9.07.20

Lecturas estivales (I). Para los mayores (13 años en adelante)

                            «Lectura de verano». Obra de Karen Hollingsworth (1955-).

 

 

«Ver el cielo en verano
Es Poesía, aunque no esté escrito en ningún libro.
Los Verdaderos Poemas huyen»

Emily Dickinson


«En la apacible colina de verano,
Dormido con el fluir de los arroyos»

A. E. Housman

  

  

Llega el verano y con él las ansiadas vacaciones. Pero… ¿sabemos realmente hacer un uso sabio y adecuado de este tiempo libre? Porque lo cierto es que desde el pasado siglo XX se ha venido extendiendo, al menos en lo que conocemos como mundo occidental, una idea del ocio como una limitada parcela de tiempo en la que se nos permite alejarnos del tiránico trabajo, y que poco o nada tiene que ver con lo que tendría que significar el ocio para un cristiano, e incluso, para quien no siéndolo, pretende llevar aquello que se conoce como una buena vida.

Josef Pieper, el filósofo católico alemán, tiene todo un libro dedicado a estudiar este asunto: El ocio y la vida intelectual (1962). El ocio tiene su origen en la fiesta, nos dice ––otro concepto desviado de su debido origen y significado, como el del trabajo y el del ocio––, y es este carácter festivo lo que hace que el ocio no sea solo carencia de esfuerzo, sino lo contrario al esfuerzo. El ocio no es un descanso de una actividad o una distracción tal y como hoy las entendemos, sino un estado del alma. Es una actitud contemplativa y espiritual receptiva y abierta al verdadero significado del mundo y a quienes somos realmente. Por ello, el ocio implica el verdadero conocimiento de quiénes somos a la luz del conocimiento de Dios. Y es, al mismo tiempo, el estado espiritual que nace de ese conocimiento y que nos permitirá solazarnos, descansar y permanecer esperanzados sabiendo que somos criaturas, que a pesar de nuestra imperfección fuimos redimidas y que, finalmente, se espera nuestro regreso al «hogar» ––como decía Chesterton–– por toda la eternidad. Este espíritu de ocio debería ser nuestro estado mental propio y natural, estemos trabajando o no. Porque, como ya había dicho Aristóteles «El primer principio de toda acción es el ocio».

Así que, hagamos caso al profesor Pieper, que era un hombre sabio, y tratemos de ser sabios también nosotros junto con nuestros hijos, y ya que uno de los modos de hacer un buen uso de ese tiempo de ocio es leer buenos libros, leámoslos, y un buen momento para hacerlo es este verano que entra. Así que, paso a comentarles algunas obras ––recomendadas para jóvenes y adolescentes–– que pueden ayudar en esta labor.

Historias de aventuras. Una buena opción podría ser El último de los mohicanos (1826) de Fenimore Cooper, la más conocida de las cinco novelas de la serie que sigue la vida, desde la juventud hasta la vejez, del héroe «Calzas de cuero», arquetipo del hombre de la frontera del siglo XVIII. Aventura, acción, amor, amistad, lealtad y sacrificio en medio de las praderas y selvas que rodean los Grandes Lagos, donde Cooper hace honor a las tradiciones de la vida en los bosques, la caza, la supervivencia y los placeres de gozar en libertad de la naturaleza. 

Una alternativa interesante es Beau Geste (1924) la primera (y la mejor) de las tres novelas de P. C. Wren, protagonizadas por los hermanos Geste (las otras dos son Beau Sabreur, 1926, y Beau Ideal, 1928, que, además, incorporan nuevos protagonistas). La novela se desenvuelve en una trama llena de arrojo y heroísmo protagonizada por tres hermanos británicos que, por razones que no vienen al caso, se enrolan en el mítico cuerpo militar de la Legión Extranjera francesa, y tiene como escenario preponderante el marco trágico del desierto del Sahara. Se trata de uno de los clásicos de la literatura de aventuras de todos los tiempos, aderezado con una buena dosis de misterio, puesta de manifiesto ya en el comienzo de la novela.  

 

Ilustraciones de N. C. Wyeth (1882-1945) y Helen Mckie (1889-1957), de ambas obras. 

 

