14.10.25

La moderna herejía del amor: de la firme voluntad al placer efímero

                                     «Dante y Beatriz». Cesare Saccaggi (1868-1934).

          

               

        

               

«Aunque yo hable la lengua de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como bronce que resuena o címbalo que retiñe. Y aunque tenga don de profecía, y sepa todos los misterios, y toda la ciencia, y tenga tanta fe que logre trasladar montañas, si no tengo amor, nada soy».

San Pablo. 1 Corintios 13, 1-2.



«Las cosas buenas pasan, al igual que las malas,

Mientras tú y yo permanecemos».

G. K. Chesterton. Canción de boda.

     

               

  

        

En una entrada anterior hablé del vicio de la lujuria y de los efectos demoledores que su práctica desatada está causando en las almas de muchos, especialmente en niños y jóvenes. Hoy continúo abordando este tema, pero enfocado en un aspecto muy concreto de esa labor de demolición: la destrucción del amor entre los dos sexos.

El concepto sagrado del Amor —entendido hasta hace no mucho por sabios y legos como una elevada voluntad de entrega al bien del otro— ha sido reducido por las ideologías modernas a una mera parodia de sí mismo. No es la primera vez que les hablo del amor; del amor como un «sí quiero» dicho al ser del otro, un «sí quiero» que implica una entrega, un cuidado, una generosidad que trasciende la mera inclinación sensual del momento. Un compromiso que va más allá del estrecho ámbito de la carne, para hacerse otro con uno mismo y uno mismo con otro, y proyectarse, incluso, más allá de este mundo.

    

El Amor como Voluntad y Donación

Esta idea es tan antigua como el hombre, aunque su comprensión plena llegó más tarde, en lo que algunos llamamos «la plenitud de los tiempos». Cierto es que los antiguos griegos y romanos ya comprendían con claridad meridiana la distinción entre Eros y Ágape. Aristóteles en su Retórica nos dice que amar es «querer el bien para otro en cuanto otro», y Cicerón, en De Officiis, enseñaba que el verdadero amor reside en «desear el bien del amado por el amado mismo», no por provecho propio.

Pero es el cristianismo el que, no a través de razones o leyes, sino por medio de una Persona, elevó esta entrega a una virtud que nos trasciende y es don, regalo: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Juan 15, 13); «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Juan 13, 34-35); «Abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne» (Marcos 10, 6-9).

El amor entre sexos, como una derivada del Amor con mayúsculas, fue, en todo caso, un acto de la voluntad, que debía ir convenientemente acompañado por el afecto natural y la apetencia legítima —dones del Creador para atraer a los esposos a su función primordial—, pero que jamás debía reducirse a ellos.

Mas una moderna herejía transita entre nosotros, empañándolo todo de ponzoña y proclamando que «sin sexo no hay amor», convirtiendo así lo accesorio en principal y lo sagrado en una transacción fisiológica. De esta guisa, si no hay desde un principio (y en ocasiones solo tiene lugar ese principio) pasión ardiente y desenfrenada, entrega carnal, no hay compromiso ni, por supuesto, amor. Se confunde el preludio con la sinfonía, la chispa con el fuego, la semilla con el árbol. Lo verdaderamente moderno es reducir el amor al sexo, y luego el sexo al placer, para finalmente replegarse sobre uno mismo, centrando el actuar propio en una acción dirigida exclusivamente a la autosatisfacción inmediata y egoísta.

    

La Esclavitud Disfrazada de Libertad

No contentos con esta actitud, los modernos y sus ideologías se ensañan en destruir con minuciosa premeditación lo que pudiera quedar: Se nos enseña —con una persistencia digna de mejor causa— que el amor sería una simple reacción química, una sacudida del sistema nervioso, un impulso de la carne que algunos se molestan en disfrazar de lirismo; pero que ni falta hace. Es más, ese lirismo se nos presenta como un vestigio trasnochado que solo aporta estorbos y cadenas donde no debe haberlas.

Sin embargo, lo que hay tras esa persecución del sexo desligado de propósito, de esa mecanicista y química relación, es, sin duda, cadenas, y de las más gruesas; ocurre que son más invisibles para el hombre moderno que el aire mismo que respira.

Y así, ese pseudoamor se disfraza de felicidad, de autorrealización, mas, como bien sabían los antiguos, la lujuria desbocada y desnuda genera insatisfacción y tristeza, pues exige novedad constante e intensidad creciente, llevando al alma a un abismo de vacío, irritación e infelicidad. Catulo ya lamentó este regalo envenenado en sus versos a Lesbia: «Amo y odio. ¿Por qué? Quizá preguntes./Ignoro, pero así me atormento». Y Edgar Morin, recogiendo un antiguo adagio atribuido a Galeno, nos dice agudamente:

«Y el verdadero amor se reconoce en que sobrevive al coito, mientras que el deseo sin amor se disuelve en la famosa tristeza poscoital: “Homo tristis post coitum” [El hombre está triste después del coito]. Quien es sujeto del amor es “felix post coitum” [feliz después del coito]».

Porque, el hedonista, lejos de hallar saciedad, descubre que su apetito crece a cada instante, como el fuego con el aceite. San Agustín confesó con amarga elocuencia el tiempo perdido persiguiendo esos placeres vacuos e insaciables: «Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva… / Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera» (Confesiones, X). El placer buscado por sí mismo aparta al hombre del Amor verdadero y, por lo tanto, de su propio destino.

Y es que el amor, el de verdad, transciende el momento, trasciende el acto; es incluso más grande que nosotros mismos. Nos transforma, nos eleva, nos vincula con lo eterno. Es una llama que consume, sí, pero no los cuerpos, sino los orgullos, los temores y los egoísmos. Y solo entonces es fecundo. Solo entonces es gozoso. Solo entonces es libre.

Como nos dice el Apóstol en su conocida carta a los Corintios:

«El amor es paciente; el amor es benigno, sin envidia; el amor no es jactancioso, no se engríe; no hace nada que no sea conveniente, no busca lo suyo, no se irrita, no piensa mal; no se regocija en la injusticia, antes se regocija con la verdad; todo lo sobrelleva, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca se acaba».

De no ser así, no tendremos amor sino otra cosa; no solo nos esclavizaremos a nuestras pasiones fingiendo libertad, sino que, tras este juego de manos, ocultaremos a nuestros ojos el centro de la tragedia: la cosificación del prójimo y la deificación del yo. Cuando el placer de uno –y de esta manera uno mismo– se erige en dios, el otro deviene en cosa. El cuerpo ajeno es reducido a un medio para la autosatisfacción, negándose así su dignidad de persona. Y así, la relación deja de ser un encuentro de dos almas para convertirse, en el mejor de los casos, en una transacción, y en el peor en una explotación; sin que el amor siquiera llegue a nacer.

Porque el amor, el verdadero amor, es donación, que, como sabemos, es lo opuesto al intercambio comercial, y al uso y al abuso: Es entrega, no apropiación; es servicio, no exigencia. Como dice el filósofo alemán Josef Pieper, «el amor es, por naturaleza, algo no debido. Es esencialmente, y por lo tanto siempre, un don. Es, estrictamente hablando, el don por excelencia». Y en un ambiente así, en el que el amor se compra o se vende, es esperable que muera o que ni tan siquiera surja.

Nos hemos vuelto en nuestra presunta modernidad, incapaces de experimentar la plenitud de un amor, el de verdad, que exige sacrificio, paciencia y, sobre todo, una mirada que ve al otro, no como remedio para nuestras necesidades o caprichos, sino como un ser digno de ser amado por sí mismo.

En resumen, hemos trocado el oro de la voluntad amorosa por la escoria del placer egoísta o el vacuo sentimentalismo. Y en este cambio, sin duda, hemos perdido. Solo el verdadero amor, aquel que brota de una voluntad libre y orientada al bien del otro, es un manantial de vida; su distorsión, en cambio, como hoy ocurre, no es sino un camino hacia la perdición del alma.

