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5.06.21

La virtud de la misericordia y el sentimiento de la compasión (La muerte de Iván Illich)

  «Jacob, en su lecho de muerte, besa a los hijos de José». Obra de Rembrandt (1606-1669).

   

 

   

«La cualidad de la misericordia no es la obligación.

Se derrama simplemente, como la dulce lluvia sobre la tierra.

Es dos veces bendita: bendice al que la da y al que la recibe».

 

William Shakespeare. El mercader de Venecia.

 

   

   

Chesterton nos advirtió en su día de que el mundo moderno estaba invadido por viejas virtudes cristianas que se habían vuelto locas. Que una de esas locas virtudes es la de la misericordia, no parece presentar dudas. El problema con esta virtud es común a todas ellas. Me estoy refiriendo al sentimentalismo, entendido como la confusión de las virtudes con los buenos sentimientos, y el otorgamiento a estos últimos de la dirección de la conducta, dándoles una primacía indebida sobre la voluntad y la inteligencia.

Sí acudimos al diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, veremos que define a la compasión como el «sentimiento de pena, de ternura y de identificación ante los males de alguien». Se trata por tanto de un resorte emocional que, a modo de un motor de arranque, conduce a la acción y mantiene y apuntala el empuje de la misma.

Sin embargo, no podemos olvidar que la compasión es un sentimiento y, como todo sentimiento, es en sí mismo neutro moralmente. Por ello precisa de una guía que encauce su impulso y lo dirija a su fin; una orientación y pilotaje que venía siendo dada tradicionalmente por la virtud de la misericordia. Una virtud que podría definirse como un acompañar, consolar y atemperar en lo posible, el sufrimiento y la miseria ajena, y cuyo fundamento último descansaría en el amor.

Pero, de un tiempo a esta parte, el sentimiento y la virtud han sido separados, y en este vagar errante y solitario de ambos, el sentimiento compasivo ha dejado de ser encauzado a través de la práctica de la virtud misericorde, conduciendo con frecuencia a un error en el obrar.

La cultura contemporánea, alejada de todo lo trascendente, generalmente considera, en aras del sentimentalismo comentado, que los sentimientos altruistas son una sólida guía de conducta. Su regla de oro ya no es, como nos dice la sabiduría perenne, que se debe obrar el bien y no hacer el mal, sino que consiste en que hay que evitar el dolor y el sufrimiento y procurar el placer y el disfrute. La moralidad a menudo se reduce a hacer todo lo posible para minimizar los padecimientos y maximizar los goces. Siguiendo esta senda hedonista, con demasiada frecuencia podemos encontrarnos ante la tentación de tratar de lograr el bien haciendo el mal, que es precisamente lo que ocurre cuando este sentimiento compasivo mueve a las personas a suicidarse para aliviar o ayudar a otros, o a matar a otros ––a petición suya o no–– para poner fin a sus sufrimientos.

Y aquí es donde se fundamenta la falsa y perversa identificación de la eutanasia con un proceder compasivo y hasta con una expresión de amor.

Pero, la decisión de suicidarse o de matar a otro no es nunca un ejercicio de caridad, sino que es gravemente contraria a ella porque la destruye. La vida es la realidad concreta de una persona y la muerte es su dejar de ser. Consecuentemente, la decisión de matar a un ser humano conlleva siempre la voluntad de aniquilarlo. Frente a ello se alza, luminosa, la caridad, que crea, sostiene, nutre y valora, pero que nunca destruye.

Y en la literatura encontramos reflejos de todo ello. Hay una novela donde la armonía entre la virtud de la misericordia y el auténtico sentimiento de la compasión está bien mostrada. Me refiero a La muerte de Iván Illich (1886), de León Tolstói. No es una obra que trate específicamente el problema del que les hablo, sino que su temática es más amplia, abarcando cuestiones tan profundas como el sentido de la vida y de la muerte, o la de como la inminencia de esta última puede hacernos conscientes de una vida malograda, y a menudo, puede brindarnos la ocasión para una redención final. No obstante, el relato de Tolstói establece un escenario apropiado para el tema (los últimos días de un hombre con una agonía atroz) y ejemplifica en uno de sus personajes la armoniosa confluencia entre la virtud y el sentimiento tratados.

La novela relata la vida y, sobre todo, la muerte del hombre que da título a la obra, Iván Illich, y representa, entre otras cosas, un retrato detallado y fiel de una agonía, y de los sufrimientos físicos, espirituales y morales que la acompañan. El personaje que quiero destacar aquí es el modesto criado Gerasim, el único que reconoce la realidad de la muerte del protagonista con naturalidad, frente a la posición de indiferencia que muestran todos los demás (esposa, hija, médicos y otros sirvientes). Esta actitud le conduce a empatizar con su amo moribundo y a hacer todo lo posible para que se encuentre bien, permitiéndole incluso que apoye las piernas sobre sus hombros durante horas para aliviar un poco su dolor. Gerasim no es nadie para su patrón, es el lacayo más humilde de todos, pero es la única persona que le conforta. El protagonista va viendo como cada día que pasa la muerte está más cerca, y aunque el dolor y la angustia son agudos y constantes, encuentra consuelo en su criado:

«Gerasim era un joven campesino, limpio y lozano, siempre alegre y espabilado, que había engordado con las comidas de la ciudad.