Algo de ciencia ficción o de literatura de anticipación. Podríamos empezar con El hombre invisible (1897), del ateo y sin embargo amigo de Chesterton, H. G. Wells. En la novela, el protagonista, Griffin, un joven y brillante investigador, descubre en su laboratorio un procedimiento para volverse invisible. Pero, al mismo tiempo, también descubre que no hay mejor disfraz que la invisibilidad y no hay mayor abono de tentación que la impunidad que esa invisibilidad ofrece. Novela que alerta de los peligros, éticos y prácticos, de la ciencia mal utilizada. Una alternativa, en el marco opuesto de creencias, es la obra del sacerdote inglés, converso del anglicanismo al catolicismo, Robert Hugh Benson, titulada El señor del Mundo (1907). Se trata de un thriller esjatológico (como diría el padre Castellani) en el que el autor explora uno de los aspectos del fin de los tiempos, el reinado del anticristo. Por ello su clasificación dentro del género de la ciencia ficción no es en absoluto adecuada; mejor haríamos en incluirlo en la literatura de «anticipación». El mismo Castellani (que lo tradujo), dijo al respecto: «Monseñor Benson inventa una manera de cómo la cosa puede pasar, sabiendo que puede haber otras maneras, lo importante es que la “cosa” va a pasar, de esa manera u otra». Buena historia en todos los sentidos, como ciencia ficción, como visión distópica y como especulación teológica, y, además, tremendamente pedagógico para todo tiempo, pero especialmente este que nos toca vivir, pues Monseñor Benson nos presenta un mundo donde impera la apostasía, parecido al nuestro de hoy; en palabras de Breide Obeid, el autor nos muestra un tiempo en el que «la esperanza se transforma en hedonismo y la caridad en filantropía» y «cómo el catolicismo no es perseguido directamente; sino incorporado y subordinado a la Religión del Hombre». Ayuda a pensar y a estar atento, cosa harto infrecuente en estos tiempos.

 

 

                       Portadas de ambos libros, de Editorial Palabra y de Anaya.

 

Libros de detectives. Alguno de la serie de la cristiana/anglicana Dorothy L. Sayers protagonizados por su exquisito y aristocrático detective Lord Peter Wimsey y su inseparable valet Bunter. Quizá sea recomendable empezar por Misterio en el Belladona Club (1928), o por Veneno mortal (1930), donde Lord Wimsey conoce a la señorita Harriet Vane, de la que se enamora perdidamente, aunque la Vane se resiste a sus propuestas de matrimonio hasta La Noche de Gaudy (1935). También podría acudirse al maravilloso El último caso de Philip Trent (1913) de A. C. Bentley (amigo de Chesterton y Belloc), novela llena de elogios: «una historia de una brillantez y encanto inusuales con una originalidad asombrosa» (Sayers), «una de las tres mejores historias de detectives jamás escritas» (Christie) o «la historia de detectives más refinada de los tiempos modernos» (Chesterton). Finalmente son otra opción, las novelas de una segundona pero que mantiene el nivel, tan blanca como la Christie o la Sayers y muy de su estilo, me refiero a Patricia Wentworth. La serie de la solterona Miss Silver es entretenida, con toques de humor y a menudo historias de amor entre dos jóvenes, lo que acrecienta el atractivo, sobre todo para las jovencitas; están bien La mascara gris (1928) o La colección Brading (1950).

 

 

                  Portadas de Alianza de Editorial de las dos novelas de Hammett.

 

Cambiando de tercio y para un público algo más maduro, aunque sin salirnos de las novelas policiacas, podríamos cruzar el Atlántico y acercarnos al maestro de lo que allí llaman novela de «private eye», un thriller con detective privado. Me refiero al magnífico Dashiell Hammett, del que, su no menos exitoso colega, Raymond Chandler dijo: «Era sobrio, frugal, duro, pero hizo una y otra vez lo que solo los mejores escritores pueden hacer». Entre sus obras podemos escoger El Halcón Maltés (1930), con el duro San Spade desenredando el misterio del robo de una estatuilla y recorriendo para ello las calles de San Francisco, o El hombre delgado (1934) con la pareja de detectives Nick y Nora Charles, donde Hammett logra mezclar, con humor y tensión, no solo martinis y asesinatos, sino también un matrimonio exitoso y la labor de detective privado en la época de la Ley seca, en Nueva York.

Ambas historias se convirtieron en magníficas películas, la primera (El Halcón Maltés, 1941) protagonizada por Humphrey Bogart y la segunda (La cena de los acusados, 1934, y que dio lugar a una saga de seis filmes), por la pareja divertida formada por William Powell y Mirna Loy.

Algún libro sobre la educación sentimental: ya saben, el amor y la vida, familias, romances, amistades, matrimonios. Alguna de las novelas de Georgette Heyer podría servir a este propósito, pero no las de detectives (menos afortunadas), sino aquellas que reproducen fielmente el ambiente y escenario de la nobleza británica de la época de la Regencia. Una Jane Austen en pequeñito, pero con una más detallada ambientación histórica, innecesaria para la maestra Austen, al escribir historias de su propio tiempo, pero precisa para quien, como Heyer, escribe casi 150 años después del tiempo histórico de la novela. Lo cierto es que la autora, sin ser historiadora profesional, era una de las personas de Inglaterra que mayores conocimientos poseía sobre la Regencia, y eso se nota. Buenas costumbres, virtudes y amores blancos, con calidad literaria y fidelidad histórica. Por ejemplo, Arabella (1949), Frederica (1965) o La indomable Sophia (1950).

 

 

                                           Portadas de los libros, editados por Palabra.

