XXXIV. La memoria de la Misericordia

El pecado y la gracia

            La memoria del pecado, que supone su reconocimiento como tal, es efecto de la gracia de Dios. Explica el Catecismo que: «Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su palabra y su espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado»[1]

            A la conciencia y confesión de los propios pecados ante Dios, sigue la misericordia divina. Dios no abandona a los hombres pecadores. «El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los pecadores (Cf. Lc 15). El ángel anuncia a José: “Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Y en la institución de la Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: “Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26, 28)»[2].

            El pecado va contra el amor misericordioso de Dios. «El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones»[3]. La misericordia de Dios produce en el pecador el acogimiento de la misma misericordia, aunque sin quitarle la posibilidad de rechazarla, si quiere seguir la inclinación de sus pecados. El hombre pecador impotente para alcanzar por sus mismas fuerzas la misericordia de Dios necesitó a Cristo, porque «En la Pasión, la misericordia de Cristo vence al pecado»[4]. Advierte Santo Tomás que: «Dios quiere que todos por su misericordia se salven, para que por esto mismo se humillen, y no se atribuyan a sí mismos su salvación sino a sólo Dios»[5].

           

La misericordia

            En la Suma Teológica, en el Tratado de la caridad, el Aquinate dedica una cuestión a la misericordia de Dios, después de ocuparse del amor, «efecto principal»[6] de la caridad, en la cuestión anterior a la de la misericordia, comienza con la siguiente indicación: «Ahora se han de estudiar los efectos consiguientes al amor, acto principal de la caridad. Primeramente los efectos interiores (…) tres cosas se han de considerar: el gozo, la paz y la misericordia»[7].

Sobre el efecto interior de la misericordia, el Aquinate da la siguiente definición, que toma de San Agustín: «La misericordia es cierta compasión de nuestro corazón por la miseria ajena, que nos fuerza a socorrerle si está en nuestra mano»[8].

El apenarse por el sufrimiento del otro está implícito en la misma palabra, porque la etimología de misericordia es de los términos latinos «miser» y «cor, cordis» y que significan miseria o infelicidad y corazón respectivamente. Explica Santo Tomás que: «se llama misericordia por tornársele a uno “el corazón compasivo” por la miseria del otro»[9].

Añade que «la miseria», en el sentido de la falta de algo necesario que es una desgracia o que produce pena, «se opone a la felicidad», porque le es esencial a esta última que no falte ningún bien. Según la definición de Boecio, felicidad es «el estado perfecto por la agregación de todos los bienes»[10]. Nota el Aquinate que son los bienes que se desean. «Es de esencia de la bienaventuranza o felicidad tener lo que se desea, pues como dice San Agustín: “Bienaventurado es aquel que posee todo lo que quiere y nada malo quiere” (De Trinit., XIII, c. 5). Por el contrario, a la miseria pertenece el que el hombre sufra lo que no quiere».

 

Las miserias humanas

Los males que pueden afectar al hombre son de tres tipos y, por tanto, que le harán infeliz o desgraciado, porque añade Santo Tomás: «de triple modo se puede apetecer una cosa». Un primer género es de los deseos naturales que se refieren al «ser y vivir», y, por tanto, a la conservación del propio ser y de la vida sensitiva e intelectiva, grados superior de participación del ser. Un segundo es el de los deseos por «algo por elección o premeditación», o de la búsqueda de bienes que se apetecen libremente. Por último, un tercer tipo de deseos son los que surgen no de desear algo «no queriéndolo directamente, sino en su causa», porque la voluntad humana desea natural y necesariamente el bien en general.

La misericordia la puede provocar, por tanto, tres grados de miseria o males no deseados. Hay misericordia: «En primer lugar, en aquello que repugna el apetito natural del que desea, cuales son los males que arruinan y contristan, cuyos contrarios apetece el hombre». Todavía provoca mayor misericordia los males que: «en segundo lugar, van contra la voluntad de elección». Males que: «como se dice en la Retórica de Aristóteles, son más dignos de compasión, “cuya causa es la “fortuna”, esto es, “cuando sobreviene un mal esperándose un bien” (Retórica, c. 2, n. 8)».

Finalmente como hay males que mueven todavía a más misericordia, porque: «contradicen en todo a la voluntad, como cuando llueven males al que siempre abundó en bienes. De aquí que añada Aristóteles, en el mismo libro, que “la misericordia llega a su extremo en los males que uno indignamente padece” (Retórica, c. 2, n. 16)»[11].

Una objeción, que presenta Santo Tomás a la afirmación que la miseria es el motivo de la misericordia, es que: «La culpa no incita a la misericordia antes bien provoca indignación»[12]. Responde a la misma con la siguiente observación: «La culpa es por su misma esencia voluntaria. En este sentido no es objeto de misericordia sino de castigo. Más dado que la culpa puede ser de algún modo pena, o sea, en cuanto lleva anejo algo que es contra la voluntad del pecador, en este sentido puede inspirar también misericordia. Bajo este aspecto tenemos piedad y compasión hacia los pecadores, como escribe San Gregorio en una homilía: “La verdadera justicia no ostenta desdén”, a saber, con los pecadores, “sino compasión” (In Evang. 2 homil. 34). Y en San Mateo se lee:”Viendo Jesús las turbas, tuvo misericordia de ellas, porque estaban fatigados y decaídos, como ovejas sin pastor”»[13].

