Ser Cristiano Hoy (II)

 

Vía Purgativa

En una noche oscura”. ¿Qué es la “noche oscura”? Porque todo empieza ahí…  

Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. [2] Al principio estaba junto a Dios. [3] Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe. [4] En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. [5] La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron” (Evangelio según san Juan, 1)

La oscuridad del pecado

La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron”. Luz y oscuridad serán símbolos recurrentes en San Juan de la Cruz. La influencia del Evangelio de Juan resulta más que evidente. La luz es Cristo. Las tinieblas, la oscuridad, es el pecado que nos aleja de Dios. En las tinieblas no se ve nada. Por eso quienes viven alejados de Dios están ciegos y no entienden nada. “Señor, que vea”, le suplica el ciego Bartimeo a Jesús. El ciego comenzó a dar voces. “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”Vivimos en la oscuridad porque vivimos en un mundo depravado donde la virtud es objeto de burla y el vicio es exaltado. El grito de Bartimeo es el grito del místico que, en medio de la oscuridad, busca la luz de Dios.

Nuestro mundo vive en la oscuridad del pecado. El mal nos rodea por todas partes. Todos los días leemos noticias de corrupción, de asesinatos, violaciones, terrorismo, guerras, hambrunas… Hemos cambiado la Verdad de Dios por la mentira; ya no se distingue el bien del mal; todo es relativo y subjetivo. El adulterio y el divorcio; la depravación y toda clase de perversiones son vistas con normalidad, como si fuera lo más natural. Se mata a niños inocentes en el vientre de sus madres y al mundo le parece normal. Se predica la necesidad de la eutanasia y el mundo lo ve muy bien. Se eleva a los altares a científicos que practican la eugenesia y la experimentación con embriones y al mundo le parece fantástico. Ladrones, asesinos; drogas, botellones, sinsentido, náusea: son los signos de nuestros días. Nada tiene sentido y la vida sólo puede resultar soportable desde planteamientos nietzscheanos: la borrachera dionisíaca y el hedonismo más nauseabundo. La vida es una mierda: disfrutemos a tope del sexo sin reprimirnos, del alcohol, de las drogas. Es feliz quien más dinero tiene, quien más viajes de placer realiza, quien tiene el coche más lujoso o la casa más grande. Y así llegamos al nihilismo materialista y ateo de hoy.

Y ante todo este mal que vemos en el mundo, ¿qué podemos hacer? Nada. Nos sentimos impotentes. Los políticos redactan leyes de transparencia y firman acuerdos contra la corrupción. Otros depositan todas sus esperanzas en los avances científicos y técnicos, como si una pastilla o un artilugio electrónico nos fuera a traer la felicidad. Hay quien cree que sólo es una cuestión de dinero y que cuando haya una prosperidad económica y un Estado del Bienestar que asegure la sanidad, la educación o las pensiones, entonces ya seremos felices. Pero no. Seguirá habiendo guerras, crímenes y ladrones. Porque el mal del mundo es una realidad tangible. El hombre es bueno por naturaleza, pero nuestra naturalez está herida por el pecado original. El buenismo roussoniano es una gran mentira. Y Satanás es el padre de la mentira.

Así lo dice el Catecismo:

401 Desde este primer pecado, una verdadera invasión de pecado inunda el mundo: el fratricidio cometido por Caín en Abel (cf. Gn 4,3-15); la corrupción universal, a raíz del pecado (cf. Gn 6,5.12; Rm 1,18-32); en la historia de Israel, el pecado se manifiesta frecuentemente, sobre todo como una infidelidad al Dios de la Alianza y como transgresión de la Ley de Moisés; e incluso tras la Redención de Cristo, entre los cristianos, el pecado se manifiesta de múltiples maneras (cf. 1 Co 1-6; Ap 2-3). La Escritura y la Tradición de la Iglesia no cesan de recordar la presencia y la universalidad del pecado en la historia del hombre:

«Lo que la Revelación divina nos enseña coincide con la misma experiencia. Pues el hombre, al examinar su corazón, se descubre también inclinado al mal e inmerso en muchos males que no pueden proceder de su Creador, que es bueno. Negándose con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompió además el orden debido con respecto a su fin último y, al mismo tiempo, toda su ordenación en relación consigo mismo, con todos los otros hombres y con todas las cosas creadas» (GS 13,1).