 

Otra opción, esta vez llena de humor fino y a veces deliciosamente absurdo, es la clásica Los Gyurkovics, que reúne dos libros, Las hermanas Gyurkovics, escrita en 1893, y Los hermanos Gyurkovics de 1895. Se trata de las obras más conocidas de Ferenc Herczeg (1863-1954), uno de los autores húngaros más importantes del siglo XX, y que mejor retrató a la nobleza magiar de provincias de finales del XIX, de la que esta novela es una buena muestra. En esta novela el autor encadena una sucesión de divertidas y entretenidas historias con los avatares y tribulaciones de la amorosa y disfuncional familia Gyurkovics en el mundo que habitan ––el Imperio austrohúngaro y sus nobles familias en sus últimos brillos–– que divertirán, y mucho, a los jóvenes lectores.

Algo de humor nunca viene malDejádselo a Psmith (1923) del siempre genial P. G. Wodehouse, sería una elección acertada. Psmith es probablemente el personaje más atractivo del escritor inglés. Humor a raudales, amores y enredos en manos del maestro. Y con un aliciente adicional, al menos para mis hijas adolescentes: uno de los más conseguidos romances del autor, que ya es decir; basta pensar en las parejas de Gussie-Bassett, Tuppy-Angela o Bingo-Banks para darnos cuenta del nivel, pero, al menos en mi casa, la historia romántica de Psmith y la señorita Eva Halliday las supera a todas. Y es que el cortejo de Psmith es a la vez majestuoso y sinfónico. Otra historia interesante, a pesar de no ser una obra de madurez, es la de Jim de Picadilly (1917). Igualmente, un romance memorable ––el del protagonista, Jim, con Ann Chester–– en medio de una trama vertiginosa, en la que las suplantaciones de las suplantaciones se concatenan y hacen que, finalmente, Jim acabe fingiendo ser él mismo. En todo caso, como pueden suponer, las cosas se complican antes de poder desenredarse, lo que, como también intuyen, termina sucediendo. Esta historia fue llevada al cine tres veces, una de ellas, en 1936, protagonizada por Robert Montgomery y Madge Evans.

 

 

   Ilustración de Psmith y «La visión de Juana de Arco» de Pierre Fritel (1853-1942).

 

Por último, alguna biografía. Por ejemplo, Juana de Arco (1896) del muy ateo, y a pesar de ello, enamorado y admirado por la figura de la santa francesa, Mark Twain. Esta sorpresiva fascinación dio lugar a un libro maravilloso e inesperado que algunos han calificado de «enigmático acto de devoción». Twain escribió poco antes de su muerte, «es lo mejor que he hecho; Lo sé perfectamente bien. Y además, me proporcionó siete veces más placer que cualquiera de los otros libros; doce años de preparación y dos años de escritura. Los otros no necesitaban preparación y no la obtuvieron», e insistió en su autobiografía: «Escribí el libro por amor, no por dinero». Se trata de un libro atípico para él y que le llevó a viajar a Francia y, como nos ha dicho, a más de una década de investigación y preparación. En cada página encontramos la admiración total del autor por la niña santa/guerrera. Twain, como buen escéptico, acudió a los hechos, lo que le llevó a examinar con detenimiento, en la misma Francia, los documentos del famoso y nefasto juicio y condena de santa Juana y los del posterior proceso de rehabilitación. Lo que de allí emergió para Twain fue una santa con todos sus milagros, profecías y visiones. Todo lo cual es plasmado magistralmente por el escritor norteamericano en su libro, dando como resultado un testimonio que apunta inequívocamente al poder de Dios. Es como si el compromiso de Twain con el realismo hubiera derrotado a su personal escepticismo. Aquellos que lean esta biografía encontrarán el coraje, la ternura, el misticismo y la sencillez de una niña santa contados por un maestro de la pluma, cuyo corazón fue una conquista más de la aguerrida santa francesa.

 

P. D. En las dos próximas entradas me centraré en los más pequeños de la casa.

 

 

30.06.20

De los buenos libros y la importancia de las formas

 «Entre las montañas de Sierra Nevada, California». Albert Bierstadt (1830-1902).

 

 

«Los hombres parecen haber perdido la percepción de la dependencia instantánea de la forma respecto del alma».

Ralph Waldo Emerson




«Cada línea que podemos dibujar en la arena tiene expresión».

Ralph Waldo Emerson



 

Las dos frases del frontispicio, extractadas del conocido ensayo de Emerson El poeta (1843), hacen referencia a algo que en nuestros tiempos postmodernos ha pasado a un segundo plano. A algo que desde la aurora de los tiempos ha encontrado expresión en todas las acciones del hombre como resultado de una pesquisa siempre infructuosa, pero siempre insaciable, de un anhelo que habita en todo corazón humano: La búsqueda de la Belleza como expresión de Dios. 

