InfoCatólica / Liturgia, fuente y culmen / Categoría: Liturgia general

6.12.18

El Señor reciba de tus manos... (Respuestas - XXII)

     1. Tras haberse lavado las manos (signo del “deseo de purificación interior”: IGMR 76, y el lavatorio es obligatorio, no opcional), el sacerdote en el centro del altar extiende las manos e invita a orar, poniéndose todos los fieles de pie (de pie “además desde la invitación Oren, hermanos”… IGMR 43). Así va a cerrarse todo el rito del ofertorio, la preparación de las ofrendas y dones eucarísticos, ya dispuestos para el sacrificio.

  La fórmula, bien clásica, con la que el sacerdote se dirige a los fieles es:

 Orad, hermanos, para que este sacrificio, mío y vuestro, sea agradable a Dios, Padre todopoderoso.

    También puede hacerlo con una de estas fórmulas aprobadas para el Misal romano en lengua española:

 En el momento de ofrecer el sacrificio de toda la Iglesia, oremos a Dios, Padre todopoderoso.

 Orad, hermanos, para que, llevando al altar los gozos y las fatigas de cada día nos dispongamos a ofrecer el sacrificio agradable a Dios, Padre todopoderoso.

   Los fieles, que ya se pusieron en pie, responden al unísono:

 El Señor reciba de tus manos este sacrificio,

para alabanza y gloria de su nombre,

para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia.

       2. Con esta respuesta, todos los fieles cristianos van a unirse al sacerdote en la ofrenda del sacrificio de Jesucristo. Son las manos del sacerdote las que lo ofrecen, pero lo hace en nombre de todos y por todos. Los fieles cristianos no están ausentes de este sacrificio, ni privados de él, ni siquiera son meros asistentes o espectadores pasivos, mudos, inertes (cf. SC 48). La ofrenda del altar es de todo el pueblo santo y se sacrifica por manos sacerdotales. Así la Eucaristía es el sacrificio de toda la Iglesia, como lo recordaba la monición sacerdotal: “este sacrificio, mío y vuestro”.

  Distinto en grado y esencia es el sacerdocio bautismal y el sacerdocio ministerial (cf. LG 10) pero cada uno, según su propia modalidad, se ve envuelto, implicado, en el sacrificio del altar:

   “El sacerdote, en cuanto ministro del sacrificio es el auténtico sacerdote, que lleva a cabo –en virtud del poder específico de la sagrada ordenación- el verdadero acto sacrificial que lleva de nuevo a los seres a Dios. En cambio, los que participan en la Eucaristía, sin sacrificar como él, ofrecen con él, en virtud del sacerdocio común, sus propios sacrificios espirituales, representados por el pan y el vino, desde el momento de su preparación en el altar” (Juan Pablo II, Dominicae Cenae, 9).

    3. En el pan y el vino presentados, ofrecidos, preparados para la gran plegaria eucarística, están representados todos los fieles; son aglutinantes de todos y cada uno de los oferentes y del pueblo santo.

    Y que los granos de trigo formando un solo pan y las uvas pisadas haciendo el vino representan a cada uno de los fieles, es un lugar común en la Tradición de la Iglesia. Ya san Pablo escribía: “El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque que comemos todos del mismo pan” (1Co 10,17). La Didajé, igualmente, lo dice jugando con esa imagen: “Como este pan fue repartido sobre los montes, y, recogido, se hizo uno, así sea recogida tu Iglesia desde los límites de la tierra en tu Reino” (9,3). Como también, muy expresivamente, el gran san Agustín:

    “En este pan se nos indica cómo debéis amar la unidad. ¿Acaso este pan se ha hecho de un solo grano? ¿No eran, acaso, muchos los granos de trigo? Pero antes de convertirse en pan estaban separados; se unieron mediante el agua después de haber sido triturados. Si no es molido el trigo y amasado con agua, nunca podrá convertirse en esto que llamamos pan. Lo mismo os ha pasado a vosotros… Llegó el bautismo y habéis sido como amasados con el agua para convertiros en pan” (Serm. 227).

    “Lo mismo sucede con el vino: antes estuvo en muchos cestos de vendimia, y ahora en un único recipiente; forma una unidad en la suavidad del cáliz, pero tras la prensa del lagar. También vosotros habéis venido a parar, en el nombre de Cristo, al cáliz del Señor después del ayuno y las fatigas, tras la humillación y el arrepentimiento; también vosotros estáis sobre la mesa, también vosotros estáis dentro del cáliz. Sois vino conmigo: lo somos conjuntamente; juntos lo bebemos, porque juntos vivimos” (Serm. 229,2).

    Cada uno está incluido en la ofrenda eucarística que se ofrece a Dios y se convierte en Oblación junto con Cristo. Son superfluas otras ofrendas –libros, sandalias, carteles, relojes, etc.- cuando ya, cada uno de los participantes, pone su vida y su ser en el altar, significados en el pan y en el vino: “El pan y el vino se convierten en cierto sentido en símbolo de todo lo que lleva la asamblea eucarística, por sí misma, en ofrenda a Dios y que ofrece en espíritu” (Juan Pablo II, Dominicae Cenae, 9).

