31.07.19

Benedictus (I - Respuestas XLII)

1. La celebración litúrgica de las Laudes hace memoria, por la mañana, de la santa resurrección del Señor y se dirige y ordena a santificar la mañana (cf. IGLH 38).

   Nunca en la Liturgia de las Horas, según la costumbre romana, se lee el Evangelio –excepto en el oficio de Vigilias-: “conforme a la tradición, se han excluido los Evangelios” (IGLH 158), sino que el Evangelio se reserva para la Misa del día, proclamándose en forma de lecturas breves o largas el resto de los libros de la Escritura.

 Centro solemne de las Laudes es el cántico evangélico del Benedictus, ya que a los cánticos evangélicos en la Liturgia de las Horas “se les ha de conceder la misma solemnidad y dignidad con que se acostumbra a oír la proclamación del Evangelio” (IGLH 138). Todos se ponen en pie, se santiguan al decir las primeras palabras y se puede incensar con honor el altar. Por su naturaleza, el cántico evangélico requiere ser cantado.

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24.07.19

¿Novedad? A la venta el «Ceremonial de los Obispos»

Novedad en parte: ya lo tenemos en castellano editado en España, en la editorial “Libros litúrgicos” de la CEE.

   El Ceremonial de los Obispos (en adelante: CE) se promulgó en 1984 y no ha tenido una segunda edición, ni revisión, ni añadidos. El CELAM hizo la única y agotadísima versión castellana para América Latina en 1991 y es la usual entre obispos españoles y ceremonieros.

   Ahora ya la tenemos, en castellano, en editorial española, y accesible. Por eso es novedad. ¿No podría haber salido años atrás????

   ¿Pero qué contiene? ¿Por qué es importante? ¿Es sólo para los obispos?

    En el libro hallamos la descripción de rúbricas, ¡que son tan necesarias!, de todos los ritos, en el año litúrgico, en la Misa estacional, en los distintos sacramentos, etc…

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18.07.19

"No soy dignO"... también las mujeres

Existen pequeños detalles sobre la liturgia que resultan de tremenda actualidad, es decir, vas a un sitio u otro y sufres los mismos errores en esos pequeños detalles. No se hunde el mundo, ciertamente, ni se arruina el valor de la Santa Misa, ni su carácter latreútico, eucarístico, impetratorio, etc., pero es una nota disonante en medio de todo el concierto sinfónico.

Pues volvamos a ello.

El sacerdote dice, en el rito romano, antes de la Comunión: «dichosos los invitados a la Cena del Señor». Y todos los fieles, varones o mujeres, responden pidiendo las palabras prestadas al centurión romano: «Señor, no soy DIGNO -¡no »¡digna!«- de que entres en mi casa…»

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10.07.19

Nota personal y artículo: Señor, no soy digno (y II - Respuestas XLI)

Primero una nota personal o explicación a los amables lectores:

Os cuento:
Llevo enfermo todo el año. Muchas pruebas, una primera operación quirúrgica, post-operatorio, etc. Un tumor que se ha vuelto maligno está dando la lata. Ya he pasado la radioterapia y ahora estoy con la quimio (8 sesiones, cada 15 días) y con los efectos secundarios, fastidiosos pero están siendo pocos por ahora.

Agradezco a los lectores que se han preocupado y me han escrito en privado. Programaré más artículos para tenerlos listos. Pero esa ha sido la razón del silencio de este blog.

Gracias y pedid por mí.

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3. El rito romano empleó una fórmula distinta a la del resto de familias litúrgicas (“lo Santo para los santos”) suscitando la humildad de todos antes de acercarse a recibir el Cuerpo y la Sangre del Señor. Dice el sacerdote: “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la cena del Señor”, y todos a una con el sacerdote, responden: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”. Todo esto se realiza sosteniendo el sacerdote un fragmento del Pan consagrado, ya fraccionado, sobre la patena o sobre el cáliz (cf. IGMR 84) invitando “al banquete de Cristo” (ibid.)

