El por qué de las Cruzadas (I): la Leyenda Negra ha tergiversado durante siglos este episodio de la Historia de la Iglesia

El Origen de las Cruzadas se remonta directamente a la condición moral y política de la Cristiandad Occidental en el siglo XI. En aquel tiempo Europa estaba dividida en muchos estados cuyos soberanos estaban absortos en tediosas y fútiles disputas territoriales mientras el emperador, en teoría la cabeza temporal de la Cristiandad, gastaba su energía en disputas sobre Investiduras. Solo los Papas habían mantenido una justa noción de unidad cristiana; Ellos veían a que grado los intereses de Europa eran amenazados por el imperio Bizantino y por las tribus mahometanas, y solo ellos tenían una política extranjera cuyas tradiciones se formaron bajo León IX y Gregorio VII. La reforma efectuada en la Iglesia y el papado bajo la influencia de los monjes de Cluny había aumentado el prestigio del romano pontífice ante todas las naciones cristianas; por tanto nadie sino el Papa podía inaugurar el movimiento internacional que culminó en las Cruzadas. Pero a pesar de su eminente autoridad nunca habría podido el Papa persuadir a los pueblos occidentales de armarse para la conquista de la Tierra Santa de no haber sido por que las relaciones inmemoriales entre Siria y Occidente favorecieron su plan. Los europeos escucharon la voz de Urbano II porque sus propias inclinaciones y tradiciones históricas los impulsaban hacia el Santo Sepulcro.

Desde fines del siglo V no había habido ninguna ruptura en su comunicación con Oriente. Desde el primer período cristiano colonias de sirios habían introducido las ideas religiosas, arte, y cultura de Oriente en las grandes ciudades de Galia y de Italia. Los cristianos occidentales a su vez viajaron en grandes cantidades a Siria, Palestina, y Egipto, sea para visitar los Lugares Santos o para seguir la vida ascética de los monjes de la Tebaida o del Sinaí. Aun existe el itinerario de un peregrinaje de Burdeos a Jerusalén, que data de 333; en 385 San Jerónimo y Santa Paula fundaron los primeros monasterios latinos en Belén. Ni siquiera la invasión bárbara pareció desalentar el ardor por las peregrinaciones a Oriente. El Itinerario de Santa Silvia (Etheria) muestra la organización de esas expediciones, que eran dirigidas por clérigos y escoltadas por tropas armadas. En el año 600, San Gregorio el Grande hizo erigir un hospicio en Jerusalén para el alojamiento de los peregrinos, envió sus designios a los monjes del Monte Sinaí ("Vita Gregorii” in “Acta SS.", marzo 1I, 132), y, aunque la condición deplorable de la Cristiandad Oriental después de la invasión árabe hizo esta comunicación más difícil, de ninguna manera cesó.