No será la política ni la economía ni la ciencia quienes nos van a salvar. Al contrario: si convertimos la política, la economía o la ciencia en nuestra única esperanza, estaremos construyendo ídolos. Y los ídolos siempre acaban exigiendo sacrificios humanos, porque su realidad es la del demonio y el demonio mata.

Pero lo más grave del caso no es nuestra impotencia para solucionar los males de este mundo: lo más lamentable es que ni siquiera somos capaces de acabar con el mal que habita en nosotros mismos. Una y otra vez intentamos mejorar y una y otra vez caemos. No queremos ser perezosos, pero la vagancia se apodera de nosotros y nos convierte en esclavos del sofá y de la televisión; o del Smartphone, el ordenador y la tableta. Sabemos que tenemos que estudiar o que trabajar, que esa es nuestra obligación, nuestro deber… pero no lo hacemos porque es más cómodo no hacer nada. Quisiéramos ser buenos, y una y otra vez nos damos cuenta de que no lo hemos sido. No queremos mentir ni engañar pero lo hacemos. Y cuando nos conocemos un poco, caemos en la desesperación por no ser capaces de mejorar cuanto quisiéramos. Nos damos cuenta de que somos esclavos de nuestra propias pasiones, que estamos encadenados a nuestros vicios. Con nuestras solas fuerzas, ni podemos cambiar el mundo ni siquiera a nosotros mismos. Y es fácil caer en la desesperación y pensar que ni el mundo ni yo tenemos remedio, que siempre han sido así las cosas y que así seguirán siendo. Y mucha gente tira la toalla y se arrastra por el mundo desengañada y cabizbaja.

Esa es la “noche oscura”: el pecado, el mal, la desesperación. Y sólo Cristo nos puede liberar de esa oscuridad. Él fue víctima de las tinieblas, del mal de este mundo; murió a causa de nuestros pecados: Él nada malo había hecho, pero el mundo no lo quiso escuchar ni recibir. El mundo lo clavó en una cruz después de haberlo torturado y humillado hasta el extremo. Parecía que el mal había triunfado definitivamente. El Justo había sido ajusticiado. Y las tinieblas cubrieron la Tierra cuando Jesús muere en la cruz. No había ya consuelo ni esperanza. Sus amigos lo abandonan, huyen y se esconden por miedo a terminar igual que su Maestro. Los discípulos de Emaús vuelven a su aldea entristecidos y decepcionados. Habían depositado muchas esperanzas en Jesús, pero todo había acabado.

Hasta que algo ocurrió: algo extraordinario. Cuando las mujeres van el domingo por la mañana a visitar el sepulcro, lo encuentran vacío. Cristo había resucitado y se les aparece a las mujeres y luego a sus Apóstoles. Y aquellos cobardes que se escondían por miedo a las autoridades judías, salen a las plazas y van a las sinagogas y anuncian que Cristo ha resucitado y vive y que ellos lo han visto. Y esa experiencia les deja tal marca que acaban entregando su vida, convencidos de su anuncio. La Resurrección  de Jesús cambia la Historia. Hay un antes y un después. La muerte y el pecado han sido derrotados para siempre. La última palabra es una palabra de amor, de vida y de esperanza. Ya no está todo perdido para el hombre. Hay un más allá de la muerte. Y Cristo da poder a los Apóstoles para anunciar esa buena noticia, para bautizar a los que crean, para perdonar los pecados. La Iglesia es portadora de ese tesoro hasta el fin de los tiempos. Dios está siempre dispuesto a perdonar porque Cristo ha muerto en la cruz para salvarnos. Y la Iglesia anuncia esta buena nueva: Dios está cerca, es un Padre bueno y quiere que vivamos una existencia plena. Si creemos en Cristo, si nos convertimos y le pedimos su perdón, Él nos ayuda con su misericordia y nos concede su gracia para que seamos santos. Sólo el Señor tiene palabras de vida eterna y de salvación. No busquéis la felicidad en otro sitio. Los políticos, los economistas, los científicos o los filósofos no os harán felices ni os enseñarán el camino que conduce a una vida plena. Sólo Dios, sólo Cristo. Y para ayudarnos y no dejarnos solos ante el peligro de este mundo, Cristo nos dejó al Espíritu Santo, que nos acompaña y nos guía en nuestra vida; el Espíritu Santo que da vida y santifica todo; el Espíritu de Sabiduría y de Verdad; el Espíritu Santo que desciende sobre el pan y el vino de la Eucaristía y renueva el sacrifico de Cristo y nos lo hace presente, visible, palpable ante nuestros ojos. Si tuviéramos un poco de fe, caeríamos temblando cada vez que el sacerdote nos presenta a Cristo Eucaristía: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.

