XXXIII. El olvido del pecado

El pecado

            No se puede negar que, en la actualidad, entre otros olvidos, se ha olvidado el pecado. El cardenal Ratzinger, cuando era Arzobispo de Munich, había dicho que: «El tema del pecado se ha convertido en uno de los temas silenciados de nuestro tiempo. La predicación religiosa intenta, a ser posible, eludirlo. El cine y el teatro utilizan la palabra irónicamente o como forma de entretenimiento. La Sociología y la Psicología intentan desenmascararlo como ilusión o complejo. El Derecho mismo intenta cada vez más arreglarse sin el concepto de culpa. Prefiere servirse de la figura sociológica que incluye en la estadística los conceptos de bien y mal y distingue, en lugar de ellos, entre el comportamiento desviado y el normal»[1].

            Advertía también que, aunque es innegable que: «El tema del pecado se ha convertido en un tema relegado, pero por todas partes se comprueba, sin embargo, que a pesar de estar efectivamente relegado, continúa verdaderamente existiendo». Se puede comprobar incluso en: «la agresividad dispuesta a saltar en cualquier momento, que hoy experimentamos sensiblemente en nuestra sociedad, con esa disposición siempre recelosa para insultar al otro considerándolo el culpable de nuestra propia desgracia»[2].

            Este hecho, que implica el querer cambiar las cosas por la violencia, revela que es «expresión de la verdad relegada de la culpa que el hombre no quiere percibir (…) Porque el hombre puede dejar a un lado la verdad pero no eliminarla»[3].

            En nuestra sociedad se ha perdido la conciencia de pecado. Al empezar el siglo XXI, en el libro Dios y el mundo, decía el entonces cardenal Ratzinger: «Es la extinción de la capacidad de percibir la culpa porque la persona se ha endurecido y ha enfermado por dentro (…) La capacidad de percibir la culpa es soportable y se despliega cuando existe la salvación (…) La culpa sólo puede superarla de verdad el sacramento, el poder pleno procedente de Dios»[4].

            Se necesita la gracia de Dios. «En este sentido, ya desde el pecado original somos seres embrutecidos y, cuando tratamos al prójimo de manera inconveniente, intentamos ocultarlo tras el velo del olvido. Queremos, por ejemplo, aceptar fácilmente la mentira y cosas por el estilo. Este embrutecimiento de la conciencia es nuestro gran peligro. Envilece a la persona»[5].

            En el Concilio Vaticano II, la Constitución dogmática sobre la Iglesia ya había recordado que: «Como todos tropezamos en muchas cosas (Cf. Sant 3, 2), tenemos continua necesidad de la gracia de Dios y hemos de orar todos los días: “Perdónanos nuestras deudas” (Mt 6, 12)»[6].

 

La maldad del pecado

            En el Catecismo de la Iglesia Católica, publicado para la aplicación del Concilio Vaticano II, se dice: «El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como “una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna” (San Agustín, Contra Faustum manichaeum, 22, 27; cf. Santo Tomas de Aquino, Summa theologiae, I-II, q. 71, a. 6)[7].

            San Agustín, en el lugar citado, escribe: «Pecado es un dicho, hecho o deseo contra la ley eterna. A su vez, la ley eterna es la razón o voluntad divina que manda conservar el orden natural y prohíbe alterarlo»[8].

            Santo Tomás cita esta definición y explica que : «el pecado es un acto humano malo (…) Y es malo por carecer de la medida obligada, que siempre se toma en orden a una regla; separarse de ella es pecado. Pero la regla de la voluntad humana es doble: una próxima y homogénea, la razón, y otra lejana y primera, es decir, la ley eterna, que es como la razón del mismo Dios».

            Comenta seguidamente, refiriéndose directamente a la definición agustiniana: «Por eso, San Agustín puso dos cosas en la definición de pecado: la primera pertenece a la substancia del acto humano en su parte material, y está caracterizada en dicho, hecho o deseo; la otra pertenece a la razón propia del mal, y es como elemento formal del pecado. Lo expresó al decir: contra la ley eterna»[9].

            Por ser el pecado una infracción o trasgresión a un precepto o ley divina: «el pecado es una ofensa a Dios: “Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces” (Sal 51, 6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse “como dioses”, pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal (Gn 3, 5). El pecado es así “amor de sí hasta el desprecio de Dios” (San Agustín, De civitate Dei, 14, 28). Por esta exaltación orgullosa de sí, el pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la salvación (cf Flp 2, 6-9)»[10].

            En el Catecismo también se divide el pecado, en razón de su gravedad, en mortal o grave, con el que se pierde la gracia, y en venial o leve. «El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior. El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque la ofende y la hiere»[11].

            Se advierte más adelante que: «Para que un pecado sea mortal se requieren tres condiciones: “Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento” (Juan Pablo II, Exhort. ap. Reconciliatio et paenitentia (1984), 17)»[12].

            Los Diez Mandamientos, tal como indicó Cristo, determinan la materia grave del pecado mortal.  «La materia grave es precisada por los Diez mandamientos según la respuesta de Jesús al joven rico: “No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes testimonio falso, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre” (Mc 10, 19). La gravedad de los pecados es mayor o menor: un asesinato es más grave que un robo. La cualidad de las personas lesionadas cuenta también: la violencia ejercida contra los padres es más grave que la ejercida contra un extraño»[13].

            También el nuevo Catecismo asegura que si del pecado mortal el hombre no se arrepiente y obtiene el perdón de Dios, durante su vida y hasta el final de la misma, se condena. «El pecado mortal es una posibilidad radical de la libertad humana como lo es también el amor. Entraña la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es rescatado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno; de modo que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin retorno. Sin embargo, aunque podamos juzgar que un acto es en sí una falta grave, el juicio sobre las personas debemos confiarlo a la justicia y a la misericordia de Dios»[14].

