LXXVI. El pecado y su castigo en el mundo

867. –Por la gracia, el pecador sale y se recupera del pecado. ¿Tiene que reparar por el pecado cometido?

–Después del capítulo de la Suma contra los gentiles, dedicado a la necesidad que tiene el hombre pecador de la gracia, Santo Tomás explica que: «como el hombre no puede ir hacia uno de los contrarios si no se separa del otro, para que vuelva mediante el auxilio de la gracia al estado de rectitud, es necesario que se separe del pecado, por el cual se había desviado».

Este estado recto, porque la razón se sujeta Dios, las otras facultades a la razón y el cuerpo a su alma racional, requiere que ya no se cometa pecado. «Y como el hombre se dirige hacia el último fin y se aparta de él principalmente por la voluntad, no sólo es necesario que el hombre se separe del pecado con un acto exterior, dejando de pecar, sino también que se separe con la voluntad, para levantarse del pecado por la gracia». Tiene que dejar de querer o desear el pecado.

El pecador no desea, o «se aparta voluntariamente del pecado, cuando se arrepiente de lo pasado y se propone evitar en lo futuro. Luego es necesario que el hombre, levantándose del pecado, no sólo se arrepienta del pecado pretérito, sino que también se proponga evitar los futuros. Pues si el hombre no se propusiera desistir de pecar, el pecado no sería de por sí contrario a la voluntad».

Además del arrepentimiento por haber pecado y el propósito de no pecar más, que implican el apartarse o librarse del pecado, se precisa cumplir un castigo o pena. Este tercer requerimiento se explica, porque: «el movimiento con que uno se aparta de algo es contrario al movimiento con que se acerca a ello, como blanquear es contrario a ennegrecer. Por eso es preciso que la voluntad se desvíe del pecado por actos contrarios a aquello por los cuales se inclinó a él»[1].

Indica Santo Tomás, en la Suma teológica, que: «en todo pecado mortal existen dos desórdenes aversión al creador y conversión desordenada a las criaturas». Por ello, por una parte: «por la aversión al creador, el pecado mortal causa reato de pena eterna, porque quien pecó contra el bien eterno debe ser castigado eternamente». Por otra: «por la conversión desordenada a las criaturas, el pecado mortal merece algún reato de pena, puesto que del desorden de la culpa no se vuelve al orden de la justicia sino mediante la pena. Es justo, pues, que quien concedió a su voluntad más de lo debido sufra algo contra ella, con lo cual se logrará la igualdad»[2].

La razón es porque, aunque la culpa es perdonada por la gracia, no queda perdonado todo su efecto, que es la pena. En la culpa: «la aversión a Dios es lo formal, mientras que la conversión a las criaturas es su elemento material. Destruido lo formal de cualquier cosa, destrúyase también la cosa, como destruido lo racional, perece la especie humana. Y, por lo mismo, el perdón de la culpa mortal consiste precisamente en que, por la gracia, desaparece la aversión de la mente a Dios junto con el reato de pena eterna».

La gracia destruye la parte formal del pecado, y, por tanto, la culpa y la pena, que es eterna, porque el pecado estuvo dirigido al bien eterno. «Sin embargo, permanece la parte material a saber, la desordenada conversión a las criaturas, a la cual es debido reato de pena temporal»[3].

868.¿Por qué el pecado exige el reato, o deuda, de pena temporal?

–Santo Tomás, en la Suma contra gentiles, da varias razones sobre la necesidad de castigo. En la primera se argumenta que, como el pecador: «se inclinó al pecado por apetecer y gozar de las cosas inferiores (…) es menester que se desvíe del pecado mediante ciertos castigos que aflijan su voluntad por haber pecado; pues así como por el deleite fue arrastrada su voluntad para consentir el pecado, así también por el castigo se asegure en abominarlo».

La segunda razón se basa en esta observación: «incluso los animales se retraen de los placeres más grandes por los dolores de los azotes. Es menester que el que se levanta del pecado no sólo deteste el pecado pretérito, sino también que evite el futuro. Luego es conveniente que sea castigado por el pecado, para que así se asegure más en el propósito de evitar los pecados».

Una tercera razón es la siguiente: «Lo que adquirimos con trabajo y sufrimiento lo amamos más y lo conservamos con más diligencia; por eso quienes adquieren el dinero con su propio trabajo lo gastan menos quienes lo adquieren sin trabajo, ya sea de sus padres, ya sea de cualquier otro modo. Pero al hombre que se levanta del pecado le es necesario principalmente conservar con diligencia el estado de gracia y el amor de Dios, cosa que perdió pecando por negligencia. Luego es conveniente que padezca trabajo y sufrimiento por los pecados cometidos».

La última razón se basa en que: «El orden de la justicia exige que se castigue el pecado. La conservación del orden en las cosas manifiesta la sabiduría del Dios que las gobierna. Luego el castigo del pecado pertenece a la manifestación de la bondad y la gloria de Dios. Pero el pecador, al pecar, obra contra el orden establecido por Dios, quebrantando sus leyes. Según esto, es conveniente que lo restablezca, castigando en sí mismo lo que antes había pecado; y así se sitúa totalmente fuera del desorden».

Todas estas razones demuestran que: «después que el hombre ha conseguido por la gracia la remisión del pecado y ha sido restablecido el estado de gracia, queda obligado por la justicia de Dios a sufrir alguna pena por el pecado cometido. Y así se impone a sí mismo esta pena, con ella se considera que se satisface a Dios; ya que con tal trabajo y pena se restaura el orden divinamente establecido, castigándose por el pecado, orden que había quebrantado pecando, siguiendo la propia voluntad».

