XXII. La presentación de Jesús en el Templo

La ofrenda y el rescate de Jesús[1]

Después de haber sido circuncidado Jesús, a los ocho días de su nacimiento e imponérsele el nombre de Jesús, dos prescripciones de la Ley mosaica, que se cumplían simultáneamente, y que José y María observaron, fue ofrecido al Templo. Del cumplimiento de este tercer precepto se ocupa Santo Tomás en el tercer artículo de la cuestión, que dedica a las observancias legales a las que debían someterse el Niño y su Madre.

Como en los anteriores no trata de comprenderlo ni demostrarlo, porque como misterio sólo puede mostrarse su conveniencia o racionalidad. Para probar que fue conveniente que Cristo fuera ofrecido en el Templo, recuerda Santo Tomás, como ya había dicho más arriba (a. 1), que: «Cristo quiso nacer «bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley» (Gal 4,4-5) y para que la justificación de la ley se cumpliese espiritualmente en sus miembros» (cf. Rom 8,4)».

Explica seguidamente que: «Del recién nacido, se dan dos preceptos en la ley. Uno general, que abarca a todos, a saber: que, cumplidos los días de la purificación de la madre, se ofrezca un sacrificio por el hijo o la hija, como se dispone en el Levítico (12,6 ss). Este sacrificio se ofrecía tanto para la expiación del pecado, en que la prole había sido concebida y había nacido, y además como para una cierta consagración del recién, nacido, al ser presentada en el templo por primera vez. Y por esto se hacía una ofrenda en holocausto, y otra por el pecado».

El segundo precepto era especial, porque: «se refería a los primogénitos, «tanto de los hombres como de los animales», pues el Señor se había reservado todo primogénito en Israel porque, en la liberación del pueblo de Israel, «había herido a los primogénitos de Egipto, desde los hombres hasta los ganados», dejando a salvo los primogénitos de Israel. Este precepto se lee en Éxodo (13, 12 ss)».

Nota seguidamente Santo Tomás que: «En él estaba también prefigurado Cristo, que es «el primogénito entre muchos hermanos», como dice San Pablo (Rom 8, 29)». El primogénito varón consagrado debía ser redimido por unas monedas, cinco siclos. El rescate no debía hacerse antes de treinta y un días después del nacimiento del niño.

Se explica así que: «por ser Cristo, nacido de mujer, era el primogénito, y por haber querido nacer bajo la ley, el evangelista San Lucas nos declara haberse cumplido esos dos preceptos. Primero, en lo que afecta a los primogénitos, cuando dice: «Llevaron al Niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está prescrito en la ley del Señor»: ‘Todo varón que abre el seno materno será consagrado al Señor’»· (Lc 2, 23)».

En segundo lugar, además de consagrarlo a Dios como hijo primogénito: «en lo que atañe comúnmente a todos», la ofrenda en holocausto y la expiación del pecado, se cumple también, «tal como indica San Lucas, al decir: «Y para ofrecer el sacrificio, conforme a lo que estaba prescrito en la ley del Señor, un par de tórtolas o dos pichones» (Lc 2,24)»[2].

Respecto al «rescate del primogénito, que es propiedad incondicional de Dios», ha advertido Benedicto XVI que: «Lucas cita ante todo explícitamente el derecho a reservarse al primogénito: «todo primogénito varón será consagrado (es decir, perteneciente) al Señor» (cf. Lc 2, 23; Ex 13, 2); pero lo singular de su narración consiste en que luego no habla del rescate de Jesús, sino de un (…) acontecimiento de la entrega («presentación») de Jesús», es decir del segundo precepto, en el que se ofrecen «un par de tórtolas o dos pichones» (Lc 2,24).

En cambio: «sobre el acto del rescate prescrito por la Ley, Lucas no dice nada». Considera Ratzinger que esta omisión del pago del «precio del rescate (…) de cinco siclos» es muy significativo, porque: «en su lugar se destaca lo contrario: la entrega del Niño a Dios, al que tendrá que pertenecer totalmente». Con ello, San Lucas: «quiere decir: este niño no ha sido rescatado y no ha vuelto a pertenecer a sus padres, sino todo lo contrario: ha sido entregado personalmente a Dios en el templo, asignado totalmente como propiedad suya».

Nota también, que: «para ninguno de dichos actos prescritos por la Ley era necesario presentarse en el templo», y «se podía pagar en todo el país a cualquier sacerdote». Considera que: «para Lucas, sin embargo, es esencial precisamente esta primera entrada de Jesús en el templo como lugar del acontecimiento. Aquí, en el lugar del encuentro entre Dios y su pueblo, en vez del acto de recuperar al primogénito, se produce el ofrecimiento público de Jesús a Dios su Padre»[3].

