Asimilación de la liturgia y transformación (Notas de espiritualidad litúrgica - XVII)

Asimilar la liturgia y su espíritu, beber de la espiritualidad litúrgica, es transformarse en Cristo por obra de su gracia y de su santo Espíritu. Esta transformación es una vida en el Espíritu Santo, es un culto espiritual, una liturgia viva y existencial, que no es nada teórica, sino muy concreta, en lo cotidiano de la vida, en lo ordinario y nada brillante de cada jornada.

La espiritualidad litúrgica, a medida que la asimilamos, nos transforma. Será una vida en el Espíritu Santo, con frutos concretos, obras de misericordia y virtudes que enriquecen el alma y la capacitan para bien obrar, para actuar según Dios.

Obrar el bien es poner en ejercicio las virtudes, sin sentimentalismos alguno ni buenismo ni valores consensuados. Aquí se trata de las virtudes en el ejercicio de la vida moral, de la liturgia existencial de cada vida, de cada día, de cada jornada.

Antes de seguir, habrá que recordar qué son las virtudes tan desplazadas en el lenguaje y en la pastoral actual (sustituidas por los “valores” y “educar en valores”, etc.).

Enseña el Catecismo:

“La virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma. Con todas sus fuerzas sensibles y espirituales, la persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca y lo elige a través de acciones concretas” (CAT 1803).

Las virtudes son disposiciones interiores, forjan el alma y la perfeccionan para obrar el bien y ser buenos, obrando el bien libremente. “Proporcionan facilidad, dominio y gozo para llevar una vida moralmente buena” (CAT 1804). Nos disponen para armonizarnos con el amor de Dios.

Junto a las virtudes teologales que nacen de Dios y nos conducen a Dios (fe, esperanza y caridad), están las virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza, de las cuales nacen muchas otras virtudes más. Para ir adquiriendo estas virtudes, -que son capacitaciones del alma, “modos de ser” del alma- “cada cual debe pedir siempre esta gracia de luz y de fortaleza, recurrir a los sacramentos, cooperar con el Espíritu Santo, seguir sus invitaciones a amar el bien y guardarse del mal” (CAT 1811). Las virtudes crean una connaturalidad con el bien.

La vida espiritual, la espiritualidad litúrgica, será verdadera y no sentimental cuando se manifiesta en frutos de vida cristiana, es decir, en los actos de las virtudes que nos van perfeccionando. Hay espiritualidad si hay actos reales de paciencia, actos de prudencia, si se es más fuerte ante la tentación, si hay fortaleza para sobrellevar la cruz, si el espíritu es más mortificado, etc., ¡actos, y actos concretos de las virtudes!

Las obras son la medida de nuestra transformación, de la asimilación vital de la santa liturgia: ¡las obras de la vida cristiana!, “las cuales reproducen moralmente el misterio de Cristo, causa ejemplar de nuestra santificación, y nos permiten llegar a la definitiva inserción en su reino” (Brasó, G., Liturgia y espiritualidad, Barcelona 1956, 289).

Se podría decir que la espiritualidad litúrgica desea traducir en la vida el misterio pascual del Señor (cf. Inter Oecumenici, 6): morir a uno mismo y a sus pecados para resucitar ahora místicamente con Cristo a una vida de gracia, a una vida en santidad.

“En materia de virtudes la espiritualidad litúrgica es tan simple como su pedagogía de la oración. Porque es tan verdadera y tan profunda, sus procedimientos pueden reducirse a lo mínimo: actuar lo que se vive, traducir en obras lo que la gracia realiza en nuestro interior. En una palabra: ser consecuente. Quien es cristiano y sabe lo que esto significa, debe vivir como cristiano. Si hay sinceridad, esto basta. Si no la hay, tampoco bastarán las más estudiadas exigencias de los métodos. San Pablo usaba esta lógica tan simple: Hemos muerto al pecado; no es pues posible que todavía vivamos en él. Ya que por el bautismo hemos sido hechos una cosa con Cristo, el cual ha resucitado, preciso es que también nosotros vivamos una vida nueva (cf. Rm 6, 2.4). La fórmula de la espiritualidad litúrgica podría traducirse con aquella frase que san Pablo daba como norma de conducta a sus cristianos: “Puesto que ahora sois luz en el Señor, caminad como corresponde a los hijos de la luz” (Ef 5,8)” (Brasó, p. 290).

La liturgia nos enseña el obrar moral, el camino del bien, nos hace desearlo y pedirlo y nos da su gracia para realizarlo.

Los comentarios están cerrados para esta publicación.