            Sobre la pena eterna a que lleva el reato, u obligación de expiación de la pena del pecado mortal, Santo Tomás presenta la siguiente objeción a la afirmación de este efecto del pecado: «El pecado es temporal. Luego no lleva consigo reato de pena eterna»[15].

            La respuesta del Aquinate es la siguiente:  «Tanto en los juicios de Dios como en los juicios de los hombres, la pena es, en cuanto a su rigor, proporcionada al pecado. Sin embargo, como afirma San Agustín, en la Ciudad de Dios (XXI, 11), en ningún juicio se requiere que la pena se adecue a la falta en cuanto a la duración. No porque el adulterio u homicidio se cometen en un instante deben ser castigados con pena momentánea»[16].

            Además, en el pecado, aunque sea temporal, hay una cierta eternidad, una eternidad propia, que hace que el «pecador, al separarse de Dios, peca en su eternidad subjetiva»[17]. Si el pecador opta por el pecado sólo por un tiempo determinado de dicha, que se termina, arriesgando la bienaventuranza eterna, mucha más lo elegiría si pudiera permanecer en el pecado sin que la dicha fuera fugaz, sino que durara eternamente.

            Así lo indica el Aquinate, en su respuesta, al concluir: «Es justo, nos dice San Gregorio, que quien en su propia eternidad pecó contra Dios, en la eternidad de Dios sea castigado. Y decimos que peca en su propia eternidad, no sólo por la continuidad del acto, que perdura en toda su vida, sino porque, habiendo puesto su fin en el pecado, tiene la voluntad de pecar siempre. Por lo que afirma San Gregorio en sus Morales, (XXXIV, c. 19) que “los inicuos quisieran vivir siempre para permanecer siempre en su iniquidad”»[18].

            Más adelante, al final de la Suma se encuentra entre otros el siguiente argumento para explicar una pena eterna para un pecado: «El hombre pecó siempre. Y así dice San Gregorio: “A la gran justicia del que juzga toca que nunca carezcan de suplicio quienes no quisieron carecer de pecado” (Libri Dialogarum., c. 41). Y si se objetase que algunos que pecaron mortalmente se proponen enmendar su vida y, por lo tanto, debido a esto, no serían dignos de suplicio eterno, como es claro, se contesta, según algunos, que San Gregorio habla de la voluntad que se manifiesta por la obra; pues el que por propia voluntad cae en pecado mortal, se pone en estado del cual no puede ser sacado sino por la divinidad. En consecuencia, por lo mismo que quiere pecar, quiere consecuentemente, permanecer perpetuamente en pecado. “El hombre es un espíritu que va”, a saber, al pecado y “no vuelve” por sí mismo. Como se podría decir de alguien que se echara en un pozo, del que no pudiera salir sin ayuda, que quiso permanecer allí perpetuamente, aunque hubiera pensado otra cosa»[19]

 

La memoria del pecado

            En el Catecismo de San Pío V, decretado por el Concilio de Trento, se había indicado como recuperar la conciencia o el conocimiento propio de los pecados. Al tratar de de lo que es necesario para alcanzar el perdón de Dios, se explica: «Fácilmente nos inclinaremos a reconocer nuestros pecados, si supiéramos que es el mismo Dios quien, en la Sagradas Letras, nos da la razón de esto; nos dice en efecto, según David: “Todos se desviaron, se pervirtieron a una, no hay quien haga bien, no hay ni siquiera uno” (Sal 13, 3). En el mismo sentido se expresa Salomón: ”No hay hombre justo en la tierra que haga bien y no peque” (Eccles 7, 21). A lo mismo se refiere también esto: “¿Quién puede decir: Limpio está mi corazón, puro soy de pecado?” (Pr 20, 9). Del mismo modo escribió San Juan para quitar de los hombres el orgullo: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros» (I Jn 1, 8). Y dice también Jeremías: “Dijiste: Estoy sin pecado, soy inocente; por tanto aparta tu saña de mí. Mira, yo te llevaré a juicio, porque has dicho: No he pecado” (Jer 2, 35)».

            Se añade en este párrafo del capítulo del Catecismo de San Pío V, dedicado a la explicación de la quinta petición del padrenuestro, «perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores»: «Cuyos juicios el mismo Cristo nuestro Señor, que todos ello los había pronunciado por boca de los Profetas, los confirma con esta forma de petición, por la que nos manda confesar nuestros pecados. Y la autoridad del Concilio Milevitano (principios del siglo V, contra el pelagianismo) prohibió esto en otro sentido, en esta forma: “Decreto que todo el que pretendiere que los Santos dicen con humildad las palabras del Padrenuestro, en donde decimos: “perdónanos nuestras deudas”, pero esto no lo dicen con verdad, se anatematizado”. Porque ¿quién toleraría al que orase y mintiese, no a hombres, sino al mismo Dios, afirmando con los labios querer que se le perdonase, y diciendo en su interior que no tenía deudas que perdonar?»[20].                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                         

            San Pablo, en la Epístola a los romanos, después de indicar que«judíos y gentiles están todos debajo del pecado», confirma la universalidad del pecado con el siguiente tejido de pasajes bíblicos, que comienza con el primero que cita el Catecismo romano: «Así como está escrito: No hay ninguno justo, no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles, no hay quien haga bien, no hay ni uno solo (Sal 13, 1-3). Su garganta es un sepulcro abierto, con sus lenguas fabricaban engaños (Sal 5, 11), venenos de áspides debajo de sus labios (Sal 139, 4), su boca esta llena de maldición y de amargura (Sal 10, 7). Veloces sus pies para derramar sangre, quebranto y calamidad en sus caminos. No conocieron el camino de la paz (Is 50, 7-8). No hay temor de Dios delante de sus ojos (Sal 35, 2)»[21].