Conveniencia del ofrecimiento en el Templo

En este artículo. Santo Tomás presenta cuatro argumentos por los que parece que no fue conveniente el que Cristo fuera ofrecido en el templo, por medio de estas dos prescripciones de la Ley. El primero es el siguiente: «Se lee en el Éxodo: «Conságrame todo primogénito que abre el seno de la madre entre los hijos de Israel» (Ex 13, 2). Pero Cristo salió del seno cerrado de la Virgen, y no abrió el seno materno. Luego Cristo no debió ser ofrecido en el templo en virtud de esta ley»[4].

A esta objeción replica Santo Tomás: «Dice San Gregorio de Nisa: «Aquel precepto de la ley de una manera singular, parece haberse cumplido solamente en el Verbo encarnado, muy diferente de los otros. Pues sólo El fue concebido de modo inefable y nació de manera incomprensible, abrió el seno virginal, que no había sido abierto antes por la unión conyugal, conservando, incluso después del parto, inviolable el sello de la castidad». Las palabras «abriendo el seno» significan que nada antes había entrado o salido. Y por esto tiene un significado especial la palabra «varón», «queriendo expresar que en Cristo no había nada de la culpa de la primera mujer. Singularmente también era «santo», porque «no sintió el contagio de la corrupción terrena en la novedad del parto inmaculado»[5].

En una segunda objeción se dice: «lo que está siempre presente a uno, no puede serle presentado. La humanidad de Cristo siempre estuvo presente a Dios, como que le está unido en unidad de persona. Luego no fue conveniente «ser presentado ante el Señor» (Lc 2, 22)»[6].

A ello responde Santo Tomás con textos de San Atanasio y San Beda. «Así como el Hijo de Dios «no por sí mismo se hizo hombre y fue circuncidado en la carne, sino para hacernos a nosotros dioses por medio de la gracia, y para que fuésemos espiritualmente circuncidados, así también por nosotros fue presentado al Señor, para que nosotros aprendamos a presentarnos a Dios». (San Atanasio, Coment. S. Lucas, 2, 22)». Seguidamente acude a al monje benedictino Beda el Venerable, para concluir que: esto lo hizo después de su circuncisión para mostrar que «nadie es digno de las miradas divinas a no ser que esté circuncidado de los vicios» (Beda el Vener., Com. Evang. S. Lucas, 2, 22, l. 1)»[7],

También, en tercer lugar, se puede objetar que: «Cristo es la víctima sacrificial principal, a quien representaban todas la victimas sacrificiales de la ley antigua, como la figura a la verdad. Pero una ofrenda no debe ser ofrecida en lugar de otra»[8]. Por consiguiente, no parece que se diera el ofrecimiento de Cristo en el Templo, porque según la ley se ofrecían dos tórtolas o dos pichones en su lugar.

Esta dificultad desparece, porque, explica Santo Tomás, que Cristo: «Quiso que por Él fuesen ofrecidos los sacrificios legales, siendo Él la verdadera víctima, para unir la figura con la verdad y aprobar con la verdad la figura, contra aquellos que niegan ser el Dios de la ley el predicado por Cristo en el Evangelio. Dice Orígenes que: «No se ha de pensar que el Dios bueno haya puesto a su Hijo bajo la ley del enemigo, que El no había dado» (Orígenes, Homil. S. Lucas, h. 14)»[9].

Por último, en una cuarta objeción, se argumenta: «Entre las víctimas sacrificiales, el cordero era la principal, porque era «el sacrificio perpetuo», como se lee en los Números (28, 3, 6). Por esto, Cristo es llamado Cordero por el Bautista, que dice: «He aquí el Cordero de Dios» (Jn 1,29). Luego hubiera sido más conveniente que por Cristo se ofreciese un cordero que un par de tórtolas o dos pichones»[10].

La respuesta de Santo Tomás es la siguiente: «Se manda en el Levítico que: «puedan, ofrecer por un hijo o por una hija un cordero, y a la vez una tórtola o una paloma; y los que carezcan de bienes basta que ofrezcan dos tórtolas o dos pichones». (Lev 12, 6-8). Por esta razón, el Señor, que, «siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para que con su pobreza fuésemos nosotros enriquecidos», como dice San Pablo (2 Cor 8, 9), quiso que se hiciese por Él la ofrenda de los pobres, así como, a la hora de su nacimiento, «fue envuelto en pañales y reclinado en un pesebre» (Lc 2,7)».