    

Matrimonio y Fecundidad

Cierto es que este amor mundano va comúnmente asociado a la pasión. Pero esta pasión, inicialmente voluble y animal, se purifica por su propia fecundidad, como nos dice Chesterton. Y así el amor, en un sentido material, será reconocido por sus frutos.

Pero para que el amor dé los frutos adecuados, no puede discurrir sin cauce alguno: precisa de un lugar donde crecer, florecer y fructificar, donde dar aquello para lo que fue hecho, y ese lugar es el matrimonio católico: una alianza libre y fiel entre un hombre y una mujer, indisolublemente unida y abierta al milagro de la vida, como reflejo del amor de Dios. Es ahí –en ese matrimonio– donde el sexo cumple su propósito y es ahí donde contribuye al pleno florecimiento humano. 

En uno de sus más significativos –y desconocidos– discursos sobre el matrimonio (dirigido a Mary Anne Bowden, la hija de uno de sus mejores amigos), el cardenal Newman escribe estas hermosas palabras sobre el profundo significado del amor matrimonial, como apego irrevocable y comunión inescindible y fiel con otra persona, fundamento real e imprescindible de la familia y de toda sociedad humana:

«Dos criaturas mortales de Dios, colocadas en este mundo rudo, expuestas a sus muchas fortunas, destinadas al sufrimiento y la muerte, se dan la mano y se dan la fe el uno al otro de que cada uno amará al otro por completo hasta la muerte. De ahora en adelante, cada uno está hecho para el otro; cada uno posee los afectos del otro de una manera trascendente; cada uno ama al otro mejor que a cualquier otra cosa; cada uno es todo para el otro; cada uno puede confiar en el otro sin reservas; cada uno es del otro irreversiblemente».

Es mucho lo que aquí está en juego: la familia, la sociedad misma y, en último término, nuestra propia humanidad. Y a pesar de ello, hace ya demasiado tiempo que hemos dejado de defender esta verdad, con las consecuencias que que hoy padecemos. Joseph Sobran lo explica, como siempre, con gran claridad:

«Una vez que la familia se debilita, la dignidad del individuo se debilita. Las personas se vuelven todas intercambiables, sin compromisos especiales y duraderos con los demás. El matrimonio se reduce a un “pedazo de papel", mera convención burguesa. En un entorno moral así, es difícil argumentar contra el aborto. Si las personas son intercambiables, las más indefensas entre ellas se vuelven desechables. (Uno comienza a escuchar el argumento a favor de la eutanasia y el infanticidio: la categoría de lo “no deseado” se expande)».

Por eso debemos comenzar por rescatar al amor de verdad; para nosotros, y especialmente, para nuestros hijos; ese que nace de Aquel «que mueve el sol y las demás estrellas».

Y en este asunto –como en casi todos–, en la buena literatura encontramos referencias útiles y enriquecedoras. Hay mucho donde elegir. Ya hemos hablado de la maestra de las maestras: Jane Austen, y a sus novelas les remito. Pero, igualmente, hay otras obras, que aun siendo «para jóvenes», ofrecen una antropología del amor mucho más profunda que mucha literatura adulta contemporánea, y desde luego, que la literatura para jóvenes que se fabrica hoy. Su actualidad está precisamente en rechazar la reducción del amor a puro sexo, por naturaleza insatisfactorio, o a una emoción, y por tanto a un sentimiento, volátil y pasajero.

Dos mujeres pueden ser nuestro primer puerto de atraque: Lucy Maud Montgomery y Louisa May Alcott. Su obra constituye un contundente alegato literario contra la concepción moderna del amor reducido al mero apetito sexual, al placer egoísta o al sentimiento efímero. Ambas autoras defienden el amor como acto voluntario de entrega desinteresada, donde el deseo sensual es un componente natural, pero subordinado al bien del otro. En sucesivas entradas lo comprobaremos, examinando algunas de sus obras.

4.10.25

Las pandillas juveniles en cinco libros

                         Ilustración para «El aula volante», de Walter Trier (1890-1951).

  

      

 

«¡Y pensar que cuando crezcamos podemos ser tan tontos como ellos!».

Louis Pergaud. La guerra de los botones




«Pero no soy ningún héroe. No sabía lo importante que era para mí venir aquí. Solo vine a luchar, como los demás. Como ellos, como mis amigos».

Ferenc Molnár. Los chicos de la calle Pál




«Hay que aprender a tragarse los golpes, como dicen los boxeadores. Hay que aprender a tragarlos y a digerirlos. Si no, a la primera bofetada que te dé la vida, te quedarás aturdido».

Erich Kästner. El aula voladora




«Éramos todo lo que teníamos… Moriríamos el uno por el otro. Esa era la cosa con los Greasers».

Susan E. Hinton. Rebeldes

            

            

«—¡«Guillermo»! —le dijo en tono de reproche—. ¡Si tú no cesas de pelearte con esas terribles bandas por todo el pueblo!».

Richmal Crompton. Guillermo el gangster

 

 

 

LA GUERRA DE LOS BOTONES, de Louis Pergaud (1912)

 

Louis Pergaud, conocido como «el Balzac de los animales» por su maestría para contar historias del mundo animal —ámbito en el que se prodigó abundantemente—, usó su destacada capacidad de observación, su habilidad con las palabras y su experiencia como maestro rural para ofrecernos, en su novela titulada La guerra de los botones (1912), una crónica muy realista y, a la vez, divertida y amena, de una parte fundamental del crecimiento adolescente masculino: las pandillas y las rivalidades y peleas que estas traen inevitablemente consigo.

En su prefacio, Pergaud se sincera sobre su intención:

«Quería devolver un momento de mi vida de chaval, de nuestra vida entusiasta y brutal de salvajes vigorosos, en lo que tenía de franco y heroico, es decir, liberado de las hipocresías de la familia y la escuela».

Lo cierto es que la historia se cuenta sola. Es otoño en Francia —uno se lo imagina con ese cielo raro, gris cansado como diría Lorca, como de metal—, y unos chicos de dos pueblecitos del Midi francés, Longeverne y Velrans, se están peleando a muerte. Literalmente. No con navajas, machetes, pistolas ni nada parecido, pero casi. El gran Lebrac (Pacho en alguna traducción), que es como el jefe supremo de los primeros, organiza a los suyos como si fueran Napoleón. Pero los del otro lado no se quedan atrás.

Mientras en la escuela todos tienen que fingir que son alumnos modelo —para que no los castiguen y puedan salir a pelear—, fuera, en la libertad del campo, son infantería de choque, comandos, soldados rasos, subtenientes, generales, tesoreros, espías, o lo que toque. Esta dualidad casi esquizoide se explica por el concepto que el autor tenía de lo que les esperaba a los chicos en la escuela: «educar a un niño no es más que enseñarle a fingir».

Y entonces, al salir de las clases, los chicos dejan de fingir, y empieza la guerra. Una guerra sin cuartel ni reserva. Ropas hechas trizas. Heridas y golpes. Pero también mucho heroísmo, camaradería, arrojo y valor. Y para los que tienen la mala suerte de ser hechos prisioneros, el castigo es humillante: el desafortunado chico es azotado, desvestido y devuelto con los pantalones por los tobillos, con todos los botones arrancados por el enemigo como trofeo. Lebrac/Pacho y su ejército dan un golpe estratégico al entrar desnudos en batalla, pero su triunfo dura poco… Y aquí, en medio de la batalla, se erige sobre los demás un alma grande encerrada en un cuerpo pequeño; un héroe peculiar, para nada semejante a los guardianes platónicos; no hay en él mucho del alma irascible ni de la virtud marcial de Lebrec/Pacho; pero sigue siendo un héroe: les hablo del Petit Gibus (o el Chiquiclac, según las traducciones), un pequeño luchador cuya lealtad, valor y pureza de corazón son inolvidables.

Y así, en el libro, todo, o casi todo, se torna lucha, escaramuza, emboscada y fragor. Uno no sabe si reírse o llorar. Los chicos entran en combate y luchan sin denuedo ni fatiga, pero, claro, eso no podía durar. Nada dura. Siempre sucede algo. Todo es un desastre, pero un desastre glorioso.