Hay esperanza: Dios está aquí, con nosotros. Y con su ayuda lo podemos todo. La guerra contra el mal del mundo y contra nuestro propio pecado está ganada: la ganó Cristo en la cruz. Satanás ha sido vencido. La Luz ha derrotado a las tinieblas. La liturgia de la luz de la Vigilia Pascual representa maravillosamente ese triunfo de la Luz de Cristo sobre la oscuridad del pecado. Esa es nuestra esperanza. Nos quedan muchas batallas por librar todavía, pero el triunfo ya se ha conseguido.

Las tentaciones

Todos estamos sometidos a tentaciones por parte del Maligno. El propio Jesús las sufrió después de retirarse al desierto al principio de su vida pública:

Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo.  Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al final, sintió hambre.
Y el tentador se le acercó y le dijo:
- Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes.
 Pero Él le contestó diciendo:
- Está escrito: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”.
Entonces el diablo lo lleva a la Ciudad Santa, lo pone en el alero del templo y le dice:
- Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “Encargará a los ángeles que cuiden de ti y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras”.

 Jesús le dijo:
- También está escrito: “No tentarás al Señor, tu Dios”.
Después el diablo lo lleva a una montaña altísima y mostrándole todos los reinos del mundo y su esplendor, 9 le dijo:
- Todo esto te daré si te postras y me adoras.
Entonces le dijo Jesús:
- Vete, Satanás, porque está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás, y a él solo darás culto”.
Entonces lo dejó el diablo, y se le acercaron los ángeles y lo servían.

Mateo 4,1-11

Las tentaciones de Satanás son siempre las mismas:

En primer lugar, el Demonio nos tienta con que hagamos siempre lo que nos apetece, con cumplir siempre nuestros caprichos. ¿Por qué no conseguir lo que nos dé la gana sin esfuerzo? Es algo así como confundir a Dios con la lámpara de Aladino: que Dios sea nuestro esclavo y que sin mover un dedo nos cumpla todos nuestros deseos. Es la tentación del hedonismo egoísta, de la riqueza fácil. Yo he tenido alumnos que de mayores querían ser ricos; no ingenieros, ni médicos, ni abogados: simplemente, ricos. ¿Quién no tiene la tentación de tener el mejor coche, la casa más lujosa, el último aparato electrónico que ha salido al mercado…?

Pero Dios no es el genio de la lámpara: Dios es Dios. Y el Señor no está para cumplir nuestros deseos, sino que nosotros estamos llamados a cumplir la voluntad de Dios: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. El Tentador nos incita a que demos rienda suelta a nuestra voluntad, a nuestros deseos; a que busquemos por encima de todo nuestro bienestar. El Maligno nos engaña, pero nos seduce: resulta atractivo y deslumbrante (de ahí que se le llame “Lucifer”). Pero quien sólo busca su propio placer acaba siendo esclavo de sus pasiones y acabará queriendo convertir a sus hermanos en siervos. Y en eso consiste el pecado que acaba siempre en dolor, en sufrimiento y en muerte, para ti mismo y para tu prójimo.

La segunda tentación es el triunfo, el éxito, la fama… Ser admirado por todos. A todos nos gusta ser considerados como triunfadores, ser envidiados por nuestros vecinos, alcanzar la gloria de este mundo, ser reconocidos, condecorados; ejercer cargos deslumbrantes… Lo que no nos gusta es la humillación, la soledad y la cruz. Sin embargo, el Señor nos enseña el camino de la cruz. No nos pide el Señor que tengamos éxito, sino que permanezcamos fieles en la adversidad, en la angustia y en la humillación de nuestras noches en el Huerto de los Olivos. ¡Cómo nos gustaría cambiar el Gólgota y la Cruz por el estrellato y la alfombra roja; el cáliz de Cristo, por el champán!