(…)

Iván Ilich llamaba de vez en cuando a Gerasim, le ponía las piernas sobre los hombros y gustaba de hablar con él. Gerasim hacia todo ello con tiento y sencillez, y de buena gana y con notable afabilidad, lo que conmovía a su amo».

El moribundo solo se siente bien en la compañía de su asistente, porque este es el único que le comprende y que se preocupa de verdad por él, y la sola persona que no le miente. La síntesis de esta conducta misericorde y compasiva se recoge en un breve pasaje de la novela, en el cual el solícito criado le dice a su patrón:

«—Todos tenemos que morir. ¿Por qué no habría de hacer algo por usted? —expresando así que no consideraba oneroso su esfuerzo porque lo hacía por un moribundo, y esperaba que alguien hiciera lo propio por él cuando llegase su hora».

Los actos del sirviente hablan a las claras de caridad. Su sentimiento de compasión es verdadero, porque es expresión de esa caridad. Su atención y sus cuidados, su compañía y su talante no dejan lugar a dudas, y le dicen al moribundo que vale la pena padecer con él, que le aprecia lo suficiente como para compartir sus penurias y sufrimientos, y que su continua presencia consoladora ––hasta el último instante–– es un signo del aprecio que siente por él. Por el contrario, una malentendida compasión que conduzca al suicidio o a la eutanasia, solo hará sentir al moribundo ––en el mejor de los casos–– la resignación ante su muerte, la creencia de que su vida ya no vale la pena, que su sufrimiento no tiene sentido alguno, que su existencia es indigna y que su presencia es una carga.

El contraejemplo literario a la obra de Tolstói podemos encontrarlo en el final de Cántico por Leibowitz (1960), de Walter M. Miller Jr., una novela olvidada y valiosa que va más allá de la temática de la ciencia-ficción en la que habitualmente se le encasilla. En esta historia el autor nos muestra hacia dónde puede conducir esa desorientación moral de la que les hablo, con su descripción de los campamentos de eutanasia mostrados en su novela, denominados, eufemística ––y perversamente––, «campos de la misericordia», en los cuales se practican asesinatos en serie «después del debido proceso de suicidio en masa, bajo el apoyo del Estado y con las bendiciones de la sociedad». Porque, no hay nada más despiadado que un sentimiento no atado a una brújula moral.

¿Alguien nos cuidará con la misericordia compasiva de Gerasim cuando llegue nuestra hora? Si nuestros hijos crecen en la virtud de la misericordia, y no se dejan confundir por un sentimentalismo disfrazado de falsa compasión, probablemente así será, y el caso de Iván Illich, descrito con tanta habilidad por Tolstói, tiene una resonancia universal que podría ayudarles a perseverar en ese buen camino.

26.04.21

Más fantasmas

                  «La casa encantada». Obra de John Atkinson Grimshaw  (1836-1893).

   

«Es maravilloso que hayan transcurrido cinco mil años desde la creación del mundo y que todavía no se haya decidido si el espíritu de una persona puede aparecerse o no después de la muerte. Todo argumento está en contra, pero toda fe está a favor».

Dr. Samuel Johnson

 

«Sería una incongruidad suma en la Divina Providencia permitir que aquellos espíritus, dejando sus propias estancias, viniesen acá sólo a enredar, y a inducir en los hombres terrores inútiles».

Padre Feijoo.

   

Como complemento a la última entrada hoy les traigo un menú variado en relatos y poemas: comenzaré con una historia de fantasmas demoníacos, a la que seguirá otra en la que se parodian, con un fino humor, este tipo de relatos; me trasladaré luego al lejano Japón para recomendarles un antólogo occidental de fantasmagóricos relatos orientales, seguiré de cerca las andanzas de ciertos cuentistas hispanos, especialmente algunos de mi Galicia natal, y terminaré con unas cuantas historias de espectros, allá hacia el Oeste, pero no por ello menos estremecedoras que las demás. Sé que será sin duda decepcionante ya que se han escrito tantas y tan emocionantes historias sobre fantasmas que cualquier selección puede ser acusada con fundamento de incompleta y parcial. Tómenlo pues como una pequeña muestra.

OTRA VUELTA DE TUERCA (1898), de Henry James

                                                    Distintas ediciones de la novela.

Presento a ustedes este magnifico relato como ejemplo de aquellos en los que se muestra a los fantasmas como seres malignos y diabólicos, teniendo muy presenta aquello que decía el de Aquino: «el contacto real [con los espíritus de los muertos] sólo puede venir de la Divina providencia», y lo que así no viene, «procede del Maligno».

