1.03.18

Disposiciones interiores para participar en la liturgia, y 3ª parte (XVI)

c) Sentido de catolicidad

 

            -Eclesialidad de la liturgia

  La participación interior en la liturgia se realiza cuando hay un espíritu católico. Con profundo sentido eclesial, reconoce en la acción litúrgica no una acción privada, reservada sólo a los asistentes y con efectos espirituales sólo en los asistentes, de manera que se identifique la liturgia como algo grupal, restringido a la propia comunidad.

“Las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia, que es “sacramento de unidad", es decir, pueblo santo congregado y ordenado bajo la dirección de los Obispos. Por eso pertenecen a todo el cuerpo de la Iglesia, influyen en él y lo manifiestan; pero cada uno de los miembros de este cuerpo recibe un influjo diverso” (SC 26).

  El sentido católico dilata el corazón, lo ensancha, y esta nota de catolicidad es definitiva para vivir la liturgia con una mayor hondura. La reducción secularista centra la liturgia en los participantes, en el grupo, convirtiéndolo todo en fiesta y compromiso; pero la liturgia, ni es privada ni se reduce a un grupo: es católica. Todos los fieles deben experimentar en sus almas que la liturgia es una “epifanía de la Iglesia”, que “el Misterio de la Iglesia es principalmente anunciado, gustado y vivido en la Liturgia”[1].

  Las súplicas de la Iglesia en su liturgia son siempre universales, incluyen a todos, miran las necesidades de todos los hombres. Lo más alejado de ese espíritu católico es mirar sólo a los propios asistentes, la comunidad allí reunida, sólo lo propio. La catolicidad es siempre integradora: de todos y de todo en la única y santa Iglesia.

  “Es toda la comunidad, el Cuerpo de Cristo unido a su Cabeza quien celebra” (CAT 1140) y no sólo el grupo particular, como si fuera éste el sujeto de la liturgia. Ésta es acción de Cristo y de la Iglesia, la Iglesia entera, la del cielo y la de la tierra, unida a su Cabeza. Es una realidad magnífica: “La Liturgia es “acción” del “Cristo total” (Christus totus). Los que desde ahora la celebran participan ya, más allá de los signos, de la liturgia del cielo, donde la celebración es enteramente comunión y fiesta” (CAT 1136). La liturgia, primero, es obra de Cristo, protagonista absoluto de la liturgia y no los fieles que busquen intervenir: “si en la liturgia no destacase la figura de Cristo, que es su principio y está realmente presente para hacerla válida, ya no tendríamos la liturgia cristiana, totalmente dependiente del Señor y sostenida por su presencia creadora”[2]. Y junto a Cristo, su Cuerpo que es la Iglesia, a la que pertenece la liturgia[3]. La liturgia es católica, universal, y no se encierra en el ámbito de los asistentes:

 “La perspectiva litúrgica del Concilio no se limita al ámbito interno de la Iglesia, sino que se abre al horizonte de la humanidad entera. En efecto, Cristo, en su alabanza al Padre, une a sí a toda la comunidad de los hombres, y lo hace de modo singular precisamente a través de la misión orante de la “Iglesia, que no sólo en la celebración de la Eucaristía, sino también de otros modos, sobre todo recitando el Oficio divino, alaba a Dios sin interrupción e intercede por la salvación del mundo entero” (n. 83)” (Juan Pablo II, Carta Spiritus et Sponsa, n. 3).

 En la liturgia, incluso en su celebración más sencilla y pobre, con unos pocos fieles, se entra en la liturgia del cielo, en una Comunión viva con todos los santos del cielo y también en Comunión viva con toda la Iglesia peregrina y la Iglesia que se purifica (en el purgatorio). “En esta liturgia eterna el Espíritu y la Iglesia nos hacen participar cuando celebramos el Misterio de la salvación en los sacramentos” (CAT 1139).

 Es expresiva de esta realidad de Comunión, de catolicidad, la cláusula final de los prefacios: “Por eso, con los ángeles y los santos, te cantamos el himno de alabanza diciendo sin cesar”[4], “Por eso, con los ángeles y arcángeles y con todos los coros celestiales, cantamos sin cesar el himno de tu gloria”[5], etc.