 

El mal de culpa y el mal de pena

            Enseña también el Aquinate que el mal moral, o el mal en los seres que tienen voluntad, puede ser doble: el mal de culpa y el mal de pena. El mal de culpa lo produce el pecado, el acto humano privado de la debida rectitud de ordenación. En el pecado, la voluntad del hombre no está ordenada al fin señalado por la naturaleza o directamente por el mismo Dios. El acto humano no sigue la recta razón, que tiene una doble regla, la ley eterna, que constituye la razón misma de Dios y la recta razón humana, que es un eco de la divina.

            El mal de culpa hace daño a su autor y le hace responsable. «El mal que consiste en la falta de la debida operación en las cosas voluntarias, tiene carácter de culpa. Pues se imputa a uno como culpa el que falle al actuar, pues en la acción el dominio lo ejerce la voluntad».

            Al mal de culpa, le sigue el mal de pena, que es el castigo que impone directamente Dios al pecador. «El mal que se da por la sustracción de la forma o de la integridad del ser tiene carácter de pena, máxime si se tiene en cuenta que todas las cosas están subordinadas a la providencia y justicia divinas»[14].

            El castigo, o mal de pena que se padece, porque es una privación de una perfección necesaria, es por un mal anterior, que se hizo libremente. La pena es una corrección del orden que el pecado perturbó y es así la necesaria y justa reparación del orden violado. «Es lógico que quien se levante contra el orden establecido, reciba del mismo orden o del que lo preside o mantiene, su castigo merecido. El pecado es un acto desordenado, y quien peca obra contra un orden. Debe ser, por tanto, abatido. Ese abatimiento o castigo es la pena»[15].

            Al mal de culpa le sigue necesariamente el mal de pena. No, porque el mal de culpa lleve directamente al de pena, porque no lo causa, sino que sí causa la disposición a la misma. Directamente constituye al hombre en pecado y, por tanto, sujeto que merece inexcusablemente la pena.

            Como se dice en una objeción sobre los premios que asignan las bienaventuranzas, podría parecer que hay excepciones, porque «los hombres no son castigados en esta vida», según aquella sentencia de Job: «Pasan sus días placenteramente» (Job 21,13)»[16].

            En la correspondiente respuesta, Santo Tomás nota lo siguiente: «Aunque los malos en esta vida no padezcan a veces penas temporales, las padecen espirituales. Así escribe san Agustín: “Los mandaste, Señor, y así se verifica, que el ánimo desordenado sea para sí su pena” (Confesiones, I, 12). Y Aristóteles dice de los malos que: “Su ánimo lucha consigo mismo, pues esto le arrastra aquí y aquello para allá”, concluyendo que “si tan mísero es ser malo, bien merece huir de la malicia con empeño” (Ética, c.4, 9,10). Por el contrario, a los buenos, aunque en esta vida no tengan premios corporales nunca les faltan los espirituales, aun en la vida presente, según dice el Señor: “Recibiréis el ciento por uno ahora en este siglo” (Mt 19,29)»[17].

            Por ser Dios, autor del mal de pena de manera directa o indirecta a través de la naturaleza —con sus leyes o con las leyes humanas—, tal castigo puede considerarse como un verdadero bien, en cuanto que restituye el equilibrio alterado por el pecado. El castigo o la pena hacen que vuelva a su fiel la balanza del orden justo desequilibrado por el pecado. Sin embargo, es también un mal relativo al pecador, por contrariar su voluntad. Los pecadores que eligieron una satisfacción, pero desordenada, y así incurrieron en el mal de culpa, que fue voluntario, sufren justamente alguna pena, que por el dolor, que conlleva, es contraria a su voluntad.

            La pena es, por tanto, una contrariedad involuntaria, que sufre el pecador, que compensa su voluntaria contrariedad, que realizó al pecar. El mal de culpa, en el que se incurre con el pecado, es el mayor de los males posibles, y, por ello, mayor que el mal de culpa, que le sigue. Declara el Aquinate que: «La culpa tiene más carácter de mal que la pena, no sólo más que la pena sensible, consistente en la privación de bienes corporales, al modo como entienden muchos las penas, sino también más que la pena tomada en toda su extensión, en cuanto incluye la privación de la gracia y de la gloria».

            En primer lugar, la mayor gravedad de la culpa con respecto a la pena es porque: «El mal que nos hace malos es el de culpa, no el de pena, según lo que dice Dionisio: “No está el mal en el ser castigado, sino en hacerse reo de castigo” (Los nombres divinos, 4, 22). La razón de esto es porque (…) siendo la voluntad por la que hacemos uso de todo, síguese que el hombre es bueno o malo según es buena o mala su voluntad, por la que usa o abusa de las cosas de que dispone. Puede, en efecto, el que tiene mala voluntad usar mal incluso del bien que posee; como si un gramático deliberadamente habla con incorrección gramatical. Por consiguiente, como la culpa consiste en el acto desordenado de la voluntad, y la pena consiste en la privación de alguna de las cosas de que hace uso la voluntad, la culpa participa más perfectamente que la pena del carácter de mal». Por ello, hay que tolerar todos los otros males, antes que contraer el mal de culpa, que importa el pecado.

