La moderna herejía del amor: de la firme voluntad al placer efímero
![]() |
«Dante y Beatriz». Cesare Saccaggi (1868-1934). |
«Aunque yo hable la lengua de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como bronce que resuena o címbalo que retiñe. Y aunque tenga don de profecía, y sepa todos los misterios, y toda la ciencia, y tenga tanta fe que logre trasladar montañas, si no tengo amor, nada soy».
San Pablo. 1 Corintios 13, 1-2.
«Las cosas buenas pasan, al igual que las malas,
Mientras tú y yo permanecemos».
G. K. Chesterton. Canción de boda.
En una entrada anterior hablé del vicio de la lujuria y de los efectos demoledores que su práctica desatada está causando en las almas de muchos, especialmente en niños y jóvenes. Hoy continúo abordando este tema, pero enfocado en un aspecto muy concreto de esa labor de demolición: la destrucción del amor entre los dos sexos.
El concepto sagrado del Amor —entendido hasta hace no mucho por sabios y legos como una elevada voluntad de entrega al bien del otro— ha sido reducido por las ideologías modernas a una mera parodia de sí mismo. No es la primera vez que les hablo del amor; del amor como un «sí quiero» dicho al ser del otro, un «sí quiero» que implica una entrega, un cuidado, una generosidad que trasciende la mera inclinación sensual del momento. Un compromiso que va más allá del estrecho ámbito de la carne, para hacerse otro con uno mismo y uno mismo con otro, y proyectarse, incluso, más allá de este mundo.
El Amor como Voluntad y Donación
Esta idea es tan antigua como el hombre, aunque su comprensión plena llegó más tarde, en lo que algunos llamamos «la plenitud de los tiempos». Cierto es que los antiguos griegos y romanos ya comprendían con claridad meridiana la distinción entre Eros y Ágape. Aristóteles en su Retórica nos dice que amar es «querer el bien para otro en cuanto otro», y Cicerón, en De Officiis, enseñaba que el verdadero amor reside en «desear el bien del amado por el amado mismo», no por provecho propio.
Pero es el cristianismo el que, no a través de razones o leyes, sino por medio de una Persona, elevó esta entrega a una virtud que nos trasciende y es don, regalo: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Juan 15, 13); «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Juan 13, 34-35); «Abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne» (Marcos 10, 6-9).
El amor entre sexos, como una derivada del Amor con mayúsculas, fue, en todo caso, un acto de la voluntad, que debía ir convenientemente acompañado por el afecto natural y la apetencia legítima —dones del Creador para atraer a los esposos a su función primordial—, pero que jamás debía reducirse a ellos.
Mas una moderna herejía transita entre nosotros, empañándolo todo de ponzoña y proclamando que «sin sexo no hay amor», convirtiendo así lo accesorio en principal y lo sagrado en una transacción fisiológica. De esta guisa, si no hay desde un principio (y en ocasiones solo tiene lugar ese principio) pasión ardiente y desenfrenada, entrega carnal, no hay compromiso ni, por supuesto, amor. Se confunde el preludio con la sinfonía, la chispa con el fuego, la semilla con el árbol. Lo verdaderamente moderno es reducir el amor al sexo, y luego el sexo al placer, para finalmente replegarse sobre uno mismo, centrando el actuar propio en una acción dirigida exclusivamente a la autosatisfacción inmediata y egoísta.
La Esclavitud Disfrazada de Libertad
No contentos con esta actitud, los modernos y sus ideologías se ensañan en destruir con minuciosa premeditación lo que pudiera quedar: Se nos enseña —con una persistencia digna de mejor causa— que el amor sería una simple reacción química, una sacudida del sistema nervioso, un impulso de la carne que algunos se molestan en disfrazar de lirismo; pero que ni falta hace. Es más, ese lirismo se nos presenta como un vestigio trasnochado que solo aporta estorbos y cadenas donde no debe haberlas.