  También la catolicidad –con el cielo y toda la Iglesia- se expresa claramente en las plegarias eucarísticas: “En comunión con toda la Iglesia” (Canon romano), “acuérdate, Señor, de tu Iglesia extendida por toda la tierra” (Plegaria eucarística II). “Y ahora, Señor, acuérdate de todos aquellos por los que te ofrecemos este sacrificio: de tu servidor el Papa N., de nuestro Obispo N., del orden episcopal, de los presbíteros y diáconos, de los oferentes y de los aquí reunidos, de todo tu pueblo santo y de aquellos que te buscan con sincero corazón” (Plegaria eucarística IV). Por último, se vive esta catolicidad que supera no sólo el espacio sino también el tiempo, en el Oficio divino, donde se une a la alabanza de la Iglesia del cielo: “con la alabanza que a Dios se ofrece en las Horas, la Iglesia canta asociándose al himno de alabanza que perpetuamente resuena en las moradas celestiales; y sienta ya el sabor de aquella alabanza celestial que resuena de continuo ante el trono de Dios y el Cordero” (IGLH 16).

  El sello de la catolicidad marca la participación interior en la liturgia: se vive católicamente, esponjando el alma, cuando uno se reconoce recibiendo un don, la liturgia, que no es manipulable a gusto de la propia asamblea, sino en comunión con toda la Iglesia. Lo católico dilata el alma y así ser “hombre de Iglesia” conduce a vivir la liturgia santa de un modo nuevo, dilatado, abarcando a todos:

“En su primera acepción, sin distinción obligada entre clérigo y laico, el ‘eclesiástico’, vir ecclesiasticus, significa hombre de Iglesia. Él es el hombre en la Iglesia. Mejor aún, es el hombre de la Iglesia, el hombre de la comunidad cristiana. Si la palabra en este sentido no puede ser arrancada del todo al pasado, que al menos perdure su realidad. ¡Que ella reviva en muchos de nosotros! ‘En cuanto a mí –proclamaba Orígenes- mi deseo es el de ser verdaderamente eclesiástico’. No hay otro medio, pensaba él con sobrada razón, para ser plenamente cristiano. El que formula semejante voto no se contenta con ser leal y sumiso en todo, exacto cumplidor de cuanto reclama su profesión de católico. Él ama la belleza de la casa de Dios. La Iglesia ha arrebatado su corazón. Ella es su patria espiritual. Ella es ‘su madre y sus hermanos’. Nada de cuanto la afecta le deja indiferente o desinteresado. Echa sus raíces en su suelo, se forma a su imagen, se solidariza con su experiencia. Se siente rico con sus riquezas”[6].

  Un corazón que late así, católicamente, comprende la naturaleza eclesial de la liturgia y la viva abarcando a todos, orando por todos y con todos, ofreciendo por todos. Está en comunión con todos los miembros de la Iglesia, con los ángeles y los santos: su corazón abarca a la Iglesia y al mundo entero. Se sabe católico e integra a todos. “En todos sus actos sobrenaturales, el cristiano obra ‘ut membrum Ecclesiae’, ‘ut pars Ecclesiae’. Jesucristo nos ama a cada uno; y a cada uno nos dice como Moisés: ‘te he conocido por tu nombre’; pero no nos ama separadamente. Él nos ama en su Iglesia, por la que vertió su sangre. Por fin, nuestro destino personal no puede realizarse sino en la salud común de la Iglesia”[7]. Con esta perspectiva de catolicidad, pensemos que “es de trascendental importancia que todos tengan conciencia de estas dimensiones de la Iglesia. Pues cuanto más vivo sea el sentimiento que de ellas se tenga, tanto más se sentirá cada uno dilatado en su propia existencia, y por eso mismo realizará plenamente en sí mismo, y por sí mismo, el título que también él ostenta de católico”[8].

 

            -Intercesión universal

 De aquí, de este concepto católico se derivan muchas consecuencias[9]; en la participación interior en la liturgia, más concretamente, lleva a orar realmente por todos, ensanchando los espacios de la caridad, hacia cualquiera que necesite oración, y no simplemente las propias y personales necesidades.

En la celebración eucarística hay un momento en que el pueblo cristiano ejerce su sacerdocio bautismal intercediendo por todos los hombres y la salvación del mundo: es la oración de los fieles:

 “En la oración universal, u oración de los fieles, el pueblo responde en cierto modo a la Palabra de Dios recibida en la fe y, ejercitando el oficio de su sacerdocio bautismal, ofrece súplicas a Dios por la salvación de todos. Conviene que esta oración se haga de ordinario en las Misas con participación del pueblo, de tal manera que se hagan súplicas por la santa Iglesia, por los gobernantes, por los que sufren diversas necesidades y por todos los hombres y por la salvación de todo el mundo” (IGMR 69).