869. –¿La pena temporal debe imponérsela siempre el pecador?

–Precisa a continuación Santo Tomás que: «si no se impone a sí mismo esta pena como quiera que lo que está sometido a la divina providencia no puede quedar desordenado, Dios se la impondrá. Y esta pena no se llama satisfactoria, puesto que no ha sido elegida por quien la sufre, sino que se llama purgativa, pues al castigarle otro viene como a purgarse mientras se restablece lo que él desordenó. Por esto se dice: «Si nos juzgásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados. Más juzgados por el Señor somos corregidos para no ser condenados con el mundo» (1 Cor 11, 31,32)»[4].

Al comentar estos versículos, advierte Santo Tomás que: «De parte nuestra la causa de que Dios nos castigue es la negligencia, porque cuidamos poco de castigar en nosotros las culpas cometidas. De ahí que diga San Pablo: «si nos juzgásemos a nosotros mismos», fiscalizando y castigando nuestros pecados, «no seríamos juzgados» por Dios, esto es, no nos castigaría, ni en este mundo ni en el futuro».

Podría a ello oponerse una dificultad, porque: «según dice San Pablo, en esta misma carta: «ni aún yo me atrevo a juzgar de mi mismo» (1 Cor 4, 3); y en otra: «Bienaventurado aquel que no es juzgado por sí mismo» (Rm 14, 22)».

A esta objeción responde seguidamente Santo Tomás: «uno puede juzgarse a sí mismo de tres maneras. De una, examinándose y, por tanto, mirando en lo pasado tanto como tiene que mirar por lo futuro, de acuerdo con lo que se dice en la Escritura. «examine cada uno su propia conducta» (Gal 6, 4)».

De una segunda: «juzgándose uno a sí mismo y dando sentencia absolutoria, como si en lo pasado no se encontrase culpa. En este sentido nadie debe juzgarse a sí mismo de modo que se encuentre inocente, de acuerdo con las palabras de Job: «Si yo quiero justificarme, mi propia boca me condenará; si me muestro inocente, El me convencerá de que soy reo (Jb, 9, 20)».

De una tercera: «reprendiéndome, esto es, de haber hecho algo que se ve como malo, y, por ello, reprendiéndose y castigándose, como dice Job: «reprenderé ante su acatamiento mis caminos» (Jb 13, 15); y «expondré ante Él mi causa y mi boca llenaré de increpaciones (Jb 23, 4)».

En cambio, cuando se dice: «Más juzgados por el Señor» (v.32) pone la causa de parte de Dios y entonces «somos corregidos» o castigados a fin de corregirnos, para que por la pena cada uno se aparte del pecado. De ahí que diga Job: «dichoso el hombre a quien el mismo Dios corrige» (Jb 5, 17), y se lee en Proverbios: «porque el Señor castiga a los que ama» (Pr 5, 17)».

No siempre ocurre así, porque: «como dice San Agustín: «si Dios ahora castigase cualquier pecado con penas manifiestas, se creería que no reserva nada para el último juicio». Por el contrario: «si ahora dejase impunes todos los pecados, creeríamos que no existe la Providencia» (La ciudad de Dios, I, 8, 2). Pues en señal de que hay un juicio futuro, también en este mundo, castiga Dios por el pecado, y con penas temporales, a algunos, mayormente recién dada o promulgada la Ley, así en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. A este propósito leemos en el Éxodo (32, 28), que por haber adorado el becerro de oro perecieron muchos miles de hombres, y en los Hechos de los Apóstoles (5, 1-5), que por un pecado de mentira y de hurto Ananías y Safira murieron con muerte repentina», porque habían pretendido engañar a la autoridad suprema de la Iglesia, con afectación de moral escrupulosa e hipocresía. «Asimismo por comuniones sacrílegas, en la primitiva iglesia, a algunos los castigaba Dios con enfermedades corporales, o aun con la muerte»[5].

También advertía San Alfonso María de Ligorio: «Si Dios castigara inmediatamente al hombre que le ofende, no se vería tan despreciado como se ve. Y porque no lo hace así, movido de su misericordia nos espera, y retarda el castigo, se llenan los pecadores de orgullo y siguen ofendiéndole». Sin embargo, añadía: «Debemos empero persuadirnos, que Dios espera y sufre; más no espera y sufre siempre. (…) Dios tiene paciencia hasta cierto término, pasado el cual, castiga los mayores pecados y los últimos; y cuanto mayor haya sido la paciencia de Dios, tanto mayor será su castigo»[6].

Por ello, precisa que: «más debemos temer a Dios cuando tolera, que cuando castiga inmediatamente», porque «aquellos con quienes Dios usa de más misericordia, son castigados con mucho mayor rigor si abusan de ella». Sin embargo: «cuanto mayor es la luz que el Señor comunica a algunos para que se enmienden, tanto mayor es su obcecación y pertinacia en el pecado»[7].

Por el contrario, cada uno debe pensar: «y si Dios no me perdonase más, ¿cuál sería mi suerte por toda la eternidad? Pero si el demonio os dice: No temáis, Dios es misericordioso; respondedle al instante: ¿Y que seguridad tengo yo de que Dios usará de misericordia conmigo y me perdonará, si vuelvo a pecar?»[8].