Y por último, el poder de este mundo: mandar, someter, ser todopoderosos. Se trata de no servir a Dios, sino de que te sirvan todos a ti. Venderíamos nuestra alma al Diablo con tal de hacer y deshacer a nuestro antojo. Nos gustaría ser como Dios y decidir por nosotros mismos qué está bien y qué mal. El deseo de poder va íntimamente unido a la soberbia de creerse mejores que los demás, mejores que Dios. “Si yo mandara…”. “Si dependiera de mí…”. No adorar a Dios, sino que te adoren a ti: ocupar los primeros puestos, ser respetados y temidos; poner y quitar cargos de confianza con mover un dedo y con total arbitrariedad. Aquí está el origen de la corrupción política y empresarial.

Poder, éxito, riqueza; una vida cómoda, lujosa y llena de placeres; que los demás me sirvan a mí; tenerlo todo sin esforzarnos por nada. Y frente a estas tentaciones, Cristo nos presenta su proyecto: Servir a los demás, lavar los pies de los hermanos; ser buenos samaritanos para quienes se encuentra postrados en las cunetas de la vida; aceptar la humillación, el desprecio y la cruz por fidelidad al Señor; aceptar el camino del calvario; asumir la angustia de los cálices que no queremos beber; aceptar que Dios es Dios y que nosotros debemos buscar y cumplir su Voluntad: “pase de mí este cáliz, pero hágase tu voluntad y no la mía”, “dame lo que pides y pide lo que quieras”Cristo es Rey, no yo. Yo vivo para servir a Dios y al prójimo; no para que Dios y el prójimo me sirvan a mí. Yo debo cumplir los mandamientos de Dios y no soy nadie para elaborar mi propio decálogo a mi gusto. Quien dice que ama Dios y no cumple sus mandamientos es un mentiroso.

Hago mías las palabras de San Rafael Arnaiz: “¿Acaso, Señor, deseo lo que Tú no deseas? Dímelo… dime, Señor, cuál es tu voluntad, y pondré la mía a tu lado… Amo todo lo que Tú me envíes y me mandes, tanto salud como enfermedad, tanto estar aquí como allí, tanto ser una cosa como otra ¿Mi vida? tómala, Señor Dios mío, cuando Tú quieras”.

El sacramento de la penitencia

Dice el Catecismo de la Iglesia Católica que “Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra Él y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones". Estar en gracia de Dios es más importante que la propia vida. Y lo primero que uno debe procurar, si quiere encontrarse con el Señor, es estar en gracia con Él.

Deberíamos salir a las calles, como Jonás en Nínive, o como Juan el Bautista en el Jordán a predicar la conversión. Y deberíamos ir corriendo a buscar un confesor para pedirle perdón a Dios por nuestros pecados. Sólo la conversión personal nos puede permitir encontrarnos con Cristo y unirnos a Él. Es el Señor quien debe convertir nuestro corazón de piedra en un corazón capaz de amar, de perdonar, de sentir con quienes sufren. Cristo es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Sólo Él puede acabar con el mal que nos destruye y nos asola. Sólo Él es santo, sólo Él puede tener piedad de nosotros. Sólo el Señor puede poner su paz y su amor en nuestro corazón malherido por el pecado y permitirnos empezar de nuevo, limpios de nuestras culpas.

Pero para eso hace falta examinar nuestra conciencia y arrepentirnos. Volver a la casa del Padre avergonzados: llorar por nuestros pecados y echarnos en los brazos de Dios para que Él nos abrace y nos dé fuerzas para seguir adelante y no volver a pecar.

¡Cuántas veces me he visto en la oración arrodillado a los pies de Cristo enjugando sus pies con mis lágrimas, como la pecadora arrepentida! ¡Y cuántas veces he visto a Cristo arrodillado, lavándome los pies! Entonces me asusto y reacciono como san Pedro: “¿Lavarme tú a mi los pies, Señor?” Y escucho a Jesús que me contesta: “Si no me dejas lavarte los pies, no tienes nada que ver conmigo”. Y le contesto que sí, que me lave los pies y la cabeza si hace falta. El Señor es quien nos limpia con su sangre, derramada en la cruz por nuestros pecados. Con su sacrificio ha pagado el precio que nosotros deberíamos pagar por nuestras faltas.

