1.08.18

XXXIX. La vía a lo espiritual

419.     ––Además del conocimiento natural de Dios, en sus distintos grados, indica el Aquinate que hay: «otro conocimiento de Dios, en cierto modo superior al indicado. Mediante él los hombres conocen a Dios por fe. Supera al conocimiento que tenemos de Dios por demostración en que por fe conocemos de Dios ciertas cosas que, dada su eminencia, no puede alcanzarlas la razón por medio de demostración». Dado que, como  se ha probado, en la contemplación racional natural de Dios no está la felicidad suprema del hombre ¿podría pensarse que la felicidad está en otro conocimiento intelectual de Dios, todavía superior, como el que proporciona la fe?

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17.07.18

XXXVIII. La desventura de la imprudencia

403.     ––La felicidad suprema no se encuentra en la virtud de la prudencia, tal como se ha descrito que se ejercita en el campo ético. Sin embargo ¿no podría darse esta felicidad en otros ámbitos de la prudencia?

            ––Además de la prudencia, que se refiere a la honestidad, hay otros ejercicios de la razón práctica que se parecen a la prudencia sin pertenecer a esta virtud. Santo Tomás, en la Suma teológica, estudia: «los vicios opuestos a la prudencia que presentan alguna semejanza con ella». Los vicios son los seis siguientes: la  «prudencia de la carne», la «astucia», el «engaño», «el fraude», «la solicitud por las cosas temporales» y la «preocupación por el futuro»[1].

404.     ––¿En qué consiste la llamada prudencia de la carne?

            ––Se llama «prudencia de la carne» a una falsa prudencia, por ser inmoral. Lo es, porque consiste en la habilidad para encontrar los medios provechosos para satisfacer los apetitos desordenados de los bienes del cuerpo, que son considerados como la felicidad suprema del hombre.

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2.07.18

XXXVII. La felicidad de la prudencia

Salomón

392.     ––Se ha probado que la felicidad no está  en los cuatro bienes exteriores: honor, fama, riquezas y poder. ¿Es posible encontrar la felicidad en alguno de los bienes del cuerpo?

––A esta interrogación responde Santo Tomás: «La felicidad no está en los bienes del cuerpo, tales como la salud, la hermosura y la fortaleza. Pues todas estas cosas son comunes a los buenos y a los malos; además, son inestables y no caen bajo el imperio de la voluntad».

Además de estas tres razones, da otros tres argumentos parta probar  que los bienes del cuerpo no dan la felicidad. En el primero se arguye: «El alma es mejor que el cuerpo, porque éste no vive ni goza de dichos bienes si no es por el alma. Por lo tanto, los bienes del alma, como el entender y otros semejantes, son mejores que los del cuerpo. En consecuencia, los bienes del cuerpo no constituyen el sumo bien del hombre».

El segundo también se basa en el alma espiritual, constitutivo exclusivo del hombre, y que con el cuerpo le constituye. Se argumenta:  «Los bienes del cuerpo son comunes a hombres y animales. Más la felicidad humana es un bien propio del hombre. Luego la felicidad humana no puede consistir en dichos bienes».

Por último, también desde la comparación del hombre con el animal, argumenta: «Hay animales que están mejor dotados que el hombre en bienes corporales, pues unos son más veloces que el hombre, otros más robustos, etc. Por lo tanto, si el sumo bien del hombre consistiera en estas cualidades, el hombre no sería el animal mejor, lo cual es falso. Luego la felicidad humana no consiste en los bienes corporales»[1].

 

393.     ––¿Podría estar la suprema  felicidad en los bienes del alma humana?

––La felicidad, indica también Santo Tomás, no puede estar en los bienes de la parte sensitiva del alma humana, ni tampoco de la intelectiva. La felicidad no está en los bienes de la parte sensitiva del alma humana, porque: «estos bienes son comunes a hombres y animales»[2].  La felicidad, tal como la definía Boecio es «el estado perfecto por la agregación de todos los bienes». También, como notaba el filósofo romano cristiano, generalmente el hombre la concibe como constituida por cinco bienes: «el deleite, las riquezas, la potestad, la dignidad y la fama» [3]. Esta felicidad natural no pueden disfrutarla los animales.

No obstante, reconoce Santo Tomás que: «Apreciamos los sentidos por la utilidad y conocimiento que reportan. Su utilidad está ordenada a bienes corporales», y ello es común al animal y al hombre. Sin embargo, en este último, además: «el conocimiento sensitivo se ordena a la parte intelectiva». Así se explica que: «los animales privados de entendimiento no se deleitan al sentir sino en lo que mira a la utilidad propia del cuerpo, ya que por los sentidos conocen la comida y el placer venéreo«. Por consiguiente, «el sumo bien del hombre, que es la felicidad», no puede estar en su parte sensitiva»[4].

 

394.     ––¿Por qué la felicidad tampoco está en los bienes de la parte intelectiva del alma humana?

––La felicidad no puede estar en los bienes de la parte intelectiva o espiritual del alma humana, porque tales bienes son las virtudes morales, y «la suprema felicidad del hombre no consiste  en el ejercicio de las virtudes morales». Santo Tomás lo prueba con cinco demostraciones.

Una primera es porque: «La felicidad humana, si es última, no puede ordenarse a un fin ulterior». En cambio: «el ejercicio de las virtudes morales se ordena a algo ulterior, como se ve en las principales de estas virtudes; por ejemplo, el ejercicio de la fortaleza en asuntos bélicos se ordena a la victoria y a la paz, pues sería necio luchar por luchar; igualmente los actos de la justicia se ordenan a conservar la paz entre los hombres, por el hecho de que cada hombre posee lo suyo tranquilamente, y lo propio ocurre con las demás virtudes».

Se obtiene otra prueba, si se atiende la principal propiedad de la virtud –hábito operativo bueno–, el estar en medio del exceso y del defecto, tal como sitúa la recta razón. De manera que: «Las virtudes morales tienen por finalidad la conservación de la justa medida en el funcionamiento de las pasiones internas y en el uso de las cosas externas». Así por ejemplo, la fortaleza ocupa el término medio entre el vicio de la cobardía  y el de la temeridad, y la justicia es el medio de las cosas, en el sentido de dar exactamente lo que le corresponde a cada uno según lo debido estrictamente ni más ni menos.

En las virtudes morales, no puede afirmarse que esté la felicidad suprema, porque: «no es posible que el fin último de la vida humana sea la modificación de las pasiones o de las cosas externas, puesto que tanto las pasiones o de las cosas externas, dicen orden a otra cosa. Luego no es posible que la felicidad última del hombre esté en los actos de las virtudes morales».

Una tercera demostración, basada en la razón, que es la guía de las virtudes, es la siguiente: «Como el hombre es hombre por el hecho de tener razón, es preciso que su propio bien, que es la felicidad, esté en conformidad con lo que es propio de la razón. Lo más propio de la razón no es lo que ella hace con otro, sino lo que tiene en sí. Luego, como el bien de la virtud moral es algo que la razón ha establecido en las otras cosas, no podrá ser lo mejor del hombre, o sea, la felicidad; lo será, si, un bien que esté establecido en la misma razón».

En la siguiente prueba, que es una consecuencia de la tesis ya establecida de la tendencia de todas la criaturas a asemejarse a su creador, se dice:  «Se demostró (III, c. 19) que el fin último de todas las cosas es asemejarse a Dios. Luego aquello según lo cual más se asemeja el hombre a Dios será su felicidad. Y no se asemeja por los actos morales, puesto que unirse a Dios como no sea metafóricamente, ya que a Dios no le conviene tener pasiones o cosas parecidas, sobre las que versan los actos morales. Así, pues, la felicidad última del hombre, que es su último fin, no puede consistir en los actos morales».