Y como la Belleza (con mayúsculas) ha sido proscrita, con ella ha sido proscrita también la forma en la que se nos manifiesta, tachada de superflua, de caprichosa y de indiferente. La forma es prescindible, se nos dice, la forma es una tiranía que agobia nuestra libertad de expresarnos, de decirnos, de ser. La forma ha de ser abolida, y así se nos proclama y se nos impone. Es el trabajo de la forma hacer el orden, y pocos tiempos han estado fundados en el desorden más que el nuestro. La expresión irredenta y manifiestamente absurda de este pensamiento se revela estéticamente en la obra Cuadro blanco sobre blanco (1918) de Kazimir Malévich, en el que el artísta esquiva toda forma que remita a una cosa y que delimite una cosa. 

Leer más... »

22.06.20

Ilustradores geniales (VIII). En pos de la belleza

                       Querubines en el jardín. Obra de Charles Robinson (1870-1937).

  

 

«El libro ilustrado tal vez no sea absolutamente necesario para la vida del hombre, pero nos proporciona un placer tan infinito y está tan íntimamente conectado con el otro arte –este sí absolutamente necesario–, de la literatura imaginativa, que debe seguir siendo una de las cosas más valiosas por las que un hombre razonable debería esforzarse».

William Morris


«Y como la vista es el primero de los sentidos y especialmente poderosa en los primeros años, es muy importante registrar libros ilustrados por artistas que trabajen dentro de la tradición que estamos estudiando, como introducción al arte y como parte de la experiencia imaginativa del libro».

John Senior

   

 

Charles Robinson (1870-1937)

       Ilustración de Charles Robinson sobre jóvenes marineros observando sirenas.

Charles Robinson encontró en la pluma y el pincel la expresión lógica del destino de aquel que habiendo sido regalado con una naturaleza artística es, a su vez, criado en un ambiente artístico. Nada puede por tanto extrañar su arte siendo como era su padre ilustrador y habiendo sido su abuelo grabador artístico; tampoco puede extrañar que su hermano mayor, Thomas, acabara también en el mismo gremio, al igual que William, su hermano menor. De hecho, en su época, fue su hermano mayor William el más reconocido de los tres brillantes Robinson, aunque Charles es mi favorito. Y ello, a pesar de que sus hermanos recibieron educación artística a tiempo completo, pero debido a restricciones financieras, Charles tuvo que arreglárselas únicamente con clases nocturnas.

Charles Robinson fue considerado uno de los mejores ilustradores infantiles de su época, lo que es decir mucho, pues hablamos de la denominada, y no por capricho, Edad de Oro de la Ilustración. Un maestro en pluma y tinta y un dominador de la acuarela, fue un ilustrador prolífico que vendió sus libros en gran cantidad y ofreció una fuerte competencia a su compañero y amigo Arthur Rackham.

Leer más... »

13.06.20

Literatura cristiana: ¿pecados?, ¿virtudes?, ¿o quizá personas?

                                        Plegaria. Obra de Luigi Nono (1850-1918).

    

   

«Yo soy católico romano, aunque muchos católicos romanos no entienden cómo podría escribir lo que escribo y ser católico romano. Esta es una cuestión interesante ¿Qué es un novelista católico? ¿Es un novelista que resulta ser católico, o es un novelista que primero es católico antes de ser novelista?»

Walker Percy

   

    

En la última entrada, referida a la literatura cristiana (La literatura cristiana como la más auténtica fuente de imaginación moral), les prometí que continuaría con el tema, y, como saben, lo prometido es deuda. 
 
La entrada terminaba con la afirmación de que, precisamente por su carácter católico, y aunque pudiera representar aparentemente una paradoja, en esta literatura «todo puede tratarse, todo debe tratarse, si bien su enfoque deberá conducirnos siempre a Dios». Y es sobre esto que quiero extenderme un poco más.
 
El cardenal Newman reconoce que la buena literatura ––la que acerca a la verdad, la bondad y la belleza–– puede llegar a ser un instrumento útil para el corazón y para el alma, con una utilidad que él ve como bendición, y entiende que sus creadores, los literatos, pueden convertirse en «ministros de beneficios similares para los demás». En La idea de la universidad (1852), nos dice:
 
«Si entonces el poder de la palabra es un don tan grande como cualquiera que pueda ser nombrado, si el origen del lenguaje es considerado por muchos filósofos como nada menos que divino, si por medio de las palabras se sacan a la luz los secretos del corazón, se alivia el dolor del alma, se quita el dolor oculto, se transmite la simpatía, se imparte el consejo, se registra la experiencia y la sabiduría perpetuada, si por los grandes autores los muchos son llevados a la unidad, el carácter nacional se fija, un pueblo habla, el pasado y el futuro, el Oriente y el Occidente se comunican entre sí, si tales hombres son, en una palabra, los portavoces y profetas de la familia humana, no corresponderá menospreciar a la literatura o descuidar su estudio; más bien podemos estar seguros de que, en la medida en que la dominemos en cualquier idioma y nos impregnemos de su espíritu, nosotros mismos nos convertiremos en ministros de beneficios similares para los demás, ya sean muchos o pocos, ya sea en los más oscuros o en los más luminosos ámbitos de la vida».
 