Este relato de Henry James, magistral y asfixiante, de una perfección estremecedora, es, al mismo tiempo, de una ambigüedad desconcertante. Precisamente, esa ambigüedad con que el autor trata y desarrolla la historia ha hecho posible un maremágnum de lecturas. Todas ellas pueden reunirse en dos grandes grupos: el de los aparicionistas y el de los no aparicionistas, según defiendan o no la existencia de personajes fantasmales en el relato (durante muchos años el título fue traducido en España como Los fantasmas del castillo). Esta ambigüedad radica en el hecho de que la única voz narradora es la de la institutriz, siendo ella la única que parece ver a los espectros, lo que la convierte en un narrador poco fiable o sospechoso: ¿se trata de una perturbada o realmente ve fantasmas? 

Dentro de los del primer grupo me interesa resaltar aquellas lecturas que más se acercan a mis creencias. El mejor ejemplo es el sugerente ensayo que sobre el libro escribió en el año 1948 Robert N. Heilman, titulado La vuelta de tuerca como poema, y que constituye el argumento más famoso a favor de la posición aparicionista, en el que el crítico norteamericano acredita la existencia en la breve novela de ciertos elementos cristianos.

Heilman dice que «en el nivel de la acción, la historia significa exactamente lo que dice», alejándose de lecturas psicológicas y psicoanalíticas; es decir, que las suposiciones de la institutriz sobre la maldad de los sirvientes muertos (la anterior preceptora, la señorita Jessel, y Peter Quint, el criado y ayuda de cámara), la corrupción de los niños, y el regreso en espíritu de primeros, deben ser aceptados al pie de la letra. La trama transmite «el más antiguo de los temas: la lucha del mal por poseer el alma humana». Heilam califica de poema dramático el relato a causa de su lenguaje sugerente y simbólico. Un simbolismo que apunta a una realidad sobrenatural. Según el crítico, los fantasmas son el mal que sutilmente trata de apoderarse de los niños, la institutriz es la guardiana cuya función es detectar e intentar alejar ese mal, y los niños son las víctimas a corromper. Heilman detecta también en el lenguaje de la historia inconfundibles «ecos del Jardín del Edén» y de la tentación que allí tuvo lugar.

A la institutriz/narradora se le atribuye en la historia la cualidad de salvadora, no solo en un sentido general, sino a través de ciertas asociaciones cristianas. Ella usa palabras como «expiación»; habla de sí misma como una «víctima expiatoria», de su «puro sufrimiento» y de su «tormento». Y muy al comienzo planea «salvar» a los niños, para luego hablar de «proteger y defender a las pequeñas criaturas».

Estos últimos son presentados como muestra de la fragilidad del primer hombre, susceptible de ser herido por el pecado original, como criatura corruptible que puede convertirse en esclavo en el reino del mal. Así Heilman destaca la descripción que de los niños hace la preceptora: «el pecado original… encaja exactamente en la maquinaria de esta historia de dos hermosos niños que en una hermosa primavera de existencia ya sufren, no de mala gana, heridas ocultas que eventualmente los destruirán».

Por último, los espectros de los sirvientes son espíritus diabólicos, aparecidos para tentar a los vivos y llevarlos a la perdición total, a fin de terminar la labor de corrupción iniciada en vida.

Todo ello en un relato que no muestra expresamente ningún rasgo religioso, ni en el lenguaje, ni en los giros de la trama, ni en el escenario donde transcurre el drama. Pero Heilman defiende su caso muy competentemente, tanto que, tras su ensayo, resulta imposible ignorar los elementos religiosos que se encuentran, ya indiscutiblemente, en la historia. Y así, en Otra vuelta de tuerca, el sabor cristiano se deja degustar por entre cada página, entreveradas todas ellas de imágenes y símbolos de un poder evocador indudable, aunque solo accesible para aquel educado en la fe cristiana, como ocurría con la mayoría de los lectores contemporáneos de James.

No obstante, el propio James pareció librar lastre respecto al carácter trascendente y profundo de la obra cuando la describió como «pieza de ingenio puro y duro, de frío cálculo artístico, un divertimento para atrapar a los que no son fáciles de atrapar». Creo que tras leerla uno no tiene esa sensación de divertimento intrascendente, aunque es verdad que uno queda realmente atrapado. Y es que la ambigüedad que atraviesa la historia como un puñal de principio a fin no le deja a uno tranquilo.

Porque, no solo es ambigua la presencia o no de fantasmas en el relato, sino que todo, todo en la historia es ambiguo. Ambigua es la narradora/institutriz, pues no se sabe a ciencia cierta si es fiable o no, si está sujeta a algún trastorno mental de carácter obsesivo o si está perfectamente cuerda. Ambiguos son los niños, excesivamente adultos en sus maneras y decires y en su carácter moral o inmoral, y ambigua es la relación que les unía a los fallecidos, Jessel ––la primera institutriz–– y Quint ––el ayuda de cámara––, al igual que la que unía a estos entre sí. De igual manera es ambigua la proyectada influencia espiritual maligna de los espectros de estos últimos sobre los niños, que intuye y colige con sus visiones la narradora. Y como colofón, ambiguo es el final, pues si bien parece que los desvelos por la niña Flora parecen dar sus frutos liberándola finalmente de la nefasta influencia de la difunta institutriz (¿o quizá, no?), no parece pasar lo mismo con el niño, Miles, que muere y, sobre todo, que en el momento de la muerte parece renegar del bien y abrazar el mal del que pretendía librarlo la narradora, en una muerte que puede ser tomada literalmente o como una metáfora de la muerte prematura de la infancia y la inocencia (¿o quizá tampoco?).