El pecado es la negación del amor, la negación de Cristo. El pecado es traicionar a Dios y a los hermanos. Es el egoísmo, la soberbia, la impureza, la lujuria, la ira, la pereza… El pecado nos convierte en esclavos de Satanás. Y por medio del sacramento de la penitencia, Cristo nos libera de esa pesada carga, de esas cadenas que nos oprimen, y nos da la gracia de su perdón. ¡Qué alivio siente el alma cuando se confiesa, cuando pide perdón al Señor por sus pecados! ¡Qué limpio se siente uno!

Porque a quien le pedimos perdón es a Dios, no al cura. El sacerdote es el intermediario, el cauce que ha determinado Dios para hacernos llegar su consuelo y su perdón: “Id por el mundo entero, predicando el Evangelio y perdonando los pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.

Si queremos acabar con el mal del mundo, empecemos por nosotros mismos. La verdadera y única revolución que puede transformar el mundo y conquistar la justicia y la paz es la revolución del amor, manifestado en Cristo Jesús. Él nos amó hasta el extremo y con su muerte y su resurrección abrió la puerta para nuestra salvación. Pero es decisión nuestra pasar por esa puerta o negarnos a aceptar la salvación de Cristo. Somos libres de aceptar el perdón y la salvación que nos ofrece el Señor o rechazar su misericordia.

Las tribulaciones

“El hombre, nacido de mujer, tiene una vida breve y cargada de tormentos: 
como una flor, brota y se marchita; huye sin detenerse, como una sombra”.

 (Job, 14)

Es verdad que la vida trae consigo muchas pesadumbres: desempleo, accidentes, enfermedades, injusticias… ¿Por qué me tiene que pasar eso a mí? ¿Por qué un niño pequeño se muere prematuramente a causa de cualquier enfermedad penosa? Es incomprensible e injusto. Sí. Es verdad. Estas cosas también forman parte de esa “noche oscura”. No tenemos respuesta para todo. La criatura no comprende muchas veces las razones del Creador. La fe tiene mucho de misterio. La fe implica confiar en Dios, incluso en aquellas circunstancias que nos resultan incomprensibles. Dicen que Dios escribe recto sobre renglones torcidos. Los problemas, las preocupaciones y los disgustos de la vida ponen a prueba nuestra fe: nuestra confianza en el Señor. “El oro, aunque perecedero, se acrisola al fuego. Así también vuestra fe, que vale mucho más que el oro, al ser acrisolada por las pruebas, demostrará que es digna de aprobación, gloria y honor cuando Jesucristo se revele” (1 Pedro, 1).

Job es un buen ejemplo de una fe puesta a prueba. Después de tenerlo todo, todo lo pierde:

“Desnudo salí del vientre de mi madre, 
y desnudo volveré allí. 
El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó: 
¡Bendito sea el nombre del Señor!”

Cuando todo te va bien y la vida te sonríe es fácil tener fe. Cuando la vida se pone cuesta arriba y llegan los problemas (laborales, de salud…), mantener la fe ya no resulta tan sencillo. A veces, el creyente se rebela contra Dios. El profeta Habacuc se encara con Dios diciéndole: “¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que Tú me escuches, clamaré hacia ti: ¡Violencia!", sin que Tú me salves?”. Y Job llega a decir: “¡No tengo calma, ni tranquilidad, ni sosiego, sólo una constante agitación!”. Parece muchas veces que a los malos les va muy bien mientras los justos no pasan sino calamidades y sufrimientos. No entendemos nada. Y en eso consiste la pobreza de espíritu: en que no entendemos nada y, a pesar de ello, seguir confiando en el Señor. El pobre es quien confía en Dios incluso cuando no entiende nada: quien se fía de Dios, confía en su Voluntad y descansa en ella, incluso en la oscuridad más absoluta. Si Dios lo quiere, será por algo, aunque yo no lo entienda, aunque me queje y le grite: “¿Hasta cuando, Señor?”. “Mira que los impíos se burlan de mí”. Dios quiere que confiemos completamente en Él para que podamos decir con el salmista: “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra”. Sólo Dios basta. Muchas veces, cuando llegan las adversidades, nos vemos completamente a oscuras, como en un túnel negro en el que no encuentras salida. No entiendes por qué Dios permite que te ocurran esas desgracias ni por qué a los hipócritas y a los malvados les va todo tan bien mientras a ti no te va nada a derechas.