En este texto, el cardenal nos recuerda que la buena literatura no solo ha de tratar de los temas «más oscuros», sino también de «los más luminosos ámbitos de la vida». Cristo es la luz verdadera y vino a iluminar las tinieblas, aunque las tinieblas no le recibieran (Juan, 1, 5). Ambos ámbitos nos hablan de la Verdad: pues Él vino a interesarse por los pecadores (que somos todos), pero a fin de combatir el pecado y movido por el amor. Si tratamos con la luz no debemos olvidar la oscuridad de la que partimos o en la que permanecemos atrapados, y si tratamos de esa oscuridad no debemos olvidar que podemos acercarnos a «la verdadera luz, la que alumbra a todo hombre». La literatura católica debe ocuparse de todo ello, porque todo ello es propio del hombre, del estado herido del que parte y del lugar glorioso al que está destinado. 
 
No estoy sugiriendo colocar el bien y el mal a la misma altura. No me tomen por un católico heterodoxo con tendencias maniqueas, por decirlo suavemente (si así fuera, bastaría una sola palabra para calificarme: hereje). Pero no podemos dejar de lado nuestra condición, nuestra naturaleza herida, donde encontraremos tanto cimas como abismos.   
 
En los escritores cristianos citados en la última entrada, y en muchos otros, hay muestras de ambos aspectos, de esperanza y desazón, de belleza y fealdad, de excelencia y corrupción. Pero incluso en esa belleza, en ese asombro, en esa luz, hay siempre algo turbador, algo de temor y temblor, algo cegador y deslumbrante que nos deja atónitos y agitados, «una poderosa pasión, una especie de temor, una confrontación feroz con el misterio de las cosas», lo cual no debe extrañarnos, pues «el temor de Dios es el comienzo de la sabiduría».  
 
Pero, con honrosas excepciones, este arte auténtico parece menguar a cada paso. Sobre todo, tras el Concilio Vaticano II, la decadencia es manifiesta. Y como en el caso de la Iglesia tras el Concilio, la causa de este mal reside, fundamentalmente, en el aggiornamento al mundo. Las generaciones de escritores católicos que siguieron a aquel acontecimiento están marcadas por un rechazo del modo tradicional y ortodoxo del catolicismo, un catolicismo que a menudo es expresado por estos autores a modo de sátira y esperpento. John C. Whitehouse, en su obra Literatura y catolicismo (1997), lo expresa así: «Junto con este rechazo, sin embargo, hay un anhelo nostálgico e incluso una obsesión por el pasado católico, especialmente por la infancia católica. Para esta ´generación perdida´ de autores católicos, el resultado es un sentido casi paralizante de ambivalencia, alienación y desarraigo». Uno de estos escritores, Anthony Burgess, muestra esta amargura y desorientación cuando dice: 
 
«Ser un católico caduco es tan doloroso que a veces parece generar una carga positiva, como si tuviera en sí mismo una cierta validez religiosa. Pero no es así. Tal vez algunas de las oraciones que van por las almas del purgatorio podrían ser usadas ocasionalmente para nosotros. Esas almas, al menos saben, dónde están. Nosotros no lo sabemos. Yo desde luego, no».
 
Sin embargo, incluso entre esa pléyade de escritores de la primera mitad del siglo XX a los que me he referido ––esos que parecen «saber dónde están»–– habita una carencia. En muchos de ellos se percibe una falta de equilibrio, una inclinación excesiva hacia el hombre pecador y hacia la perturbación causada por el pecado. «Deberíamos», dice un personaje de una de las últimas novelas de Mauriac, El mico (1951), «ser capaces de hablar de ‘hacer el odio’ como hablamos de ‘hacer el amor’». En otra novela, El final del romance (1951) de Graham Greene, el narrador comienza diciendo, refiriéndose al contenido de la historia: «Este es un registro de odio mucho más que de amor». Es imposible no sentirse impresionado por el vasto lugar que ocupa el odio y el mal, y el diminuto lugar reservado a la caridad y al bien en la obra de muchos de los novelistas católicos contemporáneos. Las novelas de Mauriac o Greene son una muestra.
 

Cierto es que, en ocasiones, este trato con la oscuridad no solo forma parte del fondo de la historia, sino que es usado como instrumento literario: algunos escritores recurren a medios de expresión violentos para hacer llegar su visión a un público hostil y reticente, con imágenes y acciones que pueden parecer distorsionadas y exageradas para la mente católica tradicional. Eso causa a menudo en el lector católico una reacción de rechazo, un rechazo que también se encuentra con frecuencia en aquellos a quienes se quiere despertar, todo lo cual da lugar a otra de las paradojas dolorosas en las que se encuentran atrapados los escritores cristianos.  