            En segundo lugar, la culpa tiene más carácter de mal que la pena, porque: «Dios es autor del mal de pena, pero no lo es del mal de culpa. Esto es así, porque el mal de pena priva del bien de la criatura, sea de un bien creado, como la privación de la vista por la ceguera, o sea del bien increado, como por la carencia de la visión divina se priva a la criatura de su bien increado. Mas el mal de culpa se opone propiamente al bien increado, porque contraría al cumplimiento de la voluntad divina y al amor divino, por el que se ama al bien divino en sí mismo y no solamente según que este bien divino es participado por la criatura. Es pues, manifiesta que el mal de culpa tiene más carácter de mal que el de pena»[18].

            Por último, sobre los males de pena o castigos podría parecer que no vienen de Dios, porque: «De Dios nada malo puede venirnos, antes bien de nosotros mismos»[19]. Santo Tomás responde a esta objeción con la siguiente precisión: «El mal de culpa no viene de Dios como su autor, sino de nosotros mismos, por cuanto nos apartamos de él. El mal de pena proviene de Dios, su autor, en cuanto a su aspecto de bien, a saber: por ser pena justa. Pero el que Dios justamente nos inflija una pena sucede primordialmente por mérito de nuestros pecados, según se dice: “Dios no hizo la muerte; pero los impíos la trajeron con sus obras y palabras” (Sab 1, 13, 16)»[20]. Aunque la causa del mal de pena sea Dios, también el pecado es causa de este último en cuanto disposición a él. Por una parte, el pecado causa directamente el ser sujeto merecidamente de la culpa. Por otra, es causa del mal de pena indirectamente.

 

Doble motivo de la misericordia

También indica Santo Tomás que por ser «la misericordia compasión de la miseria ajena, propiamente se tiene con los demás y no consigo mismo, como también la justicia, a no ser por analogía». Con respecto a nosotros tenemos dolor o sufrimiento.

Los mismo ocurre con nuestros familiares, porque: «como la misericordia no se tiene en rigor consigo mismo, sino dolor cuando sufrimos algo cruel, así también  en el caso de las personas allegadas, que son como algo nuestro, cuales son hijos o padres, no les tenemos misericordia en sus desgracias, antes bien nos condolemos como de infortunios propios»[21].

La miseria de los demás puede provocar la misericordia, o el apenarse por su sufrimiento, porque «la tristeza o el dolor versan sobre el propio mal; pues en tanto se contrista o se duele uno de la miseria ajena en cuanto la mira como suya».

El mal o miseria del otro puede considerarse como propia, por un doble motivo. «Primero, por la unión de afectos que hace el amor. Pues quien ama considera al amigo como a sí mismo, y su mal lo tiene por suyo; de esta suerte se duele de ese mal cual si fuera propio. Por eso Aristóteles coloca entre lo propio de la amistad “condolerse del amigo”, y San Pablo dice: “Gozar con los que gozan, llorar con los que lloran” (Rom 12, 15)»[22].

La unión afectiva o concordia que se pide en este versículo citado de la Epístola a los romanos, explica Santo Tomás, en su comentario a la misma, que debe darse: «en los sucesos buenos y en los malos. En los buenos, para que se goce uno con los bienes de los demás, por lo cual dice: “Gozaos”, debéis gozaros, “con los que se gozan”. “Me alegraría y me felicitaría con todos vosotros” (Filip 2, 17)».

Advierte seguidamente que: «Esto débese entender de cuando se goza uno por una cosa buena. Pues hay algunos que se gozan con lo malo, según el libro de los Proverbios: “Se alegran cuando hacen mal y se complacen en los hechos más perversos” (Prov 2, 14). Y no debe uno gozarse con éstos. En la Epístola a los Corintios, se dice que la caridad: “no se goza de la iniquidad, sino que se goza de la verdad” (Cor 13,6)».

También debe existir la «unidad en el sentir» o concordia: «en los males sucesos, para que se entristezca uno de los males ajenos. Por lo cual agrega “llorar”, debéis llorar, “con los que lloran”. “No faltes a los que lloran para consolarlos, acompaña a los que lloran” (Eccli 7, 38).

Da a continuación la razón, al decir: «porque la misma compasión del amigo que se conduele proporciona una doble consolación en las aflicciones. Primero de ella se colige una prueba de amistad. El hombre “en sus males” esto es, en su infortunio, “el amigo es conocido” (Eccli 12, 9). Y es consolador darse uno cuenta de que alguien es su verdadero amigo».

El segundo consuelo es «porque por el hecho de condolerse el amigo se le ve ofrecerse a llevar él también el peso de la adversidad que produce la aflicción. Y es claro que más leve se siente lo que se carga entre muchos que lo que por uno solo»[23].