Sin embargo, lo que hay tras esa persecución del sexo desligado de propósito, de esa mecanicista y química relación, es, sin duda, cadenas, y de las más gruesas; ocurre que son más invisibles para el hombre moderno que el aire mismo que respira.
Y así, ese pseudoamor se disfraza de felicidad, de autorrealización, mas, como bien sabían los antiguos, la lujuria desbocada y desnuda genera insatisfacción y tristeza, pues exige novedad constante e intensidad creciente, llevando al alma a un abismo de vacío, irritación e infelicidad. Catulo ya lamentó este regalo envenenado en sus versos a Lesbia: «Amo y odio. ¿Por qué? Quizá preguntes./Ignoro, pero así me atormento». Y Edgar Morin, recogiendo un antiguo adagio atribuido a Galeno, nos dice agudamente:
«Y el verdadero amor se reconoce en que sobrevive al coito, mientras que el deseo sin amor se disuelve en la famosa tristeza poscoital: “Homo tristis post coitum” [El hombre está triste después del coito]. Quien es sujeto del amor es “felix post coitum” [feliz después del coito]».
Porque, el hedonista, lejos de hallar saciedad, descubre que su apetito crece a cada instante, como el fuego con el aceite. San Agustín confesó con amarga elocuencia el tiempo perdido persiguiendo esos placeres vacuos e insaciables: «Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva… / Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera» (Confesiones, X). El placer buscado por sí mismo aparta al hombre del Amor verdadero y, por lo tanto, de su propio destino.
Y es que el amor, el de verdad, transciende el momento, trasciende el acto; es incluso más grande que nosotros mismos. Nos transforma, nos eleva, nos vincula con lo eterno. Es una llama que consume, sí, pero no los cuerpos, sino los orgullos, los temores y los egoísmos. Y solo entonces es fecundo. Solo entonces es gozoso. Solo entonces es libre.
Como nos dice el Apóstol en su conocida carta a los Corintios:
«El amor es paciente; el amor es benigno, sin envidia; el amor no es jactancioso, no se engríe; no hace nada que no sea conveniente, no busca lo suyo, no se irrita, no piensa mal; no se regocija en la injusticia, antes se regocija con la verdad; todo lo sobrelleva, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca se acaba».
De no ser así, no tendremos amor sino otra cosa; no solo nos esclavizaremos a nuestras pasiones fingiendo libertad, sino que, tras este juego de manos, ocultaremos a nuestros ojos el centro de la tragedia: la cosificación del prójimo y la deificación del yo. Cuando el placer de uno –y de esta manera uno mismo– se erige en dios, el otro deviene en cosa. El cuerpo ajeno es reducido a un medio para la autosatisfacción, negándose así su dignidad de persona. Y así, la relación deja de ser un encuentro de dos almas para convertirse, en el mejor de los casos, en una transacción, y en el peor en una explotación; sin que el amor siquiera llegue a nacer.
Porque el amor, el verdadero amor, es donación, que, como sabemos, es lo opuesto al intercambio comercial, y al uso y al abuso: Es entrega, no apropiación; es servicio, no exigencia. Como dice el filósofo alemán Josef Pieper, «el amor es, por naturaleza, algo no debido. Es esencialmente, y por lo tanto siempre, un don. Es, estrictamente hablando, el don por excelencia». Y en un ambiente así, en el que el amor se compra o se vende, es esperable que muera o que ni tan siquiera surja.
Nos hemos vuelto en nuestra presunta modernidad, incapaces de experimentar la plenitud de un amor, el de verdad, que exige sacrificio, paciencia y, sobre todo, una mirada que ve al otro, no como remedio para nuestras necesidades o caprichos, sino como un ser digno de ser amado por sí mismo.
En resumen, hemos trocado el oro de la voluntad amorosa por la escoria del placer egoísta o el vacuo sentimentalismo. Y en este cambio, sin duda, hemos perdido. Solo el verdadero amor, aquel que brota de una voluntad libre y orientada al bien del otro, es un manantial de vida; su distorsión, en cambio, como hoy ocurre, no es sino un camino hacia la perdición del alma.