Y así, el relato es de un pesimismo atroz y su final nada esperanzador. James no era católico, ni tan siquiera cristiano, aunque ciertamente tenía una profunda sensibilidad espiritual, nacida de una educación familiar imbuida por las pulsiones swedenborgianas de su padre mezcladas con lecturas de la Biblia y trazos de un anglicanismo residual. De esa mezcolanza espiritual y de su frecuentación de Swedenborg sacó James una cierta amargura existencial que impregna, como una atmosfera asfixiante, todo el relato, y que culmina en un aparente triunfo del mal. Quizá la lección de la novela ––aunque quizá no constituya un mensaje del propio James–– sea que en esa batalla, la que todo hombre libra cada día frente al Maligno y contra las pulsiones corruptas de sí mismo, no se puede vencer con el solo auxilio de las propias fuerzas. Es más, a veces confiar solo en la voluntad puede llevar a graves desvaríos contrarios a la recta intención inicial Quizá ocurra aquí, en esta novela, en la vuelta de tuerca que sobre la naturaleza de los niños pretende llevar a cabo la institutriz para salvarlos. Me recuerdan a los versos de T. S. Eliot:

«De cosas mal hechas y hechas para daño de otros
Que una vez consideraste ejercicio de virtud».

Hace falta un Salvador y Este, ciertamente, no está en el relato, por lo que su final no deja de ser el esperado.

EL FANTASMA DE CANTERVILLE (1889), de Oscar Wilde

                                      Dos de las numerosas ediciones del relato.

Cuando el señor Hiram B. Otis decide comprar Canterville Chase, todo el mundo trata de disuadirle advirtiéndole de que la casa está embrujada por un fantasma. Así comienza El fantasma de Canterville, el atípico cuento de fantasmas de Oscar Wilde. Entre sus dos volúmenes de cuentos de hadas (de los que he tratado aquí), Wilde publicó esta historia, un cuento de espectros frecuentemente antalogado que sitúa a una rica familia estadounidense en una finca inglesa embrujada. Con un tono desenfadado, el relato elude los terrores clásicos de la tradicional historia de fantasmas para satirizar el maltrato de los sirvientes, a las mujeres que gozan de una mala salud crónica, a las conversiones religiosas en el lecho de muerte y a las ideas erróneas que los ingleses mantienen sobre la vida y las actitudes estadounidenses. Wilde sigue las estrategias habituales de la narración gótica: el ama de llaves vestida de negro, las manchas de sangre en el suelo del salón, los paneles deslizantes de la escalera y la obligada noche de tormenta antes de la aparición del fantasma. Un espectro este bastante patético, que gime y que desprende un aura verdosa, lo cual no le impide despertar la compasión de la inocente Virginia, que finalmente se convierte en su amiga y poderosa causa de su redención final.

KWAIDAN Y OTRAS LEYENDAS Y CUENTOS FANTÁSTICOS DE JAPÓN, de Lafcadio Hearn

                                           Portadas de alguno de los libros comentados.

En el Japón, al igual que en cualquier otro lugar, se conocen desde siempre historias sobre fantasmas; de hecho este tipo de historias tiene un nombre propio: kwaidan. Un curioso personaje, Lafcadio Hearn, entre periodista, sociólogo y poeta, fue uno de los primeros que las trajo hasta nosotros. Hearn se instaló en la tierra del sol naciente a principios del siglo XX, cambió su nombre, se casó con la hija de un samurái, ejerció como profesor en una de sus universidades, y no volvió jamás a salir del archipiélago. A cambio nos dejó un buen numero de escritos en los que nos muestra un Japón tradicional, romántico y cuasi medieval; entre estos escritos encontramos un buen puñado de historias de fantasmas, de kwaidans, contadas en un estilo sencillo y directo. Según Lovecraft, en sus escritos «cristalizarán con incomparable habilidad y delicadeza las espeluznantes tradiciones y las leyendas que se susurran en aquella nación tan pintoresca».

Sus hijos de 15 años en adelante pueden disfrutar de su lectura en la edición que bajo el título, Kwaidan y otras leyendas y cuentos fantásticos de Japón, ha realizado la editorial Valdemar en su colección gótica, y en la que recoge un a selección de relatos de entre las principales obras de esta temática del autor, como son En el Japón fantasmal (1899), Sombras (1900), Miscelánea japonesa (1901), Kotto (1902) y Kwaidan (1903).

ALGUNOS FANTASMAS LOCALES

                                   Portadas de los libros de Bécquer y Valle-Inclán.