Quizá la modernidad y el progreso, cuyo precio es la muerte del espíritu, como bien definió el filosofo Eric Voegelin, contaminen de tal forma a los creadores cristianos que los impulsen irremisiblemente a uno de los lados de la balanza. Es cierto que no podemos exigir ni esperar que los cristianos de esta época de estrés, neurosis y materialismo posean la serena y tranquila visión de un Dante o un Chaucer. Un escritor depende tanto de sus creencias como de su sensibilidad y esta se encuentra muy vinculada al ambiente en el que vive y se ha educado. Para la mente medieval, cada cosa creada era un reflejo del Creador y el mundo era un símbolo. Desde hace ya mucho tiempo (mucho antes del Concilio Vaticano II), esto no es así.
 
Consciente de esta cuestión ––y en lo que podría ser un acto exculpatorio–, François Mauriac, en su discurso de recepción del premio Nobel, señaló:
 
«No hace falta decir que la historia humana contada por un novelista cristiano no puede basarse en el idilio porque no debe alejarse del misterio del mal. Pero obsesionarse con el mal es también obsesionarse con la pureza y la infancia. Me entristece que los críticos y lectores demasiado apresurados no se hayan dado cuenta del lugar que ocupa el niño en mis historias. Un niño sueña en el corazón de todos mis libros; contienen los amores de los niños, los primeros besos y las primeras soledades, todas las cosas que he apreciado en la música de Mozart. Las serpientes de mis libros han sido percibidas, pero no las palomas que han hecho sus nidos en más de un capítulo; porque en mis libros la infancia es el paraíso perdido, e introduce el misterio del mal».
 
No obstante, ese mal, esa corrupción, no puede ser total. Hemos sido hechos imago dei. En este sentido Flannery O´Connor escribió: «El cristianismo ideal no existe, porque todo lo que un ser humano toca, incluso la verdad cristiana, lo deforma un poco a su propia imagen. Incluso los santos lo hacen. Yo creo que son los efectos del pecado original, y me doy cuenta de que los católicos suelen actuar como si esa idea fuese siempre perversa y señal de calvinismo: leen pequeña corrupción como si fuera corrupción total. El escritor tiene que hacer la corrupción creíble antes de poder darle todo su valor a la gracia». La corrupción no es total; siempre hay espacio para el bien y la belleza en el hombre.
 
Por eso no solo es necesario recuperar la noción de pecado, de fragilidad y de contingencia (ciertamente perdida), sino también la de asombro, maravilla y fascinación. Junto con «las serpientes», deben ser rescatadas «las palomas que han hecho sus nidos», de las que habla Mauriac. Unas llevan al trato con el mal y el odio, las otras al trato con la belleza y el amor, y de la sabia confluencia de ambas nace la más pequeña de las virtudes teologales ––como decía Péguy––, la esperanza, fruto casi exclusivo de la literatura católica. Sin embargo, siendo ambas facetas necesarias, hoy más que nunca, la presencia de la ultima, con su alegría y su belleza, es la más urgente y Chesterton y Tolkien pueden ser buenos guías. De nuevo, la escritora Flannery O´Connor, tan incomprendida ella, viene en nuestra ayuda: «Solo si estamos seguros de nuestras creencias podemos ver el lado cómico del universo. Una razón por la que gran parte de nuestra ficción contemporánea carece de humor es porque muchos de estos escritores son relativistas».
 
En todo caso, aquellos escritores y poetas que hoy día han decidido, por causa de su fe, continuar la senda de la verdad, de la autentica imaginación cristiana, no lo tienen fácil. En su mayoría escriben para un público masivamente secular, que no tiene conciencia de la vida espiritual ni del sentido del misterio, del pecado o de la maravilla, y en cuyos corazones se esconde una imaginación dormida para el asombro y lo sobrenatural. ¿Conseguirán despertarla? ¿Podremos seguir disfrutando de, al menos, obras como Kristin Lavransdatter de Sigrid Undset, El poder y la Gloria de Graham Greene, El hombre que fue jueves de G. K. Chesterton, El diario de un cura rural de George Bernanos, o Retorno a Brideshead de Evelyn Waugh? Me consta, porque lo tengo muy cerca, que hay algunos autores que han trabajado y trabajan para ello (Joseph Pearce habla de algunos de ellos en este artículo: La mejor ficción cristiana contemporánea). Recemos para que así sea, porque como señaló Flannery O’Connor:
 
«Una de las cosas horribles de escribir cuando eres cristiano es que para ti la realidad última es la Encarnación, la realidad actual es la Encarnación, pero nadie cree ya en la Encarnación; es decir, nadie en tu audiencia. Mi audiencia son las personas que piensan que Dios está muerto. Al menos, estas son las personas para las que soy consciente de escribir».
 
Y eso, desde luego, es un trabajo duro…
 

9.06.20

La literatura cristiana como la más auténtica fuente de imaginación moral

                            Oración antes de la partida. Obra de Dmitri Shmarin (1967-).