En la cuestión de la misericordia de la Suma Teológica, en cuanto al segundo motivo por el que se asume la miseria de otra persona como si fuese propia, señala otra unión distinta a la afectiva, porque es «por unión real: como cuando el infortunio de alguno está tan cerca, que de ellos ha de pasar a nosotros. A este propósito dice Aristóteles que los hombres se compadecen de aquellos que son sus semejantes y allegados, por pensar que también ellos pueden padecer lo mismo. De ahí que los ancianos y sabios, que consideran que pueden sufrir calamidad, igual que los asustadizos y débiles, son más misericordiosos. Por el contrario, quienes se creen felices, los poderosos que estiman no poder dar en mal alguno, no tienen tanta misericordia»[24].

Podría decirse que la menor misericordia de los «poderosos, que «se creen felices», es paralela a su grado de humildad. En cambio a los «humildes», en el sentido corriente del término de lo poco digno y que no merece ser conocido ni apreciado, precisamente en virtud de sus limitaciones y privaciones, que les manifiestan su falta de independencia, les es más fácil vivir la virtud de la humildad. La virtud moral de la humildad, que «refrena los deseos de lo que excede las propias facultades»[25] y, por tanto, «que no se aspire a cosas que superan el recto orden de la razón»[26]. El humilde en el orden natural y en el orden social es más humilde, en el sentido ético de ser más capaz de moderar el deseo desordenado de la propia excelencia, y es también de una manera conexionada más misericordioso.

Por el mismo motivo, no son humildes ni tampoco misericordiosos, los que tienen el vicio de la soberbia o del «deseo inmoderado de la propia excelencia, es decir, el que está fuera de la recta razón»[27].

Los soberbios, los que desean desordenadamente su propia excelencia, no tienen misericordia. «No se conmiseran los soberbios, al despreciar a los demás y reputarlos malos; de ahí que juzguen que justamente sufren lo que están pasando; y así dice San Gregorio que “la falsa justicia, cual es la de los soberbios, no tiene compasión, sino indignación” (In Evang. 2 hom. 34)»[28].

 

La caridad y la misericordia

Sobre la tesis que la miseria o defecto del otro:  «es motivo de misericordia: bien por el defecto ajeno, que tiene por suyo a causa de amorosa unión; bien por la posibilidad de padecer lo mismo»[29], nota el Aquinate que Dios tiene misericordia de la miseria de los hombres sólo por el primer motivo. De manera que: «Dios no tiene misericordia sino por amor, al amarnos como a algo suyo»[30].

La misericordia, por tanto, hay que atribuirla a Dios. Si como dice Santo Tomás que: «la misericordia es la mayor de las virtudes»[31], puede también afirmarse, en sentido analógico, que la misericordia es la mayor virtud de Dios. Sin embargo, en el hombre no es la máxima virtud.

            La razón que da Santo Tomás de esta última afirmación es la siguiente: «Una virtud puede ser la suprema de dos maneras. La primera en sí misma. La segunda en relación con quien la tiene».

            Primeramente: «En sí misma la misericordia, es la más grande. A ella le compete volcarse en los otros, y lo que es más socorrer sus deficiencias. Esto es peculiar del superior. Por donde se tiene como propio de Dios tener misericordia, y en ella se dice que resplandece sobremanera su omnipotencia»[32].

            Después de citar esta justificación del Aquinate de la tesis que la misericordia es propia del superior, comenta el papa Francisco en Misericordiae vultus: «Las palabras de santo Tomás de Aquino muestran cuánto la misericordia divina no sea en absoluto un signo de debilidad, sino más bien la cualidad de la omnipotencia de Dios. Es por esto que la liturgia, en una de las colectas más antiguas, invita a orar diciendo: “Oh Dios que revelas tu omnipotencia sobre todo en la misericordia y el perdón” (XXVI Domingo del tiempo ordinario). Dios será siempre para la humanidad como Aquel que está presente, cercano, providente, santo y misericordioso»[33].

            Para explicar la segunda manera de la supremacía de la virtud de la misericordia, añade seguidamente Santo Tomás: «Con relación a quien la tiene, la misericordia no es la máxima, a no ser que quien la posea sea máximo, no teniendo sobre sí a nadie, antes bien, a todos por debajo. Pues al que tiene otro por encima le es cosa mayor y mejor unirse al superior que socorrer las miserias del inferior».

            Se sigue de este principio que en la autoridad política u otra, si en cuanto tal no tiene a otro hombre sobre sí, aunque sí que tiene a Dios, la virtud principal es la misericordia. Si se aplica este principio al hombre, en cuanto tiene a Dios como superior,

añade el  Aquinate: «con relación al hombre, que tiene a Dios por superior, la caridad con la que se une a El, es mejor que la misericordia, con que se socorre las deficiencias de los prójimos. Más, entre todas las virtudes que miran al prójimo, la mayor es la misericordia, como también lo es su acto, pues atender a las necesidades de otros es, en este aspecto, del superior y del mejor»[34].