En nuestra patria chica encontramos algunas historias de fantasmas y espectros, pero, como ya he comentado, en menor medida que en otros lares. Me referiré aquí a alguno de aquellos cuentos que más huella me han causado y que a su vez más han gustado a mi hija mayor. Me refiero a El monte de las ánimas (1861), una de las leyendas narradas por Gustavo Adolfo Bécquer y a los relatos contenidos en un libro de Ramón María de Valle Inclán que me dejó huella, Jardín umbrío (1928), de los que destaco dos como propiamente de fantasmas, Del misterio y El miedo, al que pertenece este párrafo:

«Tuve miedo como no lo he tenido jamás, pero no quise que mi madre y mis hermanas me creyesen cobarde, y permanecí inmóvil en medio del presbiterio, con los ojos fijos en la puerta entreabierta. La luz de la lámpara oscilaba. En lo alto mecíase la cortina de un ventanal, y las nubes pasaban sobre la luna, y las estrellas se encendían y se apagaban como nuestras vidas».

Otros dos autores interesantes y más próximos a nosotros son Ánxel Fole y Rafael Dieste, los dos también gallegos. Fole transitó por este mundo de aparecidos, ánimas y santas compañas durante toda su vida y dedicó al tema varios de sus libros de relatos entre los que destaca De cómo me encontré con el demonio en Vigo (1997, selección de cuentos extraídos de sus libros de relatos, A lus do candil 1953, Terra brava 1955, Contos da Néboa, 1973 e Historias que ninguén cre, 1981). Dieste, por su parte, tiene un magnífico libro de relatos titulado De los archivos del trasgo (Dos arquivos do trasno, 1926). 

 

                                             Portadas de los libros comentados.

Uno de estos relatos de este último libro, contiene esa atmósfera espectral cuya consecución hace que el relator no se vea obligado a mostrar nada más para aterrar, me refiero a La luz en silencio, del que extraigo el siguiente párrafo:

«Recogí las notas, tiré la cerilla y me dirigí hacia la sala por el pasillo.
¿Quién estaba allí ahora?
No vi a nadie. No vi más que el resplandor de la vela llenando el hueco de la puerta. Pero aquel resplandor “no podía estar solo". ¿Comprendéis? Aquella luz roja, inquieta, enmarcada en la puerta, me daba, no sé por qué, la extraña seguridad de que dentro había alguien, absorto en pensamientos de lógica inaccesible. Quizá al sentirme entrar levantase la cabeza para dirigirme esa mirada perpleja con la que son acogidos los intrusos. Porque aquel resplandor “ya no era mío". Era “suyo”».

 

POE Y OTROS

«Ligeia», Wilfried Sätty (1939-1982) y «Los oyentes», Donald MaCleod (1956-2018).

Hay muchas más cosas, por supuesto. Edgar Allan Poe es una apuesta segura, pero realmente no escribió tantos cuentos de fantasmas como pudiera pensarse. Quizá cuatro o cinco que, entre dudas, paso a enumerar: Morella (1835), Ligeia (1838), La máscara de la muerte roja (1842), y El retrato oval (1842). También un par de poemas, inmensos, eso si, como son el romántico Anabel Lee (1849) y el tenebroso El cuervo (1845). En este último puede leerse:

«A partir de una triste medianoche, mientras meditaba, débil y cansado,
sobre muchos volúmenes pintorescos y curiosos de tradiciones olvidadas.
Mientras asentía con la cabeza, casi durmiendo, de repente se escuchó un ruido,
como si alguien golpeara suavemente la puerta de mi habitación .
“Es un visitante", murmuré, “llamando a la puerta de mi cuarto.
Sólo esto y nada más".
Ah, recuerdo claramente que fue en el sombrío diciembre;
Y cada brasa moribunda por separado forjó su propio fantasma sobre el suelo».

Hay un compatriota suyo, hoy olvidado, que escribió un cuento de fantasmas memorable a decir del propio Poe. Me refiero a William Gilmore Simms y a su relato, titulado, Grayling, or Murder Will Out (1845). Poe escribió al respecto: «es realmente una historia admirable, noblemente concebida y hábilmente llevada a la ejecución: la mejor historia de fantasmas jamás escrita por un estadounidense». El relato cuenta la historia de un grupo de viajeros. Durante el viaje se produce el asesinato de uno de ellos, el mayor Spencer. Dicho crimen es perpetrado por un misterioso personaje que se une a la comitiva y que responde al nombre de Mr. Macnab. Tras la muerte de Spencer, el joven Grayling, de catorce años de edad, recibe la visita de su espectro para incitarle a ir en la búsqueda de su asesino. La historia es subyugante, aunque es cierto que los fragmentos narrativos más cruciales de la historia ocurren realmente después de que la trama fantasmal se desvanece. Que yo sepa no está traducido al español. A ver si alguien se anima, porque el cuento lo merece.  