 

Los pecados de omisión

            En su comentario a la Epístola a los Romanos, al ocuparse de este pasaje, nota Santo Tomás que, con estas citas, lo que hace San Pablo es lo siguiente: «Lo primero, indicar el pecado de omisión; lo segundo, los pecados de comisión». El pecado de omisión es por la no realización voluntaria de un acto que debería hacerse, tal como está indicado en los preceptos positivos. El pecado de comisión, opuesto al anterior, es por la realización de una acción contra los preceptos negativos.

            En el texto, indica seguidamente el Aquinate: «De dos maneras toca los pecados de omisión. La primera, apartando los principios de las buenas obras; la segunda, apartando las propias buenas obras. Se dice en el pasaje: “Todos se desviaron” (en el Sal 13, 1-3, citado en el pasaje Rom 3, 10-18)».

            Sobre la primera manera, el alejarse o extraviarse de los principios que rigen  a las buenas obras, explica:  «Tres son los principios de las buenas obras, de los cuales uno pertenece a la rectitud de la misma obra, y esto es la justicia, la cual excluye diciendo: “Así como está escrito” (en el salmo 13, 1, citado en el pasaje Rom 3, 10-18): “No hay ninguno justo”; “no hay ni uno solo”; y Miqueas 7, 2: “faltó el santo de la tierra y entre los hombre no hay uno que sea recto”.

             Esta falta del principio de la justicia en las obras «se puede entender de tres maneras. De una así: nadie es justo en sí por sí mismo, sino que por sí mismo cada quien es pecador, pues sólo por Dios poseerá la justicia.“Dominador, Señor Dios, misericordioso y clemente, paciente, de gran misericordia y fiel, que guardas la misericordia para miles, que quitas la iniquidad, las maldades y los pecados y en cuya presencia ninguno hay que por sí sea inocente” (Ex 34, 6-7) .

            De la segunda manera es la siguiente: «Nadie es justo en cuanto a todo, sin que tenga algún pecado, según aquello de Pr 20, 9: “¿Quién puede decir: limpio está mi corazón, puro soy de pecado”?. Y en Ecle 7, 21: “No hay hombre justo en la tierra que haga bien y no peque».

            Por último: «Puédese también entender de una tercera manera: como si se refiera a la multitud de los malos, entre los cuales no hay ningún justo». Interpretación, que no acepta Santo Tomás. Es inverosímil que San Pablo quiera expresar una identidad evidente: los malos son malos. Sólo, por consiguiente: «Los dos primeros sentidos están de acuerdo con la intención del Apóstol».

            Respecto a los dos otros dos principios que dirigen las buenas obras, y de los que el pecador puede apartarse, escribe Santo Tomás: «El segundo principio de la buena obra es la discreción de la razón. Y esto lo excluye diciendo: “No supieron ni entendieron, andan en tiniebla” (Sal 81, 5). Y el Salmo 35, 4: “No quiso tener inteligencia para hacer el bien”».

 

            Además de faltar a la justicia o rectitud de la obra y a la razón, queda extraviada la finalidad de la voluntad, la otra facultad del sujeto, porque: «El tercer principio es la rectitud de intención, la cual excluye el Apóstol: “no hay quien busque a Dios” (en el salmo 13, 1-3, citado en el pasaje Rom 3, 10-18), de modo que a Él se dirija la intención».  En otro lugar de la Escritura se dice por ello: «Tiempo de buscar al Señor hasta que venga el que les ha de enseñar la justicia» (Os 10, 12).

            Los pecados de omisión, en segundo lugar, lo son por apartar las buenas obras y se hace igualmente de tres modos: «Primero en cuanto a la violación de la ley divina, diciendo en el texto del Apóstol “todos se desviaron” (en el salmo 13, 1-3, citado en el pasaje Rom 3, 10-18), quiere decir de las reglas de la ley divina. “Todos se desviaron de su camino, cada uno a su interés, desde el más alto al más bajo” (Is 56, 2).

            El segundo modo es, añade el Aquinate: «En cuanto al señalamiento del fin, por lo cual agrega el Apóstol, en el texto: “a una se hicieron inútiles” (en el salmo 13, 1-3, citado en el pasaje Rom 3, 10-18). Porque decimos que es inútil lo que no persigue su fin. Y por eso los hombres se vuelven inútiles por apartarse de Dios para el cual fueron hechos. “La raza numerosa de los impíos no será útil» (Sap 4, 3).

            Finalmente: «En tercer lugar excluye las mismas buenas obras, al agregar San Pablo en el pasaje que se comenta: “no hay quien haga bien” (en el salmo 13, 1-3, citado en el pasaje Rom 3, 10-18)». El Aquinate cita el siguiente pasaje de la Escritura, que lo confirma: «son sabios para hacer el mal; no supieron hacer el bien» (Jer 4, 22).

            Además, nota Santo Tomás que en las citas del Apóstol del Salmo 13: «Y agrega: “no hay ni uno solo” (en el salmo 13, 1-3, citado en el pasaje Rom 3, 10-18), que de un modo se puede entender por exclusión, como si dijera que con exclusión de uno, el único que hizo el bien redimiendo al género humano (…) o puede entenderse incluyendo como si dijera que no hay ni un solo hombre limpio que haga el bien, o sea, perfecto. “Den vueltas por las calles de Jerusalén, miren y piensen, busquen en sus plazas un hombre que haga justicia y busque la verdad para que pueda perdonarla” (Jer 5, 1)».

 

Los pecados de lengua

            En el texto de San Pablo, después de los versículos del Salmo 13, se citan otros dos de los salmos 5 y 10, y un versículo de Isaías, y según el Aquinate: «al decir “sepulcro abierto” (en el salmo 5, 11, citado en el pasaje Rom 3, 10-18) indica los pecados de comisión, y primero los pecados de la lengua; segundo, los pecados de obra, al decir “veloces sus pies” (en Is 50, 7-8, citado en el pasaje Rom 3, 10-18). Y de estos pecados se desprenden los pecados del corazón».