Así que, luego, tras los combates, llega la frustración del armisticio, de la mutua claudicación, cuando los dos jefes de bandas, Lebrac/Pacho y el Azteca, se ven obligados a reconciliarse: «Es por mi padre, —también es por el mío. —¡Y pensar que cuando seamos mayores, a lo mejor seremos tan tontos como ellos!». ¡Qué clarividencia!, y también, qué tristeza: el conformismo y la crudeza de lo real comienzan a imponerse sobre la espontaneidad y la maravilla de lo imposible propios de los muchachos, cuando estos empiezan a hacerse hombres.

Hay algo de salvaje en todo eso. Y también de espontáneo, fresco y auténtico. Algo crudo, sí, pero también bello y divertido. Pergaud no solo era un hábil contador de historias; también tenía un oído bárbaro: las palabras, los insultos, el tono y las formas de ese mundo juvenil… todo suena real. Uno se mete en esa pandilla y la ve como propia, como la suya; y ya no quiere salir. Como pasa con el libro; cuando empiecen a leerlo no podrán parar.

 

LOS CHICOS DE LA CALLE PÁL, de Ferenc Molnár (1907)

 

Ferenc Molnár, un escritor húngaro conocido por sus obras de teatro (lo que lo convirtió, probablemente, en el dramaturgo más célebre de Hungría), se descolgó, allá por 1907, con una novela juvenil, titulada Los chicos de la calle Pál, que hizo historia; y no solo en Hungría —donde se lee en todos los colegios—, pues se ha traducido a más de cuarenta idiomas.

Lo curioso es que Molnár ni siquiera pensaba escribir para muchachos. Pero le salió esta historia y, no se sabe cómo, pero el caso es que logró meterse en la cabeza de unos críos de Budapest de finales del siglo XIX como si fuera uno de ellos. Nada de filosofía educativa. Nada de niños modelo. Muy lejos de la Condesa de Segur y el padre Coloma. Solo muchachos que se la juegan en un solar que para ellos es más que la patria.

La historia trata de una banda de chavales —sí, una pandilla de verdad, no como esas de hoy en día que solo chatean—, “Los chicos de la calle Pál”, que se enfrentan a otra banda, “Los camisas rojas”, en una guerra total y gloriosa. Sudor y polvo, palos, códigos de honor, traiciones, y todo eso.

Y un par de personajes de una pieza: un tipo pequeñajo que se llama Nemecsek. Es el más flacucho, el más ninguneado, pero también el más valiente de todos. Un chico con más agallas que cien adultos juntos. Y que purifica todo lo espurio e impuro de estas luchas con un final glorioso. Y, a su lado, y al frente de todos los demás chicos de la banda, un líder natural, Boka, protector y proveedor (organiza el botín, lidera los ataques), con el que siempre se puede contar para capitanear la tropa.

Y tras las vicisitudes, afanes y tribulaciones, llenas de contiendas y mil batallas, de victorias y derrotas, un final inesperado que deja un cierto amargor en la boca, un final que preludia el ocaso de una infancia memorable, con el primer encuentro con la muerte y la lección de que, a veces, el esfuerzo y el sacrificio parecen ser en vano. Aunque algunos sabemos que no lo son.

Como dice Carmen Bravo-Villasante: «una gran novela, en la que los principales rasgos de la psicología infantil están muy bien estudiados, así como la acción dramática, que en todo momento interesa y que está impregnada de poesía y de fino humorismo». Una novela lúdica y emocionante que ni ustedes ni sus hijos se pueden perder, en la que el mundo de la infancia y su paso a la madurez, tierno e implacable a la vez, está maravillosamente descrito.



EL AULA VOLADORA, de Erich Kästner (1933)

 

Ahora cambiamos de tercio. Sí, seguimos con pandillas, amistad, enfrentamientos y contiendas, es verdad. Pero el escenario cambia. De un mundo abierto —las calles de Budapest o las campiñas y bosques del Midi francés— pasamos a un espacio interior: un internado situado en la Alta Baviera alemana, más asfixiante, más condicionado, más solitario.

Hay algo singular en El aula voladora (1933), la novela de Erich Kästner, que permite, al menos, dos lecturas: una divertida y otra más dura y amarga. Los jóvenes verán en ella una novela de internado, llena de travesuras y peleas. Pero Kästner sabía de lo que hablaba y quiso contarnos algo más. Y así, la novela se transforma de repente en un pequeño diario lleno de tenues temores y penas, escrito con esa letra temerosa y torpe de niños que crecen solos y que todavía creen que la vida puede mejorar.

Los protagonistas han sido, en cierta forma, dejados de lado. Como ocurre en todos los internados, en el de la novela, el Gimnasio Johann-Sigismund, la ausencia paterna flota en el ambiente. Además, otras circunstancias nada halagüeñas pesan sobre los muchachos: Martin lidia con la pobreza que le aprieta como un zapato dos tallas menor; Johnny, con la orfandad, aunque nadie lo diga en voz alta; y Matthias, con ese temperamento irascible que siempre lo mete en líos. Cada uno lleva su batalla secreta como puede. Y, sin embargo, juntos, consiguen superar todo ello. Su amistad, inquebrantable y leal, aunque se revele por momentos torpe, imperfecta, a veces ridícula, se convierte en un salvavidas que funciona mejor que cualquier abrazo, abrigo o sermón.

El centro de la historia es la rivalidad entre el Gimnasio y otra escuela, la Realschule, que desemboca en una pelea (una especie de ordalía, un duelo de Dios) entre los dos campeones de cada bando, Matthias y Wawerka, y una reñida pelea de bolas de nieve entre todos los chicos. Los protagonistas ganan ambas contiendas, aunque la victoria no sea tan dulce, pues terminan siendo castigados por el director del colegio. Otras partes de la trama incluyen los ensayos y la representación de una obra de teatro delirante escrita por Johnny, titulada El aula voladora, y la amistad de los chicos con un médico que ha abandonado su profesión y que vive en un compartimento de tren desguazado. Por una circunstancia relacionada con los chicos, el hombre se rehabilita profesionalmente, convirtiéndose al final de la historia en el nuevo médico de la escuela.

El libro no engaña, pues crecer sigue siendo duro, los mayores siguen estando distraídos o ausentes, y la vida adulta llega a bocanadas que ahogan por momentos. Pero Kästner es tierno y melancólico, y eso ayuda. Ayuda a entender que el “aula voladora” no es tanto un escenario escolar o una farsa teatral, como la metáfora de lo que significa crecer: despegar sin estar del todo preparado, dar saltos en el vacío confiando en que algo o alguien va a sostenerte. Y ahí están los camaradas, los compañeros, los amigos.

Aun así, hay un resquicio luminoso que se abre en cada página y que tiene por nombre esperanza; algo que, como sabemos, no se inculca ni se enseña; algo que se regala y que llega de improviso, suavemente, como la luz mortecina entre las persianas de la ventana de un dormitorio de internado. Pero, como también sabemos, hay que aceptar ese regalo; y parece que Martin, Johnny y Matthias lo hacen, lo que convierte la lectura de este libro en algo especial.

 
REBELDES, de Susan E. Hinton (1967)
 
Y siguiendo con las guerras entre pandillas, Rebeldes, de S. E. Hinton es otro clásico. Más moderno, más duro. 
 
El narrador es Ponyboy, un nombre que ya nos dice bastante sobre él. Es un Greaser, es decir, pertenece al bando de los chicos pobres, los que no tienen ni para ropa buena, pero tienen orgullo que, a veces, vale más. Los otros son los Socs (abreviatura de Socials), los niños ricos, los pijos, los que tienen de todo. Entre ambos bandos existe un conflicto inevitable que se desarrolla en Tulsa, Oklahoma, en 1965. 
 
Pero esta guerra no nos es contada por Ponyboy como un cuento de niños; se asemeja más a una tragedia griega de Sófocles o Eurípides: aquí hay muerte, entre grasa, aceite y coches de los buenos, entre puñetazos y patadas, navajas y alguna pistola, entre angustias y risas. Hay muerte y tristeza, pero también fraternidad, valentía y compromiso.
 