El último argumento utiliza como medio demostrativo la total exclusividad de la razón en el hombre, que le distingue absolutamente de los animales. Esta quinta razón se presenta de este modo: «La felicidad es el bien propio del hombre. Luego la felicidad última del hombre deberá buscarse en aquel bien, que entre todos los bienes humanos y con respecto a los demás animales, sea el más propio del hombre. Y éste no puede ser el acto de las virtudes morales, pues hay animales que participan algo de la liberalidad o de la fortaleza. Sin embargo, ningún animal participa de la acción intelectual. Luego, la felicidad última del hombre no está en los actos morales»[5].

 

395.     ––¿Podría estar la felicidad, no obstante, en la virtud de la prudencia, por  controlar a todas las demás virtudes?

––En la importante virtud de la prudencia, no puede encontrarse la felicidad suprema, porque la virtud de la prudencia gobierna rectamente las acciones particulares y concretas para ordenarlas al último fin. Recuerda, Santo Tomás que: «El acto de la prudencia versa exclusivamente sobre lo propio de las virtudes morales». También, que, como ha probado en el capítulo anterior, la suma felicidad no está en los actos morales. Concluye de ello: «si en el ejercicio de las virtudes morales no consiste la suprema felicidad humana, tampoco consistirá en el ejercicio de la prudencia».

Se puede asimismo probar, si se tiene en cuenta, como igualmente se ha dicho ya, que: «la suprema felicidad del hombre está en su mejor operación», en los actos de la razón, que tienen por objeto lo necesario y universal. «El ejercicio de la prudencia no versa sobre los perfectísimos objetos del entendimiento o de la razón, pues no versa sobre cosas necesarias, sino sobre lo contingente de la acción. Luego no está en su ejercicio de la suprema felicidad humana».

La prudencia es siempre un medio, no un fin. Se puede así presentar este nuevo argumento:  «El ejercicio de la prudencia se ordena a otro como a un fin» y en un doble sentido. Por una parte: «porque todo conocimiento práctico, bajo el cual está la prudencia, se ordena a la operación». Por otra, porque: «la prudencia, como dice Aristóteles (Ética, VI, c. 13), hace que el hombre obre ordenadamente en la elección de medios, para el fin». Puede así inferirse: «la suprema felicidad humana no está en el ejercicio de la prudencia».

Por último, puede darse un cuarto argumento. Si, como se dijo en el último del capítulo anterior, el animal no tiene, en ningún grado,  la felicidad propia del hombre, la de un espíritu que, por informar a un cuerpo, tiene vida animal. De manera que: «los animales irracionales no participan en absoluto de la felicidad, como lo prueba Aristóteles (Ética, I, c. 10)». En cambio, hay que afirmar que: «algunos de ellos participan en alguna medida de la prudencia». Puede así decirse que el acto de la prudencia no puede ser, por consiguiente, el fin último, ni que, por ello, la suprema felicidad consista en el ejercicio de la prudencia[6].

 

396.     ––¿Por qué se dice en el primer argumento, par probar que no se encuentra la felicidad suprema en los actos de la prudencia, que ésta: «versa exclusivamente sobre lo propio de las virtudes morales»?

––En la Suma teológica, explica Santo Tomás que: «Según Aristóteles, la prudencia es “la recta razón en el obrar” (Ética, VI, c. 5, 6), lo cual es propio de la razón práctica»[7]. La prudencia indica lo que se debe hacer en cada acción particular. Por ello, observa que: «Es propio de la prudencia no sólo la consideración racional, sino la aplicación a la obra, que es el fin de la razón práctica»[8]. De manera que: «el mérito de la prudencia no consiste solamente en la consideración, sino en la aplicación a la obra»[9].

Ciertamente: «no puede aplicarse una cosa a otra sin conocerse ambas, esto es, lo que se aplica y aquello a lo cual se aplica». Se aplican así las leyes generales o universales abstractas a las acciones concretas, que son siempre singulares. «Por lo tanto, el prudente necesita conocer los principios universales de la razón y los objetos  singulares, en los cuales se da la acción»[10]. Sin embargo: «los singulares son infinitos y lo infinito no puede se comprendido por la razón»[11].

No representa una dificultad para la aplicación del universal al singular, que deba conocerse a los dos, ya que: «la experiencia reduce los infinitos singulares a algún número finito de casos que se repiten con mayor frecuencia, y cuyo conocimiento es suficiente para constituir prudencia humana»[12]. Se comprende así que se diga en la Escritura:  “son inseguros los pensamientos de los hombres” (Sb, 9, 14)»[13].

La prudencia conoce así de algún modo lo singular, que, en cuanto tal, es sólo percibido por los sentidos. Como enseña la metafísica del conocimiento, sólo es entendido el concepto universal, abstracto y necesario, y, en cambio, el singular se conoce sensiblemente, porque el singular es percibido por los sentidos, cuyo objeto es concreto y contingente. Aunque debe precisarse que: «Como afirma Aristóteles  (Ética, VI, 8, 9), la prudencia no radica en los sentidos exteriores con los que conocemos los sensibles propios, sino en los sentido interiores, que se perfeccionan con la memoria y la experiencia para juzgar con prontitud sobre los objetos particulares, objetos de esa experiencia». Sin embargo: «esto no implica que la prudencia esté en los sentidos interiores como sujeto principal; sino que radica principalmente en el entendimiento, y por cierta aplicación se extiende al sentido»[14].

 

397.     ––En la prudencia. participan el entendimiento y las facultades sensibles. ¿Interviene también la otra facultad de la voluntad?

––Observa también Santo Tomás que.  en el acto de la prudencia, interviene la voluntad, porque: «la prudencia atañe la aplicación de la recta razón a obrar, cosa que no se hace sin la rectificación de la voluntad. De ahí que la prudencia tiene no solamente la esencia de la virtud, como las demás virtudes intelectuales, sino también la noción de virtud propia de las virtudes morales, entre las cuales se enumera»[15].

La esencia de las virtudes intelectuales consiste  en perfeccionar al entendimiento en sus propias operaciones, tanto las del entendimiento especulativo ––virtud del entendimiento o hábito de los primeros principios; virtud de la ciencia o hábito de las conclusiones; y virtud de la sabiduría o hábito del conocimiento de las últimas causas––, como del entendimiento práctico ––la virtud de la prudencia o el hábito de la recta razón en lo agible, o en lo obrado; y el arte, o hábito de la recta razón en lo factible, o en lo fabricado, en las cosas exteriores realizadas,  y  que perfecciona a las bellas artes y a las artes mecánicas o técnicas––. Lo esencial de las virtudes morales, cuyo sujeto es la voluntad, es ordenar a todos los actos humanos al bien honesto.

Desde el orden moral, la esencia de la virtud consiste en  la honestidad, que no está en las virtudes intelectuales, que atienden sólo a la perfección de su objeto, y no regulan la moralidad de su sujeto. Sólo hay una excepción en la virtud del entendimiento práctico de la prudencia, porque su objeto es también moral.

Nota Santo Tomás que, como: «La prudencia radica en el entendimiento se distingue de las demás virtudes intelectuales en función de la diversidad material de los objetos. En efecto, la sabiduría, la ciencia y la inteligencia versan sobre objetos necesarios; la prudencia y el arte, en cambio, sobre cosas contingentes. Pero el arte trata sobre lo factible, es decir, lo que se realiza en alguna materia exterior, por ejemplo, una casa, un cuchillo y cosas semejantes; la prudencia, empero, trata sobre lo agible, o sea, sobre la actividad misma del sujeto que actúa, La prudencia se distingue, a su vez, de las virtudes morales por la distinta modalidad de objeto que especifica las potencias, ya que radica en el entendimiento, y las virtudes morales en la voluntad». Debe concluirse, por ello, que: «es evidente, que la prudencia es virtud especial distinta de todas las demás»[16]. También que: «la prudencia ayuda a todas las virtudes y actúa en todas (…) igual que el sol influye de alguna manera en todos los cuerpos»[17].

 

398.     ––¿En que consiste la «ayuda» e «influencia» de la virtud de la prudencia a todas las otras virtudes?