   Además de cada uno de los fieles, en el pan y el vino se recapitula la creación entera así como toda la vida de los hombres, con sus gozos y angustias:

   “En realidad, este gesto humilde y sencillo tiene un sentido muy grande: en el pan y en el vino que llevamos al altar toda la creación es asumida por Cristo Redentor para ser transformada y presentada al Padre. En este sentido, llevamos al altar todo el sufrimiento y el dolor del mundo, conscientes de que todo es precioso a los ojos de Dios. Este gesto, para ser vivido en su auténtico significado, no necesita enfatizarse con añadiduras superfluas. Permite valorar la colaboración originaria que Dios pide al hombre para realizar en él la obra divina y dar así pleno sentido al trabajo humano, que mediante la celebración eucarística se une al sacrificio redentor de Cristo” (Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, 47).

   Más que llevar añadidos superfluos y cosas que son símbolos –muy forzados- se trata de ofrecer pan y vino ofreciéndonos nosotros mismos, un verdadero sacrificio espiritual de nuestras existencias; por eso el sacerdote dirá: “este sacrificio mío y vuestro”, o en la otra fórmula: “llevando al altar los gozos y las fatigas de cada día, ofrezcamos…” y todos responderán: “El Señor reciba de tus manos este sacrificio…”

     4. Aquí se realiza un culto nuevo que es existencial y no externo a uno mismo: ofrecer ofreciéndonos, una liturgia espiritual que engloba la vida cotidiana y la ofrece a Dios junto con Cristo:

    “La Celebración eucarística aparece aquí con toda su fuerza como fuente y culmen de la existencia eclesial, ya que expresa, al mismo tiempo, tanto el inicio como el cumplimiento del nuevo y definitivo culto, la logiké latría. A este respecto, las palabras de San Pablo a los Romanos son la formulación más sintética de cómo la Eucaristía transforma toda nuestra vida en culto espiritual agradable a Dios… En esta exhortación (cf. Rm 12,1) se ve la imagen del nuevo culto como ofrenda total de la propia persona en comunión con toda la Iglesia. La insistencia del Apóstol sobre la ofrenda de nuestros cuerpos subraya la concreción humana de un culto que no es para nada desencarnado” (Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, 70).

   Por ello, cada fiel deposita espiritualmente en el altar su propia ofrenda contenida en el pan y en el vino. Presenta su cuerpo, su ser entero, su vida misma; presenta los sacrificios espirituales de sus trabajos, sus luchas, su combate cristiano, su apostolado, sus actos de vida cristiana y sus obras de misericordia, sus penitencias y mortificaciones… ¡todo, absolutamente todo! Éstos son los verdaderos sacrificios espirituales que ofrecemos a Dios como Cristo no ofreció cosas al Padre, sino a Sí mismo: “me has dado un cuerpo… Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hb 10,5). Como Cristo, así los cristianos se donan al Padre y entregan sus sacrificios espirituales: “todos aquellos que participan en la Eucaristía, sin sacrificar como él [el sacerdote], ofrecen con él, en virtud del sacerdocio común, sus propios sacrificios espirituales, representados por el pan y el vino, desde el momento de su preparación en el altar” (Juan Pablo II, Dominicae Cenae, 9).

    Por manos del sacerdote se ofrecen los fieles a Dios por Cristo, se unen a la ofrenda eucarística, se incorporan a su sacrificio. Ya lo recordaba la constitución Sacrosanctum Concilium: “aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él” (SC 48). Ésta es la participación activa de los fieles que, sin duda, no hay que confundir con intervenciones directas, llevando cualquier cosa al altar o leyendo una monición.

    “Orad hermanos… El Señor reciba de tus manos…” Este acto es espiritual, al ofrecernos junto con Cristo, transformando la vida entera en un culto espiritual agradable a Dios, en un sacrificio existencial y santo. A ello exhortaba Juan Pablo II: “la conciencia del acto de presentar las ofrendas, debería ser mantenida durante toda la Misa. Más aún, debe ser llevada a plenitud en el momento de la consagración y de la oblación anamnética, tal como lo exige el valor fundamental del momento del sacrificio” (Dominicae Cenae, 9).

    Todo esto se contiene en ese diálogo sacerdotal con los fieles: “Orad, hermanos, para que este sacrificio, mío y vuestro…” Como seguía explicando Juan Pablo II:

   “Este valor sacrificial está ya expresado en cada celebración por las palabras con que el sacerdote concluye la presentación de los dones al pedir a los fieles que oren para que “este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios, Padre todopoderoso”. Tales palabras tienen un valor de compromiso en cuanto expresan el carácter de toda la liturgia eucarística y la plenitud de su contenido tanto divino como eclesial” (Dominicae Cenae, 9).

     5. “Para alabanza y gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia”.

     El sacrificio de Jesucristo en la cruz, perpetuado y hecho presente en el sacrificio eucarístico, se eleva a Dios para su gloria y su alabanza: es la gran adoración, el verdadero culto de adoración a Dios, más perfecto, en espíritu y verdad.

    “Te ofreceré un sacrificio de alabanza” (Sal 115) dice el salmo, anunciando proféticamente la Eucaristía: “alzaré la copa de la salvación” (Sal 115). Ésta sí es la ofrenda pura para gloria de Dios, como profetizó Malaquías: “el Señor recibirá ofrenda y oblación justas. Entonces agradará al Señor la ofrenda” (Mal 3,3-4) y así ofrecerán al Señor una ofrenda pura “desde donde sale el sol hasta el ocaso” (Mal 1,11).