  El espíritu católico a nadie excluye, sino que por todos ora, ruega e intercede. En nuestro rito hispano, los dípticos poseen un sello de catolicidad evidente. No sólo se ora por los fieles presentes y sus necesidades, sino por toda la Iglesia y por cuantos sufren: “Tengamos presente en nuestras oraciones a la Iglesia santa y católica: el Señor la haga crecer en la fe, la esperanza y la caridad”, “Recordemos a los pecadores, los cautivos, los enfermos y los emigrantes: el Señor los mire con bondad, los libre, los sane y los conforte”

  Igualmente, el Oficio divino, junto a su carácter de alabanza, es igualmente súplica e intercesión católica, universal, por todos, por el mundo, por la salvación: “la Iglesia expresa en la Liturgia los ofrecimientos y deseos de todos los fieles, más aún: se dirige a Cristo, y por medió de él al Padre, intercediendo por la salvación del mundo. No es sólo de la Iglesia esta voz, sino también de Cristo, ya que las súplicas se profieren en nombre de Cristo” (IGLH 17). Los ministros ordenados participan de esta solicitud eclesial rezando el Oficio divino no sólo por sí mismos, sino en nombre de toda la Iglesia, pidiendo por los fieles que se les haya encomendado y por todos los hombres: “los obispos y presbíteros[10], que cumplen el deber de orar por su grey y por todo el pueblo de Dios” (Ibíd.).

 De valor especial, educando el espíritu de la oración, son las preces de Vísperas de la Liturgia de las Horas. Son la intercesión eclesial, la de Cristo con su Cuerpo que es la Iglesia: “como la Liturgia de las Horas es, ante todo, la oración de toda la Iglesia e incluso por la salvación de todo el mundo  conviene que en las Preces las intenciones universales obtengan absolutamente le primer lugar, ya se ore por la Iglesia y los ordenados, por las autoridades civiles, por los que sufren pobreza, enfermedad o aflicciones, por los necesidades de todo el mundo, a saber, por la paz y otras causas semejantes” (IGLH 187).

 

            -Ofrenda por la salvación del mundo

  Pero junto a la oración que es universal, católica, está la propia ofrenda. Se participa en el sacrificio eucarístico con corazón católico cuando se ofrece pensando en todos, en la salvación de todos, en la vida de todos. La catolicidad de la cruz del Señor orienta la ofrenda que presentamos al altar y que ofrendamos junto con nosotros mismos. Ofrecemos con sentido católico: “te rogamos nos ayudes a celebrar estos santos misterios con fe verdadera y a saber ofrecértelos por la salvación del mundo”[11]. El deseo católico es que el efecto de la Eucaristía alcance a todos los hombres: “mira complacido, Señor, los dones que te presentamos; concédenos que sirvan para nuestra conversión y alcancen la salvación al mundo entero”[12].

  Con el sacrificio eucarístico, glorificamos a Dios, y en su honor es ofrecido, pero también, con los mismos sentimientos de Cristo Jesús, amamos al mundo y queremos su salvación, no su condenación: “recibe y santifica las ofrendas de tus fieles, como bendijiste la de Abel, para que la oblación que ofrece cada uno de nosotros en honor de tu nombre sirva para la salvación de todos”[13], y otra oración, muy parecida en su corte, reza: “recibe con bondad las ofrendas de tus siervos, para que la oblación que ofrece cada uno en honor de tu nombre sirva para la salvación de todos”[14]. Queremos colaborar, de todos los modos posibles, en la salvación del mundo por el que Cristo se entregó en la cruz, llegando incluso a ofrecernos nosotros mismos como ofrenda: “concédenos… convertirnos en sacrificio agradable a ti, para la salvación de todo el mundo”[15].

 Imploramos de Dios la salvación del mundo en el corazón de la anáfora: “Te pedimos, Padre, que esta víctima de reconciliación traiga la paz y la salvación al mundo entero” (Plegaria eucarística III). Es el sacrificio de Cristo y de la Iglesia, su Cuerpo, su Esposa, impetrando la salvación. Pero también el Oficio divino, la Liturgia de las Horas, es una continua intercesión por todos y en nombre de todos, unidos a Cristo:  “la misma oración que el Unigénito expresó con palabras en su vida terrena y es continuada ahora incesantemente por la Iglesia y por sus miembros en representación de todo el género humano y para su salvación” (IGLH 9).

