apariciones con la finalidad parabólica. Se dice en ella: «Nada puede aparecer en otra figura distinta, a menos de fascinar con engaños los ojos de quienes lo miran. Pero tales engaños, que se suelen hacer mediante artes mágicas, no son propias de Cristo, según aquellas palabras de San Pablo: «¿Qué concordia hay entre Cristo y Belial?» (2 Cor 6, 15). Luego parece que no pudo aparecerse en otra figura»[12]. Para resolver esta segunda dificultad, Santo Tomás acude también a San Agustín[13], a este pasaje de la Concordia de los evangelistas: «El Señor podía dar otra apariencia a su carne, otorgándose en verdad otra figura distinta de la que solían ver ellos. En efecto, incluso antes de su pasión se transfiguró en la montaña hasta el punto de que su rostro resplandecía como el sol (cf. Mt, 17, 2) (…) pero no fue éste el caso cuando se apareció a estos dos (discípulos de Emaús) bajo otro aspecto. No se apareció como era a aquellos cuyos ojos estaban retenidos para que no le reconociesen. No es incoherente por nuestra parte aceptar que este impedimento en sus ojos procediese de Satanás, para que no reconocieran a Jesús».

Hay en ello, como indica igualmente aquí San Agustín, algo misterioso, porque: «SanMarcos afirma que el Señor se les apareció bajo otro aspecto (cf. Mc 16, 12); es lo que refiere San Lucas al decir que sus ojos estaban retenidos para que no lo reconociesen (cf. Lc 24, 16). En efecto, algo había sucedido a sus ojos que permitió esa situación hasta la fracción del pan, por motivo de cierto misterio, de modo que se les mostrase bajo otro aspecto y así no lo reconociesen sino en la fracción del pan, como muestra el relato de San Lucas. En atención a su mente, que aún ignoraba que convenía que Cristo muriese y resucitase, sus ojos padecieron algo semejante; no se trata de que engañase la verdad, sino de que ellos mismos no eran capaces de percibirla y opinaban algo distinto a la realidad»[14].

Sobre este «misterio» en las apariciones de Cristo, observa Ratzinger que : «Llama la atención ante todo que los discípulos no lo reconozcan en un primer momento. Esto no sucede solamente con los dos de Emaús, sino también con María Magdalena y luego de nuevo junto al lago de Tiberíades: «Estaba ya amaneciendo cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús» (Jn 21, 4). Solamente después de que el Señor les hubo mandado salir de nuevo a pescar, el discípulo tan amado lo reconoció: «Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: «Es el Señor» (21, 7).

Advierte seguidamente que el reconocimiento de San Juan es raro e incomprensible, porque: «es, por decirlo así, un reconocer desde dentro que, sin embargo, queda siempre envuelto en el misterio. En efecto, después de la pesca, cuando Jesús los invita a comer, seguía habiendo una cierta sensación de algo extraño. «Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quien era, porque sabían bien que era el Señor (21, 12). Lo sabían desde dentro, pero no por el aspecto de lo que veían y presenciaban»[15].

Explica con un lenguaje filosófico actual que: «El modo de aparecer corresponde a esta dialéctica del reconocer y no reconocer. Jesús llega a través de las puertas cerradas, y de improviso se presenta en medio de ellos. Y del mismo modo, desaparece de repente, como al final del encuentro en Emaús. Él es plenamente corpóreo. Y, sin embargo, no está sujeto a las leyes de la corporeidad, a las leyes del espacio y del tiempo».

Se está ante el misterio, porque: «En esta sorprendente dialéctica entre identidad y alteridad, entre verdadera corporeidad y libertad de las ataduras del cuerpo, se manifiesta la esencia peculiar misteriosa de la nueva existencia del Resucitado. En efecto, ambas cosas son verdad: Él es el mismo –un hombre de carne y hueso– y es también el Nuevo, el que ha entrado en un género de existencia distinto»[16].

Ratzinger nota, además, que: «La dialéctica que forma parte de la esencia del Resucitado es presentada en los relatos realmente con poca habilidad, y precisamente por eso dejan ver que son verídicos. Si se hubiera tenido que inventar la resurrección, se hubiera concentrado toda la insistencia en la plena corporeidad, en la posibilidad de reconocerlo inmediatamente y, además, se habría ideado tal vez un poder particular como signo distintivo del Resucitado».

Debe concluirse que: «en el aspecto contradictorio de la experimentado, que caracteriza todos los textos, en el misterioso conjunto de alteridad e identidad, se refleja un nuevo modo del encuentro, que apologéticamente parece bastante desconcertante, pero que justo por eso se revela también mayormente como descripción auténtica de la experiencia que se ha tenido»[17].