Otro poema a recordar, inquietante y suave como un céfiro otoñal, es Los oyentes (1912), del también inquietante y enigmático Walter de la Mare, quien decía que él creía y no creía en fantasmas, y que la credulidad espectral estaba firmemente arraigada en la mente humana. Los oyentes del poema, podrían ser, según él mismo, «emanaciones de los que no están totalmente vivos», o quizá «nosotros mismos. La faceta más oscura y solitaria de nuestra alma. Para decirlo más directamente, la esencia de la atención. Los oídos entre las hojas, los oídos entre las peñas. Los oídos situados en lo profundo de nuestro ser, los que escuchan todo lo que decimos». Quién lo sabe, aunque al leerlo seguramente les ocurra lo que a T. S. Eliot: que terminen enfrentados a «un misterio inexplicable». Así que les dejo a solas con el poema:

«¿No hay nadie ahí?”, gritó el Viajero, golpeando
La puerta iluminada por el claro de luna;
Mordisqueaba el caballo, en el silencio, el pasto
De la tierra del bosque recubierta de helechos;
Y un pájaro de pronto voló desde la torre
Por sobre la cabeza del Viajero… De nuevo,
Una segunda vez, golpeó a la puerta. “¿Hay alguien
Ahí?”, dijo. Mas nadie descendió hasta el Viajero;
No se asomó ninguna cabeza, entre el follaje
Que enmarcaba el alféizar, a ver sus ojos grises.
Se quedó en el umbral, inmóvil y perplejo.
Sólo una hueste, entonces, de oyentes espectrales
Que moraba en la casa solitaria del bosque
Permaneció escuchando en la quietud lunar
A esa voz que llegaba del mundo de los hombres;
Y al oírla apretaban los pálidos destellos
De la luna en la oscura escalera que baja
Al desierto vestíbulo, absortos en el aire
Trémulo y conmovido por la voz del Viajero
Solitario. En su pecho él sintió su extrañeza,
La quietud de esos seres que a su ronco llamado
Respondía. El caballo se movía, paciendo
En la hierba sombría, debajo del gran cielo
Entretejido de hojas y de estrellas calladas.
Por eso repentinamente batió la puerta
Con más potencia aún, y alzando la cabeza
Entonces exclamó: “Decidles que he venido
Y nadie respondió; que cumplí mi palabra.”
Ni un leve movimiento hicieron los oyentes,
Aunque cada palabra que el hombre pronunciaba
Resonaba por ecos a través de las sombras
De la casa en silencio, largos ecos del solo
Hombre que en esa noche aún quedaba despierto:
Ellos oyeron, ¡ay!, su pie sobre el estribo
Y el restallar del hierro por la senda de piedra,
Y cómo renacía suavemente el silencio
Cuando el ruido de cascos se extinguía en la hierba».

16.04.21

¿Fantasmas literarios?

                                        «La ola». Obra de Carlos Schwabe (1866-1926).


 

  

«Como aquel que en un camino solitario
Anda lleno de miedos y temores,
Y habiéndose una vez dado la vuelta, sigue andando
Y nunca más habrá de volver la vista atrás:
Porque sabe que un demonio espantoso
Con paso firme se aproxima a sus espaldas».

Samuel Taylor Coleridge. Rima del anciano marinero.

  

     

  

Que nuestra cultura secular se encuentra muy alejada de todo lo trascendente es algo más que una mera opinión sujeta a debate. Es un hecho constatable. Pero, al mismo tiempo y de forma sorprendente, parece claro que esta cultura se siente extrañamente atraída hacia algunos aspectos de lo sobrenatural.

Uno de esos aspectos es el que se refiere a los espíritus fantasmales. Multitud de obras literarias y cinematográficas así lo atestiguan y la actividad aparentemente lúdica del Halloween que nos coloniza, es también una muestra de ello. Pero no se trata de algo nuevo. Desde tiempo inmemorial y en toda clase de culturas, el fantasma ha sido protagonista de historias y relatos. 

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7.04.21

Los cuentos de Perrault

                             «La bella durmiente». Obra de Heinrich Lefler (1863-1919).


 

      

«Es necesario que la lectura se haga escuchando, y que las páginas impresas sean voz sin nombre».

Charles Perrault





Hace unos días, hojeando una revista especializada en literatura infantil y juvenil, leí una frase que me impactó y que rezaba así: «un ejemplo de reproducción de discursos patriarcales es la recopilación de cuentos de Charles Perrault». Reconozco que esa breve cadena de caracteres gráficos fue lo que me impulsó a escribir esta entrada (que, cierto, estaba ya en la recamara, esperando su turno). La afirmación, por si sola, no tendría nada de grave, si no fuera por el deje de manifiesto desprecio que encierra, en consonancia con el tonillo general que, de un tiempo a esta parte, emana desde las altas esferas imperantes de la política y de la cultura, descalificando todo aquello que no encaja en la corrección política del «feminismo», la «multiculturalidad» y la «diversidad».

Una vez leí la frase sentí a Perrault revolviéndose en su tumba, e imaginé a su errabundo espíritu paseándose inquieto por entre las bibliotecas, a la espera de que alguien se atreviese a reivindicar su legado. También recordé los buenos momentos pasados en mi infancia en su compañía y los que recientemente pasé con él en compañía de mis hijas. Sé que el académico francés habría querido para su defensa a un paladín de más solera y peso especifico, pero es lo que hay. Además, puede que tras estas breves líneas alguien de esas características se anime a ello.