 Alabamos, oramos y ofrecemos por todos: ese el sentido católico que la liturgia lleva y que imprime en nuestras almas. Así es como, entonces, respondemos a la monición sacerdotal: “El Señor reciba de tus manos este sacrificio para alabanza y gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia”.

  En los dípticos del rito hispano, que son invariables, la oración está unida al sacrificio; los dones están ya presentados en el altar –y cubiertos con un velo- y se realiza la intercesión de los dípticos guiados por el diácono. El sentido es católico, universal: “Lo ofrecen por sí mismos y por la Iglesia universal”, responden los fieles y el sacrificio va a ser ofrecido por todos: “Ofrecen este sacrificio al Señor Dios, nuestros sacerdotes: N. el Papa de Roma, nuestro Obispo N. y todos los demás Obispos, por sí mismos y por todo el clero, por las Iglesias que tienen encomendadas, y por la Iglesia universal”.

  La participación interior lleva la marca hermosa de la catolicidad.

 

 



[1] JUAN PABLO II, Carta Vicesimus Quintus Annus, n. 9.

[2] Benedicto XVI, Discurso a los Obispos de la región Norte 2 de Brasil en visita ad limina, 15-IV-2010.

[3] La liturgia es de la Iglesia y no del sacerdote o del grupo de fieles que la celebren; el mismo Concilio Vaticano II dice: “Nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie o cosa alguna por iniciativa propia en la Liturgia” (SC 22).

[4] Prefacio de santos pastores.

[5] Prefacio solemnidad Sgdo. Corazón.

[6] DE LUBAC, H., Meditación sobre la Iglesia, Madrid, Encuentro, 1988, p. 193.

[7] DE LUBAC, H., Meditación…, p. 45.

[8] DE LUBAC, H., Meditación…, p. 52.

[9] Una de ellas ya la hemos citado con palabras de la Sacrosanctum Concilium: “Nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia” (SC 22); otra sería atenerse fielmente a los libros litúrgicos: “La fidelidad a los ritos y a los textos auténticos de la Liturgia es una exigencia de la «lex orandi», que debe estar siempre en armonía con la «lex credendi»” (JUAN PABLO II, Carta Vicesimus Quintus Annus, 10).

[10] Sobre los presbíteros en concreto, dirá: “participan en la misma función, al rogar a Dios por todo el pueblo a ellos encomendado y por el mundo entero” (IGLH 28).

[11] OF, Dom. IV Cuar.

[12] OF, Jueves V Cuar.

[13] OF, XVI Dom. T. Ord.

[14] OF, XXIV Dom. T. Ord.

[15] OF, San Andrés Kim Taegon, 20 de septiembre.

22.02.18

El baptisterio

La pila bautismal debe ser fija, sobre todo en el bautisterio, construida de materia apropiada y con arte, apta incluso para el caso del bautismo por inmersión. Con el fin de que resulte un signo más pleno, puede construirse de forma que el agua brote como un verdadero manantial (SECRETARIADO NACIONAL DE LITURGIA, Ambientación y arte en el lugar de la celebración, 1987, nº 20).

    Se prevé que la fuente bautismal esté en una capilla aparte, cerca de la entrada de la iglesia. Si no es posible, en el presbiterio, pero no como algo normal y habitual sino excepcional. Es preferible que tenga ocho lados, recuperando la antigua tradición, sea situando la fuente bautismal en una capilla octogonal, o enmarcando pila en un templete octogonal, o adoptando la forma octogonal la misma pila. ¿Por qué el número 8? Tiene evidentes raíces bíblicas. El Señor Resucitó en el Octavo Día, inaugurando un tiempo nuevo; si el tiempo cronológico tiene 7 días, el Señor abre el tiempo de la vida nueva con un día más, el Octavo, que supera el tiempo terreno.

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15.02.18

Disposiciones interiores para participar en la liturgia, 2ª parte (XVI)

b) El corazón que participa

 ¿De qué modo se realiza la participación interior, la propia del corazón? ¿Cuáles son las disposiciones íntimas, espirituales? Pensemos que una verdadera participación en la liturgia conduce a que lleguen “a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él, se perfeccionen día a día por Cristo mediador en la unión con Dios y entre sí” (SC 48).