   

    

«Allá donde falta la buena literatura la reputación del hombre se rebaja».

León XIII


«Este mundo nuestro tiene algún propósito; y si hay un propósito, tras él hay una Persona. Siempre he sentido la vida primero como una historia; y si hay una historia, tras ella hay un Narrador».

G. K. Chesterton

    

   

Soy padre y ya lo seré siempre. Todavía, en estos momentos, la edad de mis hijas me obliga a velar al respecto de qué, cuándo y de qué manera determinadas cosas les pueden ser mostradas. Ello me obliga a vedarles ––aunque ya por poco tiempo–– el acceso a determinada literatura, quizá la más auténtica y real que ha existido, la grande y veraz, aquella en la que se guarda la más clara e impactante imaginación moral y el retrato mas fiel, y a veces amargo, de la naturaleza humana. Y eso, a pesar de que se trata de un compendio de obras de clara inspiración religiosa, la mayoría cristiana.

Porque aunque muchos lo nieguen a voces y se jacten de una hipotética superioridad moral del progresismo, o de los ya arcaicos socialismo o comunismo, la verdadera imaginación moral reside en la mente cristiana. El filósofo católico Peter Kreeft nos dice al respecto:

«Como señaló brillantemente Dorothy Sayers mucho tiempo atrás, haciéndose eco de Chesterton, en verdad la ortodoxia cristiana es el pensamiento más creativo y dramático que jamás se generó en este mundo. (…) El infierno tiene una imaginación muy limitada».

Por su parte, el conocido crítico literario progresista Lionell Trilling admitió esta diferencia sustancial en su libro La imaginación liberal (1950):

«Nuestra ideología liberal ha producido una gran literatura de protesta social y política, pero desde hace mucho tiempo, ni un solo escritor que comande nuestra verdadera imaginación literaria. (…) Así que podemos decir que no existe ninguna conexión entre nuestra clase educada liberal y la mejor de las mentes literarias de nuestro tiempo. Y esto es como decir que no hay conexión entre las ideas políticas de nuestra clase educada y los lugares profundos de la imaginación».

Una de las claves de la desafección y pobreza imaginativa y moral de esa literatura progresista de la que habla Trilling está en la ideología que la alimenta y en su elemento clave y central: la pérdida del sentido del pecado a que se refería el papa Pío XII cuando dijo aquello de que «quizás el mayor pecado del mundo hoy día es que los hombres han empezado a perder el sentido del pecado». Esta es también la razón de que los literatos y poetas protestantes hayan venido cediendo fuelle imaginativo y moral con el tiempo, pues el protestantismo, a causa de su relación con el liberalismo, ha ido abandonando su originaria visión del hombre. Algo a lo que quizá los literatos católicos de hoy día se estén acercando rápidamente.

En su libro, La Espada de la Imaginación (1995), Russell Kirk cita una declaración que T. S. Eliot hizo en 1933 tocante a este punto:

«Con la desaparición de la idea del pecado original, con la desaparición de la idea de la lucha moral intensa, los seres humanos que se nos presentan, tanto en la poesía como en la ficción en prosa hoy en día, son cada vez menos reales. (…) Si se elimina esta lucha, y por razones de tolerancia, benevolencia, inocuidad, redistribución o aumento del poder adquisitivo y devoción al Arte por parte de una élite como mero concepto estético, se mantiene la idea de que el mundo será tan bueno como cualquiera podría desear, entonces se deberá esperar que los seres humanos se vuelvan cada vez más vaporosos y tiendan a desparecer en su humanidad».

Todos sabemos que el origen de esta tendencia progresista y en apariencia buenista parece con fuerza con la Revolución Francesa y que, concretamente, su adalid intelectual es Jean Jacques Rousseau. Es entonces cuando muchos poetas truecan su imaginación moral por una imaginación idílica. Ralph Waldo Emerson lo expresa así: «Nunca pude darle mucha realidad al mal y al dolor». Una aversión a la creencia en el mal y en el pecado original que corre pareja a la de la existencia del Infierno. Russell Kirk pensaba que esa imaginación idílica se había transformado en nuestros días en una imaginación que él tildaba de diabólica, y con gran preocupación sentenciaba: «A medida que la literatura se hunde en lo perverso, la civilización moderna cae en la ruina».

El reconocimiento de la naturaleza caída del hombre, propio de los escritores cristianos, no es un gesto de desesperación nihilista ni tampoco un regodeo morboso y enfermizo; no es por tanto esa imaginación diabólica a la que se refiere Kirk, sino todo lo contrario. Los poetas que lo abrazaron reconocían el mal en el hombre y el mundo y lo plasmaron en sus obras, pero con la esperanza de una redención y una salvación eterna.

