XXXV. Los pecados personales

La causa primera del pecado

            La causa de todos los pecados del hombre es el egoísmo, o del exceso del amor a sí mismo.  Explica Santo Tomás que: «el amor de sí es bueno y obligatorio, como lo confirma el que, en la Escritura se manda al hombre que ame al prójimo como a sí mismo (Lev 19,18)»[1].

            El amor a sí mismo pasa a ser malo, si es desordenado. «El amor ordenado de sí mismo es obligatorio y natural, a condición de que se desee un bien conveniente. En cambio, el amor desordenado, que lleva hasta el desprecio de Dios, como afirma san Agustín, es el que es causa del pecado»[2].

            Santo Tomás se refiere a unas palabras de San Agustín, que cita en el “sed contra” de este mismo artículo, dedicado a la cuestión del amor de sí mismo como principio de todo pecado: «Por otra parte, declara San Agustín que “El amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios es quien construye la ciudad de Babilonia” (La ciudad de Dios, XIV, c.28)»[3].

            En este lugar de La Ciudad de Dios, escribe San Agustín: «Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. La primera se gloría en sí misma; la segunda se gloría en el Señor. Aquélla solicita de los hombres la gloria; la mayor gloria de ésta se cifra en tener a Dios como testigo de su conciencia. Aquélla se engríe en su gloria; ésta dice a su Dios: “Gloria mía, Tú mantienes alta mi cabeza”(Sal 3, 4). La primera está dominada por la ambición de dominio en sus príncipes o en las naciones que somete; en la segunda se sirven mutuamente en la caridad los superiores mandando y los súbditos obedeciendo. Aquélla ama su propia fuerza en los potentados; ésta le dice a su Dios: “Yo te amo, Señor; Tú eres mi fortaleza”(Sal 17, 2)»[4].

            La conversión a sí mismo, que implica el egoísmo, es más radical que la conversión a las criaturas. El dirigirse desordenadamente a lo creado, y anteponer lo así  a Dios mismo y a sus leyes, de manera primaria y directa o secundaria e indirecta, característica que se encuentra en todo pecado, no es su causa primera y fundamental. Lo es, en cambio, el desorden del amor a sí mismo, porque es la causa del desorden del amor a los bienes terrenos, causa inmediata del pecado.

            Nota el Aquinate que: «la voluntad que, apartándose de la regla de la razón y ley divina, persigue un bien temporal, produce directamente un acto pecaminoso»[5], y de este modo: «La causa propia y directa del pecado hay que tomarla de su conversión al bien temporal; en este sentido, todo acto de pecado procede de algún desordenado apetito del bien temporal. Y a su vez, el que uno apetezca desordenadamente bienes temporales procede del amor desordenado de sí mismo, pues amar a uno es quererle bien para él»[6].

            En todo pecado los bienes terrenos o temporales, que se desean de manera desordenada, se quieren, en definitiva, para sí mismo. Aunque parezca que la causa de cualquier pecado esté en la conversión desordenada de los bienes terrenos y temporales, su inicio se encuentra básicamente en el egoísmo. En el pecado, se desean desordenadamente los bienes para sí mismo, pero tales deseos han brotado del amor a sí mismo.

            El deseo del egoísmo es una conversión a sí mismo. En el egoísmo uno mismo se toma como el fin absoluto de la propia vida o en el valor supremo. Por tanto, es un desorden del amor de sí mismo, porque se tiene un amor a sí con prioridad y hasta con exclusión de Dios y de todos los demás. Este amor egoísta es la causa universal interna de todo pecado.

 

Las tres concupiscencias

            A su tesis de que del egoísmo o del amor en exceso de sí mismo, que no respeta las leyes racionales y divina, broten todos los deseos desordenados de bienes mundanos, sea la causa de todo pecado, Santo Tomás presenta un aparente reparo con el siguiente texto bíblico: «No améis al mundo, ni las cosas que hay en el mundo. Si alguno amare al mundo no está en la caridad del Padre; pues todo lo que hay en el mundo, que es o concupiscencia de la carne, o concupiscencia de los ojos, o soberbia de la vida, no viene del Padre, sino que viene del mundo»[7].

            Según este pasaje estas tres concupiscencias, o estos tres deseos o amores, que aquí tienen el sentido de desordenados, con los que se caracteriza la mundanidad o el espíritu mundano, serían las causas de todos los pecados. Para resolver esta aparente contrariedad, el Aquinate nota, en primer lugar, que: «El bien es doblemente objeto del apetito sensitivo, en que están las pasiones del alma, que son causa del pecado: primero, en un orden absoluto, en cuanto que el bien es objeto del apetito concupiscible; segundo, bajo la razón de arduo, como objeto del apetito irascible».

            Todo deseo pertenece a dos modos generales. El primero es el deseo concupiscible o simple deseo, que es la atracción hacia un bien o el rechazo ante un mal, considerados en sí mismos. El segundo es el deseo irascible, la atracción hacia bienes difíciles.

            En segundo lugar, indica santo Tomás que se puede dividir al simple deseo en dos clases: «El natural, que tiende a las cosas con que nuestra naturaleza se sustenta, ya sea en orden a la conservación del individuo, como en la comida, la bebida y cosas de este género; ya sea en cuanto a la conservación de la especie, como en lo referente a lo carnal. El apetito desordenado de todo esto se dice “concupiscencia de la carne”».

            La otra clase es el deseo «anímico, es decir, el deseo de aquellas cosas que no procuran sustento o delectación corporal, sino que son deleitables por medio de la aprehensión imaginativa o similar, como son el dinero, el ornato de los vestidos y cosas semejantes».