            -Estar ante Dios

  La liturgia es opus Dei, obra de Dios, así como un divino servicio. Es algo santo y sagrado porque proviene de Dios mismo que nos permite estar en su presencia y servirle; es santa y sagrada la liturgia porque en ella estamos ante Dios mismo, y debemos reproducir el mismo espíritu de fe, respeto y adoración de Moisés ante la zarza ardiente que se descalza porque está en terreno sagrado ante el Dios vivo (cf. Ex 3,1-8).

  Se nos inculca un sentido profundamente religioso, la conciencia de una Presencia, sin los resabios secularistas donde el hombre es el centro y la liturgia parece una fiesta humana, una comida de amigos.

“Nada de lo que hacemos en la Liturgia puede aparecer como más importante de lo que invisible, pero realmente, Cristo hace por obra de su Espíritu. La fe vivificada por la caridad, la adoración, la alabanza al Padre y el silencio de la contemplación, serán siempre los primeros objetivos a alcanzar para una pastoral litúrgica y sacramental” (Juan Pablo II, Carta Vicesimus Quintus Annus, n. 10).

  Quien nos inculca ese sentido religioso de la liturgia -¿acaso podría tener otro?- es la misma eucología. Acudiendo a la liturgia, estamos sirviendo a Dios: “podamos servirte en el altar con un corazón puro”[1]. La ofrenda –eucarística y existencial- se ofrece con un solo objeto, el de servir a Dios: “Mira, Señor, complacido el sacrificio espiritual que vamos a ofrecerte en nuestro deseo de servirte”[2]. Dios mismo nos llama al servicio santo de la liturgia: “escucha, Señor, nuestra oración y libra de las seducciones del mundo a los que has llamado a servirte en estos santos misterios[3] y la liturgia es siempre un servicio al Señor: “concédenos, Dios de misericordia, servir siempre a tu altar con dignidad”[4]. La ofrenda posee un significado espiritual mostrando que somos siervos del Señor: “como signo de nuestra servidumbre[5], “miras nuestra ofrenda como un gesto de nuestro devoto servicio”[6].

  La liturgia es un servicio divino, un servicio santo[7]. En ella somos siervos y servidores, no dueños y amos; recibimos como don, no somos poseedores a nuestro arbitrio. Vivimos y queremos vivir “entregados a servirte en el altar”[8]. En la liturgia obsequiamos a Dios con “el homenaje de nuestro servicio”[9].

 

            -Virtudes sinceras del corazón

  Para que la ofrenda eucarística, incluyendo la ofrenda que cada uno hace de sí mismo, pueda ser agradable a Dios Padre todopoderoso, es necesario que el corazón esté revestido de unas virtudes concretas. Es decir, la participación en la liturgia, cuando se da realmente en el servicio divino, atiende al corazón. El estilo desenfadado, informal, que trivializa para parecer aparentemente más cercano; la falsa familiaridad, el tono catequético para todo (convirtiendo la liturgia en logos y cayendo en verbalismo) o el tono rutinario, monótono y cansino; todo esto choca frontalmente con lo que antes veíamos, el carácter sagrado y el servicio divino, que eso es la liturgia.

  La primera virtud, o el primer modo, es la “dignidad”; es la cualidad de lo digno, la excelencia, el realce, la gravedad y el decoro. La dignidad corresponde a aquello que realmente es importante, y, en nuestro caso, santo: la liturgia de Dios y para Dios. La dignidad se reserva para cuando se está delante de alguien superior o en algo realmente importante, y eso mismo es lo que ocurre en la liturgia: estamos ante alguien superior, Dios, el Señor, y ante lo realmente importante: glorificarle. Es una concepción teológica y teologal de la liturgia, no utilitarista, secularizada, humanista, antropocéntrica.

  Tan importante es esa dignidad a la hora de vivir y celebrar la liturgia, que con mucha frecuencia aparece como una petición al Señor: “concédenos, Señor, participar dignamente en estos santos misterios”[10]; “te ofrezcamos una digna oblación”[11], “te ofrezcamos dignamente este sacrificio de alabanza”[12]. Son peticiones ya que es el Señor quien obra en nosotros el corazón bien dispuesto, por gracia, para reconocer su Presencia y estar dignamente ante Él: “prepara, Señor, nuestros corazones para celebrar dignamente estos misterios”[13]. Los fieles deben desear y suplicar siempre, para toda liturgia, que “nuestro servicio sea digno de estos dones sagrados”[14] y que “celebremos con dignidad estos santos misterios”[15]. Por tanto, una cualidad del corazón, que se va a manifestar en el porte exterior, en la compostura, es la dignidad, aquella que conviene para ofrecer y estar con reverencia en el culto cristiano. Tan importante que es que suplicamos: “concédenos… servir siempre a tu altar con dignidad”[16], “con culto reverente”[17].