Ya desde el siglo VIII anglosajones sufrieron las más grandes dificultades para visitar Jerusalén. El viaje de San Willibaldo, obispo de Eichstädt, tomó siete años (722-29) y proporciona una idea de las variadas y severas tribulaciones a las que los peregrinos eran sometidos (Itiner. Latina, 1, 241-283). Después de su conquista de Occidente, los Carolingias trataron de mejorar la condición de los latinos establecidos en Oriente; en 762 Pipino el Breve entró en negociaciones con el Califa de Bagdad. En Roma el 30 de noviembre de 800, el mismo día en el que León III invocó el arbitraje de Carlomagno, embajadores de Haroun al-Raschid entregaron al rey de los Francos las llaves del Santo Sepulcro, el estandarte de Jerusalén, y unas preciosas reliquias (Einhard, “Annales", ad un. 800, in “Mon. Germ. Hist.: Script.", I, 187); esto fue un reconocimiento del protectorado franco sobre los cristianos de Jerusalén. Que se edificaron iglesias y monasterios pagados por Carlomagno está certificado por una especie de censo de los monasterios de Jerusalén de 808 ("Commemoratio de Casis Dei” in “Itiner. Hieros.", I, 209). In 870, al momento del peregrinaje de Bernardo el monje (Itiner. Hierosol., I, 314), esas instituciones eran todavía muy prósperas, y se ha demostrado con abundancia que se enviaban limosnas periódicamente de Occidente a Tierra Santa . En el siglo X, justo cuando el orden político y social de Europa estaba más perturbado, caballeros, obispos, y abades, actuando por devoción y gusto de la aventura, estaban acostumbrados a visitar Jerusalén y orar en el Santo Sepulcro sin ser vejados por los mahometanos. De repente, en 1009, Hakem, el Califa fatimí de Egipto, en un ataque de locura ordenó la destrucción del Santo Sepulcro y de todos los establecimientos cristianos en Jerusalén. Por años después de esto los cristianos fueron cruelmente perseguidos. (Ver la relación de un testigo ocular, Iahja de Antioquía, en la “Epopée byzantine” de Schlumberger, II, 442.) En 1027 el protectorado Franco fue derrocado y reemplazado por el de los emperadores bizantinos, a cuya diplomacia se debió la reconstrucción del Santo Sepulcro. Incluso se cercó el barrio cristiano con un muro, y unos comerciantes Amalfi, vasallos de los emperadores griegos, construyeron hospicios para peregrinos en Jerusalén, ej. el Hospital de San Juan, cuna de la Orden de los Hospitalarios.

En vez de disminuir, el entusiasmo de los cristianos occidentales por el peregrinaje a Jerusalén pareció más bien aumentar durante el siglo XI. No solos príncipes, obispos, y caballeros, sino aun hombres y mujeres de las más humildes clases emprendieron la jornada santa (Radulphus Glaber, IV, vi). Ejércitos enteros de peregrinos cruzaron Europa, y en el valle del Danubio se establecieron hospicios donde podían completar sus provisiones. En 1026 Ricardo Abad de Saint-Vannes, condujo 700 peregrinos a Palestina con gasto de Ricardo II, duque de Normandía. En 1065 más de 12,000 alemanes que cruzaron Europa bajo el mando de Günther, obispo de Bamberg, en su camino a Palestina tuvieron que buscar refugio en una fortaleza en ruinas, donde se defendieron contra una banda de beduinos (Lambert de Hersfeld, en “Mon. Germ. Hist.: Script.", V, 168). Así es evidente que a fines del siglo XI la ruta de Palestina le era bastante familiar a los cristianos occidentales que tenían al Santo Sepulcro como a la reliquia más venerada y estaban listos a afrontar cualquier peligro para visitarlo. El recuerdo del protectorado de Carlomagno aun vivía, y un rastro de él se encuentra en la leyenda medieval del viaje de este emperador a Palestina (Gaston Paris in “Romania", 1880, pág. 23). El ascenso de los turcos seleúcidas, sin embargo, comprometió la seguridad de los peregrinos e incluso amenazó la independencia del imperio bizantino y de toda la Cristiandad. En 1070 Jerusalén fue tomada, y en 1091 Diógenes, el emperador griego, fue derrotado y hecho cautivo en Mantzikert. Asia Menor y toda Siria se volvieron la presa de los turcos. Antioquía sucumbió en 1084, y para 1092 ni una de las grandes sedes metropolitanas de Asia permanecía en posesión de los cristianos. Aunque separados de la comunión de Roma desde el cisma de Miguel Cerulario (1054), los emperadores de Constantinopla suplicaron por la ayuda de los papas; en 1073 se intercambiaron cartas sobre el asunto entre Miguel VII y Gregorio VII. El papa seriamente contempló el liderar una fuerza de 50,000 hombres a Oriente para restablecer la unidad cristiana, repeler a los turcos, y rescatar el Santo Sepulcro. Pero la idea de la cruzada constituía sólo una parte de este magnífico plan. (Las cartas de Gregorio VII están en P. L., CXLVIII, 300, 325, 329, 386; cf. discusión crítica de Riant in Archives de l’Orient Latin, I, 56.) El conflicto sobre las Investiduras en 1076 obligó al papa a abandonar sus proyectos; los emperadores Nicéphoro Botaniates y Alejo Comneno eran desfavorables a una unión religiosa con Roma: finalmente la guerra estalló entre el imperio bizantino y los Normandos de las Dos Sicilias.

