Aprobado General

“Conviértete y cree en el Evangelio” . Éstas fueron las palabras que me dijo el sacerdote al imponerme la ceniza. Y me dieron que pensar. Me sentí directamente aludido y me planteé eso de convertirme y creer en el Evangelio. Al fin y al cabo, la Cuaresma es tiempo de conversión. ¿Pero convertirme de qué? ¿A qué? ¿En qué?

Bueno, se me ocurrió pensar de momento que está bien pasar una especie de ITV cada Cuaresma, y reparar lo que se haya estropeado de nuestra condición de cristianos a lo largo del año. ¿Podría ser ése el sentido de la conversión? Menos da una piedra.

Pero se me quedaban pobres la cuaresma y el rito de imposición de la ceniza. Así que seguí ahondando. ¿No es éste un símbolo de la penitencia que nace del arrepentimiento? -pensé luego-.Eso me pareció mejor: el arrepentimiento es el “ penediment” en catalán, que corresponde al me poenitet latino, el saberle mal a uno lo que ha hecho. Es donde tiene su razón de ser y su sentido la penitencia. Y ese arrepentimiento, ese pesar por haber pecado -entendí-, es de oficio y toca en Cuaresma, que es también el tiempo de la penitencia sacramental. Es decir que por ser cristianos, nos reconocemos pecadores ante Dios y destinamos un tiempo del año litúrgico a celebrar la penitencia. “Pecadores, Señor, nos confesamos…”

Reconocimiento de nuestra condición de pecadores; actitud de pena y descontento por serlo; confesión para obtener el perdón de Dios; y cumplimiento de la pena que nos impone el sacerdote en desagravio por nuestros pecados. Ésos son los contenidos, creí entender y recordar, de la conversión a la que me invitó el sacerdote el Miércoles de Ceniza. Bastante más que una simple ITV.

Efectivamente, si me reconozco como pecador ante Dios, consecuencia necesaria de este reconocimiento han de ser la confesión y la penitencia. Nunca estamos lo bastante cerca de Dios, nunca está lo suficientemente enderezado nuestro camino hacia Él. El camino de perfección ( per-facere es llevar una obra hasta su culminación; es hacer del todo). Y como siempre estamos haciéndonos -y deshaciéndonos- tanto física como espiritualmente, mientras dure nuestro peregrinar en la tierra no podemos dar por acabada nuestra construcción espiritual. Por eso la liturgia ha instituido la Cuaresma, el tiempo destinado especialmente a la conversión a Dios (enderezar nuestro rumbo hacia Él) mediante la confesión y la penitencia.

Pues muy bien, estoy dispuesto para el sacramento de la Penitencia. Así que cuando acierto a pasar por una iglesia y la encuentro abierta, miro a ver si hay confesionario y confesor. Si no lo hay, pregunto en la sacristía por los horarios de confesiones: “Bueno, esto habría que encargarlo, avisar con tiempo… ¡Es tan inusual en esa iglesia!”. En fin, tentativa frustrada.

Lo que sí encuentro en cambio en esas mismas iglesias es el anuncio de la celebración pública de la penitencia. Y claro, para mí que soy tan antiguo y anticuado, eso no es confesarse ni nada que se le parezca. No hay manera de identificar nuestra condición de pecadores en el rito de la confesión gregaria. ¿Es que los cristianos sólo somos capaces de cometer pecados colectivos, diluidos por tanto en la responsabilidad colectiva? Es la primera pregunta que me suscita ese rito. ¿Acaso no existe el pecado individual en la Iglesia progresista, dicen que alimentada a los pechos del Concilio Vaticano II?

Porque si en la moderna Iglesia católica no existe el pecado individual, ¿qué sentido tiene la misma Cuaresma? Si los pecados son colectivos y la confesión es colectiva, tendrá que arrepentirse y hacer penitencia y propósito de enmienda la colectividad. ¿Pero eso es algo? ¿Y tiene sentido que el Miércoles de Ceniza el celebrante fuese imponiendo la ceniza a cada uno y diciéndole “Conviértete y cree en el Evangelio” ? ¿Por qué no adaptó la ceremonia al colectivismo ése, yendo por los pasillos lanzando sobre los fieles puñados de ceniza e invitándolos colectivamente a convertirse colectivamente?

Parece fuera de toda duda que tanto en el orden civil como en el religioso, cada uno ha de responder de su propia conducta. Por tanto, si me cuenta mi hijo que en el colegio un profesor les da aprobado general, y otro más generoso aún sobresaliente colectivo, mi reacción es poner el grito en el cielo por el tremendo disparate. Y si me dicen que o eso o nada, saco a los niños de ese horror de colegio, porque sé que ésa es la receta infalible para hacer de ellos unos ignorantes, unos vagos y unos irresponsables.

Y parece que eso es lo que ha ocurrido en la Iglesia: que ante la absolución general, que como síntoma del talante y el talento de sus promotores no está nada mal, las iglesias así pastoreadas se han ido vaciando. Porque no nos engañemos: la absolución general es la escenificación ritualizada de la liquidación de la culpa, de la conciencia y de la moral. Es el síndrome de Estocolmo: tanto integrarse la Iglesia en el mundo y tanto pegarse al terreno, ha caído en la mundanidad. El pecado ya no está de moda, y la mala conciencia tampoco. ¿Cómo van a confesar? Y luego vemos, ya sin sorpresa, que la fe y la conducta de los promotores de esos ritos de colectivización de la culpa y de la responsabilidad, se ajustan a esos parámetros. Es que no me puedo imaginar a esos curas confesándose, ni menos arrepintiéndose. ¿De qué, si son ellos mismos la fuente de la verdad y de la virtud? Y por otra parte me horroriza pensar en curas tan seguros de sí mismos, que nunca se confiesan.

¿Dónde queda, pues, la diferencia entre el bien y el mal? ¿Da todo lo mismo? ¿Se acabó el pecado en la Iglesia católica o al menos en esas iglesias de absolución colectiva? Ni la vida espiritual puede sostenerse sin una moral bien definida en la que cada uno sea responsable de sus actos y responda de ellos ante Dios representado por el confesor; ni la vida civil puede sostenerse sin los tribunales, que son los confesionarios civiles en que cada uno da cuenta de sus actos y carga con la pena que se le impone; ni ningún sistema educativo puede funcionar sin los exámenes individuales en que se rinda cuenta del esfuerzo individual. No vamos a ninguna parte ni con las absoluciones generales, ni con los indultos generales ni con los aprobados colectivos.

¿Les habrá dicho alguien a los responsables de tamaña decadencia eso de “Conviértete y cree en el Evangelio” ? Y entretanto, ¿en qué ha de consistir la conversión de estas ovejas guiadas por sus pastores al despeñadero?

Cesáreo Marítimo