            La virtud suprema del cristiano es la caridad, por la que el hombre se une a Dios por el amor, pero su vida  como cristiano tiene que estar regida por la misericordia para el prójimo, porque:  «La suma de la religión cristiana está en la misericordia en cuanto a las obras exteriores. Sin embargo, la afección interna de la caridad, con que nos unimos a Dios, se antepone al amor y a la misericordia con los prójimos»[35].

            En definitiva, la superioridad en el hombre de la caridad sobre la misericordia es porque sus objetos son diferentes, Dios en la caridad y los semejantes en la misericordia. Sin embargo, con la misericordia a los demás, el hombre se asemeja al obrar de Dios. De manera que: «Por la caridad nos asemejamos a Dios, como unidos a El por afecto. Por eso es mejor que la misericordia, por la que nos parecemos a Él en la semejanza de obrar»[36].

 

La virtud de la misericordia

            La misericordia de Dios, en sentido estricto, no es una virtud, porque Dios no tiene hábitos operativos para que pueda obrar bien con mayor facilidad, tal como ocurre en las facultades del hombre. Dios obra misericordiosamente sin necesidad de ningún hábito.

            Tampoco la misericordia de Dios es un sentimiento. Puede serlo muchas veces en el hombre, porque: ««La misericordia entraña dolor de la miseria ajena. Este dolor se puede denominar de una doble manera: impulso del apetito sensitivo; y así la misericordia es pasión y no virtud». La misericordia es así un sentimiento natural. Ante el mal de los demás, el apetito sensible es movido a compasión, a una pasión o sentir, que no es ni virtud natural ni sobrenatural.

            El dolor de la misericordia puede ser un sentimiento voluntario de rechazo de este mal que lo provoca. Por tanto: «De una segunda manera puede denominarse afección del apetito intelectivo, si a uno le desagrada el infortunio ajeno».

            Si el sentimiento no pasional sino del apetito intelectivo o voluntad es dirigido por la facultad racional y rige y encauza al sentimiento pasional de misericordia, se convierte en la virtud de la misericordia. Sobre este sentimiento misericordioso voluntario, añade por ello el Aquinate: «Tal afección puede ser regulada por la razón, y, ya regulada, puede dirigir los movimientos del apetito inferior. Por donde San Agustín dice que “esta afección del ánimo (la misericordia) sirve a la razón cuando de tal suerte se tiene que se conserva la justicia, ora actuándola con el indigente, ora perdonando al arrepentido” (De civ. Dei, IX, c.5). Y porque la esencia de la virtud humana consiste en que los impulsos del ánimo sean regulados por la razón, como se desprende de lo dicho, es, en consecuencia, la misericordia virtud»[37].

           

La némesis

            Frente a su consideración de la misericordia como una virtud moral, natural o sobrenatural, Santo Tomás presenta la siguiente objeción: «Nada contrario a la virtud es laudable. La némesis es contraria a la misericordia, como dice Aristóteles (II Rhet., c. 9, n. 1). La némesis es pasión laudable, como el mismo dice en II Ehic. (c. 7, n. 15). Por tanto, no es virtud la misericordia»[38].

            Sobre la pasión o sentimiento de némesis escribió Aristóteles: «La justa indignación, en griego nemesis, es el medio entre la envidia, que se desconsuela al ver la felicidad ajena, y la alegría malévola, que se regocija con los males de otro. Ambos son sentimientos reprensibles, y sólo el hombre que se indigna con razón debe merecer nuestra alabanza».

            Para Aristóteles, la némesis o justa indignación es una virtud y, por tanto, está entre el exceso y defecto de dos vicios, la envidia y la alegría malévola. Explica que: «La justa indignación es el dolor que se experimenta al ver la fortuna de alguno que no la merece; y el corazón que se indigna justamente es el que siente las penas de este género. Recíprocamente se indigna también al ver sufrir a alguno una desgracia no merecida. He aquí lo que es la justa indignación y la situación del que se indigna justamente». La justa indignación es la tristeza por el bien no merecido o bien la tristeza por el mal no merecido.

            Sobre el vicio de la envidia, añade: «El envidioso es todo lo contrario en cuanto está pesaroso siempre de ver la prosperidad de otro, merézcala o no la merezca». La envidia es la tristeza por el bien del prójimo sea o no merecida.

            Sobre la alegría malévola indica que: «Como el envidioso, el malévolo, que se regocija con el mal, se considera feliz al ver la desgracia de los demás, sea o no esta merecida». Es un vicio que versa sobre la alegría que se experimenta sobre el mal de otros, sea o no merecido

            Nota, por último, Aristóteles que la némesis es distinta a estos vicios por ser una tristeza justa, porque se basa en el no merecimiento del bien o del mal. «El hombre, que se indigna en nombre de la justicia, no se parece en nada ni a uno ni a otro, y ocupa el medio entre estos dos extremos»[39].