     La Iglesia ofrece el sacrificio del altar para alabanza y gloria de Dios ya que es la ofrenda verdadera, pura y perfecta. Las oraciones sobre las ofrendas del Misal romano se hacen eco de este aspecto: “para que nuestra celebración sea para tu gloria y tu alabanza”[1], “Señor, que esta oblación, en la que alcanza su cumbre el culto que el hombre te tributa, restablezca nuestra amistad contigo”[2].

   “Para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia”. Todo el bien de la Iglesia se contiene en la Eucaristía (cf. PO 5); al celebrarla y ofrecerla pedimos por el propio bien de los oferentes, para que sirva eficazmente a quienes toman parte de él. Este deseo se expresa tanto en la oración sobre las ofrendas como también en la oración de postcomunión: “dígnate, Señor, aceptar la ofrenda de tu pueblo: que ella nos santifique y nos alcance lo que ahora imploramos de tu misericordia”[3]; “Señor, que esta oblación nos purifique y nos renueve, y sea causa de eterna recompensa, para los que cumplen tu santa voluntad”[4]; “esta Eucaristía, celebrada como memorial de tu Hijo, nos haga progresar en el amor”[5].

    “Y el de toda su santa Iglesia”. En virtud de la comunión de los santos, ni la liturgia ni la celebración eucarística son un asunto privado, grupal, circunscrito sólo a los fieles concretos que celebran en ese momento, sino que es eclesial, incluye a toda la Iglesia y se celebra en comunión con la Iglesia del cielo y de la tierra.

    Se ofrece el sacrificio, pero no sólo por el bien de los oferentes sino también “de todo tu pueblo santo” (PE IV), ofrenda que es “de tus siervos y de toda tu familia santa” (Canon romano). Se ofrece por el bien de toda la Iglesia ya que es el sacrificio de toda la Iglesia: “Oh Dios, que has llevado a la perfección del sacrificio único los diferentes sacrificios de la Antigua Alianza; recibe y santifica las ofrendas de tus fieles, como bendijiste la de Abel, para que la oblación que ofrece cada uno de nosotros en honor de tu nombre sirva para la salvación de todos”[6]; “por el único sacrificio de Cristo, tu Unigénito, te has adquirido, Señor, un pueblo de hijos; concédenos propicio los dones de la unidad y de la paz en tu Iglesia”[7].

    Con esa conciencia clara, lúcida, respondemos al sacerdote (“Orad, hermanos…”) y nos disponemos a entrar en la gran plegaria eucarística.

    6. Por último algún dato de la historia de la liturgia sobre este diálogo del sacerdote y los fieles.

     Esta monición sacerdotal, “Orate fratres”, que aparece en todos los libros litúrgicos medievales, desde el siglo VIII, tenía la forma de una humilde petición: el sacerdote rogaba a los demás sacerdotes presentes que pidiesen por él para llevar adelante, santamente, la gran plegaria de consagración. No se respondía nada. Recuerda también otro momento en que los sacerdotes pedían por sí mismos: en el Canon romano suplicaban unos por otros: “y a nosotros, pecadores, siervos tuyos, que confiamos en tu infinita misericordia…”

      Ya en el siglo X, según explica Amalario, el sacerdote se dirigía ya a los fieles para “que fuese digno de ofrecer al Señor la oblación de todo el pueblo”. Las fórmulas varían: “Orad por mí”, “por mí pecador”, “por mí, misérrimo pecador”… Avanzando el tiempo, señal de que pedía la oración a todos, está la expresión “orate, fratres et sorores”, “orad, hermanos y hermanas”.

    Y la respuesta, con distintas versiones, mencionaba siempre cómo los fieles le deseaban que el Señor recibiera de sus manos el sacrificio para bien de toda la santa Iglesia.

 



[1] OF, XXX T. Ordinario.

[2] OF, 23 diciembre.

[3] OF, I T. Ordinario.

[4] OF, VI T. Ordinario.

[5] OP, Viernes V Pascua.

[6] OF, XVI T. Ordinario.

[7] OF, XXI T. Ordinario.

 

29.11.18

Bendito seas por siempre, Señor - II (Respuestas - XXI)

    4. “Bendito seas por siempre, Señor”.

    Como hemos ido viendo, esta fórmula litúrgica es profundamente bíblica y anclada en las Escrituras. Con ella, los fieles aclaman a Dios.

   El uso más común y extendido es como respuesta a las dos oraciones que el sacerdote puede (no debe siempre, mejor en silencio) pronunciar en voz alta sobre la patena y luego sobre el cáliz: “Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan…”

    Pero en la liturgia hay otros momentos en los que el sacerdote pronuncia algunas fórmulas, casi en forma de letanía, a las que igualmente se responde así, “bendito seas por siempre, Señor”. Hagamos el recorrido por algunos libros litúrgicos.

    5. En el ritual del Bautismo de niños se ofrecen dos formularios alternativos para bendecir el agua, que se pueden emplear como acción de gracias sobre el agua si ya está bendecida. En ambos formularios, los fieles responde: “Bendito seas por siempre, Señor”.