No obstante, sin el ofrecimiento del cordero se deja de figurar a Cristo, porque: «estas aves convienen como figuras. La tórtola, por ser un ave locuaz, significa bien la predicación y la confesión de la fe; y por ser animal casto, significa la castidad; y por ser un animal solitario, significa la contemplación». E igualmente: «La paloma, por ser un animal manso y sencillo, significa la mansedumbre y la sencillez. Y es animal que vive en bandadas, por lo que significa la vida activa».

Y por eso, también según lo escrito por los Santos Padres: « «con semejantes ofrendas se simboliza la perfección de Cristo y la de sus miembros. Una y otra, por su hábito que tienen de arrullar, designan el llanto de los santos en la vida presente; pero la tórtola, que es solitaria, significa las lágrimas de la oración; mientras la paloma, que vive en bandadas simboliza las oraciones públicas de la Iglesia» (Beda el Vener., Homilías, l. 1, hom 15)». Con todo, añade Santo Tomás, de uno y otro animal se ha de ofrecer una pareja, porque la santidad no está sólo en el alma, sino también en el cuerpo»[11] .

La purificación de la Virgen María

Con el último artículo, el cuarto de esta cuestión, dedicada al cumplimiento por Cristo de lo que prescribía la ley mosaica, Santo Tomás termina lo que se denomina la infancia de Jesús. En este artículo, se ocupa de la purificación de la Santísima Virgen en el Templo.

En una de las objeciones a la conveniencia de esta purificación[12], se recuerda el siguiente texto del Levítico sobre la necesidad de purificación de las madres: «Si la mujer, recibido el semen, da a luz un varón, será inmunda siete días (…) el niño será circuncidado el día octavo; ella permanecerá treinta y tres días para purificarse de su sangre. No tocará ninguna cosa santa, ni entrará en el santuario, hasta que se cumplan los días de su purificación (…) Una vez cumplidos (…) llevará un cordero de un año para holocausto y un pichón o una tórtola por el pecado (…) Hará oración por ella el sacerdote, y así será purificada»[13].

Puede parecer extraño que se considerara el parto como una impureza legal, cundo la misma Ley entendía la fecundidad como una bendición divina. Desaparece esta rareza, si se tiene en cuenta que dado que la necesidad de purificación no lo era por una falta personal de la madre, tenía que ser por la transmisión del pecado original.

Se concluye de todo ello, contra el sometimiento de la Santísima Virgen a este rito que como: «la purificación no existe más que cuando hay de por medio una impureza. Pero en la Santísima Virgen no hubo impureza de ninguna clase. Por tanto, no debió presentarse en el templo para purificarse»[14].

Se objeta también que, aunque hubiese sido necesario que acudiese al Templo para purificarse, hubiera sido inútil, porque: «la purificación de la impureza no se logra más que por medio de la gracia. Pero los sacramentos de la ley antigua no conferían la gracia; en cambio, la Santísima Virgen tenía consigo algo más importante, al Autor de la gracia. Luego no fue razonable que la Santísima Virgen acudiese al templo para purificarse»[15].

La respuesta afirmativa de Santo Tomás es porque: «así como la plenitud de la gracia se deriva de Cristo a su Madre, así también convino que la Madre se conformase con la humildad del Hijo, «pues Dios da su gracia a los humildes» (Sant 4. 6). Y por eso, así como Cristo, a pesar de no estar sometido a la ley, quiso someterse a la circuncisión y las otras cargas de la ley, para darnos ejemplo de humildad y obediencia, para dar su aprobación a la ley, y para quitar a los judíos la ocasión de cualquier calumnia, por esas mismas razones quiso que también su Madre cumpliese las observancias de la ley, a pesar de no estar sujeta a las mismas»[16].

De un modo más preciso responde a lo objetado que: «aunque la Santísima Virgen no tenía impureza de ninguna clase, quiso, sin embargo, cumplir la observancia de la purificación, no por necesidad, sino a causa del precepto de la ley. Y por eso dice claramente el Evangelista que se cumplieron los días de su purificación «según la ley» (Lc 2, 22), pues ella, de suyo, no necesitaba purificación»[17].

Incluso, en el texto citado del Levítico: «parece que Moisés habla de esta manera para exceptuar de tal impureza a la Madre de Dios, que no dio a luz por unión con el varón. Y así está claro que no estaba obligada al cumplimiento de tal precepto, sino que voluntariamente cumplió las observancias de la purificación»[18].