            En la objeción, se presenta la misericordia como contraria a la némesis, también siguiendo a Aristóteles, que afirma que ««se contrapone sobre todo al compadecerse lo que se llama indignación»[40], pero advierte Santo Tomás en la correspondiente respuesta que: «El Filósofo habla allí de la misericordia y de la némesis como pasiones. Y son ciertamente contrarias por parte del modo de enjuiciar los males ajenos, pues mientras el misericordioso se duele por creer que los padecen indignamente, el nemesético se goza por estimarlos dignos de ello, y se contrista si a los indignos les sale bien. Y “ambas cosas son laudables y proceden de la misma raíz”, como allí mismo se dice. Pero más adelante se verá que a la misericordia se opone propiamente la envidia (q. 36, a. 3, ad 3)»[41].

           

La envidia

            A la envidia se le opone la virtud de la némesis, porque ambas implican la tristeza por el bien del otro. El vicio de la envidia lleva a la tristeza por todo bien del envidiado, sea merecido o no. En cambio, la virtud de la némesis sólo implica la tristeza por el bien no merecido. Sin embargo, nota Santo Tomás que mayor contrariedad a la envidia, la tiene la virtud de la misericordia, que también supone la tristeza, pero por el mal del prójimo, y además en sí mismo, sin la consideración de ser o no merecido[42].

            En el lugar de la Suma, que indica el mismo Aquinate, escribe: «La envidia, según el Filósofo, se opone a la némesis y a la misericordia, aunque de manera diferente: a la misericordia directamente, por contrariar al objeto principal, pues el envidioso se entristece del bien del prójimo, y el misericordioso de su mal; por eso los envidiosos no son misericordiosos, como allí mismo se dice, ni al contrario». El vicio de la envidia y la virtud de la misericordia por su oposición son incompatibles.

            La envidia se opone más directamente a misericordia que a la némesis, por su mayor oposición en sus objetos primarios, el bien y el mal.  «Por parte de aquel de cuyo bien se contrista el envidiosos, se opone la envidia a la némesis, ya que el nemesético toma tristeza del bien de quienes obran indignamente, al tenor del salmo: “Miré con envidia a los impíos viendo la prosperidad de los malos” (Sal 72, 3); y el envidioso, en cambio, la toma del bien de los dignos; con lo que es claro que la primera contrariedad es más directa que la segunda».

            A diferencia de Aristóteles, afirma Santo Tomás que la misericordia es una virtud, natural y sobrenatural y, en este último sentido vinculada a la caridad, que es su causa. «La misericordia es una virtud y efecto propio de la caridad; por donde la envidia se opone a la misericordia y a la caridad»[43].

            Otra diferencia  con la  noción aristotélica de la misericordia, la indica Santo Tomás al estudiar el pecado capital de la envidia e indicar que: «Puede uno entristecerse de los bienes de otros en cuanto le excede en los mismos. Y esto es propiamente la envidia. Es siempre mala, como enseña también Aristóteles (II Ret., c. 11, n. 1), pues se duele de lo que debía alegrarse, a saber del bien del prójimo».

            Se da otro tipo de tristeza por el bien ajeno, porque, nota también que: «De un tercer modo se contrista uno con el bien de otro en cuanto éste no es digno del bien que le sobreviene. Esta tristeza no puede nacer de bienes honestos, con los que uno se hace justo; antes bien como dice Aristóteles (II Ret, 9, 8), de riquezas y demás que suelen tocar a dignos e indignos, que, según él, se llama némesis y atañe a las buenas costumbres».

            Aristóteles no considera mala la némesis, sino virtud moral y, por ello, concierne a las «buenas costumbres». Santo Tomás no la considera como tal, aunque justifica la posición positiva de la némesis, al añadir: «Más esto lo decía por considerar los bienes temporales en sí mismos, en cuanto pueden parecer grandes al no mirar a los eternos. Pero conforme a la enseñanza de la fe, los bienes temporales que caben a los indignos por justa ordenación de Dios, están destinados o para su corrección o para su condena, y son como nada en comparación de los bienes futuros reservados a los buenos. Por lo cual en la Escritura se prohíbe esta tristeza: “No te impacientes con los malvados, no envidies a los que hacen el mal (Sal 36, 1) y en otro lugar: “Estaba ya deslizándose mis pies porque miré con envidia a los impíos, viendo la prosperidad de los malos” (Sal 72, 2, 3)»[44]. En la cultura cristiana, no tiene sentido la némesis, porque la prosperidad o desdicha de quienes no lo merecen está en manos de Dios y, por tanto, con una finalidad dirigida a la otra vida, único fin que importa.

La misericordia, por consiguiente, es una virtud moral, adquirida o infusa, que inclina a la compasión y al auxilio de la miseria de los demás. Como virtud, modera según el orden de la razón, este movimiento pasional o sentimiento de la compasión, en su justo medio. La misericordia, en sentido estricto, como voluntad de socorrer la miseria de los otros, es un efecto de la caridad, y en este sentido se encuentra en Dios, de manera perfecta. Dios es así infinitamente misericordioso.

 

Compatibilidad de la misericordia y la justicia

            Una importante consecuencia de esta doctrina de la misericordia, que se presenta en la cuestión «De la justicia y de la misericordia de Dios», también de la Suma teológica, es la siguiente: «en todas las obras de Dios se halla la justicia y la misericordia»[45]. Sin embargo, advierte Santo Tomás, en este mismo lugar, que: «con tal que por misericordia se entienda el remedio de un defecto cualquiera, no obstante que no se pueda llamar con propiedad defecto a toda miseria, sino sólo al defecto de la criatura racional, que es la que puede ser feliz, pues miseria es lo que se opone a la felicidad»[46].

