Curso veraniego de Liturgia para víctimas del C.P.L.: 2. El altar y el sagrario

El altar, parte principal del templo o iglesia, es un ara elevada sobre la cual se ofrece el sacrificio. Así la define San Isidoro en el libro XV de sus Etimologias (L. XV, cap. 14, nº 4): “Altare autem ab altitudine constat esse nominatum, quasi alta ara”.

En el templo cristiano el altar ordinariamente es de piedra, y simboliza a Jesucristo, que es la piedra angular de la Iglesia. Recuerda también el Calvario, donde se inmoló el Cordero divino para la redención del género humano. Cuando el obispo consagra un altar hace sobre él muchísimas veces la señal de la cruz, porque la idea predominante es la del sacrificio del Dios-hombre. Sobre la piedra se graban cinco cruces, recuerdo de las cinco llagas. Lo unge con el santo crisma, que es el emblema de Cristo, ungido por el Espíritu Santo. En medio del altar, en un sitio que se llama sepulcro, se colocan algunas reliquias de los Santos, de las cuales alguna tiene que ser de un mártir. Este uso tiene su origen en la práctica de los primeros siglos de la Iglesia de construir los altares sobre los sepulcros de los mártires o cerca de ellos.

El altar es, por consiguiente, la parte más sagrada del templo, el verdadero Sancta Sanctorum; es el mismo Jesucristo, según frase de la Iglesia: “Altare sanctae Ecclesiae ipse est Christus”. Y así, cuando el sacerdote lo besa, lo hace para dar al pueblo el saludo de paz o la bendición, que proceden de Jesucristo Señor nuestro.

El primer altar cristiano fue la mesa del Cenáculo en que se instituyó la Eucaristía, y el ara en que se consumó el sacrificio de la Víctima fue la Cruz. Por eso los altares en la Iglesia primitiva eran de madera. El altar en que San Pedro celebraba en la casa de San Pudente es de madera y se conserva en San Juan de Letrán. En Oriente estuvieron en uso hasta el siglo IV, y hasta el V en las iglesias de África y Egipto, como consta por San Atanasio, San Agustín y San Optato de Milevi. Pero desde el Papa San Silvestre, la Iglesia prohibió fuesen de madera por lo deleznable de la materia y mandó que fuesen de piedra, por el significado místico de que la piedra es Cristo. El primer documento que poseemos de tal prohibición procede el Concilio Epaonense, de las Galias, celebrado en el año 517, bajo la presidencia de San Avito, obispo de Vienne.

El altar, unas veces está aislado en el centro del presbiterio, y el sacerdote celebra vuelto hacia el pueblo, como parece actualmente lo más frecuente por entender que ese “altar exento” de la pared del presbiterio lo exige. En verdad, la razón de la recomendación conciliar de construir altares exentos era poderlos rodear por entero para su incensación.

Otras veces, y no existe ninguna prohibición al respecto, el altar está en el fondo del ábside, y el celebrante tiene las espaldas vueltas hacia los fieles. Así lo hizo Benedicto XVI en la Capilla Sextina en la Fiesta del Bautismo del Señor de este mismo año.

Hay altares que están cobijados por un dosel o baldaquino, otros adosados a la pared o separados de ella, en la cual hay mosaicos o pinturas, y otros están respaldados por retablos en que se veneran imágenes de los Santos.

Ordinariamente hay tres gradas para subir el altar, y simbolizan las virtudes teologales.

En los primeros años de la Iglesia católica no se reservaba la Eucaristía, porque los fieles recibían la Comunión en la Misa. Más tarde, en tiempos de persecución, ya se la llevaban a sus casas para poder confortarse con el cuerpo de Cristo en los supremos momentos de la confesión de la fe. Guardaban el Pan eucarístico, con gran veneración, en una cajita o dentro de algún armario. No se sabe precisamente la fecha en que empezó a reservarse en las iglesias, pero consta que ya desde muy antiguo se guardaba el Santísimo para llevarlo como Viático a los enfermos. Como desde el Concilio de Nicea, en el 325, se manda que los cristianos lo reciban antes de morir, y este precepto no se podía cumplir si en las iglesias no se reservaba la Eucaristía, calculamos que resale a este periodo el inicio del Reservado Eucarístico en las iglesias. Se guardaba en una caja o arquita, que unas veces se colocaba en el altar o sobre el altar en forma de torre, otras veces en un armario de la pared, ya del coro, ya detrás del altar, ya en el interior, como en el convento de San Damián en Asís. De donde lo cogió Santa Clara para ahuyentar a los sarracenos que escalaban su convento.