Hinton no se anda por las ramas; ella tenía 16 años cuando escribió la novela, y estaba sintiendo en sus carnes y en su alma aquello que trataba de contar. Así que parece una más. Semeja alguien que ha vivido lo que relata. Por eso no extraña que escriba como si estuviera ahí, en medio de los Grasers o de los Socs. 
 
Y lo que cuenta, como venimos comentando en las demás novelas, excede el tiempo y el espacio. Es de hoy tanto como lo fue de ayer. Porque sigue habiendo muchachos como Johnny que se parten el alma y se deja la piel, sino la vida, por unos niños desconocidos, y chicos como Ponyboy que solo quieren entender qué han venido a hacer a este mundo y cuál es su lugar en él. Y, sobre todo, la novela trata de grupos de muchachos, de bandas y pandillas que les sirven de andamiaje espiritual y físico, y les proporcionan refugio e identidad.
 
El libro fue controvertido en su momento y sigue generando debate, hasta el punto de que ha sido prohibido en algunas escuelas y bibliotecas estadounidenses por su contenido explícito, que incluye violencia, consumo de alcohol y tabaco por menores, lenguaje fuerte y disfunción familiar (lo que en mi opinión no lo descalifica, sino que solo exige —como en muchos otros libros— una conversación previa y un seguimiento de la lectura por parte de los padres). A pesar de esto, se utiliza como parte del plan de estudios de literatura y lengua en muchas escuelas de secundaria y preparatoria en Estados Unidos.
 
La novela tuvo una exitosa y conocida adaptación cinematográfica que fue dirigida en 1983 por Francis Ford Coppola.
    
 
GUILLERMO EL GÁNGSTER, de Richmal Crompton (1927).
 
 

Y finalizo con uno de mis favoritos: el inefable e incorregible, pero puro e insobornable, Guillermo Brown.

Es verdad que Guillermo y su pandilla, los Proscritos (los leales Pelirrojo, Enrique y Douglas), rivalizan constantemente con otras bandas de chicos, especialmente con la del cursi e insoportable Humberto Lane, los Lanistas, el grupo de los estirados. También es cierto que, en la mayoría de los casos, tales disputas suelen resolverse —casi siempre a favor de nuestros héroes, para deleite de los lectores— mediante métodos alejados de las leyes de la física.

Más bien, estas confrontaciones grupales se deciden a través de la estratagema y el sarcasmo, en un sorprendente plano intelectual muy distante de las peleas físicas directas. La buena de Crompton —como maestra que era— no podía permitir que la pasión animal que burbujea por las venas de todo escolar que se precie trascendiera a sus libros. Como diría Guillermo: «Los adultos, siempre arruinando las cosas. Siempre». Menos mal que, al menos, dejó entrever en sus historias el ingenio, el ridículo y la astucia que tan a menudo emplean los Proscritos para doblegar al adversario.

De todas formas, a veces a los adultos se nos escapa. A veces, la vigilancia falla. Es lo que pasa con los niños, te descuidas y…¡zas!, te la lían. Da igual lo que intentes, no puedes mantener todo el tiempo la cautela y la prudencia (los pobres Troyanos lo atestiguan). Siempre hay un momento en el que algo pasa. Y en las historias de Guillermo, Crompton bajó la guardia allá por el año 1927, en un relato contenido en el libro titulado Guillermo el gánster. En el relato, llamado precisamente Guillermo el gánster, asistimos gozosos a una batalla campal entre los Proscritos y las bandas de los odiosos Humberto Lane y Bertie Banks. Por una vez, en lugar de una humillación elegante, tenemos una derrota ignominiosa. Una auténtica y gloriosa paliza. No me resisto a reproducir el fragmento:   

 
«En la zona del césped que se vislumbraba por la ventana apareció una masa de niños luchando. Guillermo se había apresurado a repartir las armas entre su banda y cayeron por sorpresa sobre sus enemigos. Unos luchaban cuerpo a cuerpo, y otros disparaban sus pistolas de agua, tiradores y cerbatanas.
 
(…) En el exterior la lucha se intensificaba. Pelirrojo había conseguido derribar a Huberto Lane en el centro de un macizo de rosales y le estaba haciendo tragar tierra. Bertie Frank, aturdido por el agua disparada con su propia pistola, y cegado temporalmente por un corcho lanzado con su propia escopeta de aire comprimido, intentaba, sin conseguirlo, encaramarse a un haya para buscar refugio en sus ramas. Todo el jardín era escenario de una batalla campal en la que se luchaba, forcejeaba y disparaba.
 
(…) La lucha alcanzó aún mayor fiereza, y luego hubo una vergonzosa retirada por parte de Huberto Lane, Bertie Frank y sus secuaces, que pusieron pies en polvorosa con el mayor desorden, seguidos muy de cerca por la banda de los Proscritos que blandían sus armas con aire triunfal».
 
 
 
EPÍLOGO
 
Todos estos libros —situados en Hungría, Francia, Alemania, Norteamérica e Inglaterra— tienen una cosa en común, además de su tema y sus protagonistas: nos muestran a los chicos tal como son, no como los adultos quieren que sean. Y tal como son aquí y allí, entonces y ahora; así de terca es la naturaleza humana.
 
En todos ellos hay inseguridad y coraje, rabia y miedo, lealtad y compromiso, todo apuntalado con códigos extraños y exigentes, pero más verdaderos que los del colegio o los de los campos de juego. Y sí, son violentos a veces. Pero también, en el fondo y en la superficie, fieles y valientes. A su manera.
 
Porque son adolescentes, jóvenes que se abren al mundo y a la vida con más miedo que vergüenza; y eso requiere valor y reconocimiento. Ya lo creo que sí.
 

29.09.25

Luchas entre chicos: pandillas, rivalidades, amistad y heroísmo

                                             «La lucha». Émile Friant (1863–1932). 

  

 

 

«Una belleza terrible ha nacido».

William Butler Yeats.

  

    

«Mis padres me guardaban de chicos que eran rudos,
que arrojaban palabras como piedras y vestían harapos, que mostraban
sus muslos a través de los jirones.
Corrían por la calle, trepaban a los riscos en el campo, se desnudaban junto a los arroyos».

Stephen Spender

    

  
«Sangre que no se desborda,
juventud que no se atreve,
ni es sangre ni es juventud,
ni reluce ni florece».

Miguel Hernández

 

 

 

Las peleas de pandillas son, en cierto sentido, una reproducción en pequeñito de las guerras de los adultos y, por ello, expresión de la innata conflictividad humana y testimonio vital de las dificultades que la convivencia trae consigo; amén de una refutación in facto de las buenistas teorías rousseaunianas. Y esto es así, se pongan como se pongan los modernos.

Pero también son otra cosa. Son algo más que una mera réplica o traslación de las acciones adultas a los tiempos de infancia y juventud. Son más que una prefiguración adolescente de aquello que, con tristeza pero también con pocas dudas, acontecerá entre nosotros. Eso que sucederá apenas nos descuidemos un poco, en cuanto lleguemos a la edad adulta. Son quizá una súplica, un clamor contra la adultez, un grito de angustia por la inminente pérdida de lo que la infancia y la juventud representan, y por la contemplación velada de los rigores y exigencias de la madurez. Son como si los chicos nos dijeran: «¡Todavía no, por el amor de Dios!».

Las bandas de jóvenes, con sus estandartes de desafío y sus códigos de hermandad, son un eco, distorsionado quizá, de un antiguo rito. Son, en su esencia, el teatro en el que el niño se despide para que el hombre pueda nacer. Lo queramos o no, la niñez debe morir para que la adultez florezca. Por eso crecer duele. Y las pandillas, con sus estrictas jerarquías y sus arriesgadas aventuras, eran –quizá hoy esto sea, desgraciadamente, algo residual– el crisol en el que esta transformación operaba. No se trata solo de la lucha por el territorio o de las rivalidades con el grupo de la calle de al lado o del barrio vecino; es, en su raíz, una lucha intemporal por el reconocimiento, una búsqueda de la identidad a través del conflicto y la lealtad, del heroísmo y la entrega, de la generosidad y el sacrificio. Y la búsqueda de un orden y un sentido.