            Sobre los pecados de comisión de la lengua, nota Santo Tomás que en el pasaje comentado se hacen cuatro observaciones. «Primero, acerca del pecado de lengua suelta o de infamia, al decir “su garganta es un sepulcro abierto” (Sal 5, 11, citado en el pasaje Rom 3, 10-18), porque en el sepulcro abierto observamos dos cosas. Porque está preparado para recibir a un muerto, y por esto se dice que la garganta del hombre es un sepulcro abierto cuando está listo para proferir cosas mortíferas, al modo de lo que se dice en Jeremías “su aljaba es como sepulcro abierto” (Jer 5, 16). Y además exhala hedor. “Son semejantes a los sepulcros blanqueados, que por fuera parecen hermosos a los hombres, y por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda suciedad” (Mt 23, 27). Así es que su garganta es un sepulcro abierto, pues de sus bocas sale hedor de obscenidades. “De su boca salía fuego, humo y azufre” (Ap 9, 17)».

           Además del hablar con maldad o vileza, hay otro tipo de malicia, la de manifestar algo de manera fraudulenta, o con engaño, para perjudicar a otro en propio beneficio. «La segunda que hace es acerca del pecado de la lengua, es el fraude diciendo: “con sus lenguas fabricaban engaños” (en el Sal 5, 11, citado en el pasaje Rom 3, 10-18). Porque una cosa tienen en el corazón y otra distinta en la boca. Se lee en Jeremías: “Flecha punzante es su lengua; habló engaño con su boca” (Jer 9, 8)».

            Después de estos dos pecados de la lengua, indicados por San Pablo en el texto: “Lo tercero que señala es la culpabilidad de las palabras, al decir: “venenos de áspides debajo de sus labios” (Sal 139, 4, citado en el pasaje Rom 3, 10-18), porque tales palabras profieren que a quienes los rodean los matan de manera incurable, o espiritualmente o corporalmente. «Hiel de dragones su vino y su veneno incurable de áspides» (Deut 32, 33)[22].

            Sobre la gravedad de los pecados de la lengua, decía el Papa Francisco: «Los que viven juzgando al prójimo, hablando mal del prójimo, son hipócritas. Porque no tienen la fuerza, la valentía de mirar los propios defectos. El Señor no dice sobre esto muchas palabras (en Lc 6, 39-42, evangelio del día que comentaba). Después, más adelante dirá: el que en su corazón tiene odio contra el hermano es un homicida. Lo dirá. También el apóstol Juan lo dice muy claramente en su primera carta: quien odia al hermano camina en las tinieblas. Quien juzga a su hermano es un homicida (Cf. 1 Jn, 3, 15)». Por lo tanto «cada vez que juzgamos a nuestros hermanos en nuestro corazón, o peor, cuando lo hablamos con los demás, somos cristianos homicidas». Y esto «no lo digo yo, sino que lo dice el Señor». Precisaba el Papa, que «sobre este punto no hay lugar a matices: si hablas mal del hermano, matas al hermano. Y cada vez que hacemos esto imitamos el gesto de Caín, el primer homicida[23].

            Finalmente San Pablo, según Santo Tomás, se refiere a la gran cantidad en especie y en número de los pecados de la lengua. «Lo cuarto que indica es la abundancia de tales pecados, al decir: “su boca esta llena de maldición y de amargura” (en el Sal 10, 7, en el pasaje citado Rom 3, 10-18), porque en tales gentes sobra siempre la maledicencia, porque hablan mal de los demás difamándolos, contra lo que el Apóstol dice más adelante: “Bendecid y no maldigáis” (Rom 12, 14). Cita seguidamente “y de amargura” (en el Sal 10, 7, en el pasaje citado Rom 3, 10-18), porque no se avergüenzan de lanzarle a la cara al prójimo palabras injuriosas, haciéndolos caer así en la amargura, contra lo que dice el Apóstol : “Toda amargura (…) sea desterrada de entre vosotros” (Ef  4, 31)»[24].

            Por la  abundantes y gravedad de los pecados de la lengua. Se afirma de ellos, en la carta de Santiago el Menor, que son contaminantes, destructivos y dolorosos como el fuego : «La lengua es fuego; un mundo de maldad. La lengua se cuenta entre nuestros miembros, la cual contamina todo el cuerpo e inflama la rueda de nuestro nacimiento, inflamada ella del fuego infernal»[25].

 

Clases de pecados de lengua

            En su Comentario a la Epístola a los colosenses, al explicar Santo Tomás los vicios que deben evitarse, que San Pablo refiere en dos versículos[26], indica que «los pecados de la lengua son de tres clases, según que miren a Dios, a sí mismo o al prójimo, pues por estos pecados se señala un desorden mental».

            El primero: «en comparación de Dios, es la blasfemia. “Saca al blasfemo fuera del campamento y que todos los que le oyeron, pongan sus manos sobre su cabeza y que le apedree todo el pueblo” (Lev 24, 14). Y así cualquier blasfemia es pecado mortal. Pero ¿y si de repente? Respondo: si de repente de manera que no tenga tiempo de reflexionar que blasfema, no comete pecado mortal; pero yo pienso que por muy de repente que sea, si advierte que dice palabras blasfemas, peca mortalmente»[27].