            En Dios, la justicia y la misericordia siempre van unidas. Puede decirse que en los condenados se manifiesta principalmente la justicia de Dios y en los salvados, la misericordia, porque, como nota San Pablo: «naturalmente, estábamos destinados a la reprobación como los demás. Pero Dios rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo. Por pura gracia estáis salvados»[47].

            Precisa, Santo Tomás que: «esto no obstante, en la condenación de los réprobos aparece la misericordia, si no perdonando del todo, mitigando de algún modo las penas, puesto que no los castiga cuanto ellos han merecido. Como asimismo aparece la justicia en la conversión del pecador por cuanto Dios le perdona sus culpas por el amor que El mismo, misericordiosamente, le infunde, como leemos de la Magdalena: “Le son perdonados muchos pecados porque amó mucho” (Lc 7, 47)»[48].

El papa Francisco nota que: «Si Dios se detuviera en la justicia dejaría de ser Dios, sería como todos los hombres que invocan respeto por la ley. La justicia por sí misma no basta, y la experiencia enseña que apelando solamente a ella se corre el riesgo de destruirla. Por esto Dios va más allá de la justicia con la misericordia y el perdón. Esto no significa restarle valor a la justicia o hacerla superflua, al contrario. Quien se equivoca deberá expiar la pena. Solo que este no es el fin, sino el inicio de la conversión, porque se experimenta la ternura del perdón. Dios no rechaza la justicia. Él la engloba y la supera en un evento superior donde se experimenta el amor que está a la base de una verdadera justicia»[49].

La misericordia manifiesta la omnipotencia de Dios, pues: «En la raíz de toda obra divina aparece la misericordia, cuya virtud o influjo se prolonga en todo lo que se sigue, e incluso es la que actúa en ello con mayor energía, por lo mismo que la causa primera influye más vigorosamente que la segunda; y de aquí que Dios, por su inmensa bondad, otorga a una criatura lo mismo que le  debe con mayor largueza de lo que en justa proporción le corresponde, y aunque, para conservar el orden de la justicia, habría bastante con menos de lo que concede su bondad, que sobrepasa toda proporción exigida por las criaturas»[50].

Por su misericordia, Dios es «Padre de las misericordias y Dios de toda consolación»[51]. Dios es padre o fuente de todos los actos de misericordia. Al comentar estas afirmaciones de San Pablo, explica Santo Tomás que: «Por Cristo, el Padre nos lo ha dado todo. Pero débese saber que nosotros bendecimos a Dios, y Dios nos bendice a nosotros, pero son dos cosas distintas. Porque el decir de Dios es hacer. “Dijo, y así se hizo” (Gen, 1, 9 y 22, 18). De aquí que el bendecir de Dios es hacer el bien e infundir el bien, y así tiene razón de causalidad. “Yo
le bendije, y bendito será (Gen 27, 33). En cambio nuestro decir no es causal sino de reconocimiento o expresivo. De aquí que nuestro bendecir es lo mismo que reconocer lo bueno. Así es que cuando damos gracias a Dios, lo bendecimos, esto es, lo reconocemos como bueno y dador de todos los bienes. “Bendecid, cielos, a Dios, etc. (Tob 12, 6). Así es que con razón da gracias al Padre porque es misericordioso, por lo cual dice: “Padre de las misericordias”».

Además, añade: «Y porque consuela, por lo cual dice: y “Dios de toda consolación”. Y da gracias de dos cosas, de las cuales los hombres necesitan al máximo. Porque primero necesitan que se les libre de los males, y esto lo hace la misericordia, que quita la miseria; y el tener misericordia es lo propio del Padre. “Como un padre se compadece de sus hijos” (Sal 102, 13). Y también necesitan que se les conforte en los males que les sobrevengan. Y esto es propiamente el consolar, porque si el hombre no tuviere algo en que descansar su corazón cuando lo agobian los males, no resistiría. Así es que alguien consuela a otro cuando le proporciona algún sostén en el que descanse de las aflicciones».

Recibimos la misericordia de Dios en nuestros males y consuelo en nuestras tristezas, y debemos también, por ello, tener misericordia y consolar a los demás, porque: «Dios da a algunos especiales dones para que ellos mismos los difundan a los demás»[52]

 

Oración de la misericordia

            Se podría concluir esta exposición sintética de la doctrina de Santo Tomás sobre la misericordia con el primero y el último párrafo de la oración del papa Francisco para el Jubileo de la Misericordia, que la reflejan perfectamente:

«Señor Jesucristo, tú nos has enseñado a ser misericordiosos como el Padre del cielo, y nos has dicho que quien te ve, lo ve también a Él. Muéstranos tu rostro y obtendremos la salvación.