  Se suscita de este modo humildad y un profundo espíritu de fe para acercarse dignamente a la sagrada comunión: “pronuncia un acto de humildad, usando las palabras evangélicas prescritas” (IGMR 84).

  Lo que recibimos en la comunión ni es algo ni es un símbolo de nada ni es una construcción humana ni es un alimento común. Recibimos a Alguien, al mismo Cristo Señor en el Sacramento: de ahí el rito de preparación, y por eso, también, el cuidado al comulgar, la reverencia y la solemnidad de ese momento –sin canalizaciones, ni saludos, ni conversaciones, ni distribuir la comunión apresuradamente-:

    “Lo que se nos entrega en la comunión no es un trozo de cuerpo, no es una casa, sino Cristo mismo, el Resucitado, la persona que se nos comunica en su amor que ha pasado por la Cruz. Esto significa que comulgar es siempre una relación personal. No es un simple rito comunitario, que podamos despachar como cualquier otro asunto comunitario. En el acto de comulgar, soy yo quien me presento ante el Señor, que se me comunica a mí. Por esta razón, la comunión sacramental ha de ser siempre, al mismo tiempo, comunión espiritual. Por esta razón, antes de la comunión, la liturgia pasa del nosotros al yo. En esos momentos soy yo quien es llamado en causa. Soy yo quien es invitado a salir fuera de mí mismo, a ir a su encuentro, a llamarlo”[1].

      4. “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Con estas palabras del sacerdote se enlaza el rito anterior con la mostración del Pan ya partido y la invitación a comulgar. Antes, durante la fracción, se ha cantado: “Cordero de Dios…”, ahora se afirma y se muestra: “Éste es”, Éste, Jesucristo, y no otro, es el Cordero de Dios, el único que quita el pecado del mundo y que ha sido inmolado, fraccionado, partido en el rito eucarístico, para darnos vida. Lo demuestra tomando uno solo de los muchos trozos fraccionados de las Hostias, mostrándolo algo elevado sobre la patena o el cáliz.

   “Éste es el Cordero de Dios…”, son las palabras del Bautista (Jn 1,29) señalando a Cristo delante de sus discípulos y que nos recuerdan el sacrificio de Jesucristo. ¡El Cordero de Dios, el verdadero Cordero!:

   “Juan Bautista, después de haber aceptado bautizarle en compañía de los pecadores, vio y señaló a Jesús como el ‘Cordero de Dios que quita el pecado del mundo’. Manifestó así que Jesús es a la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero y carga con el pecado de las multitudes y el cordero pascual símbolo de la Redención de Israel cuando celebró la primera Pascua. Toda la vida de Cristo expresa su misión: ‘Servir y dar su vida en rescate por muchos’” (CAT 608).

   “Dichosos los invitados a la cena del Señor”, prosigue el sacerdote. La traducción castellana pierde un matiz del original latino: “Beati qui ad cenam Agni vocati sunt”, “los que son llamados a la cena del Cordero”. Es una clara alusión escatológica, siguiendo el lenguaje eucarístico. Más que ceñirse a “esta” eucaristía, y a los que ahora comulgarán, la invitación bienaventurada mira al banquete del Reino de los cielos, como Cristo expuso en tantas parábolas; mira al banquete de bodas del Cordero (Ap 19,9) en el cielo, definitivo banquete. La celebración eucarística ahora, hoy y aquí, es anticipación y prenda de aquel banquete último y celestial:

   “El banquete eucarístico es para nosotros anticipación real del banquete final, anunciado por los profetas y descrito en el Nuevo Testamento como ‘las bodas del Cordero’ (Ap 19,7-9), que se ha de celebrar en la alegría de la comunión de los santos” (Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, 31).

      La Eucaristía es anticipación del definitivo Banquete del Reino de los cielos donde se consumará la unión del Cordero con su esposa embellecida, la Iglesia:

   “Cristo, que pasó de este mundo al Padre, nos da en la Eucaristía la prenda de la gloria que tendremos junto a Él: la participación en el Santo Sacrificio nos identifica con su Corazón, sostiene nuestras fuerzas a lo largo del peregrinar de esta vida, nos hace desear la Vida eterna y nos une ya desde ahora a la Iglesia del cielo, a la Santísima Virgen y a todos los santos” (CAT 1419).