De esta manera, en medio de esa atropellada vorágine de emociones, impulsos y acciones, surgen, entre el tumulto y al través de nudillos pelados y rodillas melladas, elementos que destacan sobre los demás: rivalidades, liderazgos, amistades, heroísmos e, inevitablemente, violencias. Rudezas propias de los héroes se entremezclan con el espíritu guerrero que toda alma infantil lleva consigo, a veces escondido, a veces exhibido a los cuatro vientos como estandarte de combate, sacrificio y entrega.

Y aun cuando hay violencia —porque sí, a qué negarlo, hay violencia, claro—, y gritos, y empujones, y golpes, y siempre alguien acaba con la nariz rota o la camiseta hecha trizas; aun cuando hay violencia, digo, hay también belleza. Una belleza ruda y áspera, no perceptible a primera vista, pero que está ahí, muy presente. Que se siente hasta en los huesos. Una belleza recia que impacta y afecta al alma. Que nace de cosas como el coraje, o la lealtad, o ese impulso estúpido pero glorioso de plantarte ante un grupo de tipos nada amigables solo porque el chico que tienes a tu lado es tu amigo. Sé que suena a tópico, pero no lo es; el que lo ha vivido sabe que no lo es. Cuando estás dentro, lo sabes. Se trata de una especie de belleza que te sorprende y te transforma.

Me viene a la memoria una de esas trifulcas en la que me vi envuelto con mis compañeros de pandilla hace más de cuatro décadas. Con la temeridad e inconsciencia propias de la edad, habíamos invadido territorio enemigo. Sorprendidos por un fuego cruzado de piedras y palos, retrocedimos en desbandada, guiados más por el instinto de conservación que por ningún orden marcial. En medio de la espantada, tropecé con un tronco y caí de bruces. En un abrir y cerrar de ojos me encontré rodeado. Rostros sombríos proferían amenazas de muerte (o así me pareció, presa del pánico). ¿Dónde había quedado mi ufana bravura? Temiendo por mi vida, cubrí mi rostro con los brazos, aguardando un golpe fatal… que, afortunadamente, no llegó.

Lo que aconteció entonces me sigue sorprendiendo hoy: una voz, que me pareció de trueno, hendió el aire. Desde el suelo, postrado cual Héctor ante Aquiles, oí claramente: «¡A este no se le toca!». De inmediato reconocí la voz; era un chico un par de años mayor que yo, hijo de un jornalero de una tía abuela y con quien yo solía jugar. Me había reconocido y, ejerciendo su autoridad con grandeza y señorío, me había salvado de un destino penoso.

No he podido olvidar aquel gesto. En medio de una de esas grescas entre chicos, vi asomar el resplandor de una nobleza inesperada. Aquel instante reveló que, incluso en estos incidentes nacidos de rivalidades adolescentes, pueden surgir destellos de virtud auténtica, dignos de admiración y llenos de belleza, de esa belleza de la que les hablo.

Y es que, en su seno, las pandillas guardan la semilla de algo grande, de la que la amistad es jardinero. En este extraño mundo, esos lazos amicales no son un simple pasatiempo, sino que constituyen una ley de hierro. Un juramento silencioso que une a los que se atreven a cruzar juntos esa línea de sombra sobre la que Joseph Conrad escribió: la frontera entre la inocencia y la madurez. El “héroe” de la pandilla no es necesariamente el más fuerte o el más decidido, sino a menudo el más leal o el más generoso. Como el Nemecsek de Los chicos de la calle Pál, o el Petit Gibus (o el Chiquiclac, según las traducciones) de La guerra de los botones (novelas de las que hablaremos). Porque el heroísmo, en su forma más pura, no es otra cosa que la disposición a sufrir por un bien mayor que el propio, y en ese sentido, el muchacho que se mantiene firme por su amigo en medio del fragor de la lucha, aun cuando poco pueda hacer por él dada su fragilidad o pequeñez, es el eco de un caballero andante.

Y la literatura a veces capta estas cosas, a veces capta esa belleza. Todavía hay libros que huelen a tinta y a patio de colegio, donde uno encuentra pandillas que se parecen a la que uno tuvo, con toda su gloria y su fracaso. Libros donde esas muestras de poder, traición, lealtad, valentía, amistad y coraje todavía reposan entre sus páginas. Cosas que parecen de mentira, pero que, para los chicos que las viven, son más reales que el boletín de notas o el campo de batalla. Libros sobre los que voy a hablarles en la siguiente entrada para que los lean ustedes con sus hijos.

22.09.25

Crecer entre páginas: el joven adolescente en cuatro novelas

                  «Muchacho y su perro en el campo». Eugene Iverd (1893-1936).

 



    

«Todos nosotros, en algún momento, hemos tenido una visión de nuestra existencia como algo único, intransferible y muy precioso. Esta revelación casi siempre tiene lugar durante la adolescencia».

Octavio Paz

    

«En la vida adulta, vemos las cosas con un ojo más práctico, uno que compartimos con el resto de la sociedad; pero la adolescencia fue el único momento en el que aprendimos algo».

Marcel Proust

      

                    

                    

 

El crecimiento emocional y espiritual en la adolescencia es un tema que parece muy manido, ¿verdad? ¿Cuántas novelas, películas o canciones versan sobre el asunto? Un millar, al menos: un chico huraño, testarudo y problemático que trata de salir a flote, braceando entre un mundo de adultos indiferentes y hostiles al que la corriente de la vida parece llevarle fatalmente, y un estúpido universo infantil de cursis y algodonados sentimientos del que parece venir huyendo. O, al menos, así lo parece. ¿No?

Sin embargo, no, no es así. Lo que esa infinidad de libros, películas y canciones nos ofrece no son sino clichés, fórmulas estereotipadas —y, por lo tanto, falsas— de lo que unos pocos han tratado de imbuir —con bastante éxito, por cierto— en la mente de todos los demás. Una caricatura exagerada, pero conveniente, de un tipo de hombre joven asocial, desnortado, arisco y, a veces, incluso violento.

Pero el camino que transita la mayor parte de los adolescentes es diferente; muy diferente; y mucho más valioso y admirable que la deformada imagen que nos intentan vender. Efectivamente, bracean entre un mundo adulto al que temen —por desconocido— pero al que anhelan llegar —por promisorio—, y un universo infantil del que se desprenden dolorosamente —en eso, al parecer, consiste el crecimiento— pero que echan de menos —sobre todo por su seguridad—. Aquello por lo que pasan la mayoría de los jóvenes en su intento por atravesar su línea de sombra es algo completamente distinto.

Para ilustrar esta poco popular opinión, me serviré de algunos títulos que expresan esa fuerza vital, mezcla de esperanzas, anhelos y promesas, que encarna un adolescente.

La mayoría de los libros que comentaré son protagonizados por varones. Y esto tiene una razón: ya les he hablado de obras que retratan esta edad en las féminas, algunas de ellas muy conocidas y leídas: Mujercitas, Ana, la de Tejas Verdes, Emily, la de Luna Nueva y La casa de la pradera, entre muchas otras. Ahora, les toca a los chicos.

 

LA VIDA NUEVA DE PEDRITO DE ANDÍA, de Rafael Sánchez Mazas (1951)

 

Empezaré por lo más cercano, hablándoles de La vida nueva de Pedrito de Andía, novela escrita por Rafael Sánchez Mazas en 1951. La trama transcurre a lo largo de un verano que el protagonista, Pedrito, de quince años, pasa con su familia y amigos entre Bilbao y Andía, en los años veinte del siglo pasado.

Se trata de una novela de formación (más bien un esbozo de lo que los alemanes llaman, con una de sus largas palabras compuestas, Bildungsroman), que traza el paso de la inocencia a la madurez de un adolescente en un contexto familiar y de marcada religiosidad católica. El estilo semiautobiográfico de la obra ofrece una mirada íntima y reflexiva sobre el crecimiento emocional y espiritual del protagonista. En ella, se destacan valores como la fe, el primer amor, la valentía ante el sufrimiento, la importancia de las promesas, la amistad, la admiración por la belleza, y el siempre doloroso ejercicio del autoconocimiento y la maduración.