Fue el Papa Urbano II quien asumió los planes de Gregorio VII y les dio una forma más definida. Una carta de Alejo Comneno a Roberto, conde de Flandes, registrada por los cronistas, Guibert de Nogent ("Historiens Occidentaux des Croisades", ed. por la Académie des Inscriptions, IV, 13l) y Hugues de Fleury (in “Mon. Germ. Hist.: Script.", IX, 392), parece dar a entender que la cruzada fue instigada por el emperador bizantino, pero esto se ha probado falso (Chalandon, Essai sur le règne d’Alexis Comnène, appendix), Alejo sólo había querido enrolar quinientos caballeros flamencos en el ejército imperial (Anna Comnena, Alexiada, VII, iv). El honor de iniciar la cruzada se ha atribuido también a Pedro el Ermitaño, un solitario de Picardía, quien, después de un peregrinaje a Jerusalén y una visión en la iglesia del Santo Sepulcro, fue a ver a Urbano II y fue comisionado por él para predicar la cruzada. Sin embargo, aunque testigos oculares de la cruzada mencionan su predicación, no le atribuyen el papel tan importante que le asignan mas tarde varios cronistas, ej. Alberto de Aix y sobre todo Guillermo de Tiro. (Ver Hagenmeyer, Peter der Eremite Leipzig, 1879.) La idea de la cruzada se atribuye principalmente al Papa Urbano II (1095), y los motivos que lo llevaron actuar son claramente mostrados por sus contemporáneos: “Observando el enorme daño que todos, clero o pueblo, causaron a la fe cristiana. . . a la noticia de que las provincias rumanas habían sido tomadas de los cristianos por los turcos, conmovido con compasión e impulsado por el amor de Dios, cruzó las montañas y descendió en la Galia” (Foucher de Chartres, I, in “Histoire des Crois.", III, 321). Por supuesto es posible que para aumentar sus fuerzas, Alejo Comneno haya solicitado ayuda en Occidente; sin embargo, no fue él sino el papa quien incitó al gran movimiento que llenó a los griegos de ansiedad y terror.

Después de viajar a través de Borgoña y el sur de Francia, Urbano II convocó un concilio en Clermont-Ferrand, en Auvernia. Asistieron catorce arzobispos, 250 obispos, y 400 abades; también un gran número de caballeros y hombres de todas condiciones vinieron y acamparon en la llanura de Chantoin, al este de Clermont, del 18 al 28 de noviembre de 1095. El 27 de noviembre el papa se dirigió a las multitudes congregadas, las exhortó a ir adelante y rescatar el Santo Sepulcro. Entre un entusiasmo maravilloso y gritos de “¡Dios lo quiere!” todos corrieron hacia el pontífice a obligarse por voto a partir para Tierra Santa y recibir la cruz de material rojo que llevarían en el hombro. Al mismo tiempo el Papa envió cartas a todas las naciones cristianas, y el movimiento rápidamente avanzó en toda Europa. Predicadores de la cruzada aparecieron por dondequiera, y por todos lados surgieron desorganizas, indisciplinadas, hordas sin dinero, casi sin equipo, que, saliendo hacia el este por el valle del Danubio, pillaron a lo largo del camino y asesinaron a los judíos en las ciudades alemanas. Una de esas bandas, encabezada por Folkmar, un clérigo alemán, fue asesinada por los húngaros. Pedro el Ermitaño, sin embargo, y el caballero alemán, Walter Sin-un-cinco (Gautier Sans Avoir), llegaron por fin a Constantinopla con sus desorganizadas tropas. Para preservar la ciudad del pillaje Alejo Comneno los mandó llevar a través del Bósforo (agosto, 1096); en Asia Menor volvieron a saquear y fueron casi todos masacrados por los turcos. Entretanto se organizaba la cruzada regular en Occidente y, según un bien concebido plan, los cuatro ejércitos principales debían reunirse en Constantinopla.