         La blasfemia o palabra injuriosa contra Dios y por extensión a la Virgen, a los santos, a la Iglesia y a lo sagrado, es un pecado gravísimo[28]. «Si se comparan el homicidio y la blasfemia en el objeto contra que se peca, es claro que la blasfemia, por ser pecado directo contra Dios, supera al homicidio, pecado contra el prójimo. Más comparados en sus efectos dañosos, sobrepuja el homicidio, el cual daña más al prójimo que la blasfemia a Dios. Sin embargo, como en la gravedad de la culpa más se atiende a la intención de la voluntad perversa que al efecto de la obra (…) por eso el blasfemo, que intenta denigrar el honor divino, peca más gravemente, absolutamente hablando, que el homicida»[29]. Siempre la blasfemia es pecado mortal, no admite parvedad de materia. Santo Tomás indica que puede ser venial por no hacerse con suficiente advertencia.

            Añade el Aquinate en su división de los pecados de la lengua: «La segunda clase designa un desorden en la concupiscencia “toda palabra deshonesta” (Col 3, 8). “Ninguna palabra mala salga de vuestra boca” (Ef  4, 29)»[30]. Es pecado el lenguaje obsceno, y además es grave cuando su finalidad es excitar el mal en los otros o escandalizarlos. En la Sagrada Escritura se dice, entre otros textos: «¡Ay del mundo por los escándalos! Pues es inevitable que haya escándalos; pero ¡ay de aquel hombre por quien viene el escándalo!»[31].

            La última clase de los pecados de la lengua afectan directamente al prójimo. «La tercera un desorden contra el prójimo, (es) la mentira. “El que dice mentiras, no tendrá escape” (Pr 19, 5)»[32].

 

La mentira

            En la Suma teológica, nota Santo Tomás que en la locución hay mentira: «si se dan a la vez estas tres condiciones: enunciado de algo falso, voluntad de decir tal falsedad e intención de engañar». Explica seguidamente que: «Resulta entonces el triple elemento de la mentira: falsedad material, por el dicho; falsedad formal, porque se dice con voluntad consciente; y falsedad efectiva, por la intención de engañar».

            De la triple falsedad que importa la mentira: «es la falsedad formal, o la voluntad de enunciar algo falso, la que propiamente constituye la mentira. De ahí la etimología de la palabra mentira: mentira es lo que se dice contra la mente»[33].

            Toda mentira es intrínsecamente mala y, por tanto, no puede decirse nunca. Son malas: la mentira perniciosa, que es la que «profiere con deseo de dañar a otro»; la oficiosa, que busca, en cambio: «un bien útil, para ayudar a otro o para evitar algún peligro»; la jocosa, que se ordena a «un bien deleitable», un bien que no beneficia ni perjudica a nadie, y, por tanto, se miente por simple broma o entretenimiento[34].

            No hay nunca pretexto para decir ningún tipo de mentira. Santo Tomás da la siguiente razón: «Lo que es malo intrínsecamente y en su género, nunca puede ser bueno y lícito. Porque para que una cosa sea buena lo debe ser en todos sus aspectos, y por eso dice Dionisio que “la bondad de una cosa existe por el concurso de todas sus causas ; para el mal, en cambio, basta un defecto cualquiera” (Los nombres divinos, c. 4, 30). La mentira es mala por naturaleza, porque es un acto que recae sobre materia indebida; pues siendo las palabras signos naturales de las ideas es antinatural y fuera del orden debido el significar por una palabra o gesto lo que no se tiene en el pensamiento- Por lo cual dice Aristóteles que: “la mentira es por sí misma mala y debe evitarse; la verdad, en cambio, es buena y digna de alabanza” (Ética, IV, c. 7, 6). Luego, toda mentira es pecado, como también lo afirma San Agustín»[35].

            En su obra La mentira, había dicho San Agustín: «Los textos de las Escrituras no nos amonestan otra cosa sino que nunca se debe mentir, en absoluto»[36]. Se dice, por ejemplo, el Nuevo Testamento: «No os engañéis unos a otros»[37]. En el Antiguo, se lee entre otros muchos pasajes: «Huirás de la mentira»[38]; «El Señor abomina los labios mentirosos»[39];  «No os engañéis unos a otros»[40]; y «No quieras decir mentira alguna, porque acostumbrarse a ella no es bueno»[41].

 

Prohibición de la mentira

            Sobre la obligación de no mentir sobre nada, en ninguna circunstancia  y, en definitiva, nunca,  escribe Santo Tomás, al comentar el octavo mandamiento que prohíbe mentir, que «se prohíbe toda mentira (…) por cuatro motivos. Primero, porque la mentira asemeja el hombre al diablo. En efecto, el que miente, se convierte en hijo del demonio. Por su modo de hablar se distingue de que nación y de qué zona es alguien “pues tu acento te delata” (Mt 26, 73). Así pues, algunos hombres son de la casta del diablo, e hijos del diablo se les llama, a saber a  los que mienten. Porque el diablo es mentiroso y padre de la mentira, según leemos en Jn 8; él, en efecto, mintió: “No, de ninguna manera moriréis” (Gen 3, 4). Otros hombres son hijos de Dios, a saber  los que dicen la verdad. Porque Dios es la verdad»[42].

            El segundo motivo de la prohibición de la mentira es «porque la mentira hace imposible la vida social. Los hombres viven en sociedad, y esto no sería posible si no se hablasen con verdad los unos a los otros. Exhorta el Apóstol: “Dejando la mentira, hablen la verdad cada uno con su prójimo, porque somos miembros los unos de los otros” (Ef. 4, 25)»[43].

            Sin la confianza mutua, basada en la veracidad de los hombres, no puede darse la sociedad. Se advierte en el nuevo Catecismo que: «La mentira, por ser una violación de la virtud de la veracidad, es una verdadera violencia hecha a los demás. Atenta contra ellos en su capacidad de conocer, que es la condición de todo juicio y de toda decisión. Contiene en germen la división de los espíritus y todos los males que ésta suscita. La mentira es funesta para toda sociedad: socava la confianza entre los hombres y rompe el tejido de las relaciones sociales»[44].