    5. Respuesta de fe y humildad recitan sacerdote y pueblo a una sola voz: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”.

   Son las palabras del centurión (Mt 8,8) cuando le pide a nuestro Señor que cure a su criado y confía en la palabra de Cristo y reconoce su indignidad. Cree que Cristo, incluso a distancia, sin ver ni tocar al criado, puede sanarlo, y que la morada del centurión es indigna de la grandeza del Salvador: ¡fe y humildad ante Cristo!

  “Oigámosle [al centurión] cuantos hemos aún de recibir a Cristo, porque posible es recibirle también ahora. Oigámosle e imitémosle y recibamos al Señor con el mismo fervor que el centurión” (S. Juan Crisóstomo, In Matt., hom. 26,1).

   “Declarándose indigno, se hizo digno; digno de que Cristo entrase no en las paredes de su casa, sino en su corazón. Pero no lo hubiese dicho con tanta fe y humildad si no llevase ya en el corazón a aquel que temía entrase en su casa. En efecto, no sería gran dicha el que el Señor Jesús entrase al interior de su casa si no se hallase en su corazón” (S. Agustín, Serm. 62,1).

    Quienes son invitados a acercarse a la comunión eucarística si están preparados, responden con gran humildad: “Ante la grandeza de este sacramento, el fiel solo puede repetir humildemente y con fe ardiente las palabras del Centurión” (CAT 1386).

   Nadie es suficientemente digno ni merecedor de la comunión eucarística; la santidad del Sacramento requeriría de nosotros pureza y devoción sincera como la de la Virgen y los santos. Al menos, reconocemos nuestra pequeñez e indignidad y nos acercamos a comulgar si no tenemos conciencia de pecado mortal, estando en gracia.

             ¡Cómo deberíamos ser conscientes de lo que decimos al Señor en esta frase! ¡Hasta qué punto debería determinar la disposición espiritual y el comportamiento externo (recogido, orante, sin distraerse) en el momento de acercarse a comulgar! Ojalá nos demos siempre cuenta de lo que decimos y rezamos y contestamos en la santa liturgia.

    6. Esta fórmula –“Señor, no soy digno…”- apreció como introducción a oraciones más largas antes de la comunión, allá por el siglo X. Poco a poco, según regiones, se va extendiendo. En los misales italianos se repite la frase literal del centurión repitiéndola tres veces en algunos casos, o sustituyendo la parte final –“mi criado…”- por “bastará para sanarme”. Fuera de Italia, pocas veces se encontró esta fórmula ritual hasta la reforma de san Pío V. Lentamente se introdujo.

 

 



[1] RATZINGER, J., La Eucaristía, centro de la vida, 89.

12.04.19

Señor, no soy digno (I - Respuestas XL)

1. Es usual y dato común en todas las liturgias, ya sean orientales, ya sean occidentales, que inmediatamente antes de distribuir la comunión eucarística, el sacerdote se dirija al pueblo y lo invite a acercarse a comulgar con disposiciones de fe, humildad, santo temor de Dios y, por tanto, en gracia y no en pecado mortal. No es un acceso indiscriminado a todos, sino que se ha de estar preparado y en estado de gracia.

  El Catecismo lo recuerda afirmando que “para responder a esta invitación debemos prepararnos para este momento tan grande y santo. San Pablo exhorta a un examen de conciencia… Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar” (CAT 1385).

También, muy claramente, Juan Pablo II escribía:

“el juicio sobre el estado de gracia, obviamente, corresponde solamente al interesado tratándose de una valoración de conciencia. No obstante, en los casos de un comportamiento externo grave, abierta y establemente contrario a la norma moral, la Iglesia, en su cuidado pastoral por el buen orden comunitario y por respeto al Sacramento, no puede mostrarse indiferente. A esta situación de manifiesta indisposición moral se refiere la norma del Código de Derecho Canónico que no permite la admisión a la comunión eucarística a los que ‘obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave’ (cn. 915)” (Ecclesia de Eucharistia, 37).