––Podría decirse, como afirmó Platón, que la prudencia tiene una función directiva y regulativa de todas las otras virtudes, que ordenan toda la vida práctica del hombre. Es como la «auriga»[18] de todas. Este control de la prudencia no es sobre los fines  de cada virtud. Precisa Santo Tomás que, por otra parte: «Enseña de Aristóteles que: “La virtud moral rectifica la intención del fin; la prudencia, en cambio, la de los medios” (Ética, VI, 12, 6).En consecuencia,no incumbe a la prudencia señalar el fin a las virtudes morales, sino únicamente disponer de los medios»[19].

Debe tenerse en cuenta, por un lado, que: «el fin de las virtudes morales es el bien humano. Pero el bien del alma humana consiste en estar regulada por la razón», y, por tanto, por sus principios. De estos últimos: «se ocupa la prudencia que aplica los principios universales a las conclusiones particulares del orden de la acción. Por eso no incumbe a la prudencia imponer el fin a las virtudes morales, sino sólo disponer de los medios»[20].

Por otro lado, debe advertirse que: «a las virtudes morales corresponde el fin, no porque lo impongan ellas, sino por tender al fin señalado por la razón natural. La prudencia les presta en ello su colaboración preparándoles el camino y disponiendo de los medios. De eso resulta que la prudencia es más noble que las virtudes morales y las mueve. La sindéresis, por su parte, mueve a la prudencia como los principios especulativos mueven a la ciencia»[21].

La función de la prudencia para «preparar» la marcha hacia el fin y «disponer» de los medios consiste en «hallar el justo medio en las virtudes morales», porque: «conformarse con la recta razón es el fin propio de cualquier virtud moral. Y así, la templanza va encaminada a que el hombre no se desvíe de la razón por la concupiscencia (o deseo); igualmente, la fortaleza procura que no se aparte del juicio recto de la razón por el temor o la audacia. Ese fin se lo señaló al hombre la razón natural, que dicta a cada uno obrar conforme a la razón. Ahora bien, incumbe a la prudencia determinar de qué manera y con qué medios debe el hombre alcanzar con sus actos el medio racional. En efecto, aunque el fin de la virtud moral es alcanzar el justo medio, éste solamente se logra mediante la recta disposición de los medios»[22].

 

399.     ––¿Cómo la denominada sindéresis mueve a la prudencia?

––El término «sindéresis» corrientemente significa la aptitud de pensar con acierto o con prudencia. De manera más concreta, en la filosofía medieval, se designaba al conocimiento de los primeros principios de la moral. Santo Tomás la define como un hábito natural de los primeros principios morales. La sindéresis no se adquiere por la repetición de actos y, en este sentido, es natural, aunque no sea innata. Al igual que el hábito de los primeros principios se constituye necesariamente  a partir de los primeros conceptos. El hábito de la sindéresis se forma inmediatamente del concepto trascendental de bien.

Los principios prácticos regulan toda la vida moral, y al igual que los principios especulativos, que lo hacen a toda la actividad intelectiva, son infalibles y proporcionan una total certeza. Estos últimos están referidos sólo al entendimiento y al orden de la verdad; en cambio, los principios prácticos, por implicar obligación, afectan  también a la voluntad y además se extienden a la misma realidad. Así se manifiesta en el primer principio conocido por sindéresis «hay que hacer el bien y evitar el mal», que se presenta como precepto. Se constituye, porque ante los conceptos de bien y de su privación el no-bien o mal, el entendimiento advierte la necesidad de realizar el bien, que es apetecible, y de rechazar el mal.

En cambio, los otros principios éticos no se deducen  del primero, sino que se obtienen con su aplicación a cada bien humano, aquello que constituye la perfección del hombre, y a lo que también  se siente inclinado de un modo natural. Los preceptos, que son conclusiones próximas del primer principio, en el sentido que se descubren desde su luz en los distintos bienes humanos, pueden considerarse derivados del mismo.

El primer precepto derivado manda todo aquello relacionado con la conservación del propio ser substancial, «a lo que contribuye a conservar la vida del hombre y a evitar sus obstáculos». El segundo, ordena todo lo referente a la conservación de la especie y que: «tiene en común con los demás animales, “las cosas que la naturaleza ha enseñado a todos los animales” (Digesto, I, tit. 1, leg. 1) tales como la conjunción de los sexos, la educación de los hijos y otras cosas semejantes». El  tercero, finalmente,  manda lo referente a lo que es propiamente suyo, su naturaleza racional, y, por tanto, a: «conocer las verdades divinas y a vivir en sociedad»[23]. Se preceptúa así la convivencia social, y, por ello, también la sabiduría y el amor, que la posibilitan.

Esta explicación de Santo Tomás revela que entre lo conocido por la sindéresis y las inclinaciones del ser humano hay un perfecto acuerdo. Se infiere así que: «todo aquello a lo que el hombre se siente naturalmente inclinado lo aprehende la razón como bueno y, por ende, como algo que debe ser procurado, mientras que su contrario lo aprehende como mal y como vitando»[24]. Aquello a que obliga su contenido, la denominada ley natural, es a la vez deseado por el hombre, desde lo más profundo. Eldeber coincide con el deseo.  

Queda respondida de este modo la futura acusación de Kant a la moral del fin o del bien de heterónoma, por imponérsele, con ella, al hombre una ley ajena, porque la  naturalidad de los contenidos de la ley impide  que quiten ninguna autonomía al sujeto moral. No violentan su libre albedrío, como pretende Kant.

La regulación de la vida moral humana no se hace de manera violenta, como una coacción exterior. Lo ordenado surge de un hábito natural que coincide completamente con los  deseos naturales. Para Santo Tomás, aquello, a lo que el hombre se siente inclinado por naturaleza, es lo que conoce como bueno. Esto conocido como su bien, como bien humano, es a lo que se siente imperado,  a lo que se siente obligado por la sindéresis.

Los principios morales además de los principios derivados –como son los preceptos del decálogo–, que pueden denominarse así porque derivan del primer principio –hay que hacer el bien y evitar el mal–, son también los principios secundarios. Tales principios proceden de los primersos principios,  pero ya no se conocen por sindéresis o de una manera habitual como ellos, sino por raciocinio y por experiencia individual o adquirida.

A diferencia de los primeros principios, que no se pueden borrar nunca, los secundarios son principios remotos –como lo es, por ejemplo, el principio de la la indisolubilidad del matrimonio– no son conocidos universalmente, por ignorancia inculpable temporal o permanente. Los principios primeros siempre están presentes, aunque a  veces se aplican mal o incluso no se tienen en cuenta  por causa de los deseos desordenados y las pasiones. Por el contrario, los secundarios pueden no aparecer y hasta desaparecer completamente, por múltiples motivos, como por convencimientos equivocado,  hábitos malos, o por costumbres corrompidas o viciosas.

 

400.     ––¿La sindéresis es lo mismo que la conciencia moral?     

––A veces se ha confundido la sindéresis con la conciencia. Rousseau, por ejemplo, la denomina conciencia. Al describirla. escribe: «¡Conciencia, conciencia!, instinto divino, inmortal y celestial voz, guía segura de un ser ignorante y limitado, inteligente y libre, juez infalible del bien y del mal, que hace al hombre semejante a Dios, eres tú la que constituyes la excelencia de su naturaleza y la moralidad de sus actos»[25]. No es así, porque la conciencia no se encuentra en la región de los primeros principios, no es la aprehensión de los mismos, como la sindéresis.

La conciencia es  un acto de la inteligencia, un juicio o dictamen de la razón práctica, en el que se han aplicado los principios, entendidos por la sindéresis —que es la que da el verdadero sentido moral, al que se refiere Rousseau—a un hecho particular y concreto, que se ha ya realizado o se va a realizar. La sindéresis es un hábito del conocimiento de los primeros principios morales prácticos, que son así universales y obligan en general. La conciencia es un acto que preceptúa lo que debe hacerse o debería haberse hecho en un caso particular y concreto.  