Hay que tener siempre en cuenta, escribe el santo Doctor de la Iglesia, que: «Dios ha prometido el perdón al que se arrepiente; pero no ha prometido esperar hasta mañana al que le ofende. Quizá el Señor os concederá tiempo de penitencia, y quizá os lo negará. Pero si os lo niega, ¿cuál será la suerte de vuestra alma? Entre tanto os ponéis en peligro de perderla por un vil gusto, y de condenaros para siempre»[9].

870. –Se lee en la Suma teológica que: «la satisfacción debe ser igual a la ofensa». Con el pecado se ofende a Dios, pero no es infinito, porque «ninguna acción del hombre puede ser infinita». Sin embargo, «la ofensa contra Dios es infinita, pues su gravedad se mide por la dignidad del ofendido»[10]. ¿Con el sufrimiento de las penas se puede satisfacer la ofensa infinita del pecado?

–Para resolver esta dificultad, debe tenerse en cuenta que, como explica Santo Tomás, por una parte: «El hombre se hace deudor de Dios, bien por razón del beneficio recibido, bien por razón del pecado cometido. Y así como la acción de gracias, o latría, mira a la deuda del beneficio recibido, así la satisfacción mira a la deuda del pecado cometido».

Por otra, que: «como dice Aristóteles: «En los honores que debemos a los padres y a los dioses» (Ética, 8, c. 14,3), es imposible dar tanto cuanto se debe; basta que el hombre dé lo que pueda, pues la amistad nos exige lo equivalente más que en la medida de lo posible. Y esto es igual de alguna manera, es decir, «proporcionalmente», porque entre lo que es debido a Dios y Dios hay la misma proporción que entre lo que éste da y Él. Y así se realiza, en cierto modo, lo esencial de la justicia».

Por consiguiente, respecto a la satisfacción, hay que afirmar que: «el hombre no puede satisfacer (compuesto de «satis» y «facere») a Dios si el prefijo «satis» (bastante) implica igualdad absoluta, pero sí implicando igualdad de proporción. Y esto, así como basta para que haya justicia, también basta para que haya satisfacción»[11].

Además, aunque la satisfacción, que es «una compensación de la ofensa pasada»[12], que ha sido hecha a Dios, al: «igual que la ofensa tiene cierta infinitud por ir contra la infinita majestad de Dios, así la satisfacción recibe cierta infinitud de su infinita misericordia, en cuanto esta informada por la gracia, merced a la cual se hace grato lo que el hombre puede entregar»[13].

De este modo, el hombre puede satisfacer por los pecados personales. Sin embargo, no puede satisfacer por el pecado original. «Por el original sólo pudo satisfacer el que es Dios y hombre»[14], porque: «el pecado original, aunque tenga menos razón de pecado que el actual, sin embargo, es un mal más grave, por ser infección de la misma naturaleza humana. De ahí que no puede ser expiado por la satisfacción de un puro hombre, como el actual»[15]. En cambio, el personal, en cuanto a la pena temporal puede satisfacerla el hombre, puesto que: «al hombre se le ha impuesto una medida, que se exige, a saber, el cumplimiento de los preceptos divinos, a los cuales puede añadir algo para satisfacer»[16].

871. –Según lo dicho, «la satisfacción es una compensación de la ofensa hecha a Dios». Sin embargo, parece que los castigos no ofrecen ninguna compensación, porque «Dios no se deleita en nuestras penas» (Tob 3, 22)»[17]. Entonces: ¿Por qué la satisfacción a Dios tiene que ser con castigos?

–Explica Santo Tomás que: «La satisfacción dice orden a la ofensa pasada, por la cual ofrece una compensación y a la culpa futura, de la cual nos preserva. Y por este doble capítulo son necesarias las obras penales».

Se advierte que son precisas las penas o castigos, porque: «La compensación de una ofensa implica el restablecimiento de la igualdad entre el que ofende y el ofendido. En materia de justicia humana, esta igualdad se consigue mediante la substracción de un bien a aquel que tiene más de lo debido y su adición a otro, al cual se lo habían quitado».

Esta devolución parece que no pueda realizarse con respecto a Dios, a quien no se puede quitar nada, ni, por tanto, devolver. No obstante, de algún modo es posible, porque: «aun siendo cierto que a Dios nada se le puede quitar de su ser divino, sin embargo, el pecador, con su pecado, se esfuerza cuanto puede por quitarle algo». El hombre, con el pecado, trata de substraerse del amoroso dominio de Dios, que tiene sobre él con sus leyes, que le llevan a la posesión de su fin último o bien supremo.

Por consiguiente: «para que haya compensación es necesario que el pecador pierda por la satisfacción algo suyo que redunde en honor de Dios»[18]. Podría pensarse que con cumplir los mandamientos y así hacer obras buenas se satisfacería o compensaría la ofensa a Dios, que se ha hecho por el pecado: «Satisfacer, dice San Anselmo «es tributar a Dios el honor debido» (Por qué Dios se hizo hombre, I, c. 11)»[19], porque «pecar es negar a Dios lo que se le debe»[20].

Sin embargo, las buenas obras no son suficientes, porque: «la obra buena, en cuanto buena, no quita nada a quien la hace, antes bien le perfecciona». Para perder algo propio para compensar: «la substracción no puede realizarse con obras buenas, a menos que sean penales. Así, pues, para que una obra sea satisfactoria es necesario que sea buena, a fin de que honre a Dios, y penal, de suerte que sustraiga algo al pecador»[21]. Debe ser, aunque buena, una pena o castigo para el pecado.