Godofredo de Bouillon, duque de Baja Lorena a la cabeza del pueblo de Lorena, los alemanes, y los franceses del norte, siguió el valle del Danubio, cruzó Hungría, y llegó a Constantinopla el 23 de diciembre de 1096.

Hugo de Vermandois, hermano del rey Felipe I de Francia, Roberto Courte-Heuse, duque de Normandía, y el conde Esteban de Blois, llevaron bandas de franceses y normandos por los Alpes y echaron vela de los puertos de Apulia para Dyrrachium (Durazzo o Durrës), de donde tomaron la “Via Egnatia” hacia Constantinopla y se reunieron allí en mayo de 1097.

Los franceses del sur, bajo la dirección de Raimundo de San-Gilles, conde de Tolosa, y de Ademar de Monteil, obispo de Puy y legado papal, empezaron a avanzar batallando por los valles longitudinales de los Alpes Orientales y, después de conflictos sangrientos con los eslavos, llegaron a Constantinopla a fines de abril de 1097. Por último, los Normandos de Italia del sur, atraídos por el entusiasmo de las bandas de cruzados que pasaban por su país, embarcaron para Epiro bajo el mando de Bohemundo y Tancredo, uno era el hijo mayor, el otro el sobrino, de Roberto Guiscardo.

Cruzando el imperio bizantino, consiguieron llegar a Constantinopla el 26 de abril de 1097. La aparición de los ejércitos cruzados en Constantinopla creó la más grande inquietud, y provocó los futuros e irremediables malos entendidos entre los cristianos griegos y los latinos. La invasión no pedida de estos últimos alarmó a Alejo, quien trató de prevenir la concentración de todas esas fuerzas en Constantinopla transportando a Asia Menor cada ejército occidental en el orden de su llegada; además, él trató de arrancar de los jefes de la cruzada la promesa de que restaurarían al imperio griego las tierras que iban a conquistar. Después de resistir a las súplicas imperiales durante el invierno, Godofredo de Bouillon, confinado en Pera, aceptó al fin tomar el juramento de fidelidad. Bohemundo, Roberto Courte-Heuse, Esteban de Blois, y los otros jefes cruzados sin dudar hicieron la misma promesa; Raimundo de St-Gilles, sin embargo, permaneció firme.