            El deseo anímico o espiritual se llama así porque requiere, para tener el deseo, las facultades superiores del alma. Cuando es desordenado: «Esta concupiscencia anímica se llama “concupiscencia de los ojos”: ya se tome como concupiscencia de los ojos mismos, esto es, de la visión, que se realiza por medio de los ojos, de modo que se refiera a la curiosidad, según lo que san Agustín expone en el libro X de las Confesiones (c.35); ya se refiera a la concupiscencia de las cosas que externamente se presentan a los ojos, de modo que designe la codicia, según explican otros»[8].

            También, en la cuestión de la Suma, en la que se ocupa de la concupiscencia, en cuanto tal o mero deseo, independientemente de si es ordenada o desordenada, afirma que hay un doble deseo o concupiscencia. «El primer modo de deseo, o sea el natural, es común a los hombres y a los otros animales, puesto que para unos y para otros hay algo conveniente y deleitable según la naturaleza. En estas cosas todos los hombres están de acuerdo, y por eso Aristóteles, en la Ética (III, c.11 1), las llama “comunes” y “necesarias”».

            Hay un segundo, el deseo anímico. Por ser un deseo, en el que interviene el espíritu, aunque se basa en el natural, lo sobrepasa. De ahí que: «Es propio del hombre, a quien le compete concebir como bueno y conveniente fuera de lo que requiere la naturaleza. Por eso en la Retórica (I, c.11 1), Aristóteles dice que las primeras concupiscencias son “irracionales”, y las segundas “con la razón”. Y como los que son diferentes razonan de diversa manera, por eso las segundas son llamadas también en la Ética (III, c.11, 1) “propias y añadidas” esto es, a las naturales»[9]

            En los deseos meramente naturales, lo deleitable viene exigido por la misma naturaleza del animal o del hombre. En cambio, en los deseos anímicos o espirituales, su objeto deleitable lo es por la intervención de las facultades intelectuales humanas. Este tipo de deseo natural y espiritual no está arraigado de un modo inmediato en la naturaleza sensible humana sino en la racional.

            Hay que notar que la mayoría de los deseos del hombre son de este tipo de deseos o concupiscencias racionales. En el hombre, sus concupiscencias naturales, como los deseos de alimentos y los carnales, cuyo desorden originan respectivamente los pecados capitales de la gula y la lujuria, están atravesados de  deseos culturales y son así concupiscencias espirituales. De manera que: «Aquello mismo que se apetece con apetito natural, puede ser deseado por el apetito anímico una vez que haya sido aprehendido»[10].

            También debe reparase que, en el desorden de los deseos espirituales, que han resultado de la modificación de los naturales, más que el fin característico de las tendencias de la propia naturaleza,  que es el deleite o placer sensible, que sigue naturalmente a su ejercicio, se busca  pero por medio de la imaginación, el pensamiento, o el lenguaje.  En el sibaritismo, se puede advertir este tipo de gula cultural, e igualmente en el   erotismo comercializado, una lujuria «no natural».

            Existen también deseos meramente espirituales, como lo son los deseos sin conexión directa con los deseos naturales. Tales deseos, que son simplemente deseos anímicos o espirituales, tampoco en sí mismos son malos. Desordenados producen los vicios de la avaricia, y de la vanagloria.

            Con desorden, los deseos irascibles, o de bienes arduos, dan lugar igualmente a otros pecados. Sin embargo, ya no son tan básicos, como los originados por el deseo concupiscible, porque no es tan fácil caer en ellos, por la dificultad del bien que se pretende. Los deseos irascibles ya no se dividen en naturales ni anímicos, porque todos los desórdenes de las pasiones o movimientos de los apetitos irascibles dan lugar sólo a pecados anímicos o espirituales. Son de este tipo los restantes pecados capitales: envidia, ira y acidia o tristeza por un bien espiritual, que lleva al desánimo y al abatimiento y que impide el obrar.

            Finalmente, respecto al tercer deseo o concupiscencia, que se indica en el texto de la Escritura, entiende santo Tomás que: «El apetito desordenado de un bien arduo pertenece a la “soberbia de la vida”, pues soberbia es el apetito desordenado de excelencia».

            Por consiguiente, los pecados de la gula y de la lujuria, en cuanto basados en desórdenes de deseos naturales, se corresponden a la concupiscencia de la carne, de la que se habla en la Escritura, entendida como lo natural. A los deseos anímicos desordenados de la avaricia y la vanagloria, se refiere la concupiscencia de los ojos. La soberbia es designada con la expresión la «soberbia de la vida».

             Puede Santo Tomás concluir, por ello, por una parte, que: «Todas las pasiones que son causa del pecado se pueden reducir a estas tres, pues todas las pasiones de la parte concupiscible se reducen a las dos primeras; y a la tercera, todas las de la irascible, la cual no se divide en dos, porque todas las pasiones de la irascible se adaptan a la concupiscencia espiritual»[11].

            Por otra, que el egoísmo o «el amor desordenado de sí mismo es causa de todo pecado», porque: «en el amor desordenado de sí mismo está incluido el apetito desordenado del bien, porque todo el que ama quiere el bien para el amado»[12]. La procedencia de los desordenes del bien de las tres concupiscencias es, por tanto, el egoísmo. Podrá decirse que las concupiscencias de la que habla San Juan, a las que se reduce todo el pecado del mundo, son como tres efectos del egoísmo.

