383 - JUAN PABLO II: JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ, 1 DE ENERO DE 2001 (2ª parte)

MENSAJE DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II PARA LA CELEBRACIÓN DE LA JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ, 1 DE ENERO DE 2001 (2ª parte)

Respeto de las culturas y "fisonomía cultural" del territorio

14. Más difícil es determinar hasta dónde llega el derecho de los emigrantes al reconocimiento jurídico público de sus manifestaciones culturales específicas, cuando éstas no se acomodan fácilmente a las costumbres de la mayoría de los ciudadanos. La solución de este problema, en el marco de una sustancial apertura, está vinculada a la valoración concreta del bien común en un determinado momento histórico y en una situación territorial y social concreta. Mucho depende de que arraigue en todos una cultura de la acogida que, sin caer en la indiferencia sobre los valores, sepa conjugar las razones en favor de la identidad y del diálogo.

Por otro lado, como he indicado antes, se ha de valorar la importancia que tiene la cultura característica de un territorio para el crecimiento equilibrado de los que pertenecen a él por nacimiento, especialmente en sus fases evolutivas más delicadas. Desde este punto de vista, puede considerarse plausible una orientación que tienda a garantizar en un determinado territorio un cierto "equilibrio cultural", en correspondencia con la cultura predominante que lo ha caracterizado; un equilibrio que, aunque siempre abierto a las minorías y al respeto de sus derechos fundamentales, permita la permanencia y el desarrollo de una determinada "fisonomía cultural", o sea, del patrimonio fundamental de lengua, tradiciones y valores que generalmente se asocian a la experiencia de la nación y al sentido de la "patria".

15. Es evidente que esta exigencia de "equilibrio", respecto a la "fisonomía cultural" de un territorio, no se puede lograr satisfactoriamente sólo con instrumentos legislativos, puesto que éstos carecerían de eficacia si no estuvieran fundados en el ethos de la población y, sobre todo, estarían destinados a cambiar naturalmente, cuando una cultura perdiera de hecho su capacidad de animar un pueblo y un territorio, convirtiéndose en una simple herencia guardada en museos o monumentos artísticos y literarios.

En realidad, una cultura, en la medida en que es realmente vital, no tiene motivos para temer ser dominada, de igual manera que ninguna ley podrá mantenerla viva si ha muerto en el alma de un pueblo. Por lo demás, en el plano del diálogo entre las culturas, no se puede impedir a uno que proponga a otro los valores en que cree, con tal de que se haga de manera respetuosa de la libertad y de la conciencia de las personas. "La verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas"(8).

Conciencia de los valores comunes

16. El diálogo entre las culturas, instrumento privilegiado para construir la civilización del amor, se apoya en la certeza de que hay valores comunes a todas las culturas, porque están arraigados en la naturaleza de la persona. En tales valores la humanidad expresa sus rasgos más auténticos e importantes. Hace falta cultivar en las almas la conciencia de estos valores, dejando de lado prejuicios ideológicos y egoísmos partidarios, para alimentar ese humus cultural, universal por naturaleza, que hace posible el desarrollo fecundo de un diálogo constructivo. También las diferentes religiones pueden y deben dar una contribución decisiva en este sentido. La experiencia que he tenido tantas veces en el encuentro con representantes de otras religiones -recuerdo en particular el encuentro de Asís de 1986 y el de la plaza San Pedro de 1999- me confirma en la confianza de que la recíproca apertura de los seguidores de las diversas religiones puede aportar muchos beneficios para la causa de la paz y del bien común de la humanidad.

El valor de la solidaridad

17. Ante las crecientes desigualdades existentes en el mundo, el primer valor que se debe promover y difundir cada vez más en las conciencias es ciertamente el de la solidaridad. Toda sociedad se apoya sobre la base del vínculo originario de las personas entre sí, conformado por ámbitos relacionales cada vez más amplios -desde la familia y los demás grupos sociales intermedios- hasta los de la sociedad civil entera y de la comunidad estatal. A su vez, los Estados no pueden prescindir de entrar en relación unos con otros. La actual situación de interdependencia planetaria ayuda a percibir mejor el destino común de toda la familia humana, favoreciendo en toda persona reflexiva el aprecio por la virtud de la solidaridad.

A este respecto, sin embargo, se debe notar que la progresiva interdependencia ha contribuido a poner al descubierto múltiples desigualdades, como el desequilibrio entre Países ricos y Países pobres; la distancia social, dentro de cada País, entre quien vive en la opulencia y quien ve ofendida su dignidad, porque le falta incluso lo necesario; el deterioro ambiental y humano, provocado y acelerado por el empleo irresponsable de los recursos naturales. Tales desigualdades y diferencias sociales han ido aumentando en algunos casos, hasta llevar a los Países más pobres hacia una deriva imparable.