Transportados a Asia Menor, los cruzados sitiaron la ciudad de Nicea, pero Alejo negoció con los turcos, que le entregaron la ciudad, y prohibió entrar a los cruzados (1 de junio de 1097). Después de vencer a los turcos en la batalla de Dorilea el 1 de julio de 1097, los cristianos entraron en las mesetas altas de Asia Menor. Sin cesa hostigados por un implacable enemigo, agobiados por el extremo calor, y abatidos bajo el peso de sus armaduras de cuero cubiertas de placas de hierro, sus sufrimientos eran casi intolerables. En septiembre 1097, Tancredo y Balduino, hermanos de Godofredo de Bouillon, dejaron el grueso del ejército y entraron en territorio armenio. En Tarsus una pelea casi estalla entre ellos, pero afortunadamente se reconciliaron. Tancredo tomó posesión de las ciudades de Cilicia, mientras Balduino, llamado por los armenios, cruzó el Eufrates en octubre, 1097, y, después de casarse con una princesa armenia, fue proclamado Señor de Edesa. Entretanto los cruzados, reaprovisionados por los armenios de la región de Taurus, fueron a Siria y el 20 de octubre, 1097, llegaron a la ciudad fortificada de Antioquía, que estaba protegida por una pared flanqueada de 450 torres, abastecida por el ámel Jagi-Sian con inmensas cantidades de provisiones. Gracias a la ayuda de carpinteros e ingenieros de una flota genovesa que había llegado a la boca del Orontes, los cruzados pudieron construir arietes e iniciaron el sitio de la ciudad. Por fin, Bohemundo negoció con un jefe turco que entregó una de las torres, y en la noche del 2 de junio, 1098, los cruzados tomaron Antioquía por asalto. Al mismo día siguiente fueron sitiados dentro de la ciudad por el ejército de Kerbûga, ámel de Mosul. Plaga y hambre cruelmente diezmaron sus rangos, y muchos de ellos, entre otros Esteban de Blois, escaparon bajo cubierto de la noche. El ejército estaba al borde del desaliento cuando de repente se reanimó su valor por el descubrimiento de la Lanza Santa, resultado del sueño de un sacerdote provenzal llamado Pedro Bartolomé. El 28 de junio de 1098, el ejército de Kerbûga fue efectivamente rechazado, pero, en lugar de marchar sin retraso a Jerusalén, los jefes gastaron varios meses en disputas por a la rivalidad entre Raimundo de San-Gilles y Bohemundo, ambos exigiendo el derecho a Antioquía. No fue sino hasta abril, 1099, que empezó la marcha hacia Jerusalén, Bohemundo quedo en posesión de Antioquía mientras que Raimundo tomó Trípoli. El 7de junio los cruzados empezaron el sitio de Jerusalén. Su dificultad habría sido seria, en efecto, de no haber sido por la llegada de otra flota genovesa a Jaffa y, como en Antioquía, suministró los ingenieros necesarios para un sitio. Después de una procesión general que los cruzados hicieron descalzos alrededor de las murallas de la ciudad entre insultos y encantamientos de hechiceros mahometanos, el ataque comenzó el 14 de julio, 1099. Al día siguiente los cristianos entraron en Jerusalén por todos lados y asesinaron a sus habitantes sin consideración de edad ni sexo. Habiendo cumplido su peregrinaje al Santo Sepulcro, los caballeros eligieron como señor de la nueva conquista a Godofredo de Bouillon, quien se llamó a sí mismo “Defensor del Santo Sepulcro". Tuvieron entonces que rechazar un ejército egipcio, que fue derrotado en Ascalón, el 12 de agosto, 1099. Su situación era sin embargo muy insegura. Alejo Comneno amenazó el principado de Antioquía, y en 1100 Bohemundo mismo fue hecho prisionero por los turcos, mientras que la mayor parte de las ciudades en la costa estaban todavía bajo control mahometano. Antes de su muerte, el 29 de julio, 1099, Urbano II una vez más proclamó la cruzada. En 1101 tres expediciones cruzaron Europa bajo la dirección del conde Esteban de Blois, del duque Guillermo IX de Aquitania, y de Welf IV, duque de Baviera. Los tres lograron llegar a Asia Menor, pero fueron masacrados por los turcos. A su salida de prisión Bohemundo atacó al imperio bizantino, pero fue rodeado por el ejército imperial y forzado a aceptar ser el vasallo de Alejo. A la muerte de Bohemundo en 1111, sin embargo, Tancredo se negó a respetar el tratado y retuvo Antioquía. Godofredo de Bouillon murió en Jerusalén el 18 de julio, 1100. Su hermano y sucesor, Balduino de Edesa, fue coronado rey de Jerusalén en la Basílica de Belén el 25 de diciembre, 1100. En 1112 con la ayuda de Noruegos bajo el mando de Sigurd Jorsalafari y el apoyo de flotas genovesa, pisana, y veneciana, Balduino inició la conquista de los puertos de Siria, que completó en 1124 con la captura de Tiro. Solo Ascalón mantuvo una guarnición egipcia hasta 1153.