            El tercero es porque: «la mentira acarrea la pérdida del buen nombre. Así es, al que suele mentir, ni cuando dice la verdad se le cree. Se lee en la Escritura: “¿Qué se puede purificar por lo impuro?. Y ¿Qué verdad podrá decir el mentiroso? (Eccli 34, 4)». El hombre mentiroso pierde la buena fama, que por derecho natural poseía y por su conducta inmoral adquiere mala fama u opinión mala.

         Por último, el cuarto motivo es porque: «significa la perdición para el alma. El mentiroso mata la suya. Lo dice la Sabiduría: “La boca que miente mata el alma” (Sap 1, 11). Por eso el salmista dice a Dios: “Perderás a todos los que hablan mentira” (Sal 5, 7). Es ésta, por tanto, pecado mortal»[45].

            Ante la objeción de que parece «licita la mentira para evitar que alguien cometa un homicidio y para salvar al otro de la muerte»[46], afirma la general ilicitud de la mentira, porque: «La mentira no sólo es pecado por el daño que causa al prójimo, sino por el desorden que implica en sí misma. Pero no se debe usar de un medio ilícito para defender los intereses del prójimo; así, no es lícito para dar limosna robar (a no ser en caso de necesidad, porque entonces todo es común). Por lo tanto, no es lícito mentir para evitar cualquier perjuicio a otro. Se puede, no obstante, ocultar prudentemente la verdad disimulándola, como enseña San Agustín (La mentira, c. 10)»[47]. Callar no es mentir. «La mentira se da cuando se expresa una cosa falsa, pero cuando se calla algo verdadero, lo cual es lícito alguna vez»[48].

 

Especies de la mentira

          Son también mentiras sus especies: la simulación, la hipocresía, la jactancia y la falsa humildad. La simulación es «mentir con hechos»[49]. La hipocresía es un tipo de simulación en la que se miente al aparentar exteriormente lo que no se es[50]. La jactancia, que: «se realiza cuando uno habla de sí por encima de lo que es en realidad»[51]. La falsa humildad que se da: «cuando se afirma de sí un defecto que no se tiene realmente o cuando se niega poseer una cualidad contra la realidad misma»[52]. Esta falsa humildad, que en la Ética se denomina ironía, es un pecado contra la veracidad porque no se dice lo que interiormente se siente.

         Se pueden considerar otras especies de mentiras como la difamación, o denigración de la fama de otro; la murmuración, o crítica de sus defectos públicos para perjudicar su buena fama; la calumnia, o la falsa imputación de un defecto o mal al prójimo; el falso testimonio, o el afirmar o negar como testigo un hecho falso; la susurración, que se llama también murmuración, que es el contar chismes y habladurías de otros para enfriar o disolver amistades; la contumelia, o insulto, que es la injuria al prójimo; la burla o irrisión, que se ofende al prójimo recriminado sus defectos para ponerlo en ridículo ante los demás; y la maldición, o invocación del mal contra alguien

            El Papa Francisco sintetizó la actitud que implican todos estos pecados de la lengua contra la justicia y la caridad, al comentar un pasaje  de la Carta a los Colosenses (1, 15-20).  «Relanzando las afirmaciones de Pablo para explicar “cuál fue la obra de Jesús”, el Papa Francisco sugirió dos palabras clave: reconciliar y pacificar. Jesús, nos dice Pablo, “reconcilió la humanidad con Dios después del pecado y pacificó, construyó la paz con Dios” (…) Y, así, «nuestra tarea es ir por ese camino» para ser «hombres y mujeres de paz, hombres y mujeres de reconciliación». En este punto el Papa sugirió un auténtico examen de conciencia: «Nos hará bien preguntarnos: ¿yo siembro paz? Por ejemplo, con mi lengua, ¿siembro paz o siembro cizaña?». Y añadió: «Cuántas veces hemos oído decir de una persona que tiene una lengua de serpiente, porque hace siempre lo que hizo la serpiente con Adán y Eva, destruyó la paz».

            El Papa insistió que Jesús, «el Primogénito, vino a nosotros para pacificar, para reconciliar». En consecuencia: «si una persona, durante su vida, no hace otra cosa que reconciliar y pacificar, se la puede canonizar: esa persona es santa». Sin embargo, advirtió, «tenemos que crecer en esto, tenemos que convertirnos: jamás una palabra que divida, nunca, nunca una palabra que lleve a la guerra, pequeñas guerras, nunca las habladurías». Y sobre las habladurías el Papa quiso detenerse preguntando «qué son» en realidad. Aparentemente, explicó, son «nada»: consisten en «decir una palabrita contra otro o contar una historia» del estilo: «Esto ha hecho…». Pero, en realidad, no es así. «Criticar es terrorismo —afirmó el Papa Francisco—, porque quien critica es como un terrorista que lanza una bomba y se marcha, destruye: con la lengua destruye, no construye la paz. Pero es astuto, ¿eh? No es un terrorista suicida; no, no, él se protege bien (…) el diablo nos ayuda en esto porque es su trabajo, es su oficio: ¡dividir!»[53].

Los pecados de obra

            La segunda clase de pecados de comisión, o de acciones contra los preceptos prohibitivos de la ley divina y natural, es la de los pecados de obra. Después de finalizada la exposición de las características de la primera clase, la de los pecados de la lengua:  «En seguida, al decir (San Pablo), en el texto comentado de la Epístola a los Romanos: “Veloces sus pies para derramar sangre” (en Is 50, 7-8, citado en el pasaje Rom 3, 10-18), señala los pecados de obra, sobre los cuales toca tres cosas. La primera es la prontitud para obrar mal. Por lo cual dice: “Veloces sus pies”, son de rápidos pasos, esto, de precipitada pasión “para derramar sangre”, o sea, para cometer cualquier pecado de los más graves, porque entre otros que cometemos contra el prójimo, el homicidio es muy grave. “Porque sus pies corren al mal y van apresurados a derramar sangre”  (Prov 1, 16).