El que venga siguiendo esta bitácora sabe con certeza que si los cuentos de Perrault encajaran en «una reproducción de discursos patriarcales» tal y como es entendida por el discurso público imperante, no encontrarían muchas objeciones aquí, pero independientemente de ello, de lo que no le cabe duda a cualquier lector atento y libre de prejuicios modernos, es que esos cuentos serían, en todo caso, mucho más. Y es que esas fijaciones igualitarias de los adalides de la modernidad, lo único que ponen de manifiesto es la grave miopía que les impide ver el verdadero mensaje y provecho que se encierran en las páginas de tales cuentos.

Los eruditos están de acuerdo en que muchos motivos de los cuentos literarios europeos proceden de la mina inagotable de las epopeyas medievales, de las leyendas hagiográficas y de las exempla, de los cuentos renacentistas y de la predicación barroca. Sin embargo, parece ser que hemos leído muy poco de esa enorme masa de literatura que recoge con seguridad un tesoro oculto de proporciones tan maravillosas como maravillas encierra. Y en la Francia del siglo XVII, donde florecieron los cuentistas alrededor de las cortes regias, Charles Perrault fue, entre otros muchos, quizá el mas conocido de los que abrevaron en tan inmenso e inagotable granero.

La forma típica de estos cuentos franceses fue la traslación al medio escrito del modo tradicional en que venían transmitiéndose de generación en generación: el relato en voz alta de los ancianos a la luz del fuego del hogar. La elección de esta formula (la mamá oca, esto es, el aya o la abuela que cuenta oralmente cuentos a los niños) podría ser no solo un homenaje a la tradición oral, sino que, además, reuniría tres funciones diferentes:

• Moralizar el contenido narrativo, pues la autoridad de la figura de la abuela responde por la rectitud de las historias.
• Pasar por alto a la persona del autor, ya que Perrault y los demás escritores franceses de cuentos de la época no reivindicaban el estatus de inventores, sino simplemente el de escritores.
• Infantilizar a los lectores u oyentes, ya que si bien, en el caso de Perrault, sus destinatarios fueron originalmente niños (sus propios hijos), estaban sobre todo dirigidos al publico cortesano, quien está así invitado a identificarse con el niño que fue en el pasado como también lo fue el propio escritor que se dirige a él.

Pero, vayamos a los cuentos.

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17.03.21

Buscando rastros de Cristo en la literatura (V y final)

                «Atardecer sobre el lago del bosque». Obra de Peder Mønsted (1859-1941). 

  

    

«Así como, por coincidencia, el escultor no hace el rostro,

Sino que lo descubre allí donde se oculta,

Permite que las cruces descubran aquello que Cristo ocultó en ti,

Y sé su imagen, o, no su imagen, sino Él».

John Donne

 

«Toda la gran literatura constituye un paso ascendente en una escalera de Jacob que sube desde la tierra hasta las misteriosas altitudes del cielo».

Thomas de Quincey

  

 

En las tres últimas entradas comenté una serie de libros en los cuales cada uno de los autores trataba de reunir en su protagonista un perfil cristiano, en el sentido de imitador de Cristo (el christomimetes), buscando una suerte de semejanza o similitud con nuestro Señor. En esta entrada pasaré a examinar otras dos formas utilizadas por los literatos para evocar Su presencia o personificar ––siquiera torpe y deficientemente–– Sus atributos. Me refiero, en primer lugar, al uso de una panoplia de caracteres o personalidades (dramatis personae) entre quienes se reparte esa representación figurada, a modo de una borrosa analogía, y, en segundo lugar, a su presentación, de modo más directo y claro, mediante una suerte de alegoría.

Los ejemplos más representativos de estas dos maneras de proceder artístico son las obras de dos amigos que, sin embargo, diferían en el enfoque de esta cuestión, lo que precisamente dio lugar a esos dos caminos paralelos. Habrán adivinado que me estoy refiriendo, respectivamente, a El Señor de los Anillos (1954/1955) de J. R. R. Tolkien (ESA) y a Las Crónicas de Narnia (1950/1956), de C. S. Lewis.

 

EL SEÑOR DE LOS ANILLOS (ESA, 1954/55)

                     «Viajando a través de la Tierra Media». John Howe (1957-).

En la grandiosa historia de Tolkien conviven tres personajes que en la opinión de muchos apuntarían, aunque por distintas razones, a Cristo mismo; me refiero a Frodo, Gandalf y Aragorn. Los tres refractarían diferentes imágenes de semejanza a Cristo, y ellos mismos, tomados en conjunto, conformarían una trinidad (aunque no en un sentido teológico), ya que realizan conjuntamente en la Tierra Media la analogía del ministerio de Cristo. En última instancia, la pregunta a formular aquí no sería, como en las obras anteriores, «¿Cuál de los protagonistas de la historia es imagen de Cristo?» sino, «¿Dónde está Cristo en la historia?», y su respuesta se encontrará allá donde la acción de cada uno de estos personajes haga honor a su Persona.