Puede decirse de modo más concreto que la conciencia es la conclusión de un razonamiento. La premisa mayor implica el conocimiento de los primeros principios, conocidos por sindéresis. La conciencia, por ello,  no juzga de ninguna manera estos principios, como a veces se cree. La premisa menor aplica las reglas del saber moral –que incluye desde las conclusiones necesarias. que la razón obtiene de los primeros principios, hasta las más remotas–, al acto singular con sus diversas circunstancias, para ajustarlo a aquellos principios, y en ello intervine el hábito de la prudencia.  

En la conclusión de la conciencia se realiza su función propia y primaria de juzgar el acto que se va a realizar aquí y ahora. También, la segunda función, secundaria, que es la de testificar y juzgar sobre el acto ya realizado.

Otra importante diferencia es que no hay error en la sindéresis, en cambio, la conciencia puede errar. «Del mismo modo que el intelecto no se equivoca acerca de los principios considerados en sí mismos, pero se equivoca acerca de ellos en cuanto que se encuentran virtualmente en las conclusiones, debido a un mal razonamiento; así también la luz de la sindéresis en sí misma nunca se extingue».     

En cambio: «puede haber un defecto cuando, al deliberar, se llega a una conclusión de lo operable, en cuanto que una conclusión se deduce de los principios no con rectitud, debido al ímpetu del placer o de alguna pasión, o incluso debido a los errores de una falsa inducción. Por eso no se dice que falla la sindéresis, sino que falla la conciencia, que es la conclusión en la que está la virtud de la sindéresis, como la virtud de los principios está en la conclusión»[26].

 

401.     ––¿Cómo intervienen las pasiones en las equivocaciones de la conciencia?

––Antes del acto de la conciencia, interviene en el razonamiento de la razón práctica un juicio concreto, que precede inmediatamente a la elección de la voluntad. Es el juicio de elección, que, como el de la conciencia, se refiere a algo concreto, aquí y ahora; juzga como ella, pero, a diferencia de la misma, se relaciona con las pasiones o la afectividad. Además, se implica directamente en la acción, porque provoca la decisión última.

No siempre coincide el juicio de la conciencia con el juicio de elección. En el primero, el razonamiento se basa en la premisa mayor racional implícita, que proporciona la sindéresis: el bien debe hacerse y ningún mal moral debe cometerse. En cambio, para concluir en este mal, se toma otra premisa aparentemente racional, porque es movida por la pasión, y que es considerada más universal que la de la sindéresis, como, por ejemplo: «todo lo placentero debe hacerse». Esta cuarta premisa no sólo no es propiamente universal, sino que tampoco es evidente como los primeros principios de la sindéresis. El que elige así: «aunque conozca de modo universal, con todo no conoce de modo universal; pues no lo asume la razón, sino según la concupiscencia»[27]. Si se acepta la «proposición» es únicamente por el deseo desordenado.

 

402.     ––¿En qué se diferencia la sindéresis de la virtud de la prudencia?

––La prudencia y la sindéresis son ambas hábitos. Sin embargo, la virtud de la prudencia no es natural como el hábito de la sindéresis. La prudencia es una virtud adquirida y sostenida por las otras virtudes, para el recto gobierno racional de las acciones humanas. La prudencia, y también la ciencia moral, explicitan y complementan a la sindéresis.

La prudencia representa una ayuda a la conciencia. Los contenidos objetivos y generales de la sindéresis son aplicados o ajustados por la conciencia a un acto singular, y, en este sentido, puede decirse que  se emplean subjetivamente, pero con la actuación de la virtud de la prudencia  adquieren una mayor objetividad.

San Jerónimo, indica Santo Tomás, comparaba la sindéresis  a una «pequeña chispa» que esté en nuestro interior, puesto que: «así como una chispa es una pequeña porción que sale del fuego», la sindéresis es «una pequeña participación de la intelectualidad»[28], que, no obstante, luce y arde, porque ilumina con los principios morales e impulsa al bien. Mientras el hombre tenga la luz del entendimiento nunca se extingue. El remordimiento  de la conciencia se explica por esta chispa y que está incluso en los condenados, porque permanece su sindéresis.

 

Eudaldo Forment

 

 

 

 

 

 



[1] Santo tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 32.

[2] Ibíd., III, c. 33.

[3] BOECIO, La consolación de la fil. III, prosa 2.

 

[4] Santo tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 33.

 

[5] Ibíd., III, c. 34.

[6] Ibíd., III, c. 35.

[7] Ídem, Suma teológica, II-II, q. 47, a. 2, sed c.

[8] Ibíd., II-II, q. 47, a. 3, in c.

[9] Ibíd., II-II, q. 47, a. 1, ad 3.

[10] Ibíd., II-II, q. 47, a. 3, in c

[11] Ibíd., II-II, q. 47, a. 3, ob. 2.

[12] II-II, q. 47, a. 3, ad 2.

[13] Sab 9, 14.

[14] Santo Tomás, Suma teológica, II-II, q. 47, a. 3, ad 3.

[15] Ibíd., II-II, q. 47, a. 4, in c.

[16] Ibíd., II-II, q. 47, a. 5, in c.

[17] Ibíd., II-II, q. 47, a. 5, ad 2.

[18] Platón, Fedro 246ab ss.

[19] Santo Tomás, Suma teológica, II-II, q. 47, a. 6, sed c.

[20] Ibíd., II-II, q. 47, a. 6, in c.

[21] Ibíd., II-II, q. 47, a. 6, ad 3.

[22] Ibíd., II-II, q. 47, a. 7, in c.

[23] Ibíd., I-II, q. 94, a. 2, in c. y, por ello,ue la posibilitan. mejantesatodos los animalestar sus obst

[24] Ibíd. Lo deseado por inclinación natural es un bien humano y es lo que manda la ley que debe hacerse. Deseo, bien y deber quedan identificados.

[25] J.J. Rousseau,  Émilio, IV.                                       

[26] Santo Tomás, Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, II Sent., dist. 39, q. 3, a. 1, ad 1.

[27] ÍDEM, Cuestiones disputadas sobre el mal, q. 3, a. 9, ad 7.

[28] ÍDEM, Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, II Sent., dist. 39, q. 3, a. 1, ad 1..

16.06.18

XXXVI. El afán de poder

María de Molina

380. ––El Aquinate dedica un capítulo de la tercera parte de la Suma contra los gentiles para probar que «la felicidad no consiste en el poder mundano»[1]. ¿La razones son las mismas que las aducidas para demostrar que las riquezas no pueden ser el fin último?

––En la encíclica Solicitudo rei socialis, del papa Juan Pablo II, se indica que en el mundo existen «estructuras de pecado», que «se fundan en el pecado personal y, por consiguiente, están unidas siempre a actos concretos de las personas, que las introducen, y hacen difícil su eliminación Y así estas mismas estructuras se refuerzan, se difunden y son fuente de otros pecados, condicionando la conducta de los hombres»[2].

Se precisa también que: «entre las opiniones y actitudes opuestas a la voluntad divina y al bien del prójimo dos parecen ser las más características: el afán de ganancia exclusiva, por una parte; y por otra, la sed de poder, con el propósito de imponer a los demás la propia voluntad».

El ansia de riquezas y de poder se toman, por ello, como la felicidad suprema o fin último. Se explica así que a estas aspiraciones: «podría añadirse, para caracterizarlas aún mejor, la expresión: “a cualquier precio”». Además: «ambas actitudes, aunque sean de por sí separables y cada una pueda darse sin la otra, se encuentran —en el panorama que tenemos ante nuestros ojos— indisolublemente unidas, tanto si predomina la una como la otra»[3].

Por esta unidad del deseo de estas dos clases de bienes exteriores al hombre, es lógico que las razones para mostrar que no son sus bienes supremos sean las mismas, aunque por tener objetos distintos, no todas coinciden. Santo Tomás, en este nuevo capítulo dedicado al poder, presenta cinco argumentos, tres de los cuales son semejantes a los utilizados en el capítulo anterior dedicado a la riquezas.