  El primer formulario (RBN 217) comienza por tres invocaciones dirigidas a cada una de las Personas de la Trinidad:

 Bendito seas, Dios Padre todopoderoso, porque has creado el agua que purifica y da vida.

R/ Bendito seas por siempre, Señor.

 Bendito seas, Dios Hijo único del Padre, Jesucristo, porque de tu costado abierto hiciste brotar agua junto con la sangre, para que de tu muerte y resurrección naciera la Iglesia.

R/ Bendito seas por siempre, Señor.

 Bendito seas, Dios Espíritu Santo, porque ungiste a Cristo bautizado en las aguas del Jordán, para que nosotros seamos bautizados en ti.

R/ Bendito seas por siempre, Señor.

   Continúan unas peticiones y una breve oración final.

     El segundo formulario (RBN 218) posee igualmente tres invocaciones, esta vez dirigidas sólo a Dios Padre, con idéntica respuesta de los fieles:

 Te bendecimos, Padre misericordioso, porque de la fuente del Bautismo hiciste brotar en nosotros la nueva vida de hijos de Dios.

R/ Bendito seas por siempre, Señor.

 Te bendecimos, Padre misericordioso, porque reúnes en un solo pueblo, por el agua y el Espíritu Santo, a todos los bautizados en tu Hijo Jesucristo.

R/ Bendito seas por siempre, Señor.

 Te bendecimos, Padre misericordioso, porque envías a los bautizados para que anuncien con gozo a todos los pueblos el Evangelio de Cristo.

R/ Bendito seas por siempre, Señor.

  El sacerdote concluye con una plegaria final.

    6. En el Ritual del sacramento de la Unción de enfermos se prescribe, antes de la Unción, una acción de gracias sobre el óleo ya bendecido, que es la materia del sacramento, poniendo de relieve su centralidad en esta acción sacramental: tres invocaciones dirigidas a cada Persona de la Trinidad, respondiendo los fieles: “Bendito seas por siempre, Señor” (RU 142); esta misma invocación, pero con una oración final distinta, se ofrece si hay que bendecir el óleo dentro del rito (cf. RU 141):

 Bendito seas, Dios, Padre todopoderoso, que por nosotros y por nuestra salvación enviaste a tu Hijo al mundo.

R/ Bendito seas por siempre, Señor.

 Bendito seas, Dios, Hijo unigénito, que te has rebajado haciéndote hombre como nosotros, para curar nuestras enfermedades.

R/ Bendito seas por siempre, Señor.

 Bendito seas, Dios, Espíritu Santo Defensor, que con tu poder fortaleces la debilidad de nuestro cuerpo.

R/ Bendito seas por siempre, Señor.

   7. Mucho más frecuente y extendido es su uso en el Bendicional.

   La plegaria para bendecir los trabajos de un nuevo edificio comienza con unas preces (Bend 528) a la que todos van respondiendo: “Bendito seas por siempre, Señor”:

 Invoquemos, queridos hermanos, a Dios, Padre todopoderoso, para que la obra que hoy comenzamos contribuya a la edificación del reino de Dios y nos una a Cristo, piedra angular, en la fe y en la caridad. Digámosle: R/ Bendito seas por siempre, Señor.

 -Tú que nos has dado la inteligencia y la fuerza para ser colaboradores de tu obra. R/

 -Tú que por tu Hijo, nuestro Señor, has querido edificar tu santa Iglesia sobre piedra firme. R/

 -Tú que, por el Espíritu de tu Hijo, nos haces entrar en la construcción del templo espiritual en el que quieres hacer morada. R/… etc.

   Hay otras ocasiones en que, en lugar de ser la respuesta, forma parte del cuerpo de las peticiones recitadas por un lector o por el sacerdote. Por ejemplo, las preces al bendecir un laboratorio, taller o tienda (Bend 678):

 -Bendito seas, Señor, que nos has dado la ley del trabajo, para que, con nuestra inteligencia y nuestros brazos, nos dediquemos con mayor empeño a perfeccionar las cosas creadas.

 -Bendito seas, Señor, que quisiste que tu hijo, hecho hombre por nosotros, trabajara como humilde artesano.

 -Bendito seas, Señor, que has hecho que en Cristo nos fuera llevadero el yugo y ligera la carga de nuestro trabajo…

      El mismo estilo, “¡Bendito seas por siempre, Señor!”, en las preces para bendecir locales de medios de comunicación social (Bend 696):

 -Bendito seas, Señor, sabiduría eterna, que iluminas la mente de los hombres y, con tu bendición, haces progresar sus iniciativas.

 -Bendito seas, Señor, que a través de las realidades visibles nos animas a escrutar las invisibles.

 -Bendito seas, Señor, que descubres siempre los secretos de tu omnipotencia a los que te buscan de verdad…

  Asimismo, en el rito de bendición de animales, las preces (Bend 816):

 -Bendito seas, Señor, que creaste a los animales y los pusiste bajo nuestro dominio para que nos ayudaran en nuestro trabajo.

 -Bendito seas, Señor, que para rehacer nuestras fuerzas nos das como alimento la carne de los animales.

 -Bendito seas, Señor, que, para entretenimiento de tus hijos, nos das la compañía de los animales domésticos…

    Al bendecir una nueva sede de la penitencia, un nuevo confesionario, las preces llaman a Dios “bendito” (Bend 1044):

 -Bendito seas, Señor, que entregaste a tu Hijo por nuestros pecados para que nos arrancara de las tinieblas del pecado y nos introdujera en la luz y la paz de tu reino.