            Según Santo Tomás, en este pasaje de San Pablo sobre las peculiaridades del pecado de hombre, con respecto a los pecados de comisión: «Lo segundo que toca es la multitud de los daños que se infieren a los demás, al agregar “en sus caminos”, esto es, en sus obras, “quebranto”, porque quebrantó a los demás oprimiéndolos (en Is 50, 7-8, citado en el pasaje Rom 3, 10-18). “Su corazón mirará a quebrantar y a exterminar” (Is 10, 7). “Y calamidad” (en Is 50, 7-8, citado en el pasaje Rom 3, 10-18), por cuanto privan a los demás de sus bienes, reduciéndolos a la miseria. “Dejan desnudos a los hombres, quitando las ropas a los que no tienen con que cubrirse en el frío” (Job 24, 7).

            Observa también el Aquinate que: «Puédese entender, sin embargo, que estas dos cosas están puestas para designar la pena más que la culpa, de modo que el sentido sea éste: en sus caminos está la destrucción y la miseria, esto es, sus obras, que se designen con la palabra caminos, los llevan a la destrucción y a la miseria, de modo que la destrucción se refiere a la pesadumbre de la pena con la que son castigados por sus pecados. “Y será hecha pedazos, como se quiebra de un fuerte golpe el vaso del alfarero” (Is 30, 14). Y la miseria débese referir a la pena de daño porque son privados de la felicidad eterna. “Pero son desgraciados, y su esperanza está puesta en seres sin vida” (Sap 13, 10).

            Además de la presteza a pecar, la abundancia de los perjuicios o males que se  causan a los demás y a sí mismo, según Santo Tomás, en el pecado de obras del hombre, se da la pertinacia o tenacidad en el mal. «Lo tercero que muestra es la obstinación de su culpa en el mal, de la cual algunos se alejan de dos maneras. O porque quieren recibir de los hombres la paz, pero contra esto se dice en el texto comentado: “No conocieron el camino de la paz” (en Is 50, 7-8, citado en el pasaje Rom 3, 10-18), o sea, no lo aceptaron: “Con los que aborrecían la paz, estaba en paz” (Sal 119, 7)».

            Añade lo que lee en las últimas palabras del texto de San Pablo: “No hay temor de Dios delante de sus ojos” (en Sal 35, 2, citado en el pasaje Rom 3, 10-18): «O mediante la consideración del temor de Dios, pero éstos ni temen a Dios ni respetan a los hombres, como se dice en Lucas 14. Por lo cual agrega: “El temor del Señor echa fuera el pecado” (Eccli 1, 27).  Y quien no tiene ese temor no podrá ser justificado. Y esto se puede decir especialmente contra los judíos, que por no haber creído no conocieron el camino de la paz, o sea, a Cristo, del cual se dice en la Carta a los Efesios: “Él es nuestra paz” (Ef 2, 14)»[54].

 

Memoria de la oración

            Además de la memoria del pecado, debe recuperarse al mismo tiempo la memoria de la oración para el perdón de los mismos. Santo Tomás escribió una oración para pedir el perdón divino, que puede servir como pauta. Comienza así: «A ti, oh Dos, fuente de misericordia, vengo yo, pecador».

            Después de pedir la misericordia, el perdón y la gracia, le dice a Dios: «No olvides a quien te olvida, no abandones a quien te abandona, no desprecies a quien te ofende. Pues al pecar te ofendí a ti, Dos mío, dañe a mi prójimo, y ni a mi mismo y ni a mí mismo me respeté».

            Y termina con este ruego: «Por lo cual te suplico a favor de mi fragilidad, que no atiendas a la iniquidad mía, sino a tu inmensa bondad y me perdones con clemencia lo que hice, dándome dolor de lo pasado y una eficaz vigilancia para el porvenir. Amén»[55].

 

Eudaldo Forment

 



[1]JOSEPH RATZINGER, Creación y pecado, Pamplona, Eunsa, 2005, IV. Pecado  y salvación, p. 88.

[2] Ibíd., p. 89.

[3] Ibíd., pp. 89-90.

[4] ÍDEM, Dios y el mundo. Una conversación con Peter Seewald, Barcelona, Círculo de Lectores, 2005. p. 399. «La incapacidad de reconocer la culpa es la forma más peligrosa imaginable de embotamiento espiritual, porque hace a las personas incapaces de mejorar» (Ibíd).

[5] Ibíd., p. 400. «La incapacidad de reconocer la culpa es la forma más peligrosa imaginable de embotamiento espiritual, porque hace a las personas incapaces de mejorar» (p. 399).

[6] Concilio Vaticano II,  Lumen gentium, IV, 40. «Todos tropezamos en muchas cosas» (Sant 3, 2).

[7] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1849.

[8] SAN AGUSTÍN, Réplica a Fausto, el maniqueo, libro 22, 27.

[9] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, I-II, q. 71, a. 6, in c.

[10] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1850.

[11] Ibíd., n. 1855.

[12] Ibíd., n. 1857-

[13] Ibíd., n. 1858.

[14] Ibíd., n. 1861.

[15] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I-II, q. 87, a. 3, ob. 1.

[16] Ibíd., I-II, q. 87, a. 3, ad 1.

[17] A. ROYO MARÍN, Teología moral para seglares. I. Moral fundamental y especial, Madrid, BAC, 2007, 7ª ed., 2ª imp. p. 194.

[18] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I-II, q. 87, a. 3, ad 1.

[19] Ibíd., Supl. q. 99, a. 1, in c.