Esta maduración pivota sobre dos acontecimientos en la vida de Pedro: la culminación de su crecimiento físico ("¡el último estirón!") y su primer amor por Isabel, que el protagonista sufre y disfruta mientras la vida discurre a su alrededor, entre fiestas, excursiones, sucesos familiares e, incluso, una grave enfermedad.

La novela fue recibida como una obra profunda y clásica, y tuvo una gran influencia moral en su época. Elogiada por Torrente Ballester, fue vista con ciertas reticencias por José Luis Aranguren y, curiosamente, criticada por algunos a causa de lo que, a mi juicio, es su mayor virtud. Juan Fernández Figueroa, por ejemplo, acusó al autor de evadirse de su compromiso político, «refugiándose en la aventura de un muchacho de buena familia a quien todo lo que le sucede es que se está haciendo hombre». Como si eso de «hacerse hombre» no fuera suficientemente importante. En contraste, el doctor Marañón, la calificó de «gran novela, universal y perdurable (…) hecha con pasta humana, rigurosamente humana; pero de todos los lugares y de todos los tiempos de la humanidad», destacando igualmente su «maravillosa delicadeza para resucitar esa vida adolescente sin resabios psicoanalistas».

La obra conjuga sutilmente dos tipos de nostalgia: la experiencia del tiempo pasado —las vivencias de un joven adolescente— y las reminiscencias de una cultura clásica añorada. Como señala Torrente Ballester, La vida nueva de Pedrito de Andía alía la experiencia con la cultura, «desde el patrón general de “La vita nuova” (de Dante) hasta los préstamos tomados de Plutarco». Tanto es así, que el amor juvenil del protagonista, Isabel, evoca directamente a la Beatriz de Dante en La vita nuova, al presentarla como una figura de pureza y belleza casi divina. Este paralelismo con la obra de Dante no es sutil, sino que se manifiesta de forma explícita desde el mismo título.

Pero, más allá de tales connotaciones, y al mismo tiempo, la novela de Sánchez Mazas nos relata, con cierta saudade, una historia reconfortante, fresca, incluso por momentos cándida y divertida y, para sorpresa de muchos, también muy, muy real.

 

LA COMEDIA HUMANA, de William Saroyan (1943)

 

Pasamos ahora a una novela con un ambiente y desarrollo diferentes. Tanto el título como los nombres de los protagonistas y el escenario de la historia nos remiten a los clásicos, pero la forma y la sustancia del relato suenan muy distantes de aquellos. Me refiero a La comedia humana, del escritor norteamericano de origen armenio William Saroyan, escrita en 1943.

La historia transcurre en Ítaca, un pueblo ficticio de California, durante la Segunda Guerra Mundial, y tiene por protagonistas a Homero Macauley y a su hermano pequeño Ulises. Homero es un muchacho de 14 años, huérfano de padre y con su hermano mayor (Marcos) desplegado en combate; el joven trabaja como mensajero de telegramas, entre los que a veces se encuentran las noticias de fallecimientos en el frente de jóvenes vecinos del pueblo. Una novela costumbrista profundamente humana, como refiere el título: una historia de madurez moral, familia, inocencia y solidaridad en tiempos procelosos, en tiempos de guerra. Y una muestra de esa pérdida de la inocencia que trae consigo el crecer. El padre Hilario Mendo lo dice así:

«El tierno Homer va tomando conciencia de que ahora es un noticiero de la muerte (…) y es un mudo testigo de las reacciones de quienes han perdido un ser querido. Va descubriendo la verdadera “comedia humana"».

Aunque la novela adopta un tono doméstico y sencillo, no elude el drama: lo recrea como un día a día vivido con amor, honra y dignidad, y un cierto peso en el alma; como ha destacado algún crítico, «no es una tragedia épica, pero sí un intenso drama vivido desde lo cotidiano». Saroyan resalta, con su prosa sencilla, la responsabilidad y madurez de Homero; la bondad discreta de la comunidad, representada por los habitantes del pequeño pueblo de Ítaca; la presencia protectora y tranquila del hogar, asentada en la persona de la madre; y la inocencia que ilumina el mundo —representada por el pequeño Ulises—, un mundo que está destruyéndose, pero que pervive y continúa su marcha apoyándose en el poso de esperanza que, increíblemente, perdura en medio del dolor.

Estos elementos convierten a la novela en un alegato contra la dureza y dolor de la guerra, y en una cantata a lo que tiene de bueno el hombre (representado por Homero y su hermano pequeño Ulises, y por la serenidad y entereza que muestran los vecinos del pueblo) ante lo absurdo, cruel e implacable que a veces puede ser el mundo.

A pesar de ello, Saroyan, a través de una sencillez emotiva cautivadora, despliega su trama con un tono optimista y lleno de ternura, contándonos una encantadora historia que nos muestra a un niño convirtiéndose en hombre en un mundo que, incluso en medio de la guerra, parece más dulce, más seguro y más habitable que el nuestro.

 

EL VINO DEL ESTÍO, de Ray Bradbury (1957)

 

Siguiendo en Norteamérica, les hablaré ahora de una pequeña novela —si es que puede llamarse así— que podría parecerles inusual para su autor, Ray Bradbury, el gran escritor de historias de ciencia ficción. Me refiero a su novela, en cierto modo autobiográfica, El vino del estío (1957).

Lo cierto es que Bradbury es un maravilloso escritor de cuentos que nunca se sintió cómodo con la forma de la novela. Este libro es, de hecho, una cadena de relatos unidos por el personaje principal, el joven e imaginativo Douglas Spaulding, y por el motivo que da título a la obra: el vino extraído de las flores de diente de león, que el abuelo de Douglas embotella durante los lentos y pausados días del largo y caluroso estío de 1928, en Green Town, Illinois. Cada botella es como la esencia destilada de un día de aquel idílico verano.

Este libro de recuerdos es un tributo profundamente nostálgico a la infancia de Bradbury en el Medio Oeste. Su magia es tan delicada como el volátil y frágil diente de león que aparece en el título original en inglés (Dandelion Wine). La obra es poética, nostálgica y realmente bella:

«La hierba susurraba bajo su cuerpo… El viento gemía en sus oídos desnudos. El mundo se le deslizaba resplandeciente sobre el círculo vidrioso de los ojos… Los pájaros revoloteaban como piedras saltarinas por la charca invertida del cielo… Los insectos cargaban el aire de un brillo eléctrico. Diez mil cabellos crecieron una millonésima de centímetro en su cabeza. Oyó los corazones gemelos latir en cada oído, y el tercer corazón le latía en la garganta; los dos corazones palpitando en sus muñecas mientras el corazón real le martillaba el pecho. El millón de poros de su cuerpo se abrió. Estoy realmente vivo, pensó».

El protagonista, Douglas Spaulding, de 12 años, vive un verano memorable lleno de pequeños rituales que marcan su lento, pero implacable, paso hacia la madurez: la limpieza tradicional de las alfombras, la experiencia de subir al último tranvía, la producción del “vino de diente de león” por su abuelo, las cómodas hamacas familiares y los inolvidables e inocentes juegos al aire libre entre los campos. Douglas y su hermano menor Tom, junto a otros entrañables y pintorescos personajes del pueblo, cobran vida en sus páginas para el deleite del lector.

El paso de la inocencia infantil a experimentar la carga de la madurez le llega a Douglas de modo inesperado: descubre la belleza de la vida y, al mismo tiempo, adivina la certeza de la muerte. No obstante, el relato, lleno de episodios interconectados, es tierno y dulce, a la par que nostálgico, poético e incluso con un toque fantástico.