 

La explicación agustiniana de la  mundanidad    

            Al comentar de Santo Tomás esta pasaje de la Primera carta de San Juan, al ocuparse de la«concupiscencia de los ojos», o el deseo anímico o cultural, refiere que san Agustín había destacado más el aspecto de la curiosidad —el interesarse por lo que no debería tener interés para uno mismo— que el de la vanagloria. En el pasaje que cita de las Confesiones, se lee: «Además de la concupiscencia de la carne, que radica en la delectación de todos los sentidos y voluptuosidades, sirviendo a la cual perecen los que se alejan de ti, hay una vana y curiosa concupiscencia, paliada con el nombre de conocimiento y ciencia, que radica en el alma a través de los mismos sentidos del cuerpo, y que consiste no en deleitarse en la carne, sino en experimentar cosas por la carne. Esta curiosidad, como radica en el apetito de conocer y los ojos ocupan el primer puesto entre los sentidos en orden a conocer, es llamada en el lenguaje divino “concupiscencia de los ojos”»[13].

            Años más tarde, también en su comentario a esta epístola, san Agustín justificó esta interpretación. Comenzó aclarando el sentido del término mundo. «Se denomina mundo –escribe– no sólo esta obra que hizo Dios, a saber, el cielo, la tierra, el mar, las cosas visibles e invisibles, sino también a los habitantes de este mundo; al estilo que llaman “casa” a las paredes y a sus habitantes».

Estos dos sentidos de mundo, son distintos al igual que: «No es lo mismo decir: “¡Buena casa!” refiriéndonos a la construida con mármol y con bellos artesonados, que decir: «¡Buena casa!», refiriéndonos a aquella en quien nadie sufre injusticia alguna y en la que no se dan ni rapiñas ni opresiones. Ahora no alabamos las paredes, sino a las personas que habitan en su interior aunque se llame casa a lo uno y a lo otro».

Los hombres que están en el mundo en el primer sentido: «Todos son, pues, amantes de este mundo porque habitan en él por amor a él; de igual manera son habitantes del cielo aquellos cuyos corazones están en lo alto, aunque con el cuerpo caminen por la tierra. Todos los amadores del mundo se llaman mundo». Sin embargo, a los habitantes del mundo cuyo amor supremo «está en lo alto», no se les pueden llamar mundo, en un tercer sentido, que implica estar cerrado a este amor como fin último. 

            El mundo, en el sentido de los que ponen su fin último en el mismo mundo: «no tienen más que estas tres cosas: la codicia de la carne, el deseo de los ojos y la ambición del siglo»[14].

            Explica seguidamente que respecto al primer amor desordenado de los mundanos: «Desean, pues, comer, beber, la unión carnal, tener a mano esos placeres. ¿Acaso no hay en ellos una medida asumible? O, cuando se dice: «No améis esas cosas», ¿se dice mirando a que no comáis, no bebáis o no procreéis hijos? No es eso lo que se dice. Pero haya mesura en esas cosas en atención al creador, para que no os aten con ese amor. No améis para gozar de ello, algo que debéis tener sólo para usarlo (…). En esto, nos dice (la carta), consiste la concupiscencia de la carne: en apetecer las cosas que pertenecen a la carne, como el alimento y la unión carnal y demás cosas semejantes»[15].

            En cuanto al segundo amor: «la concupiscencia de los ojos», explica seguidamente San Agustín: «Llama concupiscencia de los ojos a toda curiosidad. ¡En cuán numerosos ámbitos se manifiesta dicha curiosidad! Se halla en los espectáculos, en los teatros, en los ritos diabólicos, en las artes mágicas, en los maleficios. A veces tienta incluso a los siervos de Dios para que quieran hacer como un milagro y probar si Dios les oye gracias a los milagros: eso es curiosidad, es decir, concupiscencia de los ojos, que no viene del Padre»[16].

            Al pecado de la curiosidad, entendido como el deseo desordenado de conocer algo inútil o perjudicial y, por tanto, como un desorden del conocimiento sensitivo o del intelectivo, incluye San Agustín, la llamada «tentación a Dios», porque es querer saber más o comprobar algo que es una verdad de fe.

            A continuación a los que han recibido la gracia gratis dada de hacer milagros, consecuentemente, les pide a que sean humildes. «Si Dios te concedió el poder de hacer milagros, hazlos, pues te lo ofreció para que los hagas. Pero sabiendo que no dejarán de pertenecer al reino de los cielos quienes no los hicieron. Cuando los apóstoles se llenaron de gozo porque se les habían sometido los demonios, ¿qué les dijo el Señor? “No os alegréis de eso; alegraos más bien de que vuestros nombres están inscritos en el cielo” (Lc 10,20). Quiso que los apóstoles se alegrasen de lo mismo de que te alegras tú. Pues ¡ay de ti, si tu nombre no está inscrito en el cielo! ¿Acaso hay que decir: ¡ay de ti si no resucitas muertos, si no caminas sobre el mar, si no expulsas demonios!? Si recibiste la facultad de hacer estos prodigios, usa de ella con humildad, sin orgullo. Pues el Señor dijo de algunos pseudoprofetas que habían de hacer signos y prodigios(Mt 24,24)»[17]

            A la tercera concupiscencia, San Agustín la interpreta pomo ambición mundana, como el deseo o amor por las riquezas, el poder los honores o la fama, al concluir: «No haya, pues, ambición mundana. La ambición mundana es el orgullo. Quiere jactarse en los honores. El hombre se cree grande o por sus riquezas o por cualquier otra forma de poder. Ha mencionado (San Juan) tres realidades y no hallarás ninguna otra cosa en que sea puesta a prueba la malsana apetencia humana que no sea la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos o la ambición mundana»[18].  

            Ambición, que por identificarla con el orgullo, la relacionaría con la soberbia. El orgullo es el pecado por el que hombre se considera y siente como superior a los demás y, por ello, generalmente les muestra su desprecio y procura alejarse de ellos. Es uno de los tipos o especies de soberbia, o la búsqueda desordenada de la propia excelencia, porque en el deprecio a los demás está la pretensión de ser superior más excelente, y desear que sólo se destaque el bien poseído.