Puede así concluirse que: «lo debido por el pecado es la compensación de la ofensa, la cual no puede hacerse sin padecimiento del pecador»[22]. Puede así ser satisfactorio, porque: «aunque Dios no se deleite en las penas en cuanto tales, se complace en ellas en cuanto son justas»[23].

Además de esta importante función satisfactoria: «de modo semejante, la pena preserva de nuevas culpas, pues uno vuelve más difícilmente a los pecados cuando por ella sufrió alguna pena. Y así, según Aristóteles, «las penas son medicinas» (Ética, c. 3, n. 4)»[24].

872. –Además del castigo o pena purgativa, que impone Dios, y la pena satisfactoria, que se asigna el mismo pecador y que tiene también un carácter medicinal por preservar de futuros pecados, ¿puede hablarse, según esta explicación de Santo Tomás de meras penas medicinales?

Declara Santo Tomás, en otro lugar de la Suma Teológica, que el castigo o la pena: «siempre dice relación a una culpa anterior propia; unas veces con la culpa actual, cual sucede cuando uno es castigado por Dios o por los hombres a causa de un pecado cometido; otras veces con la culpa original», del pecado de nuestros primeros padres, que afectó a la naturaleza humana. No hay, por tanto, castigo sin una culpa anterior, sin que sea, por tanto, una pena.

Advierte seguidamente, que, no obstante, «algunas cosas a veces parecen penales, sin que de hecho tengan verdadera razón de pena», sin que obedezcan, por ello, a pecado alguno. «Pues, la pena es una de las especies del mal, que a su vez consiste en privación de bien». Además, como: «en el hombre existen diversas clases de bienes, a saber, del alma, del cuerpo y de cosas exteriores, suele a veces acontecer que el hombre sufre detrimento en algún bien inferior a fin de que aumente el bien superior». Así, por ejemplo: «padece menoscabo en sus riquezas para conservar la salud, o en ambas cosas a fin de salvar su alma y mantener la gloria de Dios».

Como, en estos casos: «el menoscabo no es un mal absoluto, sino mal relativo del hombre, no tiene razón de pena, sino de medicina, pues también los mismos médicos suelen recetar pociones bien amargas con el fin de restablecer la salud». Estos males relativos: «no tienen razón de pena, propiamente hablando, pues no pueden reducirse, como a su causa, a una culpa anterior».

Sin embargo, en otro sentido, también estas penas medicinales están relacionadas con una culpa anterior, «de una manera indirecta, en cuanto que la misma necesidad de emplear medicinas penales para sostener la naturaleza procede de la corrupción de la naturaleza, que es pena del pecado original». Por ello, en el estado de justicia original o «estado de inocencia no habría necesidad de inducir al hombre a su perfección mediante ejercicios penales». Por consiguiente, en los castigos medicinales: «lo que hay de pena en estos casos se reduce a la culpa original como a su causa»[25].

Como medicinales: «es el sentido de muchas penas de la presente vida que Dios nos manda para humillación o para probarnos». Advierte Santo Tomás que, no obstante: «Nadie es castigado en los bienes espirituales sin culpa propia, ni en esta ni en la otra vida, en la cual las penas no son ya remedio preservativo, sino consecuencia». Nota que: «la medicina nunca priva de un bien mayor para procurar un bien menor, por ejemplo, para curar el pie privar de la vista, sino que a veces daña en lo menor para auxiliar a los miembros principales. Y como los bienes espirituales son de mayor valor que los temporales, puede uno recibir un castigo en estos últimos sin culpa alguna anterior»[26].

873. –En la Suma teológica, también se dice: «Parece que no pueden ser satisfactorias las penas con que Dios nos castiga en esta vida»[27]. La razón es porque, por un lado: «nada puede ser satisfactorio si no es meritorio»; por otro, porque: «sólo merecemos por lo que depende de nosotros. Como los castigos que Dios nos manda no dependen de nosotros, parece que no pueden ser satisfactorios»[28]. ¿Los castigos de Dios pueden servir para satisfacer la pena temporal de los pecados?

–La respuesta de Santo Tomás a la pregunta, que se sigue de esta dificultad, se encuentra en la siguiente distinción: «La compensación que se debe por las ofensas pasadas puede realizarla aquel que las cometió u otro. Cuando la hace otro, tiene más razón de vindicación que de satisfacción. Por el contrario, cuando la hace el deudor, tiene también razón de satisfacción». El castigo que viene de Dios tendría principalmente un carácter vindicativo, en cambio, si el castigo tiene su origen en el mismo pecador, destaca su carácter satisfactorio o compensatorio.

No obstante, las penas que vienen de Dios también pueden ser como los que se impone el mismo pecador, porque: «los castigos infligidos por Dios por los pecados se tornan satisfactorios, si el que los sufre se los apropia de alguna manera. Se hacen propios en cuanto los acepta para purgar sus pecados soportando los castigos con paciencia»[29]. Ante el castigo, el pecador puede adorar la decisión divina y someterse a ella. De esta manera la acepta, la ofrece en sacrificio y la une al sacrificio del Salvador y pide por Él la paciencia en el sufrimiento[30].

De manera que no debe admitirse que: «los castigos que Dios nos manda», y, por ello, «no dependen de nosotros, no pueden ser satisfactorios»[31], porque: «aunque esos castigos no están totalmente en nuestro poder, lo están en cierto modo, es decir, en cuanto los soportamos pacientemente. «Haciendo de la necesidad virtud», pueden convertirse en sólo meritorios sino también satisfactorios»[32].