En ese período los estados cristianos formaban un territorio extenso y continuo entre el Eufrates y la frontera egipcia, e incluían cuatro principados casi independientes: el reino de Jerusalén, el condado de Trípoli, el principado de Antioquía, y el condado de Rohez (Edesa). Estos pequeños estados eran, por así decir, la propiedad común de toda la Cristiandad y, como tal, estaban subordinados a la autoridad del papa. Además, los caballeros franceses y comerciantes italianos establecidos en las recientemente conquistadas ciudades pronto predominaron. La autoridad de los soberanos de estos diferentes principados estaba restringida por los dueños-de-feudos, los vasallos, y los sub-vasallos que constituían la Corte de Lieges, o Suprema Corte. Esta asamblea tenía total autoridad en asuntos legislativos; ningún estatuto ni ley se podía proclamar sin su acuerdo; ningún barón podía ser privado de su feudo sin su decisión; su jurisdicción se extendía por encima de todos, incluso el rey, y también controlaba la sucesión al trono. Una “Corte de Burgueses” tenía jurisdicción similar sobre los ciudadanos. Cada feudo tenía un tribunal igual compuesto de caballeros y ciudadanos, y en los puertos había policía y cortes mercantiles (ver ASSIZES DE JERUSALÉN). La autoridad de la Iglesia también ayudaba a limitar el poder del rey; las cuatro sedes metropolitanas de Tiro, Cesarea, Bessan, y Petra estaban sujetas al Patriarca de Jerusalén, de la misma manera siete sedes subordinadas y un número de abadías, entre ellas el Monte Sión, el Monte de los olivos, el Templo, Josafat, y el Santo Sepulcro. A través de ricas y frecuentes donaciones el clero se volvió el más grande dueño de propiedades del reino; también recibió de los cruzados importantes propiedades en Europa. A pesar de las antes mencionadas restricciones en el siglo XII el rey de Jerusalén tenía un gran ingreso. Los impuestos aduanales establecidos en los puertos y administrados por nativos, los peajes impuestos a las caravanas, y el monopolio de ciertas industrias eran una fecunda fuente de ingresos. Desde un punto de vista militar todo vasallo debía un servicio de tiempo ilimitado al rey, aunque éste estaba obligado a indemnizarlos, pero para llenar las líneas del ejército era necesario enrolar nativos que recibían una anualidad a vida (fief de soudée). De esta manera se reclutó la caballería ligera de los “Turcoples", armados a la manera Sarracena. En total estas fuerzas eran poco mas de 20,000 hombres, y aún así los vasallos poderosos que las comandaban eran casi independientes del rey. Fue la gran necesidad de tropas regulares para defender los dominios cristianos la que provocó la creación de una institución única, las órdenes religiosas de caballería, a saber: los Hospitalarios, que al principio cumplían su deber en el Hospital de San Juan fundado por los antes citados comerciantes de Amalfi, y fueron organizados luego por Gerardo du Puy como una milicia que podía luchar contra los Sarracenos (1113); y los Templarios, nueve de quienes en 1118 se congregaron con Hugues de Payens y recibieron la Regla de San Bernardo. Estos miembros, ya sea caballeros de la nobleza, alguaciles, empleados, o capellanes, pronunciaron los tres votos monacales pero era sobre todo para la guerra contra los Sarracenos a lo que se comprometían. Siendo favorecidos con muchos privilegios espirituales y temporales, fácilmente ganaron reclutas entre los hijos más jóvenes de casas feudales y adquirieron tanto en Palestina como en Europa una considerable propiedad. Sus castillos, construidos en los principales puntos estratégicos, Margat, El Krak, y Tortosa, eran ciudadelas fuertes protegidas por varios cercos concéntricos. En el reino de Jerusalén estas órdenes militares virtualmente formaron dos comunidades independientes. Finalmente, en las ciudades, se dividió el poder público entre los ciudadanos nativos y los colonos italianos, genoveses, venecianos, pisanos, y también los marselleses a quienes, a cambio de sus servicios, se les dio poder supremo en ciertos distritos en pequeñas comunidades autogobernadas que tenían sus cónsules, sus iglesias, y en las orillas sus granjas, utilizadas para el cultivo de algodón y caña de azúcar. Los puertos sirios eran visitados regularmente por flotas italianas que obtenían allí las especias y sedas traídas por caravanas de Extremo Oriente. Así, durante la primera mitad del siglo XII los estados cristianos de Oriente estaban completamente organizados, y aun eclipsaron en riqueza y prosperidad a la mayor parte de los estados occidentales.