 

Los pecados capitales

La triple concupiscencia, ramificación del egoísmo, causa eficiente primera universal del pecado, a su vez produce los pecados capitales. Los vicios capitales, en cuanto hábitos malos, o pecados capitales constituyen, los orígenes o principios que pueden causar todos los demás pecados, en cuanto que son como su cabeza o lo que los orienta a su finalidad. Son como las principales direcciones que toman todos los vicios.

Los vicios capitales no son los más graves, algunos como la gula son la mayoría de las veces veniales, pero son como su cabeza en cuanto facilitan la finalidad a todos los demás. «Vicio capital es el que origina nuevos vicios como causa final de los mismos; es decir, que él tiene un fin tan deseable, que el apetito se siente atraído de muchas maneras a pecar. ¿Qué es lo que hace codiciable un fin? El poseer alguna de las condiciones que implica la felicidad plena de la naturaleza»[19]. En este sentido los pecados no capitales aparecen como los medios para conseguir el fin que se propone el pecado capital.

Explica Santo Tomás que a los vicios o pecados capitales se los denomina de esa forma porque: «“Capital” es voz derivada de cabeza. Cabeza, a su vez, en sentido propio, es un miembro del animal con carácter de principio y fuerza directiva de todo su ser. De ahí brota el que metafóricamente llamemos cabeza a todo principio: e incluso a los mismos hombres que gobiernan y dirigen a sus semejantes se les llama cabezas. (…) (Por ello,) se llama vicio capital aquel del cual proceden, como de causa final —que es el origen formal—, otros pecados. Por tanto, el vicio capital es no solamente principio de otros pecados, sino en cierto sentido, directivo de los otros (…) Por eso, san Gregorio (Libros de moral, XXXI, c.4) compara estos vicios a “los generales de un ejército”»[20]

            Los pecados capitales, al inclinar al hombre a otros pecados, conducen a otras faltas todavía más graves y que alejan más de Dios. Estas series de pecados encadenados hacen que el hombre no llegue al mal hasta su perversidad total sino paulatinamente.  

Corrientemente se enumeran como capitales estos siete: la soberbia, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula, y la pereza[21]. Santo Tomás asume este esquema, pero con dos peculiaridades. La primera es que en lugar de la pereza, que es la falta de voluntad para realizar una actividad, la sustituye por la acedia, que expresa mejor el pecado que nombraba San Gregorio, la tristeza, en el sentido actual de depresión.

En segundo lugar, en este esquema septenario de los pecados capitales, la soberbia no es como lo son los pecados de la concupiscencia de la carne y de la concupiscencia de los ojos, un pecado capital. En su lugar, pone la vanagloria, o el deseo de la propia alabanza, el honor y la gloria, sin méritos o sin ordenarla a su verdadero fin, que es el bien del prójimo y la gloria de Dios[22].

La vanagloria es, por tanto, el deseo desordenado de alabanza. No es lo mismo que la vanidad o jactancia, que consiste es alardear o alabarse por alguna cualidad, pero si es su fin. Indica el Aquinate al tratar el pecado capital de la vanagloria que: «Los pecados que de suyo están ordenados al fin de un pecado capital, se llaman hijos del mismo. El fin de la vanagloria es la manifestación de la propia excelencia. Y a él puede tender el hombre (…) y tenemos la jactancia»[23].

La vanagloria es un pecado que implica «gloriarse de cosas que no existen (…) o de cosas terrenas o caducas (…) o del testimonio de los hombres, cuyo juicio es falible»[24]. No parece tener sentido «gloriarse por el testimonio de la alabanza humana, como si fuera ésta algo de gran precio»[25], sin embargo, con la vanagloria se pone como fin.

            Prueba Santo Tomás que la vanagloria es un pecado capital con el siguiente argumento: «Entre los bienes por los cuales consigue el hombre la excelencia, parece ser el principal la gloria, que implica la manifestación de alguna bondad, ya que el bien es naturalmente amado por todos. Por lo cual, así como por la “gloria ante Dios” consigue el hombre la excelencia en el orden sobrenatural, por la “gloria de los hombres” la consigue en el orden humano».

            La excelencia, que desea por naturaleza todo hombre, es el fin de la vanagloria, o el aparecer ante los demás, porque se considera con la caída en este pecado, que esta exhibición desordenada, es un medio para lograr el fin de la excelencia. «Por consiguiente, dada su proximidad a la excelencia, que los hombres desean más que ninguna otra cosa, síguese que es muy apetecible, y que de su deseo desordenado nacen muchos pecados. De ahí que la vanagloria constituya un pecado capital»[26].

            No es unánime la consideración de la vanagloria como pecado capital, porque: «Algunos hablan de pecados capitales de dos modos distintos, ya que hay quienes ponen entre ellos la soberbia (San Isidoro, Cuestiones sobre el Antiguo Testamento, In Deum. 7, 1, c.16) en vez de la vanagloria. San Gregorio Magno (Libros de moral, XXXI, c.45), en cambio, pone la soberbia como “reina de todos los vicios” y la vanagloria, que nace inmediatamente de ella, la coloca entre los pecados capitales. Y con razón. Pues la soberbia lleva consigo un deseo desordenado de excelencia».

 

La soberbia

Al igual que el papa y doctor de la Iglesia San Gregorio Magno (540-604), Santo Tomás considera que la soberbia, o el deseo desordenado de la propia excelencia, no es un pecado capital, sino que es más que un pecado capital. La soberbia es el origen, en el sentido de finalidad o causa final, no de algunos sino de todos los vicios y pecados. La soberbia tiene una mayor capitalidad que cualquier pecado capital.