Junto a la dignidad, una serie de cualidades del corazón y, por tanto, profundamente existenciales, marcan la vida y la sellan como una realidad santa para el Señor. El culto cristiano es un culto “en espíritu y en verdad” (Jn 4,23), el corazón del creyente. Un culto vacío es rechazado por el Señor como leemos en los profetas y en algunos salmos; sólo en el corazón reside la verdad de la persona, del creyente. “Dios dice al pecador: ¿Por qué recitas mis preceptos y tienes siempre en la boca mi alianza, tú que detestas mi enseñanza y te echas a la espalda mis mandatos?…” (Sal 49, 16-17).

 Así participar en la liturgia es implicar la vida y mostrar la propia vida. Se participa “en el altar con un corazón puro[18]; se ofrece al Señor con un corazón libre, sin ataduras, ni apegos, ni idolatrías, ni esclavitudes, sirviendo únicamente al Señor, Dios verdadero, y rechazando los ídolos: “concédenos, Señor, ofrecerte estos dones con un corazón libre”[19]. “No entrará en ella nada profano”, nada impuro (Ap 21,27).

  La ofrenda será pura si el corazón es puro, porque no es sólo pan y vino llevado al altar, porque el sacrificio de Cristo es la ofrenda pura desde donde sale el sol hasta el ocaso (cf. Mal 1,11), sino la ofrenda de cada uno de los fieles entregándose al Padre por Cristo: “que este sacrificio, Señor, sea para ti una ofrenda pura[20]. Esta pureza de corazón es también sinceridad: no es una cosa lo que se ofrece mientras la vida permanece ajena al sacrificio de Cristo; o las palabras dicen una cosa sin que el corazón las pronuncie (“este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”, Is 29,13; cf. Mt 15,7-9); o la vida litúrgica es un paréntesis de piedad mientras hay un divorcio de la fe con lo concreto de la vida. La sinceridad es coherencia y unidad de vida para que la liturgia sea expresión de nuestra propia entrega a Dios y le permitamos la transformación absoluta de lo que somos: “haznos aceptables a tus ojos por la sinceridad de corazón[21]. Es la sencillez, la veracidad, sin fingimiento alguno, ante Aquel que sondea las entrañas y el corazón (cf. Sal 138,1), y nada hay oculto ante Él. Él sabe lo que hay en el corazón de cada hombre (Sal 32,15), lee en los corazones: “los conocía a todos… porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre” (Jn 2, 24-25).

 La adoración y el santo temor de Dios no implican ni alejamiento ni miedo; sino piedad filial ante Dios Padre, por eso ofrecemos y nos ofrecemos con confianza: “recibe, Señor, los dones que te presentamos confiados”[22], “llenos de confianza en el amor que nos tienes, presentamos en tu altar esta ofrenda”[23].

 Junto a lo anterior, la humildad: “no soy digno de que entres en mi casa”. La liturgia es un ejercicio de humildad: “¿Quién puede estar en el recinto sacro?” (Sal 23), recordándonos constantemente que realizamos el culto cristiano y nos asociamos a la Iglesia del cielo “no por nuestros méritos sino conforme a tu bondad” (Canon romano). Por eso estar y vivir la liturgia se modela interiormente a partir de la humildad: “Mira complacido, Señor, nuestro humilde servicio”[24], de manera que no hay lugar para los protagonismos ni para las pequeñas disputas a la hora de realizar un servicio en la liturgia (leer, dirigir una monición, entonar…) sino que la humildad es el sustento y cimiento de la participación santa. Entonces, humildemente, la Gracia de Cristo podrá obrar en nosotros.