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1.06.18

XXXV. El amor a las riquezas

370.     ––Después de probar que el fin último, o felicidad suprema, no consiste en los bienes del cuerpo, como el placer sensible, ni en los bienes exteriores, como los  honores y la fama, el Aquinate comienza el capítulo siguiente de la Suma contra los gentiles con esta indicación: «De esto se desprende que tampoco las riquezas son el sumo bien del hombre». ¿Por qué las riquezas no pueden dar la suprema felicidad al hombre?

            ––Seguidamente Santo Tomás da la siguiente razón: «Si apetecemos las riquezas es en atención a otra cosa, pues por sí mismas no producen bien alguno, sino sólo cuando nos servimos de ellas para la sustentación del cuerpo o para cosas semejantes. Sin embargo, lo que es sumo bien se desea por sí mismo y no en atención a otro. Así, pues, las riquezas no son el sumo bien del hombre»[1].

            En la Suma teológica amplía  argumento del siguiente modo: «Es imposible que la bienaventuranza del hombre consista en las riquezas. Hay dos clases de riquezas, como señala Aristóteles, las naturales y las artificiales (Pol. I, 5, 14). Las riquezas naturales sirven para subsanar las debilidades de la naturaleza; así el alimento, la bebida, el vestido, los vehículos, el alojamiento, y otras cosas similares.  Por su parte, las riquezas artificiales, como el dinero, por sí mismas, no satisfacen a la naturaleza, sino que las inventó el hombre para facilitar el intercambio, para que sean de algún modo la medida de las cosas vendibles».

            Desde esta distinción se puede inferir, por una parte, que: «Es claro que la bienaventuranza del hombre no puede estar en las riquezas naturales, pues se las busca en orden a otra cosa; para sustentar la naturaleza del hombre y, por eso, no pueden ser el fin último del hombre, sino que se ordenan a él como a su fin».

            Así se explica que: «en el orden de la naturaleza, todas las cosas están subordinadas al hombre y han sido hechas para el hombre, como dice el salmo 8,8: “Todas  las cosas pusiste bajo sus pies” (Sal 8, 8)».

            Por otra parte, se sigue que: «Las riquezas artificiales, a su vez, sólo se buscan en función de las naturales. No se apetecerían si con ellas no se compraran cosas necesarias para la vida. Por eso tienen mucha menos razón de último fin. Es imposible, por tanto, que la bienaventuranza, que es el fin último del hombre, esté en las riquezas»[2].

           

371.     ––Podría objetarse a esta  conclusión que la felicidad para el hombre: «está en lo que domina totalmente su afecto. Y así son las riquezas, pues se dice en la Escritura: “Al dinero obedecen todas las cosas”(Ecle 10, 19)»[3] ¿Qué responde el Aquinate a esta dificultad, que presenta en este mismo lugar?

            ––Reconoce Santo Tomás que: «todas las cosas corporales obedecen al dinero», pero advierte que es creíble sólo: «por lo que se refiere a la multitud de los necios, que sólo reconocen bienes corporales, que pueden adquirirse con dinero». Es innegable, en cambio, que: «no son los necios, sino los sabios, quienes deben  facilitarnos el criterio acerca de los bienes humanos, del mismo modo que el criterio acerca de los sabores debemos tomarlo de quienes tienen el gusto bien dispuesto»[4].

            Se podría todavía objetar que, tal como dice Boecio: «la felicidad es “un estado perfecto con la unión de todos los bienes”(Consolación, III, 1),  pero parece que todo se posee con el dinero, porque, como dice Aristóteles, “el dinero se inventó paraser como la fianza de cuanto desee elhombre” (Ética, V, c. 4, 11).Luego la bienaventuranza consisteen las riquezas»[5].

            Ciertamente parece que el dinero garantiza la posesión de todo, sin embargo, precisa Santo Tomás que: «el dinero puede adquirir todas las cosas vendibles, pero no las espirituales, que no pueden venderse. Por eso dice la Escritura: “¿De qué sirve al necio tener riquezas, si no puede comprar con ellas la sabiduría” (Pr 17,16)»[6]

            Aún se podría defender que la felicidad consiste en las riquezas con el siguiente argumento: «el deseo del bien sumo parece que es infinito, pues nunca se extingue. Pero esto ocurre sobre todo con la riqueza, porque “el avaro nunca se llenará de dinero” (Ecle 5,9)»[7].

            Esta razón, replica San Tomás, no es probativa, porque: «El deseo de riquezas naturales no es infinito, puesto que las necesidades de la naturaleza tienen un límite. Pero sí es infinito el deseo de riquezas artificiales, porque está al servicio de una concupiscencia desordenada, que nunca se sacia, como nota Aristóteles (Pol. I, c. 3, 19). Sin embargo, el deseo de riquezas y el deseo del bien supremo son distintos, porque cuanto más perfectamente se posee el bien sumo, tanto más se le ama y se desprecian las demás cosas. Por eso dice: “Los que me comen quedan aún con hambre de mí” (Eclo 24,29) . Pero con el deseo de riquezas o de cualquier otro bien temporal ocurre lo contrario: cuando ya se tienen, se desprecian y se desean otras cosas, como lo manifiesta el Señor cuando dice: “Quien bebe de esta agua”,refiriéndose a los bienes temporales, “volverá a tener sed”(Jn 4,13). Y precisamente porque su insuficiencia se advierte mejor cuando se poseen. Por lo tanto, esto mismo muestra su imperfección y que el bien sumo no consiste en ellos»[8].

372.     ––Para probar que la felicidad del hombre no está en la riquezas, ¿se dan más argumentos en la Suma contra los gentiles?

            ––En el capítulo dedicado a la felicidad y las riquezas, Santo Tomás proporciona  otras cinco pruebas. En la primera, basada en una observación sobre el valor del dinero, se argumenta: «El sumo bien del hombre no puede consistir en la posesión o conservación de aquellas cosas que le dan mayor provecho cuando se desprende de ellas. Las riquezas rinden el mayor provecho cuando se las gasta, pues para eso sirven. Según esto, la posesión de las riquezas no puede ser el sumo bien del hombre».

            En la siguiente, de orden ético, se dice: «El acto virtuoso es laudable en el grado en que nos aproxima a la felicidad. Pero más laudable es el acto de liberalidad y de magnificencia– virtudes que se refieren a las riquezas– por el que nos desprendemos de ellas, que el acto de conservarlas; de esto reciben el nombre dichas virtudes. Luego la felicidad humana no puede consistir en la posesión de las riquezas».

            La tercera prueba es de tipo antropológico, porque queda formulada así: «Aquello en cuya consecución está el sumo bien del hombre ha de ser lo mejor para él.. Pero el hombre es mejor que las riquezas, pues éstas son ciertas cosas ordenadas a su servicio. El sumo bien del hombre no está pues, en las riquezas»[9].

            El argumento siguiente no es más que la consecuencia de algo de  experiencia común. Santo Tomás lo presenta del modo siguiente: «El sumo bien del hombre no puede estar sometido al azar, porque lo fortuito acontece sin que la razón lo averígüe, y es preciso que el hombre alcance su último fin racionalmente. Ahora bien, en la consecución de las riquezas ocupa un lugar preeminente el azar. Luego la felicidad humana no consiste en las riquezas».

            Por último, en la quinta razón se enumeran también varios hechos de experiencia como: «que las riquezas se pierden involuntariamente, que pueden ir a poder de los malos –quienes necesariamente han de carecer del sumo bien–, y que son inestables, y otras cosas parecidas, que fácilmente pueden deducirse de las razones expuestas»[10]. Sucesos, que muestran que es imposible que las riquezas proporcionen la felicidad suprema y última.

373.     ––¿El considerar el último fin o bienaventuranza del hombre en las riquezas no supone caer en el vicio de la avaricia?