            Por ser la soberbia: «un deseo desordenado de excelencia y como de todo bien que se apetece se sigue cierta perfección y excelencia, por eso los fines de todos los pecados se ordenan al de la soberbia. Por ello, parece ejercer cierta causalidad sobre los demás pecados y no debe ser computada entre los principios especiales de los pecados, como son los pecados capitales»[27].

            La soberbia tiene una capitalidad mayor que la de los pecados capitales. Está por encima de ellos, porque es la “cabeza” o fin de los siete pecados capitales. Por ello, no da origen a varios pecados, sino a todos el. En cuanto a su fin, la soberbia es el principio directo y directivo de todos los pecados.

            Es difícil acceder directamente a ella. Si no fuera por su instalación en los deseos desordenados espirituales de la avaricia o de la vanagloria, que le han conducido a la soberbia, el soberbio advertiría su carácter tan alejado de lo natural. La soberbia no sólo es difícil por desordenar un deseo irascible, sino también absurda, por su patente falsedad y mentira.

            Santo Tomás lo confirma con el texto bíblico: «El principio de todo pecado es la soberbia»[28]. Después de citarlo, añade, que en todo el capítulo 10 del libro del Eclesiástico, al que pertenece, se: «habla claramente de la soberbia como apetito desordenado de propia excelencia. Consta por lo que se sigue: “Dios derribo los tronos de los príncipes soberbios” (Eclo 10, 17). Y en todo el capítulo nos habla de la misma materia. Por consiguiente, debemos defender que la soberbia, en cuanto pecado especial, es también principio de todos los pecados»[29].

 

La soberbia y la caridad

            A su vez en este mismo lugar del Eclesiástico se dice que: «El principio de la soberbia del hombre es apostatar de Dios, porque su corazón se apartó del que le hizo»[30]. El fin de la soberbia es la aversión a Dios. Explica también Santo Tomás que con ella: «se intenta suprimir la sumisión del hombre a Dios, en cuanto el ser humano se eleva sobre las propias fuerzas y sobre la línea señalada por la ley de Dios, contrariando a San Pablo que dijo: “Nosotros, pues, no nos gloriaremos fuera de medida, sino según la medida de la regla con que Dios nos ha medido, medida que alcanzará hasta vosotros” (II Cor 10, 13). Por eso enseñó el Eclesiástico que: “el principio de la soberbia del hombre es apostatar de Dios” (Eclo  10, 14), es decir o no someterse a la regla por él señalada»[31].

            En su Comentario a la Segunda Epístola a los Corintios, Santo Tomás explica el pasaje de San Pablo, citado de la Suma, texto que, en la actualidad, se califica de oscuro y general. Comienza con la referencia a la llamada La Glosa, utilizada en la teológica medieval. «La glosa dice que esto trata de la medida de la prelacía de San Pablo, o sea, según medida, conforme al pueblo medido para mí por Dios, pueblo cuyo prelado soy yo y su regla para dirigirlo»[32].

            En este mismo sentido se acostumbra a interpretar en nuestros días. En el comentario o “glosa” a este versículo de José M. Bover se lee: «El pensamiento del Apóstol es éste: el apostolado se puede comparar a un campo bien medido y parcelado, que el amo ha distribuido a diversos trabajadores para que lo cultiven, teniendo cada uno de ellos señalada a su actividad una determinada porción de terreno, dentro de cuyos términos debe mantenerse, no siéndole lícito traspasar los límites, fuera de los cuales se encuentra ya el terreno encomendado a otro. Ahora bien, los adversarios de San Pablo le acusaban de extralimitarse traspasando los linderos a él señalados, como si la Iglesia de Corinto no le tocase a él, sino a otros enviados de Cristo. Rechaza esta acusación afirmando que no se sale del terreno que Dios le ha marcado; y que por tanto es falso que se glorié de los trabajos de los otros como la cosa propia»[33].

            Como hace muchas veces en sus comentarios a las epístolas de San Pablo, Santo Tomás da una interpretación más profunda, al escribir seguidamente: «Pero esto mismo se puede más universalmente tomar, de modo que la medida de la regla signifique la cantidad de la gracia»[34].  

            En el pasaje citado de la Suma Teológica indica que la regla es la ley, la ley natural o la ley escrita, de la Escritura o de Moisés, pero puede extenderse también a «la ley de amor y de la gracia, que es la ley de Cristo»[35]. Por ello, en el comentario a la epístola de San Pablo, concluye: «Y en tal caso éste es el sentido: Pero nos gloriamos conforme a la medida con la que Dios nos mide esto es, conforme a la cantidad de la gracia que Dios nos ha dado “A cada uno de nosotros se le ha dado la gracia” (Efes 4, 7). La cual gracia es nuestra regla para no independizarnos ni desviarnos de Dios. Con la cual nos mide Dios, porque cualquiera que sea el bien que hagamos evangelizando y tratando con vosotros y con otros, todo me es concedido por Dios para vosotros y para otros»[36].

            Con el pecado de la soberbia, por consiguiente, se peca directamente contra Dios, pero también puede pecarse contra el prójimo, tal como también expone el Aquinate en la siguiente respuesta a una objeción de la cuestión sobre la soberbia de la Suma. «Todo acto de soberbia contraria a la ley divina, pues reniega de someterse como debe. Y a veces contraria incluso al amor del prójimo, porque se antepone a todos los demás y se niega a reconocer a sus superiores, viniendo a oponerse nuevamente por este camino a la ley de Dios, que manda acatar la autoridad de los mayores»[37].