Una auténtica cultura de la solidaridad ha de tener, pues, como principal objetivo la promoción de la justicia. No se trata sólo de dar lo superfluo a quien está necesitado, sino de "ayudar a pueblos enteros -que están excluidos o marginados- a que entren en el círculo del desarrollo económico y humano. Esto será posible no sólo utilizando lo superfluo que nuestro mundo produce en abundancia, sino cambiando sobre todo los estilos de vida, los modelos de producción y de consumo, las estructuras consolidadas de poder que rigen hoy la sociedad"(9).

El valor de la paz

18. La cultura de la solidaridad está estrechamente unida al valor de la paz, objetivo primordial de toda sociedad y de la convivencia nacional e internacional. Sin embargo, en el camino hacia un mejor acuerdo entre los pueblos son aún numerosos los desafíos que debe afrontar el mundo y que ponen a todos ante opciones inderogables. El preocupante aumento de los armamentos, mientras no acaba de consolidarse el compromiso por la no proliferación de las armas nucleares, tiene el riesgo de alimentar y difundir una cultura de la competencia y la conflictualidad, que no implica solamente a los Estados, sino también a entidades no institucionales, como grupos paramilitares y organizaciones terroristas.

El mundo sigue sufriendo aún las consecuencias de guerras pasadas y presentes, las tragedias provocadas por el uso de minas antipersonales y por el recurso a las horribles armas químicas y biológicas.¿Y cómo olvidar el riesgo permanente de conflictos entre las naciones, de guerras civiles dentro de algunos Estados y de una violencia extendida, que las organizaciones internacionales y los gobiernos nacionales se ven casi impotentes para afrontar? Ante tales amenazas, todos tienen que sentir el deber moral de adoptar medidas concretas y apropiadas para promover la causa de la paz y la comprensión entre los hombres.

El valor de la vida

19. Un auténtico diálogo entre las culturas, además del sentimiento del mutuo respeto, no puede más que alimentar una viva sensibilidad por el valor de la vida. La vida humana no puede ser considerada como un objeto del cual disponer arbitrariamente, sino como la realidad más sagrada e intangible que está presente en el escenario del mundo. No puede haber paz cuando falta la defensa de este bien fundamental. No se puede invocar la paz y despreciar la vida. Nuestro tiempo es testigo de excelentes ejemplos de generosidad y entrega al servicio de la vida, pero también del triste escenario de millones de hombres entregados a la crueldad o a la indiferencia de un destino doloroso y brutal.

Se trata de una trágica espiral de muerte que abarca homicidios, suicidios, abortos, eutanasia, como también mutilaciones, torturas físicas y psicológicas, formas de coacción injusta, encarcelamiento arbitrario, recurso absolutamente innecesario a la pena de muerte, deportaciones, esclavitud, prostitución, compra-venta de mujeres y niños. A esta relación se han de añadir prácticas irresponsables de ingeniería genética, como la clonación y la utilización de embriones humanos para la investigación, las cuales se quiere justificar con una ilegítima referencia a la libertad, al progreso de la cultura y a la promoción del desarrollo humano. Cuando los sujetos más frágiles e indefensos de la sociedad sufren tales atrocidades, la misma noción de familia humana, basada en los valores de la persona, de la confianza y del mutuo respeto y ayuda, es gravemente cercenada. Una civilización basada en el amor y la paz debe oponerse a estos experimentos indignos del hombre.

El valor de la educación

20. Para construir la civilización del amor, el diálogo entre las culturas debe tender a superar todo egoísmo etnocéntrico para conjugar la atención a la propia identidad con la comprensión de los demás y el respeto de la diversidad. Es fundamental, a este respecto, la responsabilidad de la educación. Ésta debe transmitir a los sujetos la conciencia de las propias raíces y ofrecerles puntos de referencia que les permitan encontrar su situación personal en el mundo. Al mismo tiempo debe esforzarse por enseñar el respeto a las otras culturas. Es necesario mirar más allá de la experiencia individual inmediata y aceptar las diferencias, descubriendo la riqueza de la historia de los demás y de sus valores.

El conocimiento de las otras culturas, llevado a cabo con el debido sentido crítico y con sólidos puntos de referencia ética, lleva a un mayor conocimiento de los valores y de los límites inherentes a la propia cultura y revela, a la vez, la existencia de una herencia común a todo el género humano. Precisamente por esta amplitud de miras, la educación tiene una función particular en la construcción de un mundo más solidario y pacífico. La educación puede contribuir a la consolidación del humanismo integral, abierto a la dimensión ética y religiosa, que atribuye la debida importancia al conocimiento y a la estima de las culturas y de los valores espirituales de las diversas civilizaciones.