[20] Catecismo romano, Catecismo para los párrocos según el decreto del concilio de Trento mandado publicar por San Pío V y después por Clemente XIII, IV, 14, 5.

[21] Rom 3, 10-18.

[22] Santo Tomás, Comentario a la Epístola a los romanos, c. III, lección 2.

[23]PAPA FRANCISCO, Misas matutinas en la capilla de la “Domus Sanctae Marthae”, De las malévolas murmuraciones al amor al prójimo, 13-9-13, en L’Osservatore Romano, ed. sem. en lengua española, n. 38, viernes 20 de septiembre de 2013.

[24] Santo Tomás, Comentario a la Epístola a los romanos, c. III, lección 2.

[25] Sant 3, 6.

[26] Col 3, 8-9.

[27] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Colosenses, c. 3, lec. 2.

[28] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2148.

[29] SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 13, a. 3, in c.

[30] ÍDEM, Comentario a la Epístola a los Colosenses, c. 3, lec. 2.

[31] Mt 18, 7.

[32] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Colosenses, c. 3, lec. 2.

[33] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 110, a. 1, in c.

[34] Ibíd., II-II, q. 110, a. 2, in c.

[35] Ibíd., II-II, q. 110, a. 3, in c.

[36] SAN AGUSTÍN, La mentira, c. 21, n. 21. En un capítulo anterior ya había escrito: «¿Qué queda, pues, para que nunca podamos dudar de que jamás se puede mentir? Pues no se puede decir que haya algo más grande ni más amado, entre los bienes temporales, que la vida y la salud corporal. Y, si ni siquiera ésta se ha de anteponer a la verdad, ¿qué podrán oponer, para convencernos, los que juzgan que, algunas veces, es conveniente mentir?» (Ibíd., c. 6, 9).

[37] Col 3, 9.

[38] Ex 23, 7.

[39] Prov 12, 22.

[40] Col 3, 9.

[41] Eccli 7, 14.

[42] SANTO TOMÁS, Exposición de los dos mandamientos del amor y de los diez mandamientos de la ley, De octavo praecepto, 182.

[43] Ibíd., De octavo praecepto, 183.

[44] Catecismo de la Iglesia Católica, n, 2486.

[45] SANTO TOMÁS, Exposición de los dos mandamientos del amor y de los diez mandamientos de la ley, De octavo praecepto, 184-185. Precisa, seguidamente: «En realidad , la mentira unas veces constituye pecado mortal, otras, venial» (Ibíd.).

[46] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 110, a. 3, ob. 4:

[47] Ibíd., II-II, q. 110, a. 3, ad 4. Afirma San Agustín que alguien puede «ocultar por un tiempo lo que juzga que debe ocultar» pero «nunca le es lícito mentir ni ocultar algo mintiendo» (La mentira, c 10).

[48] Ibíd., II-II, q. 111, a. 1, ad 4.

[49] Ib´ñid., II-II, q. 111, a. 1, in c.

[50] Cf. Ibíd., II-II, q. 111, a. 2, in c.

[51] Ibíd., II-II, q. 112, a. 1, in c.

[52] Ibíd., II-II, q. 113, a. 1, in c-

[53] PAPA FRANCISCO, Misas matutinas en la capilla de la “Domus Sanctae Marthae”, Morderse la lengua, 4-9-15, en L’Osservatore Romano, ed. sem. en lengua española, n. 37, viernes 11 de septiembre de 2015.

 

[54] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Colosenses, c. 3, lec. 2.

[55] IDEM, Piae preces, Pro peccatorum remissione.

2 comentarios

  
Grace del Tabor - Argentina
La vida transcurre entre nuestros pecados de comisión u omisión y el perdón de Dios, mediante su regalo del sacramento de la confesión, que nos da alivio, gozo ,liberación, gratitud a su inmenso amor de Padre.
"Señor Jesucristo, hijo del Dios Vivo, ten piedad de mí que soy un pecador." Esta jaculatoria de los Santos Padres nos acerca con ternura y confianza, con la actitud de un niño , al Dios anhelante por derramar su infinita misericordia en nuestros corazones, a la vez que ,repitiéndola, tomamos conciencia de nuestra debilidad.
-Gracias por su artículo, Dr. Eudaldo Froment !
Saludos y bendiciones.
17/01/16 7:49 AM
  
Juan
Entonces, ¿el ejercicio de la poesía y la novela son pecado? Pues son todo invención, artificio y mentira:

"Toda mentira es intrínsecamente mala y, por tanto, no puede decirse nunca. Son malas: (...) la jocosa, que se ordena a «un bien deleitable», un bien que no beneficia ni perjudica a nadie, y, por tanto, se miente por simple broma o entretenimiento[34]"

Entonces según esto, el Quijote, por ejemplo, ¿entraría en esta categoría? Es que en la obra literaria, si alguien pone, por ej, que todo lo que se va a narrar es mentira, la obra pierde valor. Por el contrario, se asevera y asegura de todas las formas posibles que lo narrado es cierto y muy cierto, porque sin la credibilidad la obra está muerta, y ahora me acuerdo de las Leyendas de G.A. Becquer donde se promete que todo es verídico. ¿Puede acogerse en estos casos el autor a la licencia poética, o afirmar que es todo metáfora, como la vida misma? El tema es grave, y vemos que muchos autores acaban mal, devorados por sus personajes. Se convierten en extraños para sí mismos, y se asustan de ese otro que les mira desde el espejo. Realmente se abre un dilema moral ¿estará Quevedo en los infiernos por referir un sinnúmero de ocurrencias combinadas con cosas reales? ¿Estará equivocado el Aquinate? ¿Hay medias verdades permitidas o no, según el caso o una finalidad moralizante? ¿Todo es vanidad bajo el sol?

Saludos y gracias
22/01/16 4:23 PM

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