En cambio, si el que sufre los castigos de Dios: «los resiste con impaciencia, no los convierte en algo propio. Y, por lo tanto, no tienen carácter de satisfacción, sino sólo de vindicación»[33], por la justicia que ha sido quebrantada por los pecados. Su resistencia al inevitable castigo divino, no le permite estar en paz, sino impaciente o exasperado.

Escribía Santa Catalina, en una de sus cartas, que Jesucristo le había dicho en privado: «Ten tu alma dispuesta a sufrir penas según el modo con que Dios las dé (…) yo no doy ni quito si no es para la santificación y (…) ve que sólo el amor me mueve a daros la dulzura y a quitarla». No deben eludirse los sufrimientos, sino decir, por tanto: «gracias sean dadas a mi Creador, que se ha acordado de mí en el tiempo de las tinieblas, castigándole con sufrimientos en el tiempo perecedero. Gran amor es este, pues no me quiere castigar en el tiempo que no termina»[34].

El alma conservará así la «tranquilidad de espíritu» y mantendrá «siempre firme la voluntad de agradar a Dios. Sobre esta piedra se halla fundada la gracia». De manera que –había añadido el Señor en esta revelación privada–: «si dices: «no me parece tenerla» (la gracia), te digo que es falso, porque si no la tuvieses no temerías a Dios. Es el demonio el que te hace ver esto para que entre el alma en confusión y desordenada tristeza y mantengas firme tu voluntad en desear los consuelos, el tiempo y los lugares a tu capricho. No le creas, hija queridísima, sino ten tu alma dispuesta a sufrir penas según el modo con que Dios las dé»[35].

874. –Los castigos divinos son satisfactorios para los que se han arrepentido de sus pecados y ya no desean cometerlos más, «pero los castigos de Dios se infligen a los malos y a ellos se deben principalmente»[36], y, por tanto, aquellos que rechazan la gracia de Dios y continúan y desean permanecer en el pecado. ¿Para los malos son también satisfactorios?

–La respuesta negativa de Santo Tomás queda justificada con la siguiente explicación: «Según San Agustín «como un mismo fuego quema la paja y hace brillar el oro» (La ciudad de Dios, I, c. 8, 2), así también unos mismos castigos purifican a los buenos y llenan de impaciencia a los malos. Y, de esta manera, aunque los castigos sean comunes, la satisfacción sólo es propia de los buenos»[37]. Para los malos, el castigo sólo es vindicativo de la justicia divina ya en este mundo.

875. –También parece que existan castigos no satisfactorios, que tampoco pueden ser de justicia o vindicativos, por no recibirse por los pecados, porque «estos castigos se infligen a los que no han cometido pecados, como aconteció a Job»[38], que: «era un hombre sencillo, recto, que temía a Dios y huía del mal»[39]. ¿Qué razón de ser tienen estos castigos no satisfactorios?

–Estos castigos a los buenos tienen también un carácter satisfactorio, porque: «las penas miran siempre a la culpa pasada, pero algunas veces sólo a la naturaleza, no a una culpa personal»[40]. No guardan relación con pecados propios, sino con el pecado original, pecado personal del primer hombre, que ha afectado a la naturaleza de todos los demás, porque: «todos los hombres que nacen de Adán pueden considerarse como un único hombre, en cuanto convienen en la naturaleza que reciben del primer hombre, al modo que en el derecho civil se consideran como un cuerpo, y la comunidad entera como un hombre»[41].

De manera que: «Si no hubiese precedido la culpa de la naturaleza humana, no habría ninguna pena. Más, puesto que preexiste la culpa de naturaleza, Dios castiga a algunas personas sin culpa personal de ellas». El motivo, que no sería necesario, sin pecado original, es doble: «para mérito de la virtud y para preservación de pecados futuros». Estos castigos, por tanto, permiten vivir las virtudes como la paciencia y el sometimiento a Dios, y que se eviten pecados personales futuros.

Son castigos, por tanto, satisfactorios, porque: «estas dos cosas también se necesitan en la satisfacción, pues hace falta que la obra sea meritoria para honra de Dios; y protección de la virtud, para preservemos de nuevos pecados»[42]. A la gracia de estas virtudes frente al sufrimiento del castigo, seguirán más gracias que evitarán el pecado y, por tanto, su castigo correspondiente.

876. – ¿Cuáles y cómo son los castigos que no vienen de Dios, sino del que cometió los pecados?

– Para resolver esta cuestión, nota Santo Tomás que: «La satisfacción debe ser tal, que por ella nos privemos de algo en honor de Dios». Para determinar cuales son los bienes de los que hay que desposeerse, advierte seguidamente que: «Nosotros no tenemos más que tres bienes: bienes del alma, bienes del cuerpo y bienes de fortuna o exteriores. Estos últimos los entregamos por la limosna; los del cuerpo, por el ayuno». En cambio, los terceros: «los bienes del alma, no debemos substraérnoslo en lo que tienen de esencia ni disminuirlos, ya que por ellos nos hacemos gratos a Dios, sino someternos totalmente a Dios, lo cual se consigue por la oración»[43].

Las obras satisfactorias son, por tanto: «el ayuno, la limosna y la oración»[44]. Obras, que deben entenderse en sentido amplio, porque, como precisa Santo Tomás: «Todo lo que causa aflicción al cuerpo va incluido en el ayuno; y todo lo que ser hace en utilidad del prójimo tiene razón de limosna, y de manera semejante, todo lo que sea adoración de Dios tiene carácter de oración»[45].