     2. Por eso, recordando la santidad de la Eucaristía misma y la necesaria disposición de los fieles, la liturgia introdujo una invitación sacerdotal que es una admonición, una advertencia para todos. La más difundida y corriente es “Sancta sanctis”, es decir, “lo Santo (o las cosas santas) para los santos”. Los fieles todos aclaman y responden con humildad: “sólo Tú eres santo”, reconociendo que, aunque puedan comulgar y están en gracia, son pequeños comparados con la santidad absoluta de Jesucristo.

    ¿Testimonios? El primero que se puede aducir lo hallamos en las catequesis de S. Cirilo de Jerusalén, en el siglo IV:

    “Después de estas cosas, dice el sacerdote: ‘las cosas santas para los santos’. Santas son las cosas que están delante, que han recibido la venida del Espíritu Santo. Las cosas santas convienen, pues, a los santos. Después vosotros decís: ‘Uno es el santo, uno el Señor: Jesucristo’. En verdad uno es el santo, santo por naturaleza. Nosotros también somos santos, pero no por naturaleza, sino por participación y por ejercicio y oración” (Cat. Mist. V, 18).

 El Crisóstomo también alude a esa admonición sacerdotal:

  “Por esto mismo clama entonces el sacerdote llamando a los santos, y requiriendo a todos con esta voz para que ninguno se acerque sin la debida preparación. De la misma manera que en un rebaño en el que hay muchas ovejas sanas y muchas llenas también de sarna es necesario separar éstas de las sanas; así también en la Iglesia, ya que en ella hay ovejas sanas y ovejas enfermas, mediante esta voz separa las unas de las otras, recorriendo el sacerdote por todas partes por medio de este clamor terribilísimo, y va llamando y atrayendo a los santos” (S. Juan Crisóstomo, In Heb., 17,4).

   Un tercer elemento en la Tradición es el desarrollo ritual que nos describen las Constituciones Apostólicas del s. IV:

   “Después de que todos digan ‘Amén’, diga el diácono: ‘Prestad atención’. El obispo dirija la palabra al pueblo de esta manera: ‘Las cosas santas para los santos’.

       Responda el pueblo: ‘Un solo santo, un solo Señor, Jesucristo, para gloria de Dios Padre en el Espíritu Santo. Eres bendito por los siglos. Amén. Gloria en las alturas a Dios, paz en la tierra y beneplácito (de Dios) entre los hombres. Hosanna al Hijo de David, bendito el Señor Dios que viene en nombre del Señor y se ha manifestado entre nosotros, hosanna en las alturas’.

       Después de esto comulgue el obispo, luego los presbíteros, los diáconos…” (VIII,11-14).

   Actualmente, así se sigue realizando en muchas liturgias. La liturgia de Antioquía, celebrada en el Líbano con la anáfora de los doce apóstoles, realiza este antiquísimo diálogo:

 “Las cosas santas para los santos y los puros”.

 R/: “Un solo Padre santo, un solo Hijo santo, un solo Espíritu vivo y santo. Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo vivificador: ahora y hasta el fin de los siglos”.

    La Divina Liturgia de S. Juan Crisóstomo, el rito bizantino, realiza esta admonición elevando los dones, antes de una ulterior fracción y otros ritos simbólicos. El diácono avisa: “Estemos atentos”. El sacerdote eleva el sagrado Pan, diciendo en voz alta: “Lo Santo a los santos”. Y los fieles aclaman: “Uno solo es Santo, uno solo es Señor, Jesucristo, para gloria de Dios Padre. Amén”.

    Lo mismo se realiza en nuestro rito hispano-mozárabe. El sacerdote sale al pie del altar y elevando la patena y el cáliz, aclama: “Lo santo para los santos”, aunque el actual Ordinario de la Misa, extrañamente, no pone ninguna respuesta en boca de los fieles, como es lo habitual en la tradición litúrgica.