“¿Cómo es posible que vivan los malvados, y que aun siendo viejos, se acreciente su fuerza? Su descendencia se afianza ante ellos, sus vástagos crecen delante de sus ojos. Sus casas están en paz, libres de temor, y no los alcanza la vara de Dios. Su toro fecunda sin fallar nunca, su vaca tiene cría sin abortar jamás. Hacen correr a sus niños como ovejas, sus hijos pequeños saltan de alegría.  Entonan canciones con el tambor y la cítara y se divierten al son de la flauta.  Acaban felizmente sus días y descienden en paz al Abismo. Y ellos decían a Dios: “¡Apártate de nosotros, no nos importa conocer tus caminos! ¿Qué es el Todopoderoso para que lo sirvamos y qué ganamos con suplicarle?”
¿No tienen la felicidad en sus manos? ¿No está lejos de Dios el designio de los malvados? ¿Cuántas veces se extingue su lámpara y la ruina se abate sobre ellos? 
¿Cuántas veces en su ira Él les da su merecido y ellos son como paja delante del viento, como rastrojo que se lleva el huracán? ¿Reservará Dios el castigo para sus hijos? ¡Que lo castigue a él, y que él lo sienta! ¡Que sus propios ojos vean su fracaso, que beba el furor del Todopoderoso!”  
(Job, 21)

Ahí es cuando tenemos que poner nuestra fe en el tablero: es como lanzarse al vacío sin saber si habrá una red que te salve o si te estrellarás en el abismo. La fe es asumir el riesgo y confiar porque Cristo es la Verdad. Ahora no entiendo nada, pero un día todo esto cobrará un sentido y todo encajará y veré con claridad la mano providente del Señor: Él sabrá por qué pasan estas cosas. La fe implica ser humilde y reconocer que uno no lo sabe todo ni lo entiende todo ni puede darle una explicación a todo. “¿Puedes tú escrutar las profundidades de Dios o vislumbrar la perfección del Todopoderoso?” (Libro de Job, 11). La fe implica reconocer que sólo Dios es Dios y tú no eres sino una criatura limitada y débil. La fe supone aceptar que Dios es más grande, que sólo Él es Todopoderoso y nosotros, no. El soberbio quiere ser como Dios, reemplazar a Dios. El humilde se reconoce siervo inútil. Es la soberbia de nuestros primeros padres cuando desobedecieron a Dios y comieron el fruto del árbol del bien y del mal, frente a la humildad de María, que acepta la voluntad de Dios en su vida. María es ejemplo de fe: ella no entiende, pero guarda todas las cosas en su corazón. María confía en Dios hasta cuando, al pie de la cruz, tiene que ver a su Hijo crucificado. Sufre pero confía. No maldice su suerte ni se rebela contra Dios: contempla, llora y confía. María ama a Dios, confía en Dios, sufre por su Hijo crucificado, lo entierra… ¡Cuánto tenemos que aprender de María! Que nuestra Madre Celestial interceda por nosotros, para que el Señor aumente nuestra fe, sobre todo en momentos de tribulación. Que nos enseñe a ser pacientes y a confiar ciegamente en el Amor de Dios. Agarrémonos a la cruz de Cristo y esperemos con paciencia. Y aunque no entendamos, confiemos en Él. Si el Señor lo ha querido, será por algo: yo no lo entiendo, pero yo no soy Dios. Él sabrá por qué.

Y en este punto, volvemos a encontrarnos con santa Teresa:

Nada te turbe,
nada te espante,
todo se pasa,
Dios no se muda. 
La paciencia
todo lo alcanza; 
quien a Dios tiene 
nada le falta: 
sólo Dios basta.

 

Nada ni nadie nos podrá apartar del Amor de Dios:

¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, la persecución, el hambre, la indigencia, el peligro, o la violencia? Así está escrito:

«Por tu causa siempre nos llevan a la muerte; ¡nos tratan como a ovejas para el matadero!»

Sin embargo, en todo esto somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. Pues estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los demonios,ni lo presente ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto ni lo profundo, ni cosa alguna en toda la creación, podrá apartarnos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor.