 

Las causas del pecado

            En su misma naturaleza, de deseo desordenado de la propia excelencia, y como principio o fin general de todos los pecados, tiene una especie de «trascendentalidad» sobre todos ellos. Explica Santo Tomás que: «San Gregorio, que se fijó en ese influjo universal sobre los demás pecados, la consideró como reina y madre de todos los vicios en esta hermosa descripción: “Cuando la soberbia, reina de los vicios, se hace dueña del

Corazón, lo entrega a los siete vicios capitales, lo mismo que a capitanes de un ejército de devastación, de los que nacen otros muchos vicios” (Libros de moral, XXXI, c.45)»[38].

            La soberbia es el principio en cuanto que es el fin o causa final de todos los pecados, ya que el fin es lo primero en la intención. En cambio, el egoísmo, como también se afirma en la Escritura, es el origen o causa eficiente principal del pecado. En este sentido, se lee en los Evangelios: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo»[39]. Para poder seguirle, Cristo pide combatir el egoísmo. Del egoísmo brota la triple concupiscencia, de la que el apóstol Santiago afirma que: «Cada uno es tentado por sus propias concupiscencias, que le atraen y seducen»[40]. La concupiscencia o deseo desordenado, arraigado en el egoísmo o en el amor desordenado de sí mismo, es la causa eficiente de los pecados.         ´

            También se afirma en la Escritura que: ««La avaricia es raíz de todos los males»[41]. La avaricia es la causa eficiente instrumental, el medio que nutre y, por tanto, permite todos los pecados. El objeto de la avaricia: «sirve para todo, como las riquezas, porque por ellas piensan los hombres que lo tienen todo.

            El origen de lo que causa el pecado, como causa final, causa eficiente y causa instrumental es el mismo: el pecado original, que es un hábito o una: «disposición desordenada que proviene de la ruptura de la armonía constitutiva de la justicia original; lo mismo que la enfermedad corporal es una disposición desordenada del cuerpo por la que se rompe la proporción en que consiste la salud. Por eso se llama al pecado original “enfermedad de la naturaleza” (Pedro Lombardo, Sent., 2 d.30 q.8)»[42].

 

El pecado y la muerte

Pocos autores contemporáneos han advertido la realidad del pecado en la naturaleza humana como Vladimir Soloviev (1853-1900), «uno de los más grandes filósofos rusos cristianos de los siglos XIX y XX»[43], tal como lo calificó Juan Pablo II. El Papa dijo que:«Su pensamiento, apoyado en la sabiduría de Dios y en los fundamentos espirituales de la vida, así como sus intuiciones concernientes a la filosofía moral y al sentido de la historia humana, han influido en el rico florecimiento del pensamiento ruso contemporáneo, y han repercutido igualmente en la cultura europea»[44].

Una de la líneas de su pensamiento, destacado también por San Juan Pablo II, es la tesis con la que comienza el Prefacio de su original obra Los fundamentos espirituales de la vida: «La razón y la conciencia denuncian la malignidad y la vanidad de nuestra común vida mortal y reclaman su enmienda; pero el hombre, sumergido, en esta vida mala, debe, para corregirla, hallar fuera de ella un punto de apoyo»[45].

            Esta sería la función esencial de la religión. «El problema que ella debe resolver es la corrección de nuestra vida pervertida. Porque, en general, vivimos como impíos, de una manera que no es humana, como esclavos de la naturaleza inferior: nos rebelamos contra Dios, estamos desunidos entre nosotros y nos hacemos esclavos de nuestra carne cuando precisamente la actitud opuesta es indispensable para que nuestra vida sea verdadera vida y tal como debe ser: sumisión libre a Dios, unión mutua de las almas y dominio sobre la naturaleza»[46].

            Las primeras líneas del primer capítulo de la obra, que aclaran el dilema esclavitud o servicio libre a Dios, son una acertada descripción de la situación del hombre en la mundanidad. Así comienza su Introducción: «Dos aspiraciones vecinas, como dos alas invisibles elevan el alma humana por encima del resto de la naturaleza: la sed de inmortalidad y la sed de verdad, o perfección moral».

            Los dos afanes, que como «alas» mueven al hombre, son el afán de inmortalidad y el afán de verdad y de bien. Ambos están unidos, porque la inmortalidad y la verdad con el bien se exigen mutuamente. «La una sin la otra es un absurdo. La vida inmortal, sin la perfección moral no es un bien (…) La existencia inmortal, sin la verdad y la perfección, sería un tormento eterno y, de modo igual, la perfección privada de inmortalidad sería una irritante injusticia y un insulto desmedido»[47].

            El problema del hombre es que su doble afán impreso en su naturaleza se ve frustrado a lo largo de toda su vida natural, porque: «Si nuestra alma, por todo lo mejor que tiene en sí, desea a la vez la inmortalidad y la verdad, de hecho el orden de la naturaleza nos priva de una y otra. El hombre entregado a sí mismo, no puede lograr ni conservar su vida ni su dignidad moral: no puede escapar ni de la muerte corporal, ni de la muerte espiritual»[48].

            Advierte Soloviev que: «Nuestra naturaleza nos impulsa a querer vivir siempre, pero la ley de la naturaleza terrestre no nos da una vida eterna: nos deja sólo su deseo. Por nuestra razón y nuestra conciencia buscamos la verdad, pero la ley de la razón humana y la voz de la conciencia nos revelan que caemos en el error y hacemos el mal, ellas no nos dan el cumplir lo verdadero y no nos hacen dignos de la inmortalidad».

            La muerte, en su doble vertiente «corporal» o biológica y «espiritual» o pecado, es sentida como tragedia por impedir los dos afanes naturales del hombre «Dos enemigos irreconciliables de cuanto hay de mejor en nosotros, el pecado y la muerte, unidos en alianza estrecha e insoluble, nos tienen en su poder. A nuestros dos poderosos deseos de inmortalidad y de verdad se oponen dos hechos considerables: el inevitable imperio de la muerte sobre toda carne y la indestructible dominación del pecado sobre toda alma»[49].