877. – ¿Las tres clases de obras satisfactorias sólo se infieren por los tres géneros de bienes que posee el hombre?

–Santo Tomás afirma también que: «este elenco también se justifica teniendo en cuenta que, como se ha dicho, la satisfacción «extirpa las causas de los pecados» (Supl., q. 12, a. 3, ob. 1)»[46]. Explica en este lugar citado que: «Las causas próximas del pecado actual son dos: por una parte, la inclinación causada por la costumbre o el acto de pecado y las reliquias del pecado pasado; y por otra, las ocasiones exteriores para pecar, como la oportunidad, una mala compañía, y otras parecidas»[47].

Sin embargo, seguidamente hace varias precisiones. En primer lugar, que: «estas causas del pecado no son causas suficientes, puesto que de ellas no se sigue el pecado necesariamente; no pasan de meras ocasiones»[48]. En segundo lugar: para que no sean efectivas, «tales causas en esta vida se quitan por la satisfacción». Por último, en tercer lugar, que «la concupiscencia, que es causa remota del pecado actual, no desaparece totalmente en esta vida por la satisfacción, pero se debilita»[49].

La concupiscencia, en el sentido de deseo desordenado, que es «causa remota» o raíz de todo pecado, es triple. De manera que: «Las raíces de los pecados son tres: «concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida» (1 Jun 2, 16). Contra la concupiscencia de la carne se dirige el ayuno; contra la concupiscencia de los ojos, la limosna; contra la soberbia de la vida, la oración»[50].

878. –Como afirma el Aquinate: «los contrarios se curan con sus contrarios»[51]. ¿Por qué los tres géneros de obras satisfactorias –el ayuno, la limosna y la oración– son contrarios, y, por tanto, remedios de los tres géneros de pecados?

–Santo Tomás para explicar la afirmación de San Juan sobre los tres deseos o amores que «hay en el mundo»[52], o que constituyen lo que llamamos mundo, nota que brotan del pecado del egoísmo, porque: «el amor desordenado de sí mismo es causa de todo pecado».

Con la concupiscencia de la carne se refiere a la concupiscencia natural, pero nota Santo Tomás que: «hay que distinguir una doble concupiscencia: la natural, que tiende a las cosas de que nuestra naturaleza se sustenta, tanto en orden a la conservación del individuo –la comida, la bebida y cosas semejantes– como a la conservación de la especie, cual sucede en las cosas venéreas». En el desorden de este deseo natural, que hace que en lugar de su finalidad, se busque el deleite que acompaña a este deseo, se basan los vicios capitales de la gula y la lujuria, que constituyen el primer género de pecados, la «concupiscencia de la carne»[53].

Cualquiera de las tres obras satisfactorias pueden remediar todo género de pecados, sin embargo, explica Santo Tomás: «Cada una de ellas se apropia a una determinada categoría de pecados, pues es razonable que: «por las cosas que uno peca, por las mismas es también castigado» (Sab 11, 17) y que la satisfacción destruya la raíz del pecado sometido»[54]. Los pecados de la concupiscencia de la carne se satisfacerían con el ayuno, pero en un sentido amplio, porque: «todo lo que causa aflicción al cuerpo va incluido en el ayuno»[55].

También basada en estos deseos naturales: «La otra concupiscencia es anímica, esto es que no procuran sustento o deleite por los sentidos de la carne, sino que se hacen deleitables por la aprehensión de la imaginación, y también por una percepción o concepto, como son el dinero, el ornato de los vestidos y cosas semejantes. Esta concupiscencia anímica es la que le llama concupiscencia de los ojos». En esta concupiscencia habría que situar por tanto, los pecados de avaricia, o codicia del dinero, y vanidad, o deseo desordenado de gloria u honor, que es vanagloria, o gloria hueca o irreal.

A esta segunda concupiscencia se le denomina de los ojos: «ya se tome por la concupiscencia del mismo acto de ver; ya se refiera a la curiosidad (…) ya por referirse a las cosas que se propongan exteriormente a los ojos con la intención de que excite la concupiscencia»[56]. Además de la curiosidad, que pretende conocer desordenadamente, por ejemplo, por afán de dominio o por soberbia, también puede referirse la concupiscencia de los ojos al deseo de ser visto, admirado y alabado por los «ojos» de los demás.

Las dos clases de concupiscencia, permiten establecer que: «Hay dos clases pecados carnales: unos que se consuman en el deleite de la carne, como la gula y la lujuria; otros que se consuman en algo ordenado al cuerpo, pero cuyo deleite afecta más al espíritu que al cuerpo, como la avaricia». Lo mismo se puede decir de la vanagloria y los otros desordenes citados. «De donde se sigue que tales pecados son un intermedio entre los espirituales y carnales. Por lo cual, es precioso que se les oponga una satisfacción apropiada, como es la limosna»[57], o el acto de caridad de dar algo al que lo necesita. No se limita a los bienes materiales, porque «todo lo que se hace en utilidad del prójimo tiene razón de limosna»[58].

La tercera concupiscencia, la soberbia de la vida, es un desorden del apetito irascible, «cuyo objeto es el bien o mal sensible, no en absoluto, sino bajo la razón ardua o difícil»[59]. Los deseos irascibles pueden, por tanto, originar pecados, que no son tan básicos como los deseos concupiscibles, ya que no es tan fácil caer en ellos porque la dificultad que entraña conseguir el bien pretendido. Además, todos ellos hay que considerarlos como anímicos, porque: «todas las pasiones del apetito irascible se adaptan a la concupiscencia anímica».