El filósofo católico Peter Kreeft (Philosophy of Tolkien, 2005) nos introduce en ello: «No hay una figura de Cristo completa, concreta y visible en “El Señor de los Anillos", como Aslan en Narnia. Pero Cristo, aunque a veces de manera invisible, está realmente presente en toda la historia. “El Señor de los Anillos” es como la Eucaristía. Bajo su apariencia encontramos a Cristo (…) verdaderamente oculto: “quae sub his figuris vere latitat"», y también, «más claramente presente en Gandalf, Frodo y Aragorn, que representan tres figuras de Cristo». Kreeft aboga vigorosamente por este enfoque trino: Gandalf, Frodo, y Aragorn son tres figuras de Cristo las cuales, sigue diciendo, «ejemplifican el triple simbolismo mesiánico del Antiguo Testamento: profeta (Gandalf), sacerdote (Frodo) y rey (Aragorn) (…) y se correlacionan con los tres poderes distintivos del alma, como lo han descubierto casi todos los psicólogos desde Platón a Freud: cabeza, corazón y manos, o bien mente, emociones y voluntad. Por esta razón, muchos grandes cuentos tienen tres protagonistas como Gandalf, Frodo y Aragorn». En esta misma línea, Stratford Caldecott encontró en Gandalf, Aragorn y Frodo no sólo ejemplos de heroísmo cristiano, sino también «una especie de ‘figura de Cristo’» (Over the Chasm of Fire: Christian Heroism in The Silmarillion and The Lord of the Rings, 1999), al igual que E. Fuller, quien los consideró al menos como anticipaciones parciales de Cristo (The Lord of the Hobbits: J R R Tolkien, 1976).

Siguiendo esta estela, Jorge Ferro, en su imprescindible Leyendo a Tolkien (Vórtice, 1996), nos dice: «La novela es una gran parábola del mensaje cristiano, es un refractarse de la imagen de Cristo, que es el sumo analogado, en los personajes centrales del relato. En tres de ellos esto resulta particularmente patente: en Frodo como redentor y víctima, en Aragorn como rey y en Gandalf como figura sacerdotal».

De esta manera tendríamos, como Cristo redentor, al personaje de Frodo. Como nos sigue diciendo Ferro:

«La figura más clara en este sentido es Frodo, en quien la imagen de Cristo es más fácilmente reconocible. Vemos que es célibe, como Cristo, y que lleva una carga como Éste lleva su cruz. Frodo es despojado de sus vestiduras y azotado, y una de las frases que pronuncia en su dolor es “Tengo sed”. Hay un creciente desasimiento. Y necesita un Cireneo, que no será otro que el fiel Sam, quien cargará con el anillo durante un tiempo (ESA, II, pp. 475 ss.) e incluso con el mismo Frodo (ESA, III, p. 288)».

A lo mismo apunta el R. P. José Miguel Marqués Campo en su interesante artículo El señor de los anillos: la verdad cristiana detrás del mito de Tolkien, cuando comenta que Frodo es «una figura del Siervo Doliente del Señor (Isaías) y, por tanto, figura de Cristo, pues como Cristo, Frodo entra en el corazón del reino enemigo para así destruirlo. Contemplamos el sacrificio voluntario de Frodo, aun hasta la muerte si fuera necesario, para que otros puedan vivir. Aunque no lo haya querido, lleva voluntariamente el peso del Anillo, como Cristo lleva voluntariamente el peso de la cruz».

En segundo lugar, como Cristo Rey, la figura a considerar sería la de Aragorn. Jorge Ferro comenta lo siguiente:

«Está también la reyecía de Cristo figurada en Aragorn: el Rey que viene, que se va manifestando. Hay en su torno un hálito de adviento. Es el que viene a ocupar el trono, a hacerse cargo de lo que es suyo. El que volverá algún día, tema que ciertamente en el mundo tradicional está abundantemente tratado; basta recordar los ciclos medievales. El rey que cura, que pondrá orden, que traerá consigo paz y fecundidad: ese es Aragorn». Esta es la misma visión de Clyde S. Kilby, un erudito profesor norteamericano que admiraba por igual la obra de Tolkien y la de Lewis, para quien Aragorn «podría simbolizar la realeza y la omnisciencia, la omnipotencia y la omnipresencia amorosa de Cristo».

El padre Marqués Campo (El catolicismo en Tolkien y en El Señor de los Anillos. Una aproximación con afecto, 2009), tiene una visión semejante, aún cuando no asimila a Aragorn directamente a Cristo sino con el rey David y con Carlomagno; así dice: «Aragorn es coronado por Gandalf y la paz que trae a su reino —’porque has asumido el gran poder, y comenzaste a reinar’ (Apocalípsis, 11, 17)— evoca la figura de Carlomagno, restaurador del Imperio, y al ser comparado con un árbol o retoño, prefigura un predecesor de Cristo, como lo es el Rey David».

Finalmente, en relación a Cristo como sumo sacerdote, el prototipo estaría representado por Gandalf. En la citada obra, Leyendo a Tolkien, continúa diciéndonos Ferro:

«Gandalf, que cumple, en cierto modo, un rol sacerdotal (…) En el Antiguo Testamento la gran figura sacerdotal es Melquisedec, cuya resonancia apunta con fuerza en Gandalf. Como a aquel, no le conocemos autor de días, aparece misteriosamente, no conocemos su morada original (cf. Heb. 7, 3). La tradición de la Iglesia ha visto en Melquisedec