Matrimonio y Fecundidad
Cierto es que este amor mundano va comúnmente asociado a la pasión. Pero esta pasión, inicialmente voluble y animal, se purifica por su propia fecundidad, como nos dice Chesterton. Y así el amor, en un sentido material, será reconocido por sus frutos.
Pero para que el amor dé los frutos adecuados, no puede discurrir sin cauce alguno: precisa de un lugar donde crecer, florecer y fructificar, donde dar aquello para lo que fue hecho, y ese lugar es el matrimonio católico: una alianza libre y fiel entre un hombre y una mujer, indisolublemente unida y abierta al milagro de la vida, como reflejo del amor de Dios. Es ahí –en ese matrimonio– donde el sexo cumple su propósito y es ahí donde contribuye al pleno florecimiento humano.
En uno de sus más significativos –y desconocidos– discursos sobre el matrimonio (dirigido a Mary Anne Bowden, la hija de uno de sus mejores amigos), el cardenal Newman escribe estas hermosas palabras sobre el profundo significado del amor matrimonial, como apego irrevocable y comunión inescindible y fiel con otra persona, fundamento real e imprescindible de la familia y de toda sociedad humana:
«Dos criaturas mortales de Dios, colocadas en este mundo rudo, expuestas a sus muchas fortunas, destinadas al sufrimiento y la muerte, se dan la mano y se dan la fe el uno al otro de que cada uno amará al otro por completo hasta la muerte. De ahora en adelante, cada uno está hecho para el otro; cada uno posee los afectos del otro de una manera trascendente; cada uno ama al otro mejor que a cualquier otra cosa; cada uno es todo para el otro; cada uno puede confiar en el otro sin reservas; cada uno es del otro irreversiblemente».
Es mucho lo que aquí está en juego: la familia, la sociedad misma y, en último término, nuestra propia humanidad. Y a pesar de ello, hace ya demasiado tiempo que hemos dejado de defender esta verdad, con las consecuencias que que hoy padecemos. Joseph Sobran lo explica, como siempre, con gran claridad:
«Una vez que la familia se debilita, la dignidad del individuo se debilita. Las personas se vuelven todas intercambiables, sin compromisos especiales y duraderos con los demás. El matrimonio se reduce a un “pedazo de papel", mera convención burguesa. En un entorno moral así, es difícil argumentar contra el aborto. Si las personas son intercambiables, las más indefensas entre ellas se vuelven desechables. (Uno comienza a escuchar el argumento a favor de la eutanasia y el infanticidio: la categoría de lo “no deseado” se expande)».
Por eso debemos comenzar por rescatar al amor de verdad; para nosotros, y especialmente, para nuestros hijos; ese que nace de Aquel «que mueve el sol y las demás estrellas».
Y en este asunto –como en casi todos–, en la buena literatura encontramos referencias útiles y enriquecedoras. Hay mucho donde elegir. Ya hemos hablado de la maestra de las maestras: Jane Austen, y a sus novelas les remito. Pero, igualmente, hay otras obras, que aun siendo «para jóvenes», ofrecen una antropología del amor mucho más profunda que mucha literatura adulta contemporánea, y desde luego, que la literatura para jóvenes que se fabrica hoy. Su actualidad está precisamente en rechazar la reducción del amor a puro sexo, por naturaleza insatisfactorio, o a una emoción, y por tanto a un sentimiento, volátil y pasajero.
Dos mujeres pueden ser nuestro primer puerto de atraque: Lucy Maud Montgomery y Louisa May Alcott. Su obra constituye un contundente alegato literario contra la concepción moderna del amor reducido al mero apetito sexual, al placer egoísta o al sentimiento efímero. Ambas autoras defienden el amor como acto voluntario de entrega desinteresada, donde el deseo sensual es un componente natural, pero subordinado al bien del otro. En sucesivas entradas lo comprobaremos, examinando algunas de sus obras.