            ––La avaricia la define Santo Tomás como el amor excesivo al dinero.  Viene del latín «avaritia», que a su vez proviene de «avere», que significa desear y especialmente con ansia. Explica, por ello, que: «Etimológicamente avaricia viene a ser como “avidez de metal” o ansia del dinero, en el que están representados todos los bienes exteriores»[11].

            La avaricia hace buscar y conservar con vehemencia el dinero. La avaricia es un vicio de ansia desmedida de lograr y atesorar bienes materiales y que lleva , por ello, a ser parco en el gastar y en el dar. Es un hábito malo, porque: «como la bondad de todas las cosas está en el justo medio, necesariamente el exceso o el defecto de tal medida justa originará el mal» y convertirse en un hábito malo o vicio. «Es preciso que el deseo o apetito de dinero sea bueno cuando guarde una cierta medida, y ésta es que el hombre busque las riquezas en cuanto son necesarias para la propia vida, de acuerdo con su condición social». El mal se da «en el exceso de esta medida, cuando uno quiere adquirir y retener riquezas sobrepasando la proporción debida» [12]. Este mal es el de la avaricia , que se puede así definir como la desmedida o la inmoderación en el deseo de poseer.

            Los bienes materiales no son malos. Tampoco lo son los deseos que provocan. El ser humano los desea porque le son necesarios. El hombre busca «la ayuda de las cosas exteriores, como todo necesitado busca su remedio»[13].  Estas cosas, además, están, por su misma naturaleza, ordenadas a él. «El apetito de las cosas exteriores es natural en el hombre, porque le sirven de medio para conseguir su fin. Y por esto, cuanto más necesarias sean para el fin, menos vicioso es su apetito. La avaricia, en cambio, no tiene en cuenta esta regla»[14], y es por ello un vicio, un pecado.  Con el vicio de la avaricia no se tiene en cuenta que «las inclinaciones naturales deben ser dirigidas por la razón, que es la parte principal y rectora de la naturaleza humana»[15].

            Explicaba el obispo tomista José Torras y Bages, al comentar estos textos de Santo Tomás, que «Las ciencias y las bellas artes, la industria y el comercio, todos los medios de actividad que el hombre usa son necesarios; Dios los puso en la naturaleza como elementos de vida para a dirigirse al ultimo y principal fin; y, por lo tanto, teniendo estos medios de Dios para satisfacer las necesidades, el hombre, en este sentido precisamente (..) necesita (…) estímulos o instintos materiales; y sino fueran convenientes  y necesarios Dios no los habría puesto en nuestra naturaleza, porque nada hace inútil»[16].

            Entre estos estímulos: «el instinto o apetito de poseer la substancia material (…) ha de tener una fuerza extraordinaria no sólo por el objeto  con que Dios lo ha puesto en el hombre, sino también por el principio que tiene dentro del mismo hombre, pues deriva de su propia naturaleza. Porque el hombre, desde que es niño, ya manifiesta estas ganas de tener. El instinto  de la posesión se le descubre desde pequeño, cuando todavía es una criatura que en brazos de su madre se apodera de lo que necesita para su vida y se apropia instintivamente lo que cree conveniente, como después cuando ya es mayor se pelea con su hermano para poseer lo que cree un bien, lo que ama para hacerse su propietario»[17].

            Se advierte claramente que el deseo de poseer es natural en el hombre, porque: «este instinto que vemos lleva a pelearse a dos criaturas para la posesión de un objeto; es el mismo instinto que lleva al hombre a disputar con otro hombre, y entre pueblos diferentes los lanza a la guerra, que a veces hasta mueve una raza contra otra raza».

            Ya sin considerar el origen de estos graves desordenes, se patentiza que: «el instinto de poseer es una consecuencia del instinto de conservación; que las ganas de tener, que el instinto de poseer es una nueva forma del instinto de conservación; y por eso, como este instinto tiene por objeto la conservación de la vida humana, las ganas de apoderarse de la riqueza que el hombre necesita sobre la tierra, naturalmente ha de tener una fuerza avasalladora, sintiendo fuertemente el estímulo de adquirirla»[18].

            El desorden de la avaricia afecta gravemente al espíritu del hombre. De manera que si: «se deja dominar por la pasión de la avaricia se constituye en verdadero esclavo de ella. Ya San Pablo hablaba de la idolatría del avaro, y decía que la avaricia es una verdadera subyugación, una verdadera esclavitud del dinero, y una verdadera idolatría; el hombre tiene una debilidad extraordinaria, y se deja dominar por aquello mismo que ama, y está supeditado de tal manera que se olvida de todo lo demás, hasta de Dios, que deja de ser principio fundamental de su existencia; aquello se adueña de su espíritu en absoluto. Tal es un hombre esclavizado por la avaricia»[19].

374.     ––¿Cómo  es posible que se llegue a la a idolatría del dinero?

            ––El dinero se piensa como un bien infinito porque parece que sea un medio con el que se pueden conseguir todos los bienes. Sin embargo, este carácter infinito de las riquezas —que es aparente porque no todo se puede adquirir con ellas— difiere del auténtico bien infinito. No obstante, se le diviniza, se le adora y se le sirve        

            Este atractivo, que ejerce la posesión del dinero, se explica, porque: «El fin más apetecible es la bienaventuranza o felicidad, fin último de la vida humana. Por consiguiente, cuando un objeto realiza más las condiciones de la felicidad, tanto es más apetecible. Una de estas condiciones es que sea suficiente por sí mismo; si no se diese ésta, no aquietaría el apetito como fin último. Y las riquezas prometen esta plena y perfecta suficiencia»[20].

            La seducción de las riquezas es engañosa.  Atraen por algo falso, porque en las riquezas, no puede encontrar el hombre la felicidad., tal como se ha argumentado al probar que su posesión no puede ser el fin último del hombre Sin embargo, aunque desde la razón se prueba que la felicidad humana no puede consistir en las riquezas en sí mismas, no es fácil resistirse a su atractivo. Aunque se sea consciente de que: «El dinero no es fin, sino que está subordinado a otro como a su fin. Sin embargo, en cuanto sirve de medio para obtener todos los bienes sensibles, comprende de alguna manera el poder de todos ellos y proporciona por lo mismo cierta semejanza de felicidad»[21].

              

375.     ––Si: «todo pecado ha de ser contra Dios, contra el prójimo o contra uno mismo»[22], ¿la avaricia, según lo dicho, es sólo contra Dios?

            ––La avaricia es también pecado contra el prójimo y contra uno mismo. Se explica, porque la falta de dirección racional adecuada respecto a las riquezas lleva a dos exageraciones o inmoderaciones. «La primera, en cuanto a adquirir y retener los bienes exteriores más de lo debido. En este sentido, la avaricia es un pecado directamente contra el prójimo. Porque, si uno goza de abundancia de bienes, es con la consiguiente penuria de otro, pues los mismos bienes exteriores no pueden ser poseídos a la vez por muchos»[23].

            Con frecuencia, por ello, la avaricia se opone a la justicia. «Cuando se substrae la riqueza o se retiene atentando contra el derecho ajeno, entonces la avaricia es contraria a la justicia»[24].

            La segunda inmoderación se da: «en el apetito interior de las riquezas, cuando se las ama, desea o se goza en ellas inmoderadamente. Entonces el avaro peca contra sí mismo, por lo que importa de desorden, no del cuerpo, como en los pecados carnales, sino de los afectos».

            Por último: «Por redundancia es pecado contra Dios, como todo pecado mortal, en cuanto se desprecia de bien eterno a cambio del temporal»[25]. La avaricia es, por tanto, un pecado, «aun sin intención de dañar al bien ajeno».

            Santo Tomás lo considera además un pecado especial, porque su objeto es muy peculiar. «Los pecados se especifican por sus objetos. Objeto de un pecado es aquel bien que desea el apetito desordenado. Según esto, a cada bien determinado apetecido desordenadamente corresponde también un pecado especial. Pero existe una doble clase de bienes: útiles y deleitables. Las riquezas son un bien útil, en cuanto sirven para uso del hombre. Por lo tanto, la avaricia es un pecado especial porque importa un amor inmoderado de poseer riquezas, designadas con el nombre común de dinero»[26].

