Precedentes históricos de la reforma litúrgica posconciliar

Una vez concluida la serie litúrgica que ha centrado nuestra atención durante el presente curso, detenida en un seguimiento pormenorizado de todos los pasos que nos llevaron a la reforma litúrgica del 69, muchos están convencidos que nunca existió precedente similar en la historia de la Iglesia.

Y eso, sinceramente, no es así. Porque aunque quizá no adquirió un carácter tan universal ni cuajó en tan breve tiempo como la reforma de 1969, la mayoría de los principios que presidieron los trabajos del “Consilium ad exsequendan liturgiam” los encontramos ya presentes, por ejemplo, en las prescripciones de la Reforma cisterciense en el siglo XII.

Para comprenderla hemos de situarla en su contexto histórico, tan diferente al nuestro.

En el siglo IX, la actividad reformadora de Benito de Aniano en Cluny llevó a la preponderancia de la liturgia en el programa diario de los monjes que abandonaron el trabajo manual exaltando el “opus dei” (el servicio divino) como la única ocupación digna de monjes. Bajo su influencia, la proporción de los servicios sagrados dentro del “horarium” benedictino continuó en aumento hasta que, a mediados del siglo XI, ocupó casi todo el tiempo en las comunidades bajo la regla de Cluny.

Los padres fundadores de Citeaux (Cister) deseaban volver al esquema original de la Regla para la celebración del Oficio Divino, tanto más cuanto su único medio de supervivencia, el trabajo manual de los campos, era incompatible con el horario cluniacense. Por eso en su reforma, a excepción del breve Oficio de Difuntos, omitieron simplemente todos los elementos del oficio canónico añadidos durante los dos siglos anteriores. Esta reforma radical provocó desazón. Sin embargo el hecho de la reducción en gran parte de la duración del Oficio Divino y aún los restantes servicios se realizaran de acuerdo a un modelo de austera simplicidad, no quiere decir que los padres fundadores pasaron por alto la importancia de la liturgia. Al contrario, querían restaurar la Liturgia en su pureza original –afirmaban- incluso acometieron una corrección crítica de toda la Biblia. San Esteban Harding, todavía prior del Cister, en su empresa bíblica consulto incluso a renombrados eruditos judíos, para comprender mejor los pasajes del Antiguo Testamento. Algo parecido a la moderna crítica textual. Incluso en lo musical, su atención recayó también en las cualidades musicales de los libros litúrgicos, acudiendo a los manuscritos de Metz que eran considerados los más fieles a los originales de la época de San Gregorio. Fue ese movimiento reformador algo parecido al primer Movimiento Litúrgico, al de Dom Gueranger y posteriormente San Pío X.

Pero tan pronto como desapareció el gran abad Esteban y sus monjes coetáneos, una segunda generación cisterciense, bajo el liderazgo de San Bernardo, revisó el legado de los padres fundadores, aplicando inexorablemente le principio de simplicidad y perfecto desapego al mundo.

Fue como un segundo Movimiento Litúrgico, sino desviado, sí demasiado ideologizado.

Insatisfechos con las músicas del Antifonario de Metz, el Capítulo cisterciense designó un comité bajo la presidencia del propio San Bernardo para expurgar el canto litúrgico usado en la Orden de pretendidos defectos o superficialidades. Los principios de San Bernardo para este campo son los mismos que había expresado antes en su “Apología” para las artes plásticas.

Para resumirlo brevemente, estos principios daban énfasis a la unidad modal de las melodías, excluían cualquier mezcla de los modos “auténtico” y “plagal” e insistían en la ley de la duración. La reforma la llevó a cabo Guido de Cherlieu con una obsesión por la brevedad y simplicidad ( a modo de reacción) que mutiló el canto gregoriano.

Por reacción y oposición a la exhuberancia litúrgica cluniacense, las reformas cistercienses se obsesionaron con los principios de pobreza y simplicidad. Estaba prohibida cualquier decoración del santuario o altar, a excepción de un crucifijo de madera, dos cirios únicamente en el altar en los extremos de la mensa, se eliminó el uso de metales preciosos en los vasos sagrados, los ornamentos estaban hechos únicamente de lino o lana, sin ninguna variación de color o calidad. Capas pluviales, dalmáticas y tunicelas fueron ornamentos litúrgicos prohibidos. Las insignias pontificales para los abades (mitra, anillo y sandalias) fueron otorgadas por vez primera al abad de Poblet en 1337, Claraval los acepto en 1376 y el Cister en 1380. El número de misas diarias se redujo a uno, que era cantada después de Tercia. En las grandes festividades se añadía una misa rezada después de Prima. En días de semana, la Misa Mayor conventual se celebraba con un solo acólito, posiblemente un diácono. No se recomendaba, aunque no se prohibía, la celebración diaria de misas privadas. Recuérdese que la misa diaria por los muertos de la Orden y de los parientes y benefactores difuntos pertenece a las costumbres cistercienses más antiguas.

La misa medieval cisterciense ostentaba un cierto número de peculiaridades notables, en comparación con la liturgia romana que prevaleció posterior y universalmente. Algunos de los rasgos de la antigua misa cisterciense parecen un presagio de muchas de las innovaciones más recientes.

No se recitaba el salmo 42 al pie del altar, tenían un “Confiteor” abreviado parecido al mutilado por la reforma del 69. Hasta el Ofertorio el papel del celebrante consistía en cantar o rezar la oración colecta. Todo lo demás –lecturas y cantos- lo realizaban los acólitos y el coro. No había palia o velo cubriendo el cáliz, que estaba protegido por una esquina del corporal plegada sobre el mismo. La elevación no se prescribió en la Orden hasta el 1210. Había menos genuflexiones que en el rito romano. Una serie de “sufragios por la paz” seguian al Padrenuestro. Se cantaba el embolismo después del Padrenuestro (Libera- “Líbranos Señor de todos los males”) tal como hoy se hace en las misas más solemnes. Hasta 1261, todos los comulgantes recibían ambas especies (el vino con una cánula). La misa terminaba con el “Ite, missa est” sin añadir el último evangelio.

Con la llegada del siglo XV, el espíritu del Renacimiento se infiltró en todos los monasterios, y cayó en el olvido la clásica sencillez del Cister del siglo XII, que algunos juzgarán maravillosa y que otros calificarán de muy negativa contribución al desarrollo litúrgico posterior. No hace falta reiterar que para algunos de los que llevaron a cabo la reforma posconciliar y su aplicación, la reforma cisterciense del siglo XII no les era desconocida, sino un precedente histórico a imitar.

Dom Gregori Maria