Esto es fácilmente reconocible en San Agustín y sus Confesiones, Dante y su Divina Comedia, Shakespeare en sus comedias y tragedias, Cervantes con su Quijote, o Chaucer con sus Cuentos de Canterbury, y después, en Dickens, Dostoyevski, Austen, Tolstoi, y más recientemente, en poetas como Manley Hopkins, Wilfred Owen, Claudel, Péguy, Gerardo Diego, Gabriela Mistral (e incluso, algunos no católicos, como Eliot y Yeats) y en escritores como Georges Bernanos, Evelyn Waugh, François Mauriac, Giovanni Papini, Graham Greene, Alfred Döblin, Shūsaku Endō, Sigrid Undset, G. K. Chesterton, C. S. Lewis, J. R. R. Tolkien, Miguel de Unamuno, Hugo Wast o Flannery O’Connor.

Todos ellos desbordan imaginación moral, esa que trabaja, como diría Shakespeare, con la substancia de los sueños, sueños de hombres reales, de carne y hueso, santos y pecadores, culpables y arrepentidos, perdidos y redimidos. Independientemente de sus concretas creencias y de las posibles desviaciones de la ortodoxia de algunos de estos escritores, todos ellos comparten una cosmovisión cristiana. El poeta católico Dana Gioia lo expresa así:

«Tienden a ver a la humanidad luchando en un mundo caído. Combinan un anhelo de gracia y redención con una profunda sensación de imperfección humana y pecado. El mal existe, pero el mundo físico no es malo. La naturaleza es sacramental, brillante, con signos de cosas sagradas. De hecho, toda realidad está misteriosamente cargada con la presencia invisible de Dios». Y continúa diciendo: «Perciben el sufrimiento como redentor, teniendo como referencia la pasión y muerte de Cristo, miran hacia la eternidad, gozan de un sentido místico de continuidad entre los vivos y los muertos y su sentido del pecado les somete, a ellos y a sus personajes, a un recurrente examen de conciencia, arrepentimiento y contrición».

Y es que en ellos había, por razón de su fe, una pasión por la verdad, lo que les llevaba a explorar plenamente, a fondo y sin reservas, la naturaleza humana, tanto en toda su bondad y belleza como en su horror y maldad. «Dí todas las verdades que tengas que decir, incluso si son sombrías, absurdas, chocantes. Después de todo, nosotros, los católicos, debemos reconocer lo impactante que es la vida humana. Nuestra raza se ha rebelado contra su Creador desde el principio de los tiempos», dijo la escritora noruega Sigrid Undset. La estadounidense Flannery O´Connor escribió, a su vez: «Los mayores dramas implican naturalmente la salvación o la pérdida del alma. Donde no se cree en el alma, hay muy poco drama. El novelista cristiano se distingue de sus colegas paganos por reconocer el pecado como tal. Según su herencia, no lo ve como una enfermedad o un accidente del entorno, sino como una elección responsable de ofensa contra Dios que implica su futuro eterno. O se toma en serio la salvación o no se toma en serio». Nada de paños calientes, nada de corrección política o de paternalismo moral. Chesterton incide en este punto: «La vida de los héroes y villanos es la vida tal y como es realmente. Toda aquella literatura que nos presente la vida como peligrosa y sorprendente es siempre más verdadera que aquella otra que nos la hace ver languideciente y llena de dudas. Porque la vida es una lucha y no una conversación».

Aunque algunos se resistan a aceptarlo, el hombre es un ser contingente y falible, un rebelde al que solo le cabe dejarse redimir por el amor de Quién lo creó. Si la literatura es la historia o biografía del hombre natural, también lo es del hombre caído, ya que «el hombre no estará siempre en estado de inocencia; llegará a pecar y su literatura será expresión de su pecado, ya sea pagano o cristiano», como nos dice el cardenal Newman. De lo contrario esa literatura no retratará al verdadero hombre.

Esta última frase encierra probablemente el secreto de porqué la literatura católica es la mayor y más profunda de todas las literaturas. Y es que al no ser únicamente creación del hombre, al jugar con materiales que están más allá de él, al tratar del hombre verdadero, del hombre con mayúsculas, trasciende al mismo y se ve impregnada de todo lo creado. En ese sentido, algunos han hablado de la «paradoja literaria católica»: dado que algunos libros podrían llamarse católicos porque su autor es un católico sincero y practicante, mientras que otros podrían serlo porque se perciben en ellos rastros, formas incluso simples residuos, de la creencia católica, a pesar de la incredulidad del autor, no es posible acotar con precisión o hablar con propiedad de literatura católica. Precisamente esto lo que da sentido a la aparente paradoja, porque lo católico, como su nombre indica, abarca todo, es universal, y no hay nada en el hombre ni en la creación que le sea ajeno y a lo que una visión católica no pueda acercarse, incluso, a través de una pluma teñida de incredulidad o agnosticismo.

Así que todo puede tratarse, todo debe tratarse, si bien su enfoque deberá conducirnos siempre a Dios. Lo que nos lleva al tema de cuál ha de ser el contenido de la literatura cristiana. El asunto tiene su enjundia, y por ello lo dejaré para una próxima entrada, tienen mi palabra.