El perdón y la reconciliación

21. Durante el Gran Jubileo, dos mil años después del nacimiento de Jesús, la Iglesia ha vivido con particular intensidad la llamada exigente de la reconciliación. Es también una invitación significativa en el marco de la compleja temática del diálogo entre las culturas. En efecto, el diálogo es a menudo difícil, porque sobre él pesa la hipoteca de trágicas herencias de guerras, conflictos, violencias y odios, que la memoria sigue fomentando. Para superar las barreras de la incomunicabilidad, el camino a recorrer es el del perdón y la reconciliación. Muchos, en nombre de un realismo desengañado, consideran este camino utópico e ingenuo. En cambio, en la perspectiva cristiana, ésta es la única vía para alcanzar la meta de la paz.

La mirada de los creyentes se detiene a contemplar el icono del Crucificado. Poco antes de morir Jesús exclama: "Padre perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lc 23,34). El malhechor crucificado a su derecha, oyendo estas últimas palabras del Redentor moribundo, se abre a la gracia de la conversión, acoge el Evangelio del perdón y recibe la promesa de la felicidad eterna. El ejemplo de Cristo nos confirma que realmente se pueden derribar tantos muros que bloquean la comunicación y el diálogo entre los hombres. La mirada al Crucificado nos infunde la confianza de que el perdón y la reconciliación pueden ser una praxis normal de la vida cotidiana y de toda cultura y, por tanto, una oportunidad concreta para construir la paz y el futuro de la humanidad.

Recordando la significativa experiencia jubilar de la purificación de la memoria, deseo dirigir a los cristianos una invitación particular, a fin de que sean testigos y misioneros de perdón y reconciliación, apresurando, con la incesante invocación al Dios de la paz, la realización de la espléndida profecía de Isaías, que se puede extender a todos los pueblos de la tierra: "Aquel día habrá una calzada desde Egipto a Asiria. Vendrá Asur a Egipto y Egipto a Asiria, y Egipto servirá a Asur. Aquel día será Israel tercero con Egipto y Asur, objeto de bendición en medio de la tierra, pues la bendecirá el Señor de los ejércitos diciendo: "Bendito sea mi pueblo Egipto, la obra de mis manos Asur, y mi heredad Israel"" (Is 19,23-25).

Una llamada a los jóvenes

22. Deseo concluir este Mensaje de paz con una invitación especial a vosotros, jóvenes de todo el mundo, que sois el futuro de la humanidad y las piedras vivas para construir la civilización del amor. Conservo en el corazón el recuerdo de los encuentros llenos de emoción y de esperanza que he tenido con vosotros durante la reciente Jornada Mundial de la Juventud en Roma. Vuestra adhesión ha sido gozosa, convencida y prometedora. En vuestra energía y vitalidad, y en vuestro amor a Cristo, he vislumbrado un porvenir más sereno y humano para el mundo.

Al sentiros cerca, percibía dentro de mí un sentimiento profundo de gratitud al Señor, que me concedía la gracia de contemplar, a través del variopinto mosaico de vuestras diversas lenguas, culturas, costumbres y mentalidades, el milagro de la universalidad de la Iglesia, de su catolicidad y de su unidad. Por medio de vosotros he admirado la maravillosa conjunción de la diversidad en la unidad de la misma fe, de la misma esperanza y de la misma caridad, como expresión elocuente de la espléndida realidad de la Iglesia, signo e instrumento de Cristo para la salvación del mundo y para la unidad del género humano(10). El Evangelio os llama a reconstruir aquella originaria unidad de la familia humana, que tiene su fuente en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Queridos jóvenes de cualquier lengua y cultura, os espera una tarea ardua y apasionante: ser hombres y mujeres capaces de solidaridad, de paz y de amor a la vida, en el respeto de todos. ¡Sed artífices de una nueva humanidad, donde hermanos y hermanas, miembros todos de una misma familia, puedan vivir finalmente en la paz!. Vaticano, 8 de diciembre de 2000. FIN, 29-12-00

Notas

(1) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 53.

(2) Cf. Juan Pablo II, Discurso a las Naciones Unidas, 15 de octubre de 1995.

(3) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 75.

(4) Cf. ibíd., 22.

(5) Ibíd., 10.

(6) Cf. Juan Pablo II, Discurso a la UNESCO, 2 de junio de 1980, 6.

(7) Const. past. Gaudium et spes, 36.

(8) Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 1.

(9) Juan Pablo II, Carta Enc. Centesimus annus, 58.

(10) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 1.