 El ejercicio de la liturgia es un acto de oración sublime y perfecta; es oración, no activismo; es oración, no fiesta secular; cuando se vive la liturgia y se participa internamente, se advierte el rostro hermoso de la liturgia, el ser “Iglesia en oración”: “Mira, Señor, los dones de tu Iglesia en oración”[25]. El espíritu de oración determina la calidad de una celebración litúrgica; de ahí que se pueda valorar la participación en la liturgia por el fervor que provoca y con el que se vive, y no simplemente por las exhortaciones moralizantes o la exaltación afectiva de sentimientos o de esteticismos: “nos dispongamos a ofrecer con mayor fervor…”[26]. El fervor es un celo ardiente, caracterizado por el fuego; es entusiasmo, ardor, ante las cosas santas.

 La vida litúrgica es una respuesta a la convocatoria del Señor por los caminos de la vida para que todos acudan (cf. Mt 22,9). Pero es imprescindible una vestidura conforme a la santidad del Misterio, la blanca vestidura del bautismo (cf. Gal 3,27; Col 3,10), el traje nupcial para ser partícipes de las bodas de Cristo con la Iglesia (cf. Ef 5,25-26; Ap 19,7). Son vestidos “blanqueados en la sangre del Cordero” (Ap 7,14). Por eso es imprescindible participar con el traje blanco del bautismo, con el traje de bodas: “Señor, haz que nos acerquemos siempre a tu banquete con la vestidura nupcial[27]. Del banquete solamente es expulsado aquel que no vino con el traje de fiesta. El rey “reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el vestido de boda?” (Mt 22,11-12).

  El alma ha de estar revestida de fiesta y de gracia, de blancura de inocencia, para entrar en el servicio de la liturgia; pero, alegóricamente, también habría que recordar el modo de estar vestidos externamente, conforme al pudor y al respeto que merecen las cosas santas.

 

            -Espíritu de fe (lo teologal)

 Para participar realmente en la liturgia, el corazón del cristiano debe vivir según las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad. Ni asistimos a un ceremonial de obligado cumplimiento, una función religiosa para deleite de los sentidos, ni a un recuerdo subjetivo (psicológico) de algo del pasado que nos mueve al compromiso ético. Somos participantes de la actualidad del Misterio de Cristo, siempre presente en la liturgia. Sólo la fe intensa y viva conduce a participar; la fe rebosante de amor a Dios, de caridad sobrenatural.

  La fe y la caridad dirigen a una participación mucho más consciente, devota, interior, con plena disponibilidad a la acción de la Gracia de Cristo. Nada de rutina, nada de activismo, nada de antropocentrismo (ese lenguaje de valores, compromisos y muchas moniciones, simbolismos añadidos). Entonces, participar, es vivir la liturgia “con fe verdadera”[28], “la fe y la humildad de tus hijos te hagan agradable esta oblación”[29]; deseamos que la Eucaristía podamos “recibirla siempre con un profundo espíritu de fe”[30], “celebremos con dignidad estos santos misterios y los recibamos con fe”[31].

 Siempre con “amor”, lejos del protagonismo, o de considerarnos dueños de la liturgia; la liturgia pide un amor grande, sobrenatural, en el corazón del pueblo cristiano porque sólo así se participa de verdad y se llega al núcleo del Misterio: “esta eucaristía, celebrada con amor”[32] y “te agrademos con la ofrenda de nuestro amor”[33]; “purifica a los que venimos con amor a celebrar la eucaristía”[34].

 A la acción litúrgica acudimos, y nos metemos de lleno en ella, implicándonos, si hay ese gran amor que nos mueve: “concédenos, Señor, que esta ofrenda sea agradable a tus ojos, nos alcance la gracia de servirte con amor”[35]. Dios mismo nos comunica ese amor santo que tiene su origen en Él, que se derrama en nuestros corazones por el Espíritu Santo (Rm 5,5), y que incluso se convierte en alimento: “el amor con que nos alimentas fortalezca nuestros corazones”[36].

 

           



[1] OF (: Oración sobre las ofrendas), San José.

[2] OF, Espíritu Santo, B.

[3] OF, Lunes II Cuar.

[4] OF, Jueves V Cuar.

[5] OF, IV Dom. T. Ord.

[6] OF, VIII Dom. T. Ord.

[7] “Nuestro humilde servicio” (OF, X Dom. T. Ord.); “nuestro servicio” (OF, XIII Dom. T. Ord.).

[8] OF, San Carlos Luanga, 3 de junio.

[9] OF, Santa Marta, 29 de junio.

[10] OF, Misa in Coena Domini.

[11] OF, Votiva Sgdo. Corazón.

[12] OF, Votiva de los santos Apóstoles.

[13] OF, Viernes II Cuar.

[14] OF, XIII Dom. T. Ord.