De manera que: «el apetito desordenado de un bien arduo pertenece a la «soberbia de la vida», pues soberbia es apetito desordenado de excelencia»[60], y es el fin de todos los pecados, por los que el hombre se asemeja al pecado de soberbia de los demonios, que les llevó a su rebeldía contra Dios. La soberbia de la vida se satisface con la oración, pero en general, porque: «todo lo que sea adoración de Dios tiene carácter de oración»[61].

879. –¿Sólo por el ayuno, la limosna y la oración se puede satisfacer por los pecados?

–Precisa Santo Tomás, en la Suma contra los gentiles, que respecto a la liberación del pecado también: «ha de tenerse en cuenta que, cuanto el ánimo se desvía del pecado, el desprecio del pecado y la adhesión del ánimo a Dios pueden ser tan vehementes que no quede obligación a pena alguna».

Se sigue de ello que, por un lado: «la pena que uno padece después de la remisión del pecado es necesaria para que el ánimo se adhiera más firmemente al bien, al ser el hombre castigado por las penas, pues las penas son como ciertas medicinas». Por otro: «para que también se observe el orden de la justicia, cuando el que pecó soporta la pena».

Sin embargo: «el amor a Dios basta para confirmar la mente del hombre en el bien, principalmente si fuera vehemente, y la displicencia de la culpa pretérita, cuando fuere intensa, produce gran dolor. Según esto, por la vehemencia el amor de Dios y del odio del pecado pretérito se excluye la necesidad de la pena satisfactoria o purgativa». El amor a Dios y el odio al pecado tienen tanta importancia que incluso: «aunque la vehemencia no sea tan grande que excluya totalmente la pena, no obstante, cuanto más vehemente fuere tanto menor pena bastará».

Además, también advierte Santo Tomás que hasta puede satisfacer una persona por otra, porque: «como decía Aristóteles : «lo que hacemos por los amigos parece que lo hacemos por nosotros mismos» (Ética, III, 5), porque la amistad y principalmente el amor de caridad hacen de dos uno solo. Y por esta razón uno puede satisfacer a Dios por otro como por sí mismo, principalmente cuando fuere necesario».

La razón es la siguiente: «la pena que el amigo padece por él la reputa uno cual si la padeciese él mismo; y así no carece de pena cuando padece con el amigo que padece, y tanto más cuanto que él es para el otro la causa de padecer. Y, además, el afecto de la caridad produce una satisfacción más acepta a Dios en aquel que padece por el amigo que si padeciese por sí mismo pues esto es propio de la caridad, espontánea, y aquello de la necesidad. De donde se deduce que uno puede satisfacer por otro con tal de ambos estén en caridad. Por esto se dice; «Ayudaos mutuamente a llevar a vuestras cargas, ya sí cumpliréis la ley d e Cristo» (Gal 6, 2)»[62].

880. –¿No parece demasiado severa la doctrina del castigo de Santo Tomás?

–Si se considerara desmesurada o muy rígida podría ser, porque, como decía en nuestra época el recién canonizado San Juan Enrique Newman: «No sabemos en realidad qué son el pecado, el castigo y la gracia. No sabemos que es el pecado, porque no conocemos a Dios. No tenemos medida para compararlo hasta que no descubrimos lo que Dios es. Solamente la gloria, perfecciones, santidad y bellezas divinas pueden enseñarnos, por contraste, a sentir el pecado; y dado que en esta vida no vemos a Dios, debemos recibir con la fe, hasta llegar al cielo, que sea el pecado».

Únicamente Cristo comprendió perfectamente lo que es el pecado, porque, como también nota Newman: «Solo advirtió la plenitud de maldad contenida en la conducta pecadora Aquel que, conociendo al Padre desde la Eternidad con perfecto conocimiento mostró con la muerte su sensibilidad única hacia el pecado, y siendo Dios se entregó a terribles sufrimientos de alma y cuerpo como adecuada satisfacción por la culpa». Sus palabras y toda su vida son «garantía de la verdad de esta doctrina sobrecogedora: un solo pecado grave basta para alejarnos de Dios definitivamente»[63].

Al pecador, le puede ser aplicada inmediatamente la justicia divina en este mundo o ser diferida en el mismo en la eternidad. «El Creador concede tiempo a un hombre para que se convierta, y se lleva a otro mediante una muerte repentina (…) Uno muere perdonado y otro no. Nadie es capaz de predecir lo que ocurrirá en su propio caso. Nadie puede prometerse tiempo seguro para el arrepentimiento, o que, si dispone de tiempo, se verá movido sobrenaturalmente hacia Dios, o que tendrá cerca un sacerdote que le absuelva»[64].

Para algunos, el que Dios difiera su juicio misericordiosamente, sólo significa que va tener: «ocasión de sumar nuevas faltas a las anteriores» y «que llegado el castigo, será mayor. Dios es terrible cuando habla al pecador. Es más terrible cuando se contiene. Es aún más terrible cuando calla. Hay hombres a quienes se permite una larga vida, de feliz apariencia, al margen de Dios. Nada indica externamente ni les recuerda lo que va a suceder, hasta que un día les sorprende la sentencia irreversible»[65].

De este modo, hay pecadores que: mueren diariamente, y despiertan ante la eterna ira de Dios». Advierten entonces que: «han caído bajo la justicia de Aquel cuya misericordia abusaron». Pertenecen al grupo de hombres que por: «trivializar el amor de Dios, tientan su justicia y como la piara de cerdos, caen de cabeza por el precipicio»[66].