Muchos peligros, por desgracia, amenazaban esa prosperidad. En el sur los Califas de Egipto, en el este los ámeles seleúcidas de Damasco, Hama y Alepo, y en el norte los emperadores bizantinos, ávidos de realizar el proyecto de Alejo Comneno de tener a los estados latinos bajo su poder. Además, en presencia de tantos enemigos los estados cristianos faltaban de cohesión y disciplina. La ayuda que recibían de Occidente era demasiado dispersa e intermitente. Sin embargo esos caballeros occidentales, aislados en medio de mahometanos y forzados, debido al tórrido clima, a llevar una vida muy diferente de aquella a la que estaban acostumbrados en casa, desplegaron valentía y energía admirables en su esfuerzo por preservar las colonias cristianas. En 1137 Juan Comneno emperador de Constantinopla, se presentó delante de Antioquía con un ejército, y obligó al Príncipe Raimundo a rendirle homenaje. A la muerte de este potentado (1143), Raimundo trato de quitarse ese molesto yugo e invadió el territorio bizantino, pero fue encerrado por el ejército imperial y obligado (1144) a humillarse en Constantinopla delante del emperador Manuel. El Principado de Edesa, completamente aislado de los otros estados cristianos, no pudo resistir a los ataques de Imad-al-Din Zangi, el príncipe, o atabek, de Mosul, que forzó su guarnición a capitular el 25 de diciembre de 1144. Después del asesinato de Imad-al-Din Zangi, su hijo Nur-al-Din continuo las hostilidades contra los estados cristianos. Ante estas noticias, Luis VII de Francia, la reina Leonor de Aquitania, y un gran número de caballeros, conmovidos por las exhortaciones de San Bernardo, se enrolaron bajo la cruz (Asamblea de Vézelay, 31 de marzo de 1146). El Abad de Claraval se convirtió en el apóstol de la cruzada y concibió la idea de instar toda Europa a atacar a los infieles simultáneamente en Siria, en España, y más allá del Elba. Al principio encontró una fuerte oposición en Alemania. Finalmente el emperador Conrado III accedió a su deseo y adoptó el estandarte de la cruz en la Dieta de Spira, el 25 de diciembre de 1146. Sin embargo, no había el entusiasmo que predominó en 1095. Al mismo tiempo que los cruzados comenzaban su marcha, el rey Roger de Sicilia atacó al imperio bizantino, pero su expedición sólo frenó el progreso de la invasión de Nur-al-Din. Los sufrimientos soportados por los cruzados mientras cruzaban Asia Menor les impidió el avanzar a Edesa. Se contentaron con acosar Damasco, pero fueron obligados a retirarse al cabo de varias semanas (julio, 1148). Esta derrota causó gran descontento en Occidente; además, los conflictos entre los griegos y los cruzados sólo confirmaron la opinión general de que el imperio bizantino era el obstáculo principal al éxito de las Cruzadas. Sin embargo, Manuel Comneno trató de fortalecer los vínculos que unían el imperio bizantino a los principados italianos. En 1161 se casó con María de Antioquía, y en 1167 dio la mano de una de sus sobrinas a Amaury, rey de Jerusalén. Esta alianza dio por resultado el frustrar el progreso de Nur-al-Din, que, habiendo llegado a ser amo de Damasco en 1154, se abstuvo desde entonces de atacar los dominios cristianos.