[15] OF, San Pío X, 21 de agosto. Esta dignidad de cuerpo y alma conviene para estar al pie de la cruz, sacrificio que se actualiza en la Eucaristía: “Te rogamos nos dispongas para celebrar dignamente el misterio de la cruz” (OF, San Francisco de Asís, 4 de octubre); “te rogamos, Señor, que tú mismo nos dispongas para celebrar dignamente este sacrificio” (OF, Virgen del Rosario, 7 de octubre).

[16] OF, Viernes V Cuar.

[17] OF, VII Dom. T. Ord.

[18] OF, San José.

[19] OF, XXIX Dom. T. Ord.

[20] OF, XXXI Dom. T. Ord.

[21] OF, Común de pastores, Fundadores de Iglesias, 9.

[22] OF, En cualquier necesidad, B.

[23] OF, IX Dom. T. Ord.

[24] OF, X Dom. T. Ord.

[25] OF, XV Dom. T. Ord.

[26] OF, San Jerónimo, 30 de septiembre.

[27] OF, San Luis Gonzaga, 21 de junio.

[28] OF, IV Dom. Cuar.

[29] OF, Espíritu Santo, B.

[30] OP (: Oración de postcomunión), Sábado III Cuar.

[31] OF, San Pío X, 21 de agosto.

[32] OF, VII Dom. Pasc.

[33] OF, XII Dom. T. Ord.

[34] OF, Santos Inocentes, 28 de diciembre.

[35] OF, XXXIII Dom. T. Ord.

[36] OP, XXII Dom. T. Ord.

8.02.18

La sede para la penitencia

ConfesionarioLa renovación de la vida bautismal exige la penitencia. Por tanto, el templo debe estar preparado para que se pueda expresar el arrepentimiento y la recepción del perdón, lo cual exige asimismo un lugar apropiado (Catecismo de la Iglesia, nº 1185).

El sacramento de la penitencia es un sacramento eclesial, puesto que el pecador ofende a Dios y a la Iglesia con su pecado, y de ambos se separa, y por ambos, vuelve a la comunión. Es el sacramento de la paz de Dios donde se vuelve a la pax Ecclesiae. Es, asimismo, claro ejemplo, de cómo la Iglesia es santa en sí misma y pecadora en sus miembros.

Este sacramento es un sacramento comunitario, aunque sólo lo celebre un penitente y un presbítero. Es un sacramento comunitario y eclesial, pero un tanto especial por su celebración. Reformada ésta por el Concilio y el Ritual, ahora consta -¡debe constar!- de saludo, lectura bíblica, confesión, penitencia, oración del penitente, imposición de manos y absolución, oración de acción de gracias y despedida.

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1.02.18

Disposiciones interiores para participar en la liturgia, 1ª parte (XVI)

Hay una clara exageración, que parte del desconocimiento de la naturaleza de la liturgia y su valor pastoral, en insistir en que la participación es solamente algo externo, que hay fomentar, incluso añadiendo o inventando cosas no previstas en los libros litúrgicos de la Iglesia.

 Esa clara exageración suele ir en detrimento de la participación interior, devota, consciente, fructuosa, que son el núcleo de la verdadera liturgia. El cuidado de la liturgia, la cura pastoral, la pastoral litúrgica, deben fomentar las disposiciones internas, los sentimientos espirituales auténticos, para entrar en el Misterio del Señor que se celebra en la liturgia.

 Pío XII lo advirtió ya en la encíclica Mediator Dei: “Pero el elemento esencial del culto tiene que ser el interno; efectivamente, es necesario vivir en Cristo, consagrarse completamente a El, para que en El, con El y por El se dé gloria al Padre. La sagrada liturgia requiere que estos dos elementos estén íntimamente unidos; y no se cansa de repetirlo cada vez que prescribe un acto de culto externo” (nn. 34-35). Lo externo, como los cantos, respuestas, posturas corporales e incluso los distintos servicios litúrgicos (lectores, acólitos, coro, oferentes en la procesión de los dones, monitor) buscan únicamente la participación interior de los fieles, favorecer la unión con Cristo: “se encaminan principalmente a alimentar y fomentar la piedad de los cristianos y su íntima unión con Cristo y con su ministro visible, y también a excitar aquellos sentimientos y disposiciones interiores, con las cuales nuestra alma ha de imitar al Sumo Sacerdote del Nuevo Testamento”[1].

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