Finalidad del aspecto de Cristo en las apariciones

Por último, se podría todavía poner la siguiente dificultad a la tesis de Santo Tomás sobre la manifestación de Cristo a sus discípulos: «Así como nuestra fe se certifica por la Sagrada Escritura, así se certifica la fe de los discípulos sobre la resurrección por las apariciones de Cristo. Pero según dice San Agustín en su Epístola a San Jerónimo: «si se admite una sola mentira en la Sagrada Escritura, se viene a tierra toda su autoridad» (Ep 28, c. 5). Luego, si una vez siquiera se apareció Cristo de otro modo, viene por tierra cuanto los discípulos vieron en Él después de la resurrección, lo que es inadmisible. Luego, no debió aparecerse en otra figura»[18].

La respuesta de Santo Tomás es que: «Tendría valor la dificultad propuesta si los discípulos, de la vista de aquella figura distinta, no hubieran sido conducidos a contemplar la verdadera figura de Cristo. Como dice Agustín en el lugar citado de la Concordia de los evangelistas, Cristo sólo «permitió» que fueran impedidos sus ojos hasta el sacramento del pan, «para que nadie piense haber conocido a Cristo, si no participa de su cuerpo (…) Así, cuando al ofrecerles el pan bendecido se les abrieron los ojos y lo reconocieron (cf. Lc 24, 31), se les abrieron también para conocerlo, removido el obstáculo que les impedía reconocerlo». Pero: «no se trata de que caminasen con los ojos cerrados. Pero había algo que no les permitía reconocer lo que veían, cosa que suele ocasionar o la oscuridad o algún humor» (III, c. 25, n. 72)»[19] .

Precisa Ratzinger, para confirmar su interpretación de la visión «desde dentro» que la narración de Emaús: «concluye diciendo que Jesús se sentó a la mesa con los discípulos, tomó el pan, recitó la bendición, lo partió y se lo dio a los dos. En aquel momento se les abrieron los ojos «y lo reconocieron. Pero Él despareció» (Lc 24, 31). El Señor está la mesa con los suyos igual que antes, con la plegaria de bendición y la fracción del pan. Después desaparece de su vista externa y, justo en este desaparecer se les abre la vista interior: lo reconocen. Es una verdadera comunión de mesa y, sin embargo, es nueva. En el partir el pan Él se manifiesta, pero sólo al desaparecer se hace realmente reconocible»[20].

 

Eudaldo Forment

 



[1] Caravaggio, La cena de Emaús, 1601.

[2] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 55, a. 4, sed c.

[3] Ibid., III, q. 55, a. 4, in c.

[4] JOSEPH RATZINGER, Benedictus XVI, Jesús de Nazaret, Segunda parte, Madrid, Ediciones Encuentro, 2011, p. 307.

[5] Ibid., p. 308.

[6] ibid., pp. 308-309.

[7] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 55, a. 4, ob. 1.

[8] Ibid., III, q. 55, a. 4, ad 1.

[9] SAN AGUSTÍN, Cuestiones sobre los Evangelios, II, c. 51.

[10] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 55, a. 4, ad,1.

[11] SAN AGUSTÍN, Cuestiones sobre los Evangelios, II, c. 51.

[12] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 55, a. 4, ob. 2.

[13] Ibíd., III, q. 55, a. 4, ad 2.

[14] SAN AGUSTÍN, Concordia de los evangelistas, III, c. 25, n. 72.

[15] JOSEPH RATZINGER, Benedictus XVI, Jesús de Nazaret, Segunda parte, op. cit., p. 309.

[16] Ibíd. pp. 309-310.

[17] Ibíd., p. 310.

[18] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 55, a. 4, ob. 3.

[19]Ibid., III, q. 55, a. 4, ad 3.            

[20]  JOSEPH RATZINGER, Benedictus XVI, Jesús de Nazaret, Segunda parte, op. cit., p. 313.

1 comentario

  
templario
La Iglesia no existiría si Jesucristo no se hubiera presentado ante los apóstoles, tras haber resucitado. Luego se escuchan frases estúpidas, como que no son necesarias las apariciones marianas, porque ya está todo revelado. Por dicho motivo la inmensa mayoría no saben en que tiempos bíblicos estamos viviendo, por haber despreciado las manifestaciones marianas.
Catecismo 675.
2ª tesalonicenses 2.
Apocalipsis 13 y 14.
Non Nobis.
15/05/25 1:44 PM

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