Los griegos guardan las sagradas Especies en un saquito de seda, suspendido sobre el altar, el cual está cubierto por las cortinas o velos con que se cubren los altares.

Antiguamente había sagrarios pendientes delante o sobre el altar en forma de palomas, que después, como las torres, fueron prohibidos por varios concilios. Desde la Edad Media el vaso de las Hostias consagradas se empezó a poner sobre una gradilla del altar cubierto con un pabellón de seda de diversos colores. Esta especie de tienda o tabernáculo dio lugar a una caja o cofre de hechura muy variada, con adornos de seda al interior y una especie pabellón exterior a manera de tienda que recuerda la presencia del Arca de la Alianza en el Antiguo Tabernáculo, y pues de la “gloria de Dios” en medio de su pueblo. Simboliza también el fausto de los reyes orientales que guardaban sus lechos, como Salomón u Holofernes, con ricas colgaduras y soberbias mosquiteras para que ni los animales los molestasen ni aún los ruidos exteriores interrumpiesen el reposo y el descanso del sueño. Y así con el tabernáculo en que descansa el supremo Monarca: debe estar adornado denotando la grandeza de su Majestad.

Ya desde el siglo XVI, es de uso corriente el Sagrario en el altar en la forma y manera que hoy se estila, ya sea en el altar mayor, ya en alguno lateral o en una Capilla especialmente reservada al Santísimo, para su adoración y para la comunión de los fieles. En España, especialmente en Cataluña y Levante, es difícil encontrar un templo parroquial que no esté dispuesto de esta manera. Al pasar delante del sagrario debe hacerse siempre una genuflexión, en señal de adoración al Dios que está allí escondido.

En un lugar preeminente del altar debe estar colocado el crucifijo. Como la Misa es la renovación incruenta del sacrificio de Cristo en la Cruz del Calvario, por eso ese instrumento de pasión y de ignominia debe contemplarse como símbolo de redención y de gloria. Las imágenes de Cristo Resucitado no cumplen ese objetivo simbólico. Ya en la época bizantina y en el Románico se representaba a Cristo en forma de majestad, vivo y triunfante, y por esa razón se llamaban esos crucifijos “gaudentes” (gozosos) o simplemente, como en Cataluña, “majestades”. Famosas son las “majestades” aranesas o la famosa “Majestad” de Caldas de Montbuy en la actual diócesis de Tarrasa. A esa tendencia, a partir del siglo XIII siguió la práctica de presentar a Cristo agonizante o muerto, sufriendo como varón de dolores, llegándose algunas veces a exageraciones de un realismo sangriento. En este punto, como en otros, hay que encontrar un justo equilibrio simbólico.

En el siglo XIII se mandó que el crucifijo se colocase entre dos candeleros sobre el altar, y los místicos daban la razón de ello afirmando que eso significaba la mediación de Cristo entre los dos pueblos, judío y gentil. El 16 de julio de 1746 el papa Benedicto XIV ordena definitivamente que se coloque el crucifijo en el altar para la celebración del Santo Sacrificio y que esté más elevado que los candeleros de manera que todos, celebrante y pueblo, lo puedan ver de manera cómoda y fácilmente.

Desde la llegada al solio de San Pedro de Benedicto XVI y de su nuevo Ceremoniero Pontificio Mons. Guido Marini, en las celebraciones papales se ha recuperado la centralidad del crucifijo, y no únicamente en las basílicas o las iglesias de la Ciudad, sino también en los todos los altares en los que el Santo Padre celebra ocasionalmente.

Por lo que parece, en Roma se preparan normas muy concretas a este efecto así como para la orientación del celebrante y del altar durante la celebración eucarística, después de una cierta, sino anarquía o laxitud, si excesiva “plurimultiformidad” en este campo. No podemos ocultar que el Papa Benedicto XVI siente un especial predilección por la celebración “ad orientem” de la Santa Misa.

Nosotros, en esta como en otras ocasiones, trataremos de vivir y aplicar uno de los grandes adagios litúrgicos: “Sicut Roma ita fit”. Lo haremos todo “como a la manera de Roma”. Aunque a algunos les empiece a pesar…

Dom Gregori Maria

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