El rey Amaury aprovechó esa tregua para intervenir en los asuntos de Egipto, puesto que los únicos representante restantes de la dinastía fatimí eran niños, y dos visires rivales se disputaban el poder supremo en medio de condiciones de anarquía absoluta. Uno de esos rivales, Shawer, siendo desterrado de Egipto, se refugio con Nur-al-Din, que envió a su mejor general, Shírkúh, a reinstalarlo. Después de su conquista del Cairo, Shírkúh trató de poner Shawer en desgracia con el califa; Amaury, aprovechándose de esto, se alío con Shawer. En dos ocasiones, en 1164 y 1167, forzó Shírkúh a salir de Egipto; un cuerpo de caballeros francos fue estacionado en una de las puertas del Cairo, y Egipto pagó un tributo de 100,000 dináres al reino de Jerusalén. En 1168 Amaury hizo otro intento de conquistar Egipto, pero falló. Después de ordenar el asesinato de Shawer, Shírkúh se proclamó a sí mismo Gran Visir. A su muerte el 3 de marzo de 1169, su sucesor fue su sobrino, Salah-al-Din (Saladino). Durante ese año Amaury, ayudado por una flota bizantina, invadió Egipto una vez más, pero fue derrotado en Damietta. Saladino tuvo total control de Egipto y no nombró ningún sucesor al último califa fatimí, que murió en 1171. Además, Nur-al-Din murió en 1174, y, mientras sus hijos y sobrinos se disputaban la herencia, Saladino tomó posesión de Damasco y conquistó toda Mesopotamia excepto Mosul. Así, cuando Amaury murió en 1173, dejando el poder real a Balduino IV, “el Leproso", un niño de trece años, el reino de Jerusalén estaba amenazado por todos lados. Al mismo tiempo dos facciones, conducidas respectivamente por Gui de Lusiñan, cuñado del rey, y Raimundo, conde de Trípoli, competían por el poder. Balduino IV murió en 1184, y fue pronto seguido a la tumba por su sobrino Balduino V. A pesar de una viva oposición, Gui de Lusiñan fue coronado rey, el 20 de julio de 1186. Aunque la lucha contra Saladino estaba ya en marcha, fue desgraciadamente conducida sin orden ni disciplina. A pesar de la tregua concluida con Saladino, Renaud de Châtillon, un poderoso señor feudal de la región transjordanica, que incluía al dominio de Montreal, el gran castillo de Karak, y Aïlet, un puerto en el Mar Rojo, buscó desviar la atención del enemigo atacando las ciudades santas de los mahometanos. Navíos sin remos fueron traídos a Aïlet a lomo de camello en 1182, y una flotilla de cinco galeras recorrió el Mar Rojo por un año entero, asolando las costas hasta Adén; un cuerpo de caballeros incluso intentó tomar Medina. Al fin esa flotilla fue destruida por Saladino, y, al gran júbilo de los mahometanos, mataron a los prisioneros francos en la Meca. Atacado en su castillo en Karak, Renaud por dos veces rechazó las fuerzas de Saladino (1184-86). Una tregua se firmó entonces, pero Renaud la rompió de nuevo y se apoderó de una caravana en la que iba la propia hermana del sultán. En su exasperación Saladino invadió el reino de Jerusalén y, aunque Gui de Lusiñan reunió todas sus fuerzas para rechazar el ataque, el 4 de julio de 1187, el ejército de Saladino aniquiló el de los cristianos en las orillas del Lago Tiberíades. El rey, el gran maestro del Templo, Renaud de Châtillon, y los hombres más poderosos del reino fueron hechos prisioneros. Después de matar a Renaud con sus propias manos, Saladino marchó sobre Jerusalén. La ciudad capituló el 17 de septiembre, y Tiro, Antioquía, y Trípoli fueron los únicos lugares en Siria que permanecieron en poder de los cristianos.

 

Louis Bréhier

1 comentario

  
nenita pexoxa
y repitooooo muchhhhhhhiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiisisisima informacion manix los amo bayyyy
07/06/12 1:31 AM

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