 -Bendito seas, Señor, que por el Espíritu Santo purificas nuestra conciencia de las obras muertas.

 -Bendito seas, Señor, que has dado a la Iglesia santa las llaves del reino de los cielos para que las puertas de tu misericordia queden abiertas para todos…

   Igualmente hallamos oraciones que se inician con “Bendito seas, Señor”. Por ejemplo, la bendición de las familias en sus casas (Bend 85):

 Bendito seas, Señor,

que en la Pascua del Antiguo Testamento

conservaste intactas las casas de tu pueblo escogido,

rociadas con la sangre del Cordero,

y que en los sacramentos de la nueva Alianza,

nos diste a tu Hijo Jesucristo…

   También en la bendición de las asociaciones de ayuda en las necesidades públicas:

 Bendito seas, Señor, Dios de misericordia

que en tu Hijo nos has dado

un admirable ejemplo de caridad… (Bend 457).

      Asimismo, en la bendición de un nuevo hospital o centro de enfermos:

 Bendito seas, Dios y Padre nuestro,

que, por medio de tu Hijo,

encomendaste al pueblo que anda en una vida nueva

el cuidado y la solicitud por los enfermos… (Bend 661).

     Como también en la bendición de algunos instrumentos técnicos:

 Bendito eres, Señor, Dios nuestro,

y digno de toda alabanza,

tú que, mediante el ingenio y el trabajo del hombre,

cuidas del progreso de toda la creación… (Bend 764).

     Bendecir a Dios es gratitud y alabanza hacia Quien primero nos ha bendecido, en Cristo, constantemente. Ese lenguaje lo asume la Iglesia y lo emplea en su liturgia. “Bendito seas por siempre, Señor”.

 

 

22.11.18

Bendito seas por siempre, Señor (Respuestas - XX)

     1. Una vez preparados los dones eucarísticos sobre el altar, el sacerdote se acerca toma la patena en su mano y recita en secreto una breve fórmula dirigida a Dios. Lo mismo hace a continuación con el cáliz. Si lo cree oportuno, y no hay canto, puede recitarla en voz alta y los fieles responden: “Bendito seas por siempre, Señor”.

   Por tanto, lo habitual sería hacerlo en silencio y, de vez en cuando, en voz alta, respondiendo a la plegaria. Así lo describe el Misal:

 “El sacerdote, en el altar, recibe o toma la patena con el pan, y con ambas manos la tiene un poco elevada sobre el altar, diciendo en secreto: Bendito seas, Señor, Dios. Luego coloca la patena con el pan sobre el corporal.

…Vuelto al medio del altar, toma el cáliz con ambas manos, lo tiene un poco elevado, diciendo en secreto: Bendito seas, Señor, Dios; y después coloca el cáliz sobre el corporal y, según las circunstancias, lo cubre con la palia.

Pero cuando no hay canto al ofertorio ni se toca el órgano, en la presentación del pan y del vino, está permitido al sacerdote decir en voz alta las fórmulas de bendición a las que el pueblo aclama: Bendito seas por siempre, Señor” (IGMR 141-142).

       2. ¡Bendito seas por siempre, Señor! Dios es bendito y el único Bueno (cf. Mc 10,18), Dios bendice a su pueblo y nos ha llamado a “heredar una bendición” (1P 3,9). Quien entra en el ámbito divino, recibe su bendición; quien se aparta de Él, busca la maldición, su propia perdición. Por eso Dios da a escoger entre dos caminos: “Mira: yo os propongo hoy bendición y maldición: la bendición, si escucháis los preceptos del Señor, vuestro Dios, que yo os mando hoy; la maldición, si no escucháis los preceptos del Señor, vuestro Dios, y os apartáis del camino que yo os mando hoy, yendo en pos de otros dioses que no conocéis” (Dt 11,26-28); “mira: hoy pongo delante de ti la vida y el bien, la muerte y el mal. Pues yo te mando hoy amar al Señor, tu Dios, seguir sus caminos, observar sus preceptos, mandatos y decretos, y así vivirás y crecerás y el Señor, tu Dios, te bendecirá en la tierra donde vas a entrar para poseerla… Pongo delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida, para que vivas tú y tu descendencia” (Dt 30,15-16.19).

     En las Escrituras, Dios es calificado de bendito, y así se le alaba en multitud de ocasiones: “Bendito sea Dios que vive eternamente y cuyo reino dura por los siglos” (Tb 13,1), “bendito sea el Señor, Dios de Israel, el único que hace maravillas; bendito por siempre su nombre glorioso” (Sal 71), “bendito el Señor, mi Roca, que adiestra mis manos para el combate” (Sal 143), “bendito sea el nombre del Señor, ahora y por siempre” (Sal 112), “bendito eres, Señor, Dios de nuestro padre Israel, por los siglos de los siglos” (1Cron 29,10), “viva el Señor, bendita sea mi Roca” (Sal 17), “bendito el Señor, que escuchó mi voz suplicante” (Sal 27), “bendito el Señor, Dios de Israel, ahora y por siempre” (Sal 40).

     El creyente dispone su alma para alabar a Dios: “bendice, alma mía al Señor” (Sal 102; 103), “bendeciré al Señor que me aconseja” (Sal 15), “bendice, alma mía al Señor, ¡Dios mío qué grande eres!” (Sal 103). Bendecir es alabar a Dios, proclamar un canto de alabanza, narrar sus maravillas: “contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré” (Sal 21), “cantaré eternamente tus misericordias, Señor” (Sal 88), “es bueno dar gracias al Señor… proclamar por la mañana tu misericordia” (Sal 91), “encarecen ellos tus temibles proezas y yo narro tus grandes acciones” (Sal 144).

     También el Nuevo Testamento conoce esta bendición y alaba así a Dios. El cántico de Zacarías, entonado por la Iglesia cada mañana en las Laudes, comienza: “Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo” (Lc 1,68). El Apóstol de las gentes, al trazar un himno que ensalza el plan salvador de Dios y la recapitulación en Cristo, comienza. “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Ef 1,3).

   Cristo mismo bendice y alaba al Padre: “Yo te alabo, Padre, Señor de cielo y tierra” (Mt 11,25), “te bendigo, Padre” (Lc 10,21). Pronuncia la bendición a Dios antes de la multiplicación de los panes y peces (cf. Mt 14,19).

    3. Si el pueblo santo bendice a Dios y lo alaba, es porque antes, primero, es Dios quien ha bendecido.

    Ya en la creación, Dios bendice al hombre, a Adán y Eva: “los bendijo Dios” (Gn 1,28) entregándoles la tierra: “creced, multiplicaos…” La bendición de Dios es signo de elección amorosa a los patriarcas, al pueblo entero de Israel: “el Señor bendice a su pueblo con la paz” (Sal 28) y se implora su bendición: “el Señor tenga piedad y nos bendiga” (Sal 66), se le desea a los demás: “que el Señor te bendiga todos los días de tu vida” (Sal 127) y así bendice Aarón: “El Señor os bendiga y os guarde” (Nm 6,24).

    El plan de Dios, por Cristo, consiste en vivir su vida divina en el Cuerpo de su Hijo, ser alabanza de su gloria: “nos ha bendecido en la persona de Cristo, con toda clase de bienes espirituales y celestiales” (Ef 1,3). Esto se visibiliza en su Hijo, el Verbo encarnado, que incluso con sus gestos, bendice: “los bendecía imponiéndoles las manos” (Mc 10,16), “alzando sus manos, los bendijo” (Lc 24,50).

    El cristiano, en Cristo, ha sido “llamado para heredar una bendición” (1P 3,9), por eso el cristiano bendice y no maldice, extiende a todos la bendición de Dios, lleno de la caridad divina: “no devolváis mal por mal o insulto por insulto; al contrario, responded con una bendición, porque para esto habéis sido llamados: para heredar una bendición” (1P 3,8-9); como también san Pablo exhortará: “bendecid a los que os persiguen; bendecid, sí, no maldigáis” (Rm 12,14).

   Así, y por tanto, Dios nos bendice constantemente, y el hombre bendice a Dios, “dice bien de Dios”, glorificándole y reconociendo sus obras maravillosas.

    “La oración de bendición” es propia de la fe de la Iglesia: “La bendición expresa el movimiento de fondo de la oración cristiana: es encuentro de Dios con el hombre; en ella, el don de Dios y la acogida del hombre se convocan y se unen. La oración de bendición es la respuesta del hombre a los dones de Dios: porque Dios bendice, el corazón del hombre puede bendecir a su vez a Aquel que es la fuente de toda bendición” (CAT 2626).

   Entonces, “bendecir” alabar a Dios y reconocer sus bendiciones constantes sobre nosotros: “Bendecir es una acción divina que da la vida y cuya fuente es el Padre. Su bendición es a la vez palabra y don (“bene-dictio”, “eu-logia”). Aplicado al hombre, este término significa la adoración y la entrega a su Creador en la acción de gracias” (CAT 1078).

 

15.11.18

¿Canto de perdón? -No existe

Muchas cosas se introducen en la liturgia, como corruptela, y luego no hay manera de erradicarlas y hacer las cosas bien. Parece algo común, que muchos hacen, y hasta se pensará que es legítimo y bueno hacerlo así. Pero no. ¡Qué bien haríamos en leer, repasar y ajustarnos todos a la actual Ordenación General del Misal Romano!

    Uno de esos casos, de esas corruptelas, es el “canto de perdón” en Misas, especialmente con niños y jóvenes, que sustituye por completo, casi arrasa, el acto penitencial de la Misa.

   En la OGMR nada se dice de él, no hay abierto resquicio ni posibilidad alguna. Y sin embargo… Sin embargo se sigue haciendo así, mal. El sacerdote invita al acto penitencial (“reconozcamos nuestros pecados”) e inmediatamente el coro, atronadoramente, se lanza a cantar. Entonces se escuchan cosas -¡y con ritmo que no cuadra para lo que es la liturgia!-: “Oh pecador, ¿dónde vas errante…?” “Ten piedad, Señor… y de mí, Cristo apiádate…”, “Perdón, por aquel mendigo, por aquella lágrima que hice brillar…”, etc.

    Repitámoslo: simplemente no existe esta posibilidad en el Misal. No se puede hacer. No existe tal “canto de perdón”.

     Ya el Directorio Canto y Música en la celebración, del Sdo. Nacional de Liturgia lo advertía: “El respeto debido a los textos del Ordinario de la Misa desaconseja la sustitución de las fórmulas del acto penitencial por otros cantos” (n. 151). ¡También podría haberlo afirmado más tajantemente!

     ¿Y con niños y jóvenes? El Directorio para la Misa con niños tampoco da pie a esta posibilidad. Lo más que dice, sensatamente en este caso, que “ayudará para mover la afectividad de los niños que el sacerdote les invite algunas veces con sus propias palabras, por ejemplo, para el acto penitencial…” (n. 23), o sea, que adapte la introducción del Misal, pero no que se incluya ahí un canto.

    Con lo cual, volvamos a la OGMR. Hay sólo tres formas del acto penitencial. Tras la introducción del sacerdote, se hace silencio.

Después, 1ª fórmula, todos rezan a la vez el “Yo confieso”.

O bien, 2ª fórmula, se hace el diálogo con el sacerdote: “Señor, ten misericordia de nosotros – Porque hemos pecado contra ti…”

O bien, 3ª fórmula, “Tú que has venido a salvar a los pecadores: Señor, ten piedad”…

Tras lo cual el sacerdote concluye con la fórmula: “Dios todopoderoso tenga misericordia de nosotros…”

   Si no se ha usado la tercera fórmula del acto penitencial, entonces se canta el Kyrie, el “Señor, ten piedad”. Éste sí, cantado, siendo invocación a Cristo.

    ¿Fácil, no? Pues sólo hay que seguir con fidelidad el Misal romano.

 

8.11.18

Te rogamos, óyenos - II (Respuestas - XIX)

            7. Oramos también, y por tanto es oración de los fieles, con las preces de Laudes y de Vísperas. Pero éstas tienen otra forma, otra configuración.

   Las preces de Laudes son preces para santificar la jornada, preces de consagración del día, al modo de las tradicionales oraciones de “ofrecimiento de obras”. No interceden por los demás, sino que el “nosotros eclesial”, quienes rezan Laudes, piden por sí mismos para vivir santamente la jornada: “en las Laudes se tienen preces, consagrando a Dios el día y el trabajo” (IGLH 51), “Corno es tradicional en la oración el que, sobre todo por la mañana, se encomienda a Dios todo el día, en las Laudes matutinas se hacen invocaciones para encomendar o consagrar el día a Dios” (IGLH 181), “invocaciones hechas para consagrar el día a Dios en las Laudes matutinas” (IGLH 182).

    Estas preces están dirigidas directamente a Dios –pensando en la recitación individual del Oficio divino- y cada petición puede reforzarse con una respuesta orante, que se señala al principio, o responder orando en silencio, o también recitando juntos, a una voz, la segunda parte de esa petición.

    Lo explica la Introducción General a la Liturgia de las Horas:

 189. Las preces que han de ser utilizadas en el Oficio están dotadas de tal estructura que pueden adaptarse a la celebración con el pueblo, a una pequeña comunidad y a la recitación hecha por uno solo.

 190. Por ello, las Preces en la recitación con el pueblo o en común van precedidas de una breve invitación hecha por el sacerdote o el ministro, en la que se propone el tipo de respuesta que ha de ser repetida de un modo invariable por la asamblea.

 191. Las intenciones se enuncian, además, en lenguaje dirigido a Dios, de forma que puedan convenir tanto a la celebración común como a la recitación por uno solo.

 192. Cada fórmula de las intenciones consta de dos partes, la segunda de las cuales puede utilizarse como respuesta variable.

 193. Por ello, se pueden seguir diversos modos de forma que el sacerdote o el ministro digan ambas partes y la asamblea interponga una respuesta uniforme o una pausa de silencio, o que el sacerdote o el ministro digan tan solo la primera parte y la asamblea la segunda.

     En esas preces de Laudes elevamos súplicas con este tenor espiritual: “Vela, Señor, sobre nuestros pensamientos, palabras y obras, a fin de que nuestro día sea agradable ante tus ojos” (Viernes I), “Que sepamos bendecirte en cada uno de los momentos de nuestra jornada y glorifiquemos tu nombre con cada una de nuestras acciones” (Sábado I), “Te ofrecemos, Señor, los deseos y proyectos de nuestra jornada: dígnate aceptarlos y bendecirlos como primicias de nuestro día” (Martes II), “Al comenzar este nuevo día, pon en nuestros corazones el anhelo de servirte, para que te glorifiquemos en todos nuestros pensamientos y acciones” (Jueves III).

    Las mismas respuestas para las preces de Laudes son significativas, unas veces son de alabanza, otras de súplica: “Concédenos, Señor, tu Espíritu”, “Santifica a tus hermanos, Señor”, “Bendícenos y santifícanos, Señor”, “Gloria a ti Señor, por los siglos”.

     Las preces de Vísperas, en cambio, al final de la jornada, al atardecer, sí son una oración de intercesión: “Las intercesiones que se hacen en la Misa de rito Romano se repiten también a la Hora de Vísperas, aunque de modo distinto, tal como se describe más adelante” (IGLH 180), “Con el nombre de preces se designan… las intercesiones que se hacen en las Vísperas” (IGLH 182), “a las Vísperas, las preces son de intercesión” (IGLH 51). Incluso señala el alcance de esta intercesión, semejante a la oración de los fieles en la Misa: “Como la Liturgia de las Horas es, ante todo, la oración de toda la Iglesia e incluso por la salvación de todo el mundo, conviene que en las Preces las intenciones universales obtengan absolutamente el primer lugar, ya se ore por la Iglesia y los Ordenados, por las autoridades civiles, por los que sufren pobreza, enfermedad o aflicciones, por los necesidades de todo el mundo, a saber, por la paz y otras causas semejantes” (IGLH 187).

    Se realizan igual que en Laudes: van dirigidas no a los fieles (como se hace en la Misa), sino a Dios directamente; se responde con la respuesta que ofrece el formulario, o recitando juntos la segunda parte de la petición o en silencio orante y sagrado. Se pueden añadir otras peticiones, también dirigidas a Dios como las anteriores, breves, y evitando repeticiones de unos y otros (si ya se ha pedido por todos los enfermos, no es lógico añadir otra petición más por un enfermo, puesto que ya se ha rezado antes también por él…). La última petición de las preces de Vísperas siempre será por los difuntos (cf. IGLH 186).

    8. Recapitulando, hemos de reconocer la importancia grande de la oración de intercesión para la vida cristiana y cómo forma parte de la naturaleza suplicante de la liturgia cristiana.

    Con la intercesión, vivimos más íntimamente la misericordia de Dios y suplicamos su gracia para todos; con palabras de Benedicto XVI:

“al mismo tiempo, la petición de intercesión quiere manifestar la voluntad de perdón del Señor. Esta es la salvación de Dios, que implica misericordia, pero a la vez denuncia de la verdad del pecado, del mal que existe, de modo que el pecador, reconociendo y rechazando su pecado, deje que Dios lo perdone y lo transforme. Así, la oración de intercesión hace operante, dentro de la realidad corrompida del hombre pecador, la misericordia divina, que encuentra voz en la súplica del orante y se hace presente a través de él donde hay necesidad de salvación… Amor a los hermanos y amor a Dios se compenetran en la oración de intercesión, son inseparables… Con la oración, deseando lo que es deseo de Dios, el intercesor entra cada vez más profundamente en el conocimiento del Señor y de su misericordia y se vuelve capaz de un amor que llega hasta el don total de sí… Creo que debemos meditar esta realidad. Cristo está delante del rostro de Dios y pide por mí. Su oración en la cruz es contemporánea de todos los hombres, es contemporánea de mí: él ora por mí, ha sufrido y sufre por mí, se ha identificado conmigo tomando nuestro cuerpo y el alma humana. Y nos invita a entrar en esta identidad suya, haciéndonos un cuerpo, un espíritu con él, porque desde la alta cima de la cruz él no ha traído nuevas leyes, tablas de piedra, sino que se trajo a sí mismo, trajo su cuerpo y su sangre, como nueva alianza. Así nos hace consanguíneos con él, un cuerpo con él, identificados con él. Nos invita a entrar en esta identificación…” (Benedicto XVI, Audiencia general, 1-junio-2011).

   Testimonio elocuente de la intercesión, es la palabra de san Agustín; se confía en la eficacia de la oración, movidos por gracia, para que Dios haga su obra:

 “No hay que dudar que podía darnos esto sin pedírselo, pero quiso que nuestra misma oración nos revelara a quién debíamos estos beneficios. ¿De quién sino de aquel a quien se nos mandó que se lo pidamos? Por consiguiente, no tiene la Iglesia en esta cuestión que hacer difíciles indagaciones y sí solamente atender a sus oraciones. Ora la Iglesia a fin de que los incrédulos crean, y Dios los convierte a la fe; ora para que los fieles creyentes perseveren, y Dios da la perseverancia final” (De don. persev., VII,15).

 “¿Cuándo no se oró en la iglesia por los infieles y por sus enemigos, a fin de que Dios los trajera a la fe? ¿Qué cristiano que tuviera algún amigo, o pariente, o esposa infiel no ha pedido a Dios el espíritu bueno y corazón sincero que obedeciese a la fe cristiana? ¿Qué fiel no ha pedido para sí mismo incesantemente la gracia de permanecer unido para siempre a Jesucristo? Y cuando el sacerdote, invocando la misericordia de Dios sobre los fieles, dice: “Dales, Señor, perseverar en ti hasta el fin", ¿hay quien se atreva a mofarse, no digo de palabra y exteriormente, pero ni con el pensamiento, de tal oración?… ¿Quién podría gemir ante el Señor para obtener lo que desea recibir, cuando cree que lo puede conseguir por sí mismo sin la ayuda de su gracia?” (De don. persev., XXIII,63).

    Entonces, ¿qué es interceder? ¿Qué hacemos en la oración de los fieles? ¿Qué hacemos en Vísperas o cada vez que se nos indican unas peticiones para que todos oremos?

«Si oras solamente por ti, serás el único intercesor en favor tuyo. En cambio, si tú oras por todos, también la oración de todos te aprovechará a ti, pues tú formas también parte del todo. De esta manera, obtendrás una gran recompensa, pues la oración de cada miembro del pueblo se enriquecerá con la oración de todos los demás miembros». (San Ambrosio, Tratado sobre Caín y Abel).