Por último, en cuanto a que: «los sacramentos de la ley no purificaban de la impureza de la culpa, lo cual se realiza por medio de la gracia», advierte Santo Tomás que aunque los sacramentos de la antigua ley, por si mismos, no impartían la gracia, no obstante: «prefiguraban esa purificación, pues limpiaban mediante una purificación corporal, la impureza de cierta irregularidad. Sin embargo, ni esta precisión, ni la objeción vienen al caso, porque «ni una ni otra impureza contrajo, la bienaventurada Virgen, y por eso no necesitaba purificarse»[19].

No necesitaba purificación alguna, porque, como se ha dicho más arriba (c. II), aunque Santo Tomás, sostuviera que la Virgen María fue concebida con el pecado original, sin embargo, afirma que antes de nacer quedó limpia del mismo por su santificación por la gracia. La Santísima Virgen fue santificada con una plenitud de gracias, antes de su nacimiento, por ser elegida por Dios como madre suya y con ello le fue concedido el no pecar jamás ni mortal ni venialmente. No le quedó ni la pena del «fomes» o inclinación al mal. Era purísima.

Los misterios de la fe

En la liturgia de la Iglesia, a los cuarenta días de la Navidad, el 2 de febrero, se celebra la fiesta de la Presentación de Jesús en el templo de Jerusalén y a la vez la de la Purificación de María, porque ambas prescripciones se cumplían simultáneamente. Como decía el tomista Torras y Bages en estos dos misterios que celebra la Iglesia, el fiel cristiano aprende la conveniencia de observar la ley de Dios. «Por no observarla se perdieron Adán y Eva, y con ellos toda su descendencia. La ley y la voluntad de Dios son una misma cosa, y quien la observa es imposible que no alcance su eterna salvación, ya que al cumplir la voluntad de Dios hácese amar de Él. No hay ningún ser que no ame lo que es según su voluntad»[20].

Puede concluirse, con este final de la infancia de Jesús, según Santo Tomás, que la Iglesia nos enseña a ofrecer a Dios, en su liturgia y en las devociones que recomienda, como el rosario: «una piadosa adoración a los principales misterios de la Santa Fe católica. Los misterios de la fe deben ser adorados. No es suficiente que los tengamos en nuestra memoria, sino que los debemos poner en nuestro corazón; no es suficiente la creencia en las Verdades divinas, sino que las debemos amar, porque a Dios a quien se refieren todos los misterios de nuestra santa Religión, no solamente debemos conocerle, sino también amarle con todo nuestro corazón, con toda nuestra inteligencia, con todos nuestros sentidos y con toda nuestra vida»[21].

 

Eudaldo Forment

 



[1] Juan de Borgoña, Presentación de Jesús en el templo y purificación de María (1535-1545)

[2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 37, a. 3, in c.

[3] Joseph Ratzinger–Benedicto XVI, La infancia de Jesús, Barcelona, Planeta, 2012, p. 89.

[4] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 37, a. 3, ob. 1.

[5] Ibíd., III, q. 37, a. 3, ad. 1.

[6] Ibíd., III, q. 37, a. 3, ob. 2.

[7] Ibíd., III, q. 37, a. 3, ad 2.

[8] Ibíd., III, q. 37, a. 3, ob. 3.

[9] Ibíd., III, q. 37, a. 3, ad 3.

[10] Ibíd., III, q. 37, a. 3, ob. 4..

[11] Ibíd., III, q. 37, a. 3, ad 4..

[12] Cf. Ibíd., III, q. 37, a. 4, ob. 2.

[13] Lev 12, 2-8.

[14] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 37, a. 4, ob. 1.

[15] Ibíd.,  III, q. 37, a. 4, ob. 3.

[16] Ibíd.,  III, q. 37, a. 4, in c.

[17] Ibíd.,  III, q. 37, a. 4, ad 1.

[18] Ibíd.,  III, q. 37, a. 4, ad 2.

[19] Ibíd.,  III, q. 37, a. 4, ad 3.

[20] JOSEP TORRAS I BAGES, El rosario y su mística filosofía, en ÍDEM, Obres completes, vol. I-VIII, Barcelona, Editorial Ibérica, 1913-1915, Barcelona, Foment de Pietat, 1925 y 1927, vol. VII, pp. 143-276, III, c. IV, p. 232.

[21] ÍDEM. El Rosario oración de la fe,  ÍDEM, Obres completes. Vol III, pp. 333-340, p. 335.

2 comentarios

  
Gus. F.
Muy buen artículo!!!!! Gracias!!!!
15/12/22 4:20 PM
  
Lucila Gonzalez
Gracias, muchas gracias, después de celebrar la festividad, esta publicación me ayuda a comprender, para vivir mejor.
03/02/24 7:01 AM

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