Como nos dice el propio autor:

«Aprendí a dejar que mis sentidos y mi pasado me dijeran todo lo que de alguna manera era cierto. (…) Una vez que aprendí a seguir, yendo y viniendo, esos tiempos; tuve muchos recuerdos e impresiones sensoriales con las que jugar, no con las que trabajar, sino, con las que jugar. Dandelion Wine no es nada si no es el niño escondido en el hombre, jugando en los campos del Señor, sobre la hierba verde de otros agostos, en medio de comenzar a crecer, envejecer y sentir la oscuridad esperando bajo los árboles para sembrar la sangre».

En esa referencia a los campos del Señor, Bradbury nos cuenta en una de sus últimas entrevistas que su labor artística no es más que un regalo, un don, al que él ha tratado de hacer honor:

«Me siento ahí, solo, y lloro porque no he hecho nada de todo esto (…). Es algo dado por Dios, y estoy tan agradecido, tan, tan agradecido. La mejor descripción de mi carrera como escritor es: “Jugando en los campos del Señor"».

La magnífica prosa de Bradbury, aun cuando se desenvuelve de forma fragmentaria para contar la historia, brilla y da esplendor a este maravilloso relato.

 

EL GRAN MEAULNES, de Alain Fournier (1913)

 

Y termino con un libro muy querido por mí. Un libro que me marcó, en cierto modo, por su mezcla inesperada de poesía, fantasía y romanticismo. Un libro extraño y encantador, escrito como en sueños y con la intención de hacer soñar Por eso, quizá me noten en estos últimos párrafos más apasionado.

Les hablo de El Gran Meaulnes, la única novela del escritor francés Alain-Fournier. Publicada en 1913, poco antes de que la Primera Guerra Mundial arrebatara la vida a su joven autor con tan solo 27 años. La novela fue un éxito inmediato y, a lo largo de más de un siglo, se ha consolidado como una obra maestra de la literatura moderna.

Si buscan una historia que capture la esencia de la adolescencia, la errancia del espíritu de aventura, la melancolía del primer amor y la búsqueda de un paraíso perdido, este es un título que no se pueden perder.

François Seurel, un joven de 16 años, hijo del director de una escuela rural en el valle del Loira, narra en primera persona su historia con el protagonista que da título a la novela, Augustin Meaulnes, un año mayor que François y de quien se hace amigo, apodado “el Gran Meaulnes” por su magnetismo, carácter independiente y aura romántica.

La novela trata, mágicamente, de la amistad y el sentido del deber, de la búsqueda del ideal perdido, del primer amor (¡oh, maravillosa Yvonne de Galais!), de la transición de la adolescencia a la adultez y de la inconsciencia de vivir persiguiendo sueños quizá inalcanzables. El tono melancólico que sostiene el relato contrasta con la enigmática, y a veces tenue, presencia de un algo inaprensible, pero que, sin embargo, es anhelado incansablemente por el protagonista, y transmitido misteriosamente al joven lector. Julien Gracq escribió que la obra está marcada por una «nostalgia del paraíso perdido, con el aura de la adolescencia encantada y truncada por la historia».

Hay sin duda una clave medieval en la novela, que se deja sentir a poco que uno comienza su lectura. Una clave que, siendo universal, encuentra su mejor expresión en los afanes del medievo, afanes cristianos personificados en el caballero andante y su busca, sin los que no se entiende la obra. La historiadora francesa Regine Pernaud lo explica mejor:

«La obsesión por la partida hacia un tesoro escondido, la necesidad de descubrimiento y el deseo punzante de la reconquista de un amor perdido son, simultáneamente, muy medievales y muy modernos. Percival es el antepasado de Grand Meaulnes; y si, después, muchos «pequeños Meaulnes» nos han desilusionado un poco de los sueños de la infancia, subsiste el tema de un paraíso perdido, de un «gesto clave» por realizar, de una sed por saciar.

Ese ímpetu incierto hacia un destino misterioso encuentra un eco infalible en las letras y el pensamiento modernos. El Grial, la copa de una materia desconocida para los mortales, que todos buscan, pero que solo un corazón puro podrá recuperar, sigue siendo uno de los hallazgos más seductores de la Edad Media».

El Gran Meaulnes es, sin duda, una pequeña obra maestra intemporal. Su secreto reside en la maestría de Alain-Fournier para evocar una experiencia universal –el elusivo mundo adolescente– a través de una narrativa inigualable. Tal vez sea su lenguaje poético y evocador tejiendo una atmósfera onírica y una subyugante tensión entre la realidad y la fantasía. Quizás sea su particular forma de narrar –posiblemente no haya otra manera de hacerlo– la búsqueda de ese ideal inaccesible, que se sitúa en un espacio indefinido entre el mundo de la infancia y el de los adultos. O, posiblemente, sea ese mismo lugar, mágico, deseable e incierto, ese “Domaine Perdu” en las fronteras de lo maravilloso, que el autor invita al lector a descubrir o, quizás, redescubrir.

Porque, lo cierto es que la novela engancha. No sé, pero es así. Quizá sea porque Fournier, al menos, lo intenta. Trata de hablar de ese paraíso perdido, de aquello tan propio del adolescente (y que nuestro mundo moderno le arrebata): la idea de que existe un lugar al que puedes llegar por accidente y encontrar algo tan puro que ya nada más te importa. Y eso se agradece en el alma.

Sin embargo, Fournier también sabía algo más. Lo supo y lo sintió muy dentro de sí, aunque solo fuera por unos instantes. Y es que la felicidad, si es que existe, no dura; no es de este mundo. Se escapa de entre tus manos como agua cristalina. Pero, mientras tanto, esos instantes te encantan y te renuevan por dentro, como sucede con este libro.

Todo ello da a su novela un poder fascinador poco común y la convierte, para el adolescente en un espejo de reflejos deslumbrantes que ilumina el difícil camino que acaba de iniciar, y para el adulto –especialmente para el adulto que vuelve a él– en un jardín secreto que lo transporta de regreso a su adolescencia cada vez que comienza a releer la primera de sus páginas. Una gran novela que ni padres ni hijos deberían perderse.

 

EPÍLOGO

Todas estas novelas tratan de lo mismo, sin que la manera de hacerlo sea igual. Cada una destaca una faceta, propone una mirada, perfila un detalle de una misma experiencia universal: el tránsito de hacerse hombre. Y cada uno de ellas nos presenta la historia en su particular escenario, pero con una común afinidad por el asombro y la melancolía. Un camino difícil, pero lleno de esperanza e ilusiones, tal y como lo retratan todas estas historias.

Porque, al final, Pedrito, Homero, Douglas, Seurel y Meaulnes nos hacen compartir –y a algunos, recordar– la misma enseñanza: en el albor de la adolescencia, cada gesto, por insignificante que parezca ser —un saludo en la plaza, la entrega de una carta, la recolección de flores silvestres, o una fiesta misteriosa en una vieja mansión— adquiere la densidad de un rito de paso, de un hola y de un adiós esperanzador y melancólico que parecen únicos y definitivos. Tras el umbral que se traspasa, nada vuelve a ser un simple juego: la realidad, con sus amores y sus penas, exige ser vivida con un semblante más firme y, a la vez, más agradecido.

Espero que, tanto ustedes como sus hijos, disfruten de estas lecturas.

15.09.25

Leer para ser, no para tener: el verdadero valor de la literatura

                          «Caballo de madera en el cielo». Andrei Zadorine (1960-).

 

                              

                         

                    



«En el caso de los buenos libros, el punto no es ver cuántos de ellos puedes leer, sino cuántos pueden llegar a ti».

Mortimer J. Adler

  

  

«El hombre que lee debe ser un hombre intensamente vivo. El libro debe ser una esfera de iluminación en sus manos».

Ezra Pound

 

 

 

En los últimos días se ha discutido con intensidad sobre el valor de la lectura. Y, sin querer ser dogmático, creo que muchas veces miramos en la dirección equivocada. Preguntamos insistentemente: «¿Para qué sirve?», «¿Qué utilidad nos reporta?», y respondemos casi siempre con cansinas fórmulas pragmáticas: «mejora el vocabulario», «fomenta la expresión», «desarrolla el pensamiento crítico». No son falsedades, cierto, pero sí insuficiencias: meros efectos colaterales, contingentes y secundarios.

