La Gran Carestía
“En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo. Y el esclavo no se queda en casa para siempre; mientras el hijo se queda para siempre. Si, pues, el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres.” Juan 8, 34-36.
Nuestra libertad nace del amor de Dios y crece en la caridad que es el amor verdaderamente libre y liberador. Fíjense que la libertad no nace de nosotros mismo, sino de Dios. Por la gracia, Dios nos libera de la esclavitud del pecado que nos ata y nos impide vivir con la dignidad de los hijos de Dios. Porque lo que nos hace dignos no es la autonomía moral de Kant y sus secuaces, sino la condición de hijos de Dios que recibimos por el bautismo. Esa es la auténtica dignidad y el origen de la verdadera libertad: la de los que queremos cumplir la voluntad de Dios y ser santos por pura gracia.
La libertad para el mal no es verdadera libertad, sino libertinaje. La libertad va de la mano de la caridad. Y ahí radica nuestra esperanza: una esperanza que no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado (Romanos, 5, 5). Nuestra esperanza es Cristo. Y sólo Cristo tiene palabras de vida eterna: ¿Dónde vamos a ir a buscar la felicidad sino en Cristo, que es el Amor consumado?
Somos libres para amar y para ser felices. No somos libres para el pecado. El pecado está prohibido, porque hemos sido creados para ser felices y vivir en la luz de la verdad y del bien; no para vivir en las tinieblas del mal.