            Sería absurdo negar o querer olvidar la propia muerte. Al comentar las palabras «ciertamente en vano se afana todo hombre»[50] del Salmo 38, notaba San Agustín que el hombre: «vive en la incertidumbre. ¿Quién está seguro de su propio bien? “en vanose afana” (…)¿Qué hay de cierto en la tierra, sino la muerte? Fijaos en todo absolutamente lo de esta vida, bueno y malo, tanto en la bondad como en la maldad; ¿qué hay de cierto aquí, sino la muerte? (…) A dondequiera que te vuelvas, todo es incierto: sólo la muerte es cierta. (…) Has nacido: con toda seguridad que morirás (…) en medio de todas estas incertidumbres, donde sólo es cierta la muerte (…) y que de ningún modo se puede evitar, “ciertamente en vano se afana todo hombre”»[51]. Si debe admitirse que poseemos la certeza de la muerte, tampoco podría negarse u olvidarse la certeza de que todos somos pecadores.

            La doble muerte del cuerpo y del espíritu no es en sentido estricto humana, porque rebaja al hombre a un nivel inferior a la animalidad. «Nosotros quisiéramos elevarnos por sobre el resto de la naturaleza, pero no es éste más que un querer ineficaz de nuestra parte, pues la muerte nos rebaja al nivel de todas las criaturas terrestres, y el pecado nos hace mucho más malos que éstas»[52].

 

El pecado y la gracia

            En su situación, el verdadero problema de todo hombre, la muerte, es irresoluble. «Según las leyes de la naturaleza, al hombre no le queda más que sufrir y perecer, y la ley de la razón no está en condiciones de salvarle»[53].            

            La muerte es la ley de la vida. «Cada generación (y en ella, cada individuo) no existe sino para producir la generación siguiente, la cual a su vez, no existe sino para producir la que le sigue. Así, cada generación no halla su razón de ser sino en la generación siguiente; en otros términos, la vida de cada generación, tomada aparte, no tiene sentido; pero, si la vida de cada generación no tiene sentido; pero, si la vida de cada generación no tiene sentido, la de todas no le tiene más»[54].

            No se ve tampoco el sentido de la vida de la especie. Es más: « ¿Es verdaderamente vida? Si cada generación no existe más que para perecer cuando aparece una nueva generación, la cual está predestinada a perecer igual, y si la especie no vive sino en generaciones tales que perecen sin cesar, la vida de la especie no es más que una muerte constante y el camino de la naturaleza es esencialmente falaz»[55].

            Lo que se encuentra en el fondo de la vida es la muerte y la muerte eterna. «La exigencia de la especie es la de una vida eterna, pero, en lugar de la vida eterna, la naturaleza no da sino la muerte eterna. Nada vive en ella, todo no hace sino aspirar a la vida, pero muere eternamente»[56].

            La vida humana supone un mayor dolor que la vida animal, porque: «al sufrimiento natural que resulta de nuestra naturaleza mortal agregase el sufrimiento moral que procede de ese desdoblamiento interior que hace que nos condenemos a nosotros mismos»[57].

            No supone nada positivo o ventajoso, porque: «La conciencia del deber moral, cuando se despierta en el hombre, lo arranca del torrente de la vida natural, pero lo deja sin ayuda y abandonado a sí mismo. Nuestra conciencia juzga a la naturaleza, discierne el bien y el mal, pero no da fuerza para cambiar, para corregir a la naturaleza, para hacer triunfar el bien y vencer el mal»[58].

            Igual certeza que la muerte la tiene que: «La conciencia del deber no da por sí misma la fuerza para cumplirlo, en esto radica toda la dificultad del problema moral. Si la naturaleza del hombre es viciosa (y lo es hasta sus raíces, pues su última palabra es el crimen y el suicidio), si hasta tiene el hombre conciencia de ello, esta conciencia no nos da otra naturaleza diferente»[59].

            La razón y la conciencia nos patentizan que: «La corrupción de nuestra naturaleza es para nosotros un dato ineluctable (…) para modificar y corregir efectivamente a nuestra naturaleza corrompida, es preciso que en nosotros se revele otro principio real y, por ende, capaz también de obrar, el principio de una vida superior a nuestra mala naturaleza actual»

Como también es evidente que: «El principio de esta vida nueva, mejor, no puede crearla el mismo hombre de la nada, debe existir fuera de nuestra voluntad, debemos recibir, esta vida nueva. Así como la vida mala de la naturaleza no es creada por el hombre, sino que le es dada por el mundo, así también esta vida nueva y buena le es dada por Aquél que es superior al mundo y mejor que el mundo. Es por eso que esta vida nueva y buena, que es dada por Aquel que es superior al mundo y mejor que el mundo. Es por eso que esta vida nueva y buena, que es dad al hombre, se llama gracia (don bueno)»[60].

 

Eudaldo Forment



[1] SANTO TOMÁS, Summa Theologiae, I-II, q. 77, a. 4, ob. 1.

[2] Ibíd., I-II, q. 77, a. 4, ad  1.

[3] Ibíd., I-II, q. 77, a. 4, sed c.

[4] San Agustín, La ciudad de Dios, XIV, 28.

[5] SANTO TOMÁS, Summa Theologiae, I-II, q. 75, a. 1, in c.

[6] Ibíd., I-II, q. 7, a. 4, in c.

[7] 1 Jn 2,16.

[8] SANTO TOMÁS, Summa Theologiae, I-II, q. 77, a. 5, in c.

[9] Ibíd., I-II, q.30 a.3 in c

[10] Ibíd., I-II, q. 30, a.3 ad l.