Romanos 8, 35 - 39

 De la consolación a la desolación (el silencio de Dios)

La vida espiritual tiene momentos de consolación y de desolación. Es frecuente que cuando comienzas el camino de búsqueda del Señor, tengas momentos de consolación en los que sientes de una manera intensa la presencia de Dios. Es como si Dios nos permitiera vislumbrar su gloria; como si por unos instantes pudiéramos degustar un trocito de cielo. La experiencia de consolación espiritual debe de ser algo parecido a lo que les pasó a Pedro, Santiago y Juan cuando subieron con Jesús al Monte Tabor y  la experiencia de la transfiguración:

«Maestro, ¡que bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. » Mc 9.

Recuerdo como si fuera hoy aquel mes de septiembre del 83. Aquellos Ejercicios Espirituales en el monasterio benedictino de San Pedro de Dueñas, cerca de Sahagún de Campos, en León, marcaron para siempre mi vida. Yo iba a tumba abierta a terminar mi propio proceso de discernimiento vocacional. Varios amigos míos había dado el paso de ingresar en la Compañía de Jesús. A mí me daba miedo. Pero en aquel momento estaba dispuesto a todo: si Dios me pedía entrar en la Compañía, yo no le iba a decir que no. Llegué con la mayor indiferencia: “Señor, que sea lo que Tú quieras. No quiero más una cosa que otra. Si quieres que sea religioso lo seré con tu ayuda”. Y Dios respondió a mi disponibilidad y ¡Cómo respondió! Las lágrimas brotaban de mis ojos sin saber muy bien por qué. Eran lágrimas de felicidad, de plenitud. Las horas de oración pasaban rápidas… y mi alma se gozaba en la presencia de Dios, de un Dios cercano que me llenaba completamente. Pude disfrutar entonces de esa “llama de amor viva” que tan magistralmente describe san Juan de la Cruz:

¡O llama de amor viva, 
que tiernamente hieres 
de mi alma en el más profundo centro! 
pues ya no eres esquiva, 
acaba ya, si quieres; 
rompe la tela de este dulce encuentro.

¡O cauterio suave! 
¡O regalada llaga! 
¡O mano blanda! ¡O toque delicado, 
que a vida eterna sabe 
y toda deuda paga!, 
matando muerte en vida la has trocado.

¡O lámparas de fuego, 
en cuyos resplandores 
las profundas cavernas del sentido 
que estaba obscuro y ciego 
con extraños primores 
calor y luz dan junto a su querido!

¡Cuán manso y amoroso 
recuerdas en mi seno 
donde secretamente solo moras 
y en tu aspirar sabroso 
de bien y gloria lleno 
cuán delicadamente me enamoras!

“¡Qué bien se está aquí!”. No me lo podía creer. ¿Me estaba volviendo loco? Llegué a tener miedo: “Estaban asustados, y no sabía lo que decían”. Gracias a mi director espiritual pude entender lo que me estaba pasando: Dios estaba siendo grande conmigo. Allí descubrí lo que el Señor quería de mí: que fuera padre de familia y educador cristiano; que fuera su testigo ante los niños y jóvenes y que anunciara su Evangelio a los más necesitados. De repente, mi vida tenía sentido. Todo encajaba. Todo estaba claro. Era capaz de entenderlo todo. Mis ojos se abrieron para contemplar la gloria de Dios y mis oídos fueron capaces de escuchar con nitidez la Palabra del Señor. ¡Qué felicidad sentí aquellos días! ¡Qué gozo tan indescriptible! ¡Qué inefable es la alegría de sentir la cálida presencia del Amado en lo más profundo de tu alma! Una vez que has vivido una experiencia así, nunca se te puede olvidar. Es algo que te marca para siempre. Cuando has experimentado la presencia amorosa de Dios en tu alma, quisieras estar siempre así, junto a Él. Cuando has estado con el Señor, todo lo demás lo estimas en nada. Ya nada podrá sustituir ese perfume que has aspirado ni habrá amor que sustituya al Amor. Nada hay comparable al Amor de Dios.

¡Y qué tentación es querer quedarse ahí! Quisiéramos que toda la vida fuese así, que siempre sintiéramos la presencia amorosa de Dios llenándonos el alma ¡Y qué tentación tan grande es creerse más santo que los demás! ¡Qué cerca está el Demonio para hacernos creer que esas experiencias son por mérito tuyo! De ahí la importancia de tener un buen director espiritual para poder digerir adecuadamente estas experiencias de Dios, para que nos demos cuenta de que nosotros no tenemos ningún mérito, que todo es obra de Dios para prepararnos para la misión que nos tiene encomendada. No podemos quedarnos paralizados mirando al Cielo.

Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó:
-«No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
Esto se les quedó grabado, y discutían qué querría decir aquello de «resucitar de entre los muertos».

Pronto descubrirían los apóstoles lo que significaba “resucitar de entre los muertos”. Y yo también. Porque el seguimiento de Cristo va unido a la cruz. Y pronto llegaría en mi vida la humillación, la soledad, el abandono de quienes creías que te querían; la experiencia de la muerte, de la injusticia, de la enfermedad, del sufrimiento, del desempleo, de la desolación. Se pasa enseguida del Monte Tabor al Domingo de Ramos, en el que todos te aplauden; pero de ahí a Getsemaní, al Via Crucis y al Calvario, hay un paso.

Así expresa san Juan de la Cruz la experiencia de la ausencia de Dios:

¿Adónde te escondiste, 
Amado, y me dejaste con gemido? 
Como el ciervo huiste 
habiéndome herido; 
salí tras ti clamando, y eras ido.

Pastores, los que fuerdes 
allá por las majadas al otero, 
si por ventura vierdes 
aquél que yo más quiero, 
decidle que adolezco, peno y muero.

La “noche oscura” del alma es lo que san Ignacio denomina “desolación”. Es la sequedad del alma en la oración: no sentir nada, ningún tipo de goce espiritual. Es como si Dios callara, como si se hubiera marchado. Entonces, rezar se pone cuesta arriba y el tiempo de oración se convierte casi en una tortura. Muchos santos pasaron por la “noche oscura del alma”,  la “noche amable más que la alborada”. El alma se siente alejada de Dios. Nos acostumbramos enseguida a los placeres de la consolación espiritual. Por eso el Señor, antes o después, nos priva de esos consuelos para que pongamos el corazón solamente en Él, configurándonos con Cristo en su pasión. Es la experiencia de María ante la cruz, contemplando la muerte de su Hijo. Estas oscuridades del alma son necesarias para la purificación de nuestra fe.

“Que sepan todos – le confió Jesús a santa Rosa de Lima — que la gracia sigue a la tribulación; entended que sin el peso de las aflicciones no se llega a la cumbre de la gracia; comprended que en la medida en que crece la intensidad de los dolores, aumenta la de los carismas. Ninguno se equivoque ni se engañe; esta es la única y verdadera escalera hacia el paraíso y, fuera de la cruz, no hay otra vía por la que se pueda subir al cielo".

«Dime padre, por qué hay tanto dolor y oscuridad en mi alma», pregunta la Madre Teresa de Calcuta en una carta al reverendo Lawrence Picachy en agosto de 1959. «En mi propia alma, siento un dolor terrible por esta pérdida. Siento que Dios no me quiere, que Dios no es Dios, y que Él verdaderamente no existe».

Dios quiere que nos fiemos de Él sin condiciones, a ciegas, aunque no veamos nada claro, aunque nos humillen y nos desprecien. “Señor: aumenta nuestra fe”.  Aunque gritemos “¡Dios mío, Dios mío: ¿Por qué me has abandonado?!”; aunque sudemos sangre por la angustia que nos produce la persecución y la muerte; aunque a nuestro alrededor no veamos más que oscuridad, dolor y muerte… ¡Aumenta nuestra fe para no perecer en la prueba! Danos, Señor, fortaleza para soportar las pruebas, las tribulaciones, las noches oscuras del alma, manteniéndonos firmes en la fe, en la esperanza y en la caridad.

 

4 comentarios

  
Juan Andrés
Extraordinario don Pedro. Para guardarlo y leerlo en esas noches oscuras.
26/04/16 12:46 AM
  
Hector R
Hermoso, Amen,Amen
26/04/16 4:25 AM
  
Jotayeme
Solo puedo dar gracias a Dios por este texto y por su autor. Gracias, Dios mio.
26/04/16 7:19 AM
  
Roberto
Gracias, un gran anuncio de verdad ante la duda que nos inunda. Siempre en Kerigma renueva nuestra alma por dentro y nos hace ver que es Verdad. Que Cristo ha vencido a la muerte y que con la ayuda del Espíritu Santo es posible tener , Paquin y ahora, Vida Eterna. Son tiempos de tormenta y confusión, Ánimo.
26/04/16 5:46 PM

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