  

MAS ALLÁ DE LO PRAGMÁTICO

La buena literatura no es valiosa por su utilidad, sino por su entidad. Es tremenda —en el sentido original de la palabra— porque nos sobrecoge y nos llena de asombro y temor. No está al servicio del éxito económico ni ofrece retorno de inversión. Tampoco es un lujo o un pasatiempo, como concluyó amargamente George Steiner. Está al servicio de algo mayor; nos entrega algo que no es «cualquier cosa». Me refiero a las «cosas permanentes» de las que hablaba T. S. Eliot; a las lacrimae rerum, las «cosas que vierten lágrimas» sobre las que escribió Virgilio de forma enigmática en su Eneida; a las cosas cuyo misterio y gloria glosa el Rey Lear, que son en sí mismo una forma de «locura divina», como insinuó Platón en el Fedro; a las cosas que son tanto más nuestras cuanto menos conocidas; a aquello a lo que no podemos renunciar sin renunciar a nuestra propia humanidad.

Por eso, incluso sin darnos nada tangible, nada que podamos pesar o medir, la literatura alimenta invisiblemente aquello que hay de invisible en nosotros: nuestra alma. Y así, nos consuela, nos deleita y nos hace crecer como hombres. Es el diario fiel de la búsqueda humana de la Verdad, la Belleza y el Bien, con todas sus luces y extravíos. Así lo entendieron Platón y Aristóteles, para quienes las fábulas y tragedias eran decisivas en la educación. Así lo confirmaron siglos después Newman, O’Connor, Lewis o Tolkien: la ficción no escapa de la realidad, sino que nos devuelve a ella con mayor claridad y hondura.

Este diario, este «acervo de la experiencia humana en lo natural» —como lo definía el cardenal Newman—, está construido con un esmero inusitado y de la forma más sublime posible, usando para ello el lenguaje, la herramienta más sofisticada de la más alta facultad del ser humano: el intelecto. Por medio de la composición de las formas más bellas y expresivas, la literatura nos aproxima a la Verdad a través de la belleza, usando la metáfora, el símil, el símbolo o la analogía. Como se preguntó el poeta Petrarca: «¿Qué es la teología sino la poesía sobre Dios?». A lo que se podría añadir: «¿Y qué es la poesía, sino “las mejores palabras en el mejor orden”?», como escribió el también poeta Samuel Taylor Coleridge.

  

MULTIPLICADORA DE VIDAS

Como sabemos, la experiencia personal vivida se revela muchas veces fundamental para una correcta formación de la moralidad y la vida virtuosa. Pero, lamentablemente nuestras vidas son limitadas y nuestro tiempo tasado; nunca vivimos lo suficiente. Sin embargo, la literatura amplía nuestro horizonte: explora las complejidades de la condición humana, los dilemas morales y los más profundos abismos emocionales. Amplía nuestra experiencia y expande nuestra imaginación, incluso, y sobre todo, en el aspecto moral. Nos hace vivir —de forma vicaria, sí— miles de vidas diferentes. Nos da la oportunidad de explorar indirectamente casos aparentemente infinitos de razón práctica vivida, con la ventaja de no sufrir las consecuencias directas de los mismos. De ese modo cultiva nuestra imaginación moral con una eficacia que ni los edulcorados consejos, ni los rígidos sermones ni las definiciones abstractas logran.

Esta forma de conocimiento, que capta y alimenta nuestra imaginación, es clave para cultivar el carácter moral, la empatía y la formación del juicio práctico. Y la gran literatura es, según el cardenal Newman, el vehículo adecuado para ello, puesto que «la certeza no se alcanza por medio de la facultad de razonar, sino gracias a la imaginación», y movilizando la emoción humana apropiada al caso: el asombro. Un asombro que va más allá de un sentimentalismo barato y azucarado. Se trata de una poderosa pasión, de una especie de temor y temblor —parafraseando a los Salmos—; el profesor Dennis Quinn lo expresó como una «confrontación feroz con el misterio de las cosas».

Una frase de la escritora católica norteamericana Flannery O’Connor, de mediados del siglo pasado, es un resumen muy expresivo de todo ello:

«Nuestra respuesta a la vida es diferente si nos han enseñado solo una definición de vida, o si hemos temblado con Abraham mientras sostenía un cuchillo sobre Isaac».

  

LA FORMA POÉTICA: ASOMBRO, REVELACIÓN Y GOZO

El gran arte literario nos ofrece certeza no por medio de la razón lógica, sino gracias al asombro y la imaginación, como explicaba Newman. Por ello, solo el relato, con su poder poético y narrativo, puede expresar ciertas verdades que el discurso lógico no alcanza a comunicar ni comprender. Lewis lo sabía: «A veces, los cuentos de hadas pueden decir mejor aquello que se debe decir»; Flannery O’Connor también: «Contar una historia es una forma de decir algo que no se puede decir de otra manera», y «Cuentas una historia porque una afirmación sería inexacta».

Y es que esa es nuestra forma natural de conocer. Estamos hechos así. El relato de ficción y la poesía son formas de liberar, por medio de la imaginación, la verdad de la prisión de los argumentos y del discurso estrictamente racional. Y así, pueden ayudar a despertar una fe moribunda o a fortalecer una eximia esperanza. Estoy de acuerdo con George MacDonald y su dramatización de la ética y de la fe, con el arte literario usado como instrumento, bien sea para reflejar, a través de la belleza, la huella del hacer divino que habita en el corazón de las cosas, bien sea, como dijo Flannery O’Connor, para reflejar solo «nuestra condición rota y, a través de ella, el rostro del diablo que en ocasiones nos posee».

De ahí que la literatura tenga una función reveladora. Está, sobre todo, al servicio de la tarea más difícil e inacabable de la vida: saber quiénes somos y adónde debemos ir. Esa función reveladora consiste en recordarnos que, dada la pobreza de nuestro intelecto, no siempre sabemos lo que estamos buscando ni lo que de verdad necesitamos. La literatura, por tanto, nos ayuda a reconocer esa verdad sobre nosotros mismos y sobre el mundo; nos despierta de nuestro letargo y nos devuelve a la realidad esencial.

Y lo hace, además, deleitándonos: instruyendo con gozo. Horacio lo expresó con su célebre fórmula: «instruir deleitando». Ese deleite estético, intelectual y moral que ni nosotros ni nuestros hijos debemos dejar escapar, y que nos ayudará a gozar de lo real en lo que estamos inmersos. Chesterton lo llamaba «doctrina del goce condicional»: aceptar la vida con gratitud, reconociendo que tiene estructura, límites y sentido.

Porque, la buena ficción, lejos de ser un escape de la realidad, es un escape a la realidad. Nos recuerda que el mundo está encantado, a apreciar la existencia de una Creación (recuperando el asombro y la admiración por lo cotidiano) y a reconocer que estamos inmersos en un universo con estructura moral, donde hay castigos y recompensas, expiación y hasta redención; y, sobre todo, donde puede haber, como adelantaba Tolkien que nos muestran los cuentos de hadas, un final feliz, que no es trivialidad, sino anuncio de esperanza.

  

CONCLUSIÓN

La gran cuestión, por tanto, es si la lectura de esos grandes y buenos libros va a conmovernos (con-movernos) en la buena dirección, hacia esos fines que nos son connaturales; si nos va a acercar, aunque solo sea un poco y como entre sombras y tenues reflejos, a la realidad última tal y como es en su misterio oculto. O si, por el contrario, nos va a alejar de ella.

Así que la pregunta no deberá ser si leer es útil o valioso, sino más bien: ¿Pueden esos grandes libros conmovernos hoy hacia la verdad tanto como conmovieron a quienes nos precedieron? Esa es la verdadera cuestión. Yo estoy convencido de que sí, de que pueden hacerlo.

Porque la literatura no se lee para tener, sino para ser. Y en un mundo en el que tantos parecen «inconformes con lo que tienen y satisfechos de lo que son» —como advertía Gómez Dávila—, el hombre moderno necesita más que nunca la ayuda de la gran literatura.