Tu mirada llena de amor liberó a Zaqueo y a Mateo de la esclavitud del dinero; a la adúltera y a la Magdalena del buscar la felicidad solamente en una criatura; hizo llorar a Pedro luego de la traición, y aseguró el Paraíso al ladrón arrepentido. 
Haz que cada uno de nosotros escuche como propia la palabra que dijiste a la samaritana: ¡Si conocieras el don de Dios! (…)

Te lo pedimos por intercesión de María, Madre de la Misericordia, a ti que vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amen»[53].

 

Eudaldo Forment



[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1848.

[2] Ibíd., n. 1846.

[3] Ibíd., n. 1850.

[4] Ibíd. n. 1851.

[5] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los romanos, c. 11, lec. 4.

[6] Ibíd., II-II, q. 27, Prol.

[7] Ibíd., II-II. q. 28, Prol

[8] SAN AGUSTÍN, La Ciudad de Dios, IX, c. V.

[9] SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 30, a. 1, in c.

[10] BOECIO, La Consolación de la Filosofía, III, prosa. 2.

[11] SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 30, a. 1, in c.

[12] Ibíd., II-II, q. 30, a. 1, ob. 1.

[13] Ibíd., II-II, q. 30, a. 1, ad. 1.

[14] Ibíd., I q.48, a.5 in c.

[15] Ibíd., I-II q.87 a.1 in c.

[16] Ibíd., I-II, q. 69, a.2, ob, 2.

[17] Ibíd., I-II q. 69 a.2, ad 2.

 

[18] Ibíd., I, q.48 a.6 in c.

[19] Ibíd., II-II. q. 19, a. 1, ob 3

[20] Ibíd., II-II. q. 19, a. 1, ad 3

[21] Ibíd., II-II, q. 30, a. 1, ad  2.

[22] Ibíd., II-II, q. 30, a. 2, in c.

[23] ÍDEM, Comentario a la Epístola a los Romanos,  c. 12, lección 3.

[24] Ibíd., II-II, q. 30, a. 2, in c.

[25] Ibíd., II-II, q. 161, a. 2, in c.

[26] Ibíd., II-II, q. 161, a. 1, ad 3.

[27] Ibíd., II-II, q. 162, a. 3, in c.

[28] Ibíd., II-II, q. 30, a. 2, ad 3.

[29] Ibíd., II-II, q. 30, a. 2, in c.

[30] Ibíd., II-II, q. 30, a. 2, ad 1.

[31] Ibíd., II-II, q. 30, a. 4-

[32] Ibíd. II-II, q. 30, a. 4, in c.

[33]FRANCISCO, Misericordiae Vultus. Bula de convocación del Jubileo Extraordinario de la misericordia, 6.

[34] SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 30, a. 4, in c.

[35] Ibíd., II-II, q. 30, a. 4, ad 2.

[36] Ibíd., II-II, q. 30, a. 4, ad 2.

[37] Ibíd., II-II, q. 30, a. 3, ad 3.

[38] Ibíd., II-II, q. 30, a. 3, ob. 2.

[39] ARISTÓTELES, La gran moral,  I, c. 25.

[40] ÍDEM. Retórica, II, c. 9., n. 1.

[41] SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 30, a. 3, ad 2.

[42] La némesis también puede importar tristeza por el mal del prójimo, pero a diferencia de la misericordia, que se entristece por todo mal, lo hace siempre que sea no merecido, y, por tanto, por  el mal de los buenos

[43] SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 36, a. 3, ad 3..

[44] Ibíd., II-II, q. 36, a.2, in c.

[45] Ibíd., I, q. 21, a. 4.

[46] Ibíd.-. I, q. 21, a. 4, in c

[47] Ef 2, 3b-5.

[48] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I, q. 21, a. 4, ad 1.

[49] FRANCISCO, Misericordiae Vultus. Bula de convocación del Jubileo Extraordinario de la misericordia, 21. Añade seguidamente: «Debemos prestar mucha atención a cuanto escribe Pablo para no caer en el mismo error que el Apóstol reprochaba a sus contemporáneos judíos: “Desconociendo la justicia de Dios y empeñándose en establecer la suya propia, no se sometieron a la justicia de Dios. Porque el fin de la ley es Cristo, para justificación de todo el que cree” (Rm 10,3-4). Esta justicia de Dios es la misericordia concedida a todos como gracia en razón de la muerte y resurrección de Jesucristo. La Cruz de Cristo, entonces, es el juicio de Dios sobre todos nosotros y sobre el mundo, porque nos ofrece la certeza del amor y de la vida nueva» (Ibíd.).

[50] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I, q. 21, a. 4, in c.

[51] 2 Cor 1, 3.

[52] SANTO TOMÁS, Comentario a la Segunda epístola a los corintios, c. 1, lec. 2.

[53] FRANCISCO, Oración del Santo Padre Francisco para el jubileo extraordinario de la misericordia .    

1 comentario

  
Manuel Ocampo Ponce
Como siempre excelente Dr. Forment. Además de oportuno en este mar de confusión en torno a este tema tan importante dentro de la doctrina católica.
El que este tema no quede claro, es de vida o muerte para los bautizados.
Saludos, muchas gracias y muchas felicidades.
04/02/16 12:44 AM

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