 

Eudaldo Forment

 



[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 158.

[2] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 36, a. 4, in c.

[3] Ibíd., III. q. 86, a. 4, ad 1.

[4] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 158.

[5] ÍDEM, Comentarios a la primera epístola a los Corintios, c. 11, lec, 7.

[6] San Alfonso María de Ligorio, Sermones abreviados para la dominica primera de Cuaresma, del número de los pecados, Sermón XV para la dominica primera de Cuaresma, n. 5

[7] Ibíd., n. 6.

[8] Ibíd., n. 7.

[9] Ibíd., n. 8.

[10] ÍDEM, Suma teológica, Supl., q. 13, a. 1, ob. 1.

[11] Ibíd., Supl., q. 13, a. 1, in c.

[12] Ibíd., Supl., q. 13, a. 1, ob. 2.

[13] Ibíd., Supl., q. 13, a. 1, ad 1.

[14] Ibíd., Supl., q. 13, a. 1, ob. 5.

[15] Ibíd., Supl., q. 13, a. 1, ad 5.

[16] Ibíd., Supl., q. 13, a. 1, ad 3.

[17] Ibíd., Supl., q. 15, a. 1, ob. 1.

[18] Ibíd., Supl., q. 15, a. 1, in c.

[19] Ibíd., Supl., q. 15, a. 1, ob. 3.

[20] San Anselmo, Por qué Dios se hizo hombre,  I, c. 11.

[21] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, Supl., q. 15, a. 1, in c.

[22] Ibíd., Supl., q. 15, a. 1, ad 3.

[23] Ibíd., Supl., q. 15, a. 1, ad 1.

[24] Ibíd., Supl., q. 15, a. 1, in c.

[25] Ibíd., I-II. 87, a. 7, in c.

[26] Ibíd., II-II, q. 108, a. 4, in c.

[27] Ibíd., Supl., q. 15, a. 2, vid.

[28] Ibíd., Supl., q. 15, a. 2, ob. 1.

[29] Ibíd., Supl., q. 15, a. 2 in c.

[30] Cf. JEAN de VIGUERIE, El sacrificio de la tarde. Vida y muerte de Madame Élisabeth, hermana de de Luis XVI, Madrid, Editorial San Román, 2018, p. 203.

[31] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, Supl., q. 15, a. 2, ob. 1.

[32]Ibíd.,  Supl., q. 15, a. 2, ad. 1.

[33] Ibíd., Supl., q. 15, a. 2, in c..

[34] José Salvador y Conde, O. P., Epistolario de Santa Catalina de Siena. Espíritu y doctrina. Salamanca, Edit. San Esteban, vol. I, Salamanca 1982, Carta 17,  pp. 263-264.

[35] Ibíd., p. 264.

[36] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, Supl., q. 15, a. 2, ob. 2.

[37] Ibíd., Supl., q. 15, a. 2, ad 2.

[38] Ibíd., Supl., q. 15, a. 2, ob. 3.

[39] Jb 1, 1.

[40] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, Supl., q. 15, a. 2, ad 3.

[41] Ibíd., I-II, q. 81, a.1, in c.

[42] Ibíd., Supl., q. 15, a. 2, ad 3.

[43] Ibíd., Supl., q. 15, a. 3, in c.                       

[44] Ibíd., Supl., q. 15, a. 3, vid.                       

[45] Ibíd., Supl., q. 15, a. 3, ad 5.                      

[46] Ibid., Supl., q. 15, a. 3, in c.

[47] Ibid., Supl., q. 12, a. 3,  ad 1.

[48] Ibid., Supl., q. 12, a. 3, ad .2.

[49] Ibíd., Supl., q. 12, a. 3, ad 1.

[50] Ibid., Supl., q. 15, a. 3, in c.

[51] Ibíd.., Supl. q. 15, a. 3, sed c. 1.

[52] 1 Jn 2, 15. «No améis al mundo, ni las cosas que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él la cariad del Padre; pues todo lo que hay en el mundo: concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida, no vienen del Padre, sino que viene del mundo (1 Jn 2, 15-16)».

[53] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I-II, q. 77, a. 5, in c.

[54] Ibíd., Supl., q. 15, a. 3, ad 3.

[55] Ibíd., Supl., q. 15, a. 3, ad 5.

[56] Ibíd., I-II, q. 77, a. 5, in c.

[57] Ibíd., Supl., q. 15, a. 3, ad 2.

[58] Ibíd., Supl., q. 15, a. 3, ad 5.

[59] Ibíd., I-II, q. 23, a. 2, in c.

[60] Ibíd., I-II, q. 77, a. 5, in c.

[61] Ibíd., Supl., q. 15, a. 3, ad 5.

[62] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 158.

[63] John Henry Newman, Discursos sobre la fe, Madrid, Ediciones Rialp, 2000, Disc. 2º, «Descuido de las llamadas y advertencias divinas», p. 65.

[64] Ibíd., p. 64.

[65] Ibíd., pp. 65–66.

[66] Ibíd., p. 70.

2 comentarios

  
Francisco
Qué gran reflexion D. Eudaldo. Gracias eternas le conceda Dios por su labor en cada exposición sobre la teología de Santo Tomás. Pocos quedan en este mundo con su intelectualidad...
18/02/20 11:33 AM
  
Ramona
Gracias, muchísimas gracias por este artículo.
Un abrazo
Ramona
20/02/20 1:20 PM

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