 

[11] Ibíd., I-II, q. 77, a. 5, in c.

[12] Ibíd.

[13] SAN AGUSTÍN, Confesiones, X, c. 35, n. 54.

[14] ÍDEM, Homilías sobre la Primera carta de San Juan a los partos, Hom. Segunda (1 Jun, 12-17), 12a.

[15] Ibíd. II, 12b

[16] Ibíd., II, 13

[17] Ibíd.

[18] Ibíd., II, 13 y 14.

[19] Santo Tomás, Summa Theologiae, II-II, q. 148, a. 5, in c.

[20] Ibíd., I-II, q. 84, a. 3, in c.

[21] San Gregorio MAGNO, Moralia in Iob, 31, 45, 87.

[22] Cf. SANTO TOMÁS, Summa Theologiae, II-II, q. 132, a. 1, in c.

[23] Ibíd., II-II, q. 135, a. 5, in c.

[24] Ibíd., II-II, q. 132, a. 2, ob. 1.

[25] Ibíd., II-II, q. 132, a. 2ad 1.

[26] Ibíd., II-II, q. 132, a. 4, in c.

[27] Ibíd.

[28] Eclo 10, 15.

[29] SANTO TOMÁS, Summa Theologiae, I-II, q. 84, a. 2, in c.

[30] Eclo 10, 14.

[31] SANTO TOMÁS, Summa Theologiae, I-II, q. 84, a. 5, in c.

[32] IDEM, Comentario a la Segunda Epístola a los Corintios, c. X, lec. 3.

[33] P. JOSÉ M. BOVER, S.I., Las epístolas de San Pablo. Versión del texto original acompañada de comentario, Barcelona, Editorial Balmes, 1959, 4ª ed., p. 228.

[34] SANTO TOMÁS, Comentario a la Segunda Epístola a los Corintios, c. X, lec. 3.

[35] IDEM, Exposición de los dos mandamientos del amor y de los diez mandamientos, Pról., n. 10.

[36] IDEM, Comentario a la Segunda Epístola a los Corintios, c. X, lec. 3.

[37] IDEM, Summa Theologiae, II-II, q. 162, a. 5, ad 2.

[38] Ibíd., II-II, q. 162, a. 8, in c.

[39] Mt 16,24

[40] Sant 1,14

[41] 1 Tim 6,10.

[42] SANTO TOMÁS, Summa Theologiae, I-II, q. 82, a. 1, in c.

[43] JUAN PABLO II, Mensaje del Santo Padre Juan Pablo II a un Congreso Internacional sobre Soloviev, Lvov (Ucrania), 28 oct. 2003, n. 1

[44] Ibíd., n. 2

[45] Wladimir, S. Soloviev, Los fundamentos espirituales de la vida, Buenos Aires, Plantín, 1953, Pref., p. 13.

[46] Ibíd., p. 14

[47] Ibíd., p. 19.

[48] Ibíd., pp. 19-20.

[49] Ibíd., p. 20.

[50] Sal 38, 19.

[51] SAN AGUSTÍN, Comentarios a los Salmos, Sal 38, n. 19

[52] Wladimir, S. Soloviev, Los fundamentos espirituales de la vida, op. cit.,p. 20.

[53] Ibíd. En a metafísica de la vida de Soloviev, quizá podría encontrarse la influencia de la metafísica de Schelling, que conocía bien.

[54] Ibíd., p. 21

[55] Ibíd., pp. 21-22.

[56] Ibíd., p. 22.

[57] Ibíd., p. 29.

[58] Ibíd., p. 28.

[59] Ibíd., p. 29.

[60] Ibíd., p. 30.

1 comentario

  
Luis Piqué
Relacionada con el Pecado, la Predestinación consiste, simplemente, en que Dios conoce quiénes se Salvarán. El Hombre es Libre y no está Sujeto a ningún Destino impuesto de antemano ¡Dios es Libre y hace al Hombre Libre, no Esclavo! Sabe también quiénes se Condenarán, como Judas, al Igual que también el Poder del Mal ¡el Diablo! en la Tierra, sobre Hombres, Animales y Naturaleza ¡El Príncipe de este Mundo! Y precisamente por la Libertad del Hombre Dios crea a todos ¡Buenos y Malos! ¡Y Mediocres, casi todos! ¡que van masivamente al Purgatorio! ¡poque Dios Crea por Amor! ¡Amor al Hombre y su Creación! Dios, al Crear, no Juzga, Ama ¡y siempre tiene la Esperanza, la Ilusión, que el Hombre se salve! ¡No es una maquinita ¡un Robot! sin Sentimientos, sino que tiene Emociones, Sentimientos ¡Ira! ¡y sobretodo, Amor!
La Predestinación, la Salvación consiste únicamente en dejarse querer por Dios ¡Cuanto más permites que Dios te ame ¡te llene del Espíritu Santo! ¡más cerca estás de la Salvación! El Amor de Dios lleva al Amor al Prójimo ¡El que es amado, Ama! ¡Apasionadamente! Finalmente,
para que Dios te conceda la Salvación, has de tener la Virtud de la Perseverancia, que al Igual que dejarte Amar te la Inspira Dios. Y Arrepentimiento y Penitencia por tus Pecados ¡contricción Perfecta por Amor! ¡no por Temor, Interés! ¡Si Dios no te lo Inspira, es Inútil! ¡Estéril! Y, para los Creyentes, el Sagrado ¡Bendito y Glorioso! Sacramento de la Confesión, siempre que sea Sincera y cumpla las Condiciones de la Iglesia ¡Sino, es pura Hipocresía, Cinismo! Nada más ¡Viva el Amor! ¡Viva la Confesión! ¡Viva Dios!
22/04/16 5:26 PM

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