            Sobre lo que es un pecado especial explica Santo Tomás: «San Pablo enumera la avaricia entre otros pecados especiales, es decir “llenos de toda iniquidad, maldad, fornicación, avaricia, etc.” (Rm 1, 29)»[27]. Son pecados que implican «un sentido depravado para hacer lo indebido»[28], que son «las cosas que no concuerdan con la recta razón»[29].

            El avaro experimenta placer en un bien, la riqueza, que en sí mismo no es deleitable, únicamente útil, pero además el goce lo tiene únicamente en poseerla. El vicio especial de la avaricia es un pecado grave o mortal —que implica la aversión o alejamiento de Dios—, en el sentido explicado, cuando es contraria a la justicia. El motivo es porque: «tal avaricia no es sino usurpar o retener injustamente el bien ajeno, lo cual se incluye en el robo o rapiña, que es pecado mortal».

            Si la avaricia sólo es inmoderación en cuanto «amor desordenado del dinero», hay que distinguir dos casos. En uno: «Si este afecto al dinero llega a preferirse a la caridad, de tal modo que por él no se tenga reparo en obrar contra la caridad de Dios y del prójimo, tal avaricia es pecado mortal».

            En cambio, otro se da cuando es una pequeña falta, que no supone aversión a Dios, sino una desviación en materia leve. «Si este afecto desordenado no llega a preferir el dinero al amor de Dios, aunque todavía se le siga amando superfluamente, pero no tanto que por él se ofenda a Dios o al prójimo, dicha avaricia es pecado venial»[30]. No se considera, en este caso, a las riquezas como fin último ni, por tanto, se anteponen al amor de Dios y a sus mandamientos.

376.     ––¿La avaricia, pecado mortal, es el pecado más grave?  

            ––Por hacer del hombre esclavo de los bienes externos, los más bajos entre todos los bienes, la avaricia en un vicio repugnante. A diferencia de otros vicios, nunca –como lo ha manifestado la literatura– se ha justificado su maldad y fealdad. Sin embargo, no es el pecado más grave. «Todo pecado, por ser en sí mismo un mal, implica una cierta corrupción o privación de un bien cualquiera. Por otra parte, por ser acto voluntario, implica el deseo de un bien. Según esto, la jerarquía entre los pecados puede establecerse de dos maneras. Primera, teniendo en cuenta el bien que el pecado desprecia o destruye, y que hace que el pecado sea tanto más grave cuanto mayor sea él. Desde este punto de vista, los grados en gravedad descendente de los pecados se establecen así: los pecados contra Dios son los más grandes; después están los pecados contra la persona humana, en tercer lugar, el pecado contra las cosas exteriores destinadas al servicio del hombre, entre los cuales se encuentra la avaricia».

            No es el pecado más grave, pero la avaricia es el más antipático y repulsivo en el sentido moral. Añade Santo Tomás, en su explicación, que: «Una segunda manera para establecer la gravedad de los pecados es considerando el bien por el que se deja la voluntad dominar, y que hace al pecado tanto más vergonzoso cuanto él es de menor valor, porque supone mayor afrenta servir a un bien menor que a otro mayor. Las cosas exteriores ocupan el ínfimo lugar entre los bienes humanos, pues son inferiores al bien del cuerpo, sobre el cual está el bien del alma, y sobre éste, a su vez, el bien divino. Por lo cual, el pecado de avaricia, que hace a la voluntad esclava de las cosas materiales, importa en cierto modo una mayor fealdad moral».

            Para concluir sobre la magnitud del pecado de avaricia, debe advertirse que lo propio o «formal en el pecado es la corrupción o privación del bien», que lo convierte en un mal: y,  que «la conversión a los bienes conmutables es el elemento material» u objeto material. Por ello: «lo primero decide la gravedad del pecado más que lo segundo». Por consiguiente: «resulta que la avaricia no es en absoluto el mayor de los pecados»[31].

            No obstante, advierte Santo Tomás que, aunque el objeto del deseo  del avaro sea algo material, las riquezas o el dinero, su pecado es espiritual, porque su goce se consuma en el alma. «La avaricia, aunque tiene por objeto lo corporal, no busca un deleite corporal, sino únicamente anímico, es decir el placer de tener muchas riquezas. Y, por lo tanto, no es pecado carnal. Sin embargo, este objeto le coloca en un término medio entre los pecados puramente espirituales, que buscan un placer espiritual causado por un objeto espiritual —como la soberbia, que se deleita en su sentimiento de superioridad— y los pecados puramente carnales, que sólo buscan el placer carnal sobre un objeto igualmente carnal»[32].

377.     ––¿La avaricia, por tanto, no es un pecado importante?

            ––La avaricia es un pecado capital y, por tanto, origen de otros muchos pecados. En cuanto proporciona el fin a otros vicios es «capital», o cabeza de todos ellos, porque: «pecado capital es aquel que es principio del cual otros brotan a través del fin, porque el fin de ellos es tan apetecible, que por conseguirlo el hombre determina emplear toda clase de medios, buenos o malos»[33].

           En este mismo lugar, Santo Tomás nombra siete pecados derivados de la avaricia: el endurecimiento, la inquietud, la violencia, la falacia, el perjurio, el fraude y la traición. Lo justifica del siguiente modo: «La avaricia, por ser un amor excesivo de poseer riquezas, peca por un doble exceso. Primero, reteniendo las riquezas. Así causa la dureza de corazón, en cuanto cierra su corazón a la compasión y no socorre a los necesitados con sus dineros».

            El apego excesivo a las riquezas impide ser justo y misericordioso. El exceso se da no sólo en la conservación de las riquezas, sino también en su obtención. Por ello: «En segundo lugar, la avaricia peca por exceso adquiriendo sus riquezas. Desde este punto de vista, se puede considerar primeramente, en la avaricia, el afecto interior. Bajo este aspecto, ella engendra la inquietud, es decir, la demasiada solicitud y cuidados vanos».

            Para descubrir los otros pecados, –que se derivan de la avaricia y que, como los dos anteriores se denominan «hijas»–, debe: «considerarse el efecto exterior. Entonces el avaro se vale muchas veces de la violencia y del engaño para apropiarse de los bienes ajenos. Si dicho engaño lo realiza con palabras, tenemos la mentira; y si lo apoya en un juramento, el perjurio. Si, en cambio, el engaño va en las obras, resulta el fraude en la acción y la traición contra la persona, como Judas, que entregó a Cristo por avaricia»[34].

            La avaricia  de Judas,  notaba  Torras y Bages, confirma respecto a la riqueza: «la fuerza inmensa que tiene en el corazón del hombre». Para advertir el gran poder que tiene la pasión por el dinero, basta tener en cuenta  que: «Judas estaba en compañía de Jesús; Jesús le había llamado, y, por lo tanto, Judas tenía una verdadera vocación. Estaba en la compañía de Jesús y oyó las predicaciones de Jesús por espacio de largo tiempo, y estas predicaciones de Jesús eran siempre y constantemente a favor de la pobreza».

            Además, por otra parte: «Judas disfrutaba de las ventajas materiales de la compañía de Jesús, y dentro de las exigencias de su naturaleza, parecía que debía sentirse satisfecho en el sentido de cubrir las necesidades materiales de la vida de un lado, y de otro, disfrutando de la íntima amistad de la conversación, de la comunidad de vida con Jesucristo, el trato del cual tenía una tal atracción que hacía la delicia de todos sus seguidores. ¿Cómo, pues, incurrió en la traición contra su adorable Maestro?. La poderosa avaricia le removió el espíritu»[35].

378.     ––¿El poder de la avaricia sólo se manifiesta en estas siete «hijas» o pecados derivados?

            ––La avaricia es la causa de las denominadas «hijas» del pecado capital, porque: «se llaman hijas de la avaricia aquellos vicios que se derivan de ella a través del deseo de realizar el fin que ella persigue»[36], el deseo inmoderado del dinero. Además, no sólo derivan de ella como causa final, como los siete vicios anteriores, sino que también produce otros como causa eficiente instrumental.

            El pecado de la avaricia tiene, por tanto, una causalidad más amplia que la final. Santo Tomás cita las siguientes palabras de san Pablo: «La avaricia es raíz de todos los males»[37]; y comenta: «La avaricia como pecado especial, se llama raíz de todos los pecados por semejanza con la raíz del árbol, que suministra alimento a todo el conjunto. Lo prueba la experiencia. Por las riquezas está uno dispuesto a cometer cualquier mal, a satisfacer cualquier deseo de mal, ya que mediante las riquezas se sirve uno para poseer todos los bienes temporales. Lo dijo el Eclesiástico: “Todas las cosas obedecen a las riquezas” (Ecle 10,19). Es claro, pues que en este sentido la avaricia es la raíz de todos los pecados»[38].

            Las riquezas ayudan al hombre a ejecutar cualquier pecado, al que alimentan como la raíz de un árbol. Sin embargo: «El apetito de riquezas no se llama raíz de todos los pecados porque se busquen éstas como fin último, sino porque se buscan muchas veces como medios para alcanzar todo fin temporal»[39].

            No hay que olvidar tampoco el carácter de infinitud con el que aparecen las riquezas. Como indica Santo Tomás en su Comentario a la Primera Epístola a Timoteo: «Por las riquezas piensan los hombres que lo tienen todo. En este aspecto la avaricia es la raíz de todos los males»[40].

            Después de afirmar San Pablo que  la raíz de todos los males es la avaricia, añade: «por la cual algunos dejándose arrastrar, se desviaron de la fe y se enredaron en muchas penas»[41]. Comenta Santo Tomás, en este mismo lugar: «Al decir  “por la cual algunos”, muestra lo mismo por la experiencia y dice “dejándose arrastrar”; porque cuanto más riquezas se tienen tanto más se desean. Se lee en la Escritura: “El avariento jamás se saciará de dinero” /(Ecle, 5, 9). Y caen primero en daños espirituales; por esto se dice en el versículo citado de San Pablo: “se desviaron de la fe”; porque los muchos ilícitos lucros, que no quieren dejar, los prohíbe la sana doctrina de la fe, y entonces se buscan otra doctrina que más le sonría y les dé esperanza de salvación».

            También caen en otros daños, porque, como se dice en este mismo pasaje paulino «se enredaron en muchas penas», y explica Santo Tomás: «aun en el presente, porque hay solicitud en adquirir; temor en poseer, dolor en perder. Se dice también en la Escritura: “Luego que se hubiere hartado de riquezas, sentirá congojas, se abrasará y se verá acometido de toda suerte de dolores” (Job 20, 22). Y mucho más se dolerán en lo futuro»[42].

379.     ––¿Qué actitud es aconsejable ante el peligro de la codicia  y de la avaricia?

            ––La actitud cristiana ante la ambición, la codicia y avaricia por las riquezas, la expresó muy bien hace casi un milenio y medio, San Gregorio Magno, autor muy apreciado por Santo Tomás, en el siguiente pasaje de su Homilías sobre los Evangelios:

«La Santa Iglesia tiene unos tiempos de persecución y otros tiempos de paz, nuestro Redentor da preceptos distintos para unos tiempos y para los otros. En tiempo, pues, de persecución hay que dar la vida; pero en tiempo de paz hay que quebrantar los deseos terrenales que más ampliamente pueden dominarse». Consecuentemente: «cuando falta la persecución de los enemigos, hay que guardar con la mayor cautela el corazón, porque en tiempo de paz, como se puede vivir, también gusta ambicionar».

            Observa seguidamente que: «Esta ambición ciertamente se reprime bien si se examina con cuidado la misma situación del ambicioso. Porque ¿a que conduce el afán de acumular cuando no puede perdurar el mismo que acumula? Tenga en cuenta cada uno lo efímero de su vida y caerá en la cuenta de que puede bastarle lo poco que tiene». A pesar de ello, alguien podría mantener la avaricia, y justificarse, porque: «tal vez teme que le falte con qué sostenerse en el viaje de esta vida». Sin embargo: «la brevedad de la vida está reprendiendo nuestros largos deseos, pues inútilmente llevamos muchas cosas cuando tan cercano se halla el término adonde se va»[43].     

Eudaldo Forment

 



[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 30.

[2] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 2, a. 1, in c.

[3] Ibíd., I-II, q. 2, a. 1, ob. 1.

[4] Ibíd., I-II, q. 2, a. 1, ad. 1.

[5] Ibíd., I-II, q. 2, a. 1, ob. 2.

[6] Ibíd., I-II, q. 2, a. 1, ad 2.

[7] Ibíd., I-II, q. 2, a. 1, ob. 3.

[8] Ibíd., I-II, q. 2, a. 1, ad 3.

 

[9] Ídem, Suma contra los gentiles, III, c. 30. Véase: José Antonio García-Durán de Lara, Tomás de Aquino, economista, Barcelona, Editorial Claret, 2018, p. 16 y ss.

[10] Ídem, Suma contra los gentiles, III, c. 30.

[11] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q.118, a.1. ob. 1.

[12] Ibíd., II-II, q. 118, a. 1, in c.

[13] Ibíd., II-II, q. 118, a. 1, ob. 3.

[14] Ibíd., II-II, q. 118, a. 1, ad 1.

[15] Ibíd., II-II, q. 118, a. 1, ad 3.

[16] JOSEP TORRAS I BAGES, La formació del caràcter. Comentari familiar de Sant Tomàs d’Aquino,  en ÍDEM, Obres completes, vol. I-VIII, Barcelona, Editorial Ibérica, 1913-1915,  Barcelona, Foment de Pietat, 1925 y 1927, vol. VII, pp. 391-466, p. 407.

[17] Ibíd., pp. 407-408.

[18] Ibíd., p. 408.

[19] Ibíd., p. 410.

[20] Santo Tomás,  Suma teológica, II-II, q.118, a.7, in c.

[21] Ibíd., II-II, q. 118, a.7, ad 2.

[22] Ibíd., II-II, q. 118, a. 1, ob. 1.

[23] Ibíd., II-II, q. 118, a.1 ad 2.

[24] Ibíd., II-II, q. 118, a.3,  in c.

[25] Ibíd., II-II, q. 118, a.1 ad 2.  

[26] Ibíd., II-II, q. 118, a. 2, in c.

[27] Ibíd., II-II, q. 118, a. 2, sed c.

[28] Rm 1, 28.

[29] Santo Tomás, Comentario a la Epístola a los romanos, c. 1,  lec. VIII.

[30] ÍDEM, Suma teológica,, II-II, q. 118, a. 4, in c.

[31] Ibíd.,II-II, q. 118, a. 5, in c.

[32] Ibíd., II-II, q. 118, a. 6, ad l.

[33] Ibíd., II-II, q. 118, a. 7, in c.

[34] Ibíd., II-II, q. 118, a. 8, in c.

[35] JOSEP TORRAS I BAGES, La formació del caràcter. Comentari familiar de Sant Tomàs d’Aquino,  p. 408.

[36] Santo Tomás, Suma teológica, II-II, q. 118, a. 8, in c.

[37] 1 Tim 6, 10.

[38] Santo Tomás, Suma teológica, I-II, q. 84, a. 2, in c.

[39] Ibíd., I-II, q. 84, a. 1. ad 2.

[40] ÍDEM, Comentario a la Primera Epístola a Timoteo, c. 6, lec. 2.

[41] 1 Tim 6, 10.

[42] Santo Tomás, Comentario a la Primera Epístola a Timoteo, c. 6, lec. II.

[43] San Gregorio Magno, Cuarenta homilías sobre los Evangelios, en Obras de San Gregorio Magno, Madrid, BAC, 2009, pp. 533-780, II, p. 700.