27.01.11

La huella indeleble del gran San Bernardo de Claraval

San Bernardo y la expansión cisterciense (y II)

Milagro de San Bernardo, Loarte, Museo de El Prado

Desde el comienzo de la administración del Abad Estebah Harding,, explica L. J. Lekai, se notó una rápida expansión del patrimonio de Cister, gracias a su excelente relación con la nobleza de la vecindad. En un período de 5 o 6 años, los monjes establecieron sus primeras granjas, Gergueil, Bretigny y Gremigny, la mayoría en tierras donadas por la condesa Isabel de Vergy, que fue bienhechora insigne de Esteban y de sus monjes. Aimón de Marigny les concedió Gilly-les-Vougeot, posterior residencia veraniega de los abades. Alrededor de 1115, consiguieron los famosos viñedos, conocidos posteriormente como Clos-de-Vougeot, que fueron, quizá, los bienes raíces más valiosos de Borgoña. Recibieron varias donaciones como “limosnas libres”, esto es, que cualquier derecho sobre diezmos que retuviera el donante, se le remitía en su totalidad o se le daba su equivalente en una donación anual, nominal, de las cosechas.

Pero, como se dijo, a comienzos de la segunda década del siglo XII la situación de Citeaux había empeorado por falta de vocaciones y difícil se veía la supervivencia del cenobio si no hubiese llamado a sus puertas un nutrido grupo de candidatos que llevaba a la cabeza a San Bernardo. Bernardo de Fontaines era de noble familia de la Borgoña, había nacido en 1090, en Fontaine, cerca de Dijon había estudiado en la reputada escuela de Chatillon-Sur-Seine Tenía gran inclinación a la literatura y se dedicó algún tiempo a la poesía. Ganó la admiración de sus maestros con su éxito en los estudios y no menos destacable fue su crecimiento en la virtud. El gran deseo de Bernardo era progresar en literatura, con vistas a abordar el estudio de la Sagrada Escritura para hacerla su propia lengua, como así fue. Por su preclara inteligencia, por su carácter ardiente y amable, y por la aristocracia de su sangre, podría prometerse un buen porvenir en el mundo, pero a él renunció generosamente para elegir el encerramiento del austero monasterio de Citeaux, arrastrando en dicha renuncia, según la tradición cisterciense, a sus amigos y parientes.

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21.01.11

La gran aventura de la reforma cisterciense (I)

ROBERTO, ESTEBAN Y ALBERICO, LOS TRES PILARES

El esplendor de los monjes cluniacenses nunca se había visto en la historia del monacato, ni se ha vuelto a ver. Sus diez mil monjes, esparcidos por toda Europa, poseían monasterios opulentos, con posesiones inmensas; y disfrutando del favor de los reyes y de los Papas, ejercían poderosa influencia, tanto en lo religioso como en lo político, en lo social y en lo cultural. Los mismos obispos manifestaron al Papa Calixto II el temor de quedar obscurecidos por aquellos abades que lo invadían todo.

Sus monasterios, de magnífica arquitectura románica, atestiguan todavía su antigua grandeza, con sus riquísimos templos de ábside semicircular y torres esbeltas, en torno a los cuales se abrían los claustros y se apiñaban las oficinas y demás estancias monacales. En sus granjas y fincas rurales se explotaban la agricultura y la industria por medio de siervos y colonos. Sus escritorios eran talleres de fecundo trabajo intelectual y artístico.

Pero a comienzos del siglo XII la riqueza y la ociosidad habían sumido a Cluny en un cierto torpor espiritual y aun en lamentable decadencia religiosa y cultural. Y como los monasterios se multiplicaron tanto, no era fácil visitarlos ni vigilarlos de lejos, y así fue languideciendo la observancia. No se pueden tomar a la letra, ni menos universalizar, las fuertes acusaciones de San Bernardo contra los cluniacenses en materia de comida, vestido o boato externo, pero sin duda sus palabras son sintomáticas.

Es curiosos advertir que en esa decadencia influye de algún modo el exceso de lo que parecía más santo y sustancial de Cluny: La liturgia, a la cual se dedicó ya un artículo. Afirma J. Leclercq, benedictino y gran experto en el monacato medieval, en su biografía del Abad Pedro el Venerable: “Su complicada reglamentación, su prolijidad exagerada, debían traer como consecuencia la desaparición del espíritu interior. La organización, que al principio hizo el renombre de Cluny, se había convertido en un ejercicio mecánico. Con sus letanías, con sus preces, con sus procesiones, con sus continuas oraciones por los reyes, los abades, los bienhechores y los difuntos, el oficio había llegado a prolongarse de tal modo, que el monje apenas tenía tiempo para hacer otra cosa. Era lo contrario del espíritu de San Benito, cuando ordenaba con tanta discreción que la oración en comunidad debía ser breve, regla de oro de la cual sólo podía salirse el individuo por impulso especial de la divina gracia. Hasta Pedro el Venerable nos habla del aburrimiento y de la prolijidad.”

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13.01.11

El final del Papa Rey

PÍO IX Y EL FINAL DEL ESTADO PONTIFICIO

El año 1792 vio la luz en la ciudad italiana de Senigallia el Conde Giovanni Maria Mastai Ferretti, que con el paso de los años llegaría a Papa y tomaría el nombre de Pío IX. Eran años difíciles para la Iglesia, especialmente en Francia, pero por influjo de la revolución francesa, también en el resto de Europa. Fue concretamente en verano de dicho año cuando las leyes del país galo obligaron a cerrar los últimos conventos que habían sobrevivido a los años anteriores y se declararon ilegales las procesiones y el uso del hábito talar.

Objeto de otro artículo podrían ser las consecuencias de la revolución francesa en la Iglesia gala, pero conviene aquí recordar que dicho fenómeno político y social hizo, bajo el conocido lema de “libertad, igualdad, fraternidad” que en un solo año muriesen más cristianos de los que habían muerto en los siglos anteriores a manos de la terrible Inquisición. No fue en 1789, año en que una buena parte del clero acogió positivamente los ideales de la revolución y al constituirse en Versalles la Asamblea Nacional, en ella participaron cuatro obispos y 149 sacerdotes. En la noche del 4 al 5 de agosto de dicho año el clero renunció a sus privilegios y la supresión de las diferencias sociales fue celebrado con un Te Deum.

Pero esta connivencia no podía durar por el cariz anticlerical que la revolución mostró enseguida, con la enajenación de los bienes eclesiásticos -aunque se prometió el mantenimiento del culto y del clero- que privaba a la Iglesia de su libertad de acción. En protesta el clero abandonó la Asamblea Nacional y la reacción de los presentes recordó la famosa expresión del difunto Voltaire, enemigo jurado de la Iglesia: “écrasez l’infame”. El culmen vino con la nueva constitución de 1790, que abolía el catolicismo como religión de estado y hablaba solamente de un “ser supremo” genérico. El estado pidió a los ciudadanos que quisieran ejercer una actividad pública (como el clero) jurar dicha constitución, cosa que Pío VI (1775-1799), después de titubear mucho, rechazó, pidiendo a los sacerdotes que no jurasen o que lo renegasen si ya habían jurado. Entre 1792 y 1793, año en que en Francia fue abolido oficialmente el cristianismo, fueron asesinados la friolera de 22.938 sacerdotes, por no hablar de religiosos y religiosas.

Pero volvamos a Italia, donde la familia Mastai Ferretti era conocida por sus gustos liberales, lo cual se vio a las claras cuando el joven eclesiástico, con 35 años de edad, el 21 de mayo de 1827 fue nombrado arzobispo de Spoleto y consagrado por el cardenal Francesco Saverio Castiglioni, después papa Pío VIII. De esta etapa destaca la amnistía que logró para los que participaron en una fallida revolución que, en 1831, se había extendido a aquella ciudad. Este hecho y sus simpatías por la causa italiana le hicieron ganar la fama de liberal. Al año siguiente de ese suceso, fue trasladado al prestigioso obispado de Imola manteniendo el cargo de arzobispo ad personam. Fue nombrado Cardenal in pectore el 23 de diciembre de 1839 y hecho público el 14 de diciembre del año siguiente.

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7.01.11

El angustioso grito de Pío XII en favor de la paz

EL RADIOMENSAJE DEL 24 DE AGOSTO DE 1939

RODOLFO VARGAS RUBIO

Pío XII había sido testigo del sufrimiento de su predecesor san Pío X al ver cernirse el fantasma bélico sobre la Europa de 1914, sufrimiento que le llevó a la tumba. También había colaborado con Benedicto XV en sus incansables esfuerzos –maliciosamente tergiversados por las potencias– para detener la maquinaria de muerte y de destrucción ya desencadenada, lo que él llamó con palabras elocuentes e inequívocas l’inutile strage (“la inútil carnicería”). Ante los oídos sordos que si hicieron a sus admoniciones, al menos intentó paliar los indecibles sufrimientos de las víctimas y en esto también le fue de valiosa ayuda el entonces nuncio Pacelli. Éste no pudo por menos de dolerse más tarde con el papa Della Chiesa no sólo de que se hiciese oídos sordos a sus palabras, sino que se excluyera a la Santa Sede de las negociaciones de paz en Versalles, donde, haciendo caso omiso de los consejos de moderación de Roma, se sembraron, en cambio, las semillas de discordia, cuyos amargos frutos estaban a punto de cosecharse en el verano salvaje de 1939. Sí, Pío XII sabía por experiencia que Europa y el mundo entero se hallaban sobre un polvorín presto a estallar si no prevalecía una última luz de razón. Queremos enmarcar el llamado que hizo el Papa aquel 24 de agosto de hace setenta años en su contexto histórico, para lo cual nos servimos de los datos proporcionados por el R.P. Pierre Blet, S.I., en su libro Pie XII et la Seconde Guerre Mondiale d’après les Archives du Vatican (Perrin, 1997).

Eugenio Pacelli había sido elegido el 2 de marzo en medio de una situación internacional muy enrarecida. El año anterior había debutado con la anexión a Austria a la Gran Alemania (el Anschlüss), pero Hitler no se había detenido en su política expansionista y ambicionaba los Sudetes (región de la entonces Checoeslovaquia con mayoría de población alemana) y el corredor de Danzig para poner en contacto la Prusia Oriental con el resto de Alemania, separados por Polonia. El canciller empleó la táctica de gritar alto en tono amenazante para lograr sus propósitos. Neville Chamberlain, primer ministro de la Gran Bretaña, partidario de la política de apaciguamiento, propició la Conferencia de Múnich, en la que los jefes de los gobiernos británico, francés, italiano y alemán aceptaron la anexión de los Sudetes a cambio de las garantías de Hitler de mantener el equilibrio europeo absteniéndose de ulteriores reclamaciones. Pero ya se sabe lo que pensaba éste de los pactos y compromisos. Así, el 15 de marzo de 1939, tres días después de la coronación de Pío XII, Alemania invadía Checoeslovaquia ocupando Bohemia y Moravia y sometiéndolas bajo régimen de Protectorado y creando con Eslovaquia un Estado títere. Esta violación de los Acuerdos de Múnich hizo cambiar la política británica y Chamberlain declaró que su país intervendría en caso de “cualquier acción que pusiera en peligro la independencia de Polonia”.

Efectivamente, la presa ambicionada por el Reich era ahora su molesto vecino del Este, al que le oponía su reivindicación de Danzig, ciudad libre bajo control polaco, con población alemana. Pero las potencias occidentales no estaban dispuestas a que se repitiera el caso de Checoeslovaquia. Italia, por su parte, que no quería ser menos que Alemania, se apoderó de Albania el Viernes Santo (7 de abril), entregando Mussolini al rey Víctor Manuel III la corona del depuesto Zog I (como había hecho en 1936, haciéndolo emperador de Etiopía). Este hecho no ayudaba ciertamente a la distensión. El presidente Roosevelt creyó su deber intervenir en la situación europea, enviando un mensaje a Hitler y Mussolini el 14 de abril. Había pedido al Papa que apoyase su iniciativa, pero Pío XII le hizo responder que, aunque seguía de cerca sus esfuerzos, la Santa Sede no se hacía ilusiones y no podía actuar ante Hitler en el sentido deseado. Los temores de aquélla resultaron tener fundamento, ya que el canciller no sólo no contestó al presidente estadounidense, sino que puso en ridículo su mensaje en un discurso al Reichstag del 28 de abril.

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27.12.10

Federico II, de protector a enemigo de la Iglesia

MONARCA MÁS MODERNO QUE MEDIEVAL, PROVOCÓ CONTINUOS ENFRENTAMIENTOS CON EL PAPADO

Es un lugar común entre los historiadores que con el Papa Inocencio III la Iglesia alcanzó el cenit de su poder en el mundo medieval. De hecho, el Pontífice ostentó el papel de árbitro de la política europea por sus intervenciones en acontecimientos fundamentales de la época, como la elección de Otón IV como emperador y su sucesor Federico II, el convencer a Felipe II Augusto de Francia para que tomara de nuevo a su legítima esposa Ingeborg de Dinamarca, su mediación en Inglaterra ante Juan sin Tierra que consiguió la provisión de la sede arzobispal de Canterbury con Esteban Langton, etc.

Pero las apariencias engañaban y los problemas en la Iglesia eran más de los que parecían: La amplia difusión de los albigenses y los valdenses ponía de manifiesto una amplia insatisfacción entre buena parte de los fieles con la Iglesia del poder y del Imperio. Por otra parte, la desdichada cuarta cruzada (1202-1204), que en lugar de a Tierra Santa condujo a Constantinopla por la astucia del centenario Dandalo, dux de Venecia, donde se estableció un patriarcado y un imperio latinos, significó una causa de distanciamiento entre la Iglesia de Oriente y Occidente que perdura hasta nuestros días.

No desconocía Inocencio III estos peligros, y trató de salvar la situación mediante un concilio universal, el IV de Letrán (1215), en el que 1200 prelados y los enviados de casi todos los príncipes estuvieron presentes. La recuperación de Tierra Santa y la reforma de la Iglesia estaban en el programa, pero por más brillante que fuera el curso del concilio, sus resultados fueron modestos, si prescindimos del cuarto precepto de la Iglesia, que obligaba a la comunión pascual y a la confesión anual. Es también importante dicho concilio por contener la primera mención magisterial de la transubstanciación en la forma de participio (“transsubstantiatis pane in corpus et vino in sanguine”).

El pontificado del Papa que será siempre recordado también por su encuentro con san Francisco de Asís, concluyó con su fallecimiento en Perugia el 16 de julio de 1216, a los 54 años. Una de las consecuencias de su papado fue, como se dijo la eleción del el emperador Federico II Hohenstaufen, en el que tuvieron Inocencio y sus sucesores a un hombre de peligrosidad extraordinaria. Nacido en Jesi el 26 de diciembre de 1194, bautizado en la catedral de san Rufino de Asís, como san Francisco y santa Clara, se crió en Sicilia y desde joven se caracterizó por un espíritu mundano y por el don de un profundo conocimiento de los hombres.

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20.12.10

Hereje para los católicos, luteranos y calvinistas

GIORDANO BRUNO, GRAN INTELECTUAL Y COMPLICADO TEÓLOGO

No es difícil para un turista que pasea por la ciudad de Roma acabar, antes o después, en la plaza de Campo dei Fiori, la plaza del mercado. No es una plaza de las más hermosas, ni se la puede comparar con las vecinas plaza Farnese o la impresionante plaza Navona con su obelisco, sus fuentes de Bernini, la Iglesia de Santa Inés de Borromini, etc. Sin embargo, la plaza de Campo dei Fiori, a pesar de estar rodeada de casas más bien sobrias y de aspecto austero, es una de las más populares entre los romanos. Y ello, además del mercado al aire libre de flores y alimentación (que causaría horror a los inspectores españoles de sanidad), sobre todo por una estatua que se halla en medio de la plaza.

Se trata de un fraile encapuchado y lo curioso de dicha estatua es que fue erigida por el estado italiano laico en 1889, tras la conquista de Roma, por supuesto no por devoción a la vida religiosa y mucho menos a la Iglesia, sino todo lo contrario, precisamente como provocación a la Iglesia, como bien saben los romanos aún sin tener que leer las inscripción de la estatua en la que se rinde honor a dicho fraile “qui dove il rogo arse”, esto es, donde fue quemado por la inquisición. Y no es extraño ver de vez en cuando a los pies de la estatua coronas o ramos de flores de la gente que rinde homenaje al ajusticiado por la Iglesia.

El encapuchado que desde lo alto del monumento mira con cara arrogante hacia el Vaticano, como desafiando, es Giordano Bruno (1548-1600), considerado por muchos un mártir de la cerrazón eclesiástica, pero cuya vida tiene más entresijos de lo que a primera vista parece. Nacido en Nola, población no lejana a Nápoles, ingresó con 17 años en la orden dominicana, en Nápoles, donde años después el mismo escribió que la ciudad tenía en alta consideración a sus hermanos de religión, pero que en realidad eran “burros e ignorantes”. Abandonado el nombre mundano de Filippo, tomó el de Giordano y comenzó la formación religiosa hasta ser ordenado sacerdote en 1572.

Ya un tanto original en sus posturas teológicas durante los años de estudiante, no tardó nada más que cuatro años en ser acusado de herejía, por lo que, después de obetener en 1575 el título de doctor, en 1576 tuvo que viajar a Roma para defenderse de dicha acusación en el convento de Santa Maria sopra Minerva, sede del superior provincial, ante el cual no quiso ceder, por lo que dejó la ciudad y de paso también la orden de Santo Domingo. A partir de ese momento comenzó una peregrinación intelectual por varios países que no parece consiguió hacerle encontrar la paz.

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11.12.10

Las dudas resueltas sobre la historicidad del indio Juan Diego

El proceso de canonización de Juan Diego tuvo que resolver un primer obstáculo: si realmente existió

Tras siglos de aceptar pacíficamente la existencia del indio Juan Diego y la historia de su encuentro con la Santísima VIrgen en el Tepeyac, según nos lo cuentan diferentes relaciones más o menos de la época -entre las que destaca como la más importante la ttribuida a don Valeriano, indio natural de Atzcapotzalco, que figuró entre los primeros alumnos del colegio de Santa Cruz, en Santiago de Tlaltelolco- fue precisamente poco después que Juan Pablo ll lo beatificara el 6 de mayo de 1990, cuando surgieron algunas voces cuestionando la historicidad de las apariciones y de Juan Diego mismo. Destacaron, por su impacto mediático, las declaraciones del propio abad de la basílica guadalupana, Mons. Guillermo Schulenburg Prado, que el 24 de mayo de 1996 afirmó que Juan Diego era más un símbolo religioso que un personaje real. A los pocos meses, después de 33 años al frente de la Basílica, Schulenburg dejaba el cargo; según el secretario del episcopado mexicano, Ramón Godínez, por razón de edad, no por sus declaraciones antiaparicionistas.

Ante el revuelo suscitado, la Santa Sede creó en 1998 una comisión especial -encabezada por el español P. Fidel González Fernández, profesor de Historia eclesiástica en las Universidades Urbaniana y Gregoriana- para investigar la existencia histórica de Juan Diego. Las conclusiones de esta comisión, altamente concluyentes, quedaron recogidas en un volumen de 500 páginas titulado “El encuentro de la Virgen de Guadalupe y Juan Diego”, que se publicó en agosto de 1999. Al mes siguiente, Guillermo Schulenburg y Carlos Warnholtz enviaban una carta a la Santa Sede insistiendo en sus dudas acerca de la existencia de Juan Diego y desaconsejando la canonización. Otra nueva carta de Schulenburg, junto a tres sacerdotes más, se llegó a recibir en el Vaticano a finales del 2001. Sin embargo, vistas las conclusiones de la comisión histórica, el proceso seguía adelante: el Papa firmó el 20 de diciembre el decreto de una curación milagrosa atribuida a la intercesión de Juan Diego y el 26 de febrero anunció la canonización.

Juan Diego, de la etnia indígena de los chichimecas, había nacido el 5 de abril 1474, en Cuautitlán, en el barrio de Tlayácac, región que pertenecía al reino de Texcoco; fue bautizado por los primeros franciscanos, en torno al año de 1524. Era un hombre considerado piadoso por los franciscanos asentados en Tlatelolco, donde aún no había convento, sino lo que se conoce como doctrina, donde se oficiaba Misa y se catequizaba. Juan Diego hacía un gran esfuerzo al trasladarse cada semana saliendo “muy temprano del pueblo de Tulpetlac, que era donde en ese momento vivía, y caminar hacia el sur hasta bordear el cerro del Tepeyac". Fue en este contexto cuando, como es sabido, un 9 de diciembre de 1531, vió por primera vez a la Santísima Virgen.

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6.12.10

Los huéspedes secretos de Pío XII

PÍO XII Y LOS REFUGIADOS EN LA CIUDAD DEL VATICANO DURANTE LA OCUPACIÓN NAZI

Eva María Jung era una joven alemana de 22 años, de carácter fuerte, hija rebelde de una familia severa con mezcla de prusiana y luterana. Habiendo llegado a convertirse en una convencida antinazi, había conseguido huir de la red que poco a poco la atenazaba en Alemania, llegando a Roma en 1943 como empleada del hogar de la familia de un diplomático alemán. Pero en la Urbe los nazis dieron con ella y había tenido que esconderse en el convento de las hermanas Salvatorianas, sobre el monte Gianicolo. Un eclesiástico de su tierra, Mons. Kaas, que huyendo del nazismo se había exiliado en Roma donde trabajaba como secretario de la llamada “Fábrica de San Pedro”, le ofreció un trabajo como archivera de dicho ente, pero no la pudo alojar en su casa por miedo a los nazis.

De hecho, aunque el papel de este monseños alemán en el Vaticano era más bien modesto, él mantenía relaciones con la iglesia alemana y también había tenido sus contactos con la resistencia antihitleriana: Había sido contactado por Joseph Müller, jefe de una conspiración contra Hitler, para que hiciese de contacto con los británicos. También le puso en contacto con el padre Leiber, el jesuita alemán colaborador del Pontífice, que le proporcionó una entrevista con Pío XII. Cuenta O. Chadwick en su libro sobre Inglaterra y el Vaticano durante la guerra, que el Papa, después de un día de reflexión, se prestó a transmitir a los británicos los mensajes de los conjurados contra Hitler.

Eva María Jung, encontrada por fin por la Gestapo, había recibido la orden de presentarse en la embajada alemana, lo cual para ella suponía el final, como sabía bien. Consiguió refugio en la casa de Luciana Frassati, adinerada hija del fundador del periódico “La Stampa” y mujer de un diplomático polaco, que tenía un apartamento junto al Vaticano. La Frassati era una mujer muy activa, que había trabajado desinteresadamente por el bien de los polacos durante la guerra, viajando con este fin a Polonia varias veces durante la contienda. Con este fin se había entrevistado primero en la Secretaría de Estado con Mons. Montini (futuro Pablo VI) y después con el mismo Pío XII, el cual le ofreció gustoso su colaboración.

En la casa de Luciana se escondió Eva Maria Jung hasta que la Gestapo sospechó algo y un día de febrero de 1944 se presentaron a registrar la casa del diplomático. Con la buena suerte que Eva María tuvo el tiempo suficiente para meterse en un coche que la llevó dentro de los muros del Vaticano. Allí, con el permiso de Montini, se escondió en casa del embajador Polaco, que también estaba refugiado allí. Poco después, también Luciana Frassati se tuvo que refugiar dentro de los muros leoninos. La Jung fue contratada en el Colegio Teutonico (seminario para sacerdotes alemanes dentro del Vaticano y en cuyo exterior se encuentra un famoso cementerio) como ayudante de la cocinera. Conocedores del riesgo que corría, las autoridades vaticanas la dejaron quedarse el tiempo que quisiese y allí estuvo hasta la liberación de Roma.

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29.11.10

Merry del Val, Pío X y el modernismo (y II)

LA FIRME REACCIÓN DE LA SANTA SEDE ANTE LA CRISIS MODERNISTA

Otro de los más conocidos representantes del modernismo, Friedrich von Hügel (1852-1925) estuvo ligado con todos los protagonistas del movimiento por una amistad íntima. Su origen -su padre era austríaco y su madre escocesa-, su dominio de varias lenguas y, sobre todo, su vivísima inteligencia y su sensibilidad para todos los problemas de la época le convirtieron en un insustituible anillo de unión entre los diversos círculos nacionales, hasta el punto de que se le llamaba “el obispo laico del siglo XX”. Escribió diversos opúsculos y sobre todo animó y ayudó en muchas ocasiones a los amigos italianos, franceses e ingleses. Típicamente modernista era su intento de conjugar una fidelidad total y, sobre todo, interior, a la Iglesia con la hostilidad a lo que él llamaba absolutismo curial

En Italia no tuvo el movimiento modernista gran resonancia en el público medio, pero formó un grupo reducido entre algunos intelectuales-herederos o, por 1o menos, ligados idealmente al liberalismo católico del siglo XIX y algunos sacerdotes. Entre ellos podemos recordar a Tommaso Gallarati Scotti, Stefano Jacini y Alessandro Casati, agrupados en torno a la revista milanesa “Il Rinnovamento”. Iniciada en enero de 1907, ya en mayo fue objeto de una amonestación por parte del cardenal prefecto de la Congregación del Indice. El cardenal Ferrari comunicó la amonestación a los interesados y los redactores se declararon plenamente sumisos a la autoridad eclesiástica, pero simultáneamente apelaron a los derechos y deberes de conciencia y creyeron un derecho suyo no renunciar a su iniciativa.

Expresión típica de la mentalidad de la época es la novela de Fogazzaro “Il santo: Benedetto Maironi, tras haber vivido algún tiempo como huésped laico en el convento de Santa Escolástica de Subiaco, ejerce un apostolado taumatúrgico en el pueblecito de Jenne y se acerca a Roma, donde se atrae la admiración de cuantos sienten repugnancia hacia el catolicismo oficial, sofocado por los dogmas y por las leyes. El mismo Papa, al que se aparece Benedetto en modo muy extraño, admite, por lo menos hasta cierto punto, sus consejos y le confía que él mismo tiene que superar muchas dificultades dentro de la propia Curia. Entre tanto, se las apañan los intransigentes para arrancar al gobierno la orden de expulsión para Benedetto. Pero antes de la ejecución de la orden muere Benedetto. En casa de su amigo de Subiaco, Giovanni Selva, se discute un programa de reforma que recoge los temas tantas veces escuchados por el autor en las reuniones con el P. Genocchi, F. X. Kraus y otros. La novela carece de valor estético, pero motivó fuertes polémicas. Fogazzaro se sometió a la condena del Indice (4 de abril de 1906), pero siguió sosteniendo las mismas ideas en algunas conferencias pronunciadas en París algunos meses después, vinculándose al catolicismo liberal y a Rosmini.

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25.11.10

La crisis modernista y el pontificado de San Pío X (I)

LOS ORÍGENES DE LA CRISIS

Explican los historiadores que la aspiración a una reforma de la Iglesia, presente siempre en todas las épocas, y que se había agudizado hacia la mitad del siglo XIX lo mismo en Italia que en Francia y Alemania (y que en cierto modo se había mezclado con la Cuestión Romana y con el risorgimento italiano), no había desaparecido, ni mucho menos, en los últimos años del siglo XIX y en los primeros del XX. En los ambientes conciliadores italianos, en torno a ciertos prelados abiertos y quizás sensibles a los signos de los tiempos, como el obispo de Cremona Mons. Bonomelli, el de Piacenza, el Beato Mons. Giovanni Battista Scalabrini (en la foto) y el cardenal oratoriano Capecelatro, arzobispo de Capua, reflorecían algunas actitudes reformistas típicas del catolicismo liberal italiano: el primado de conciencia, la conciliación entre autoridad y libertad, la autonomía de la ciencia, la liberación de las estructuras eclesiásticas superfluas, la renovación del culto y el distanciamiento de la política.

Ante la crisis del positivismo y un renacido interés por los problemas religiosos, sacerdotes inteligentes y sinceramente celosos estaban persuadidos, sin duda con buena voluntad, de que podía ser necesario apostar por un catolicismo menos ligado a los esquemas tradicionales, que suscitaban una insuperable desconfianza en la mentalidad moderna. Estas mismas tendencias afloraban en los países alemanes, donde Franz Xaver Kraus desde el “Allgemeine Zeitung” se alzaba contra la centralización romana, Hermann Schell en Würzburgo subrayaba la urgencia de una mayor participación de todos los católicos en la vida de la Iglesia, Joseph Müller en el Reformkatholizismus (1899) y Albert Ehrard (“El catolicismo y el siglo XX a la luz del desarrollo eclesiástico del tiempo presente”, 1901), representaban las pretensiones reformistas.

Junto a este reformismo genérico, que los historiadores han denominado rosminiano, se dibujaba otra exigencia: la de un programa de acción social más neto, que superase los límites en los que había enmarcado León XIII a la democracia cristiana, designada en la encíclica Graves de communi (1901) como “benéfica acción cristiana en favor del pueblo”. Y todavía más profundas eran las exigencias de algunos hombres más dados al estudio que a la acción, conscientes de las lagunas que presentaba la cultura eclesiástica italiana y extranjera a finales lo XIX en el terreno de los estudios positivos. La historiografía reciente (Aubert, Scoppola…) ha subrayado estas lagunas. En filosofía se abusaba fácilmente del argumento de autoridad, los ores modernos eran poco conocidos y el sentido histórico más bien limitado. La historia eclesiástica había sido introducida en los programas demasiado tarde como para que hubiese maestros bien preparados y textos científicamente aceptables 3. En teología se llevaba la palma el método especulativo; basta con pensar en Billot, excelente en la especulación pero bastante pobre en la parte positiva. En general, la Cuestión Romana, el “non expedit”, la intransigencia corriente en los ambientes católicos hacían que mirase con reservas a todo lo que viniese de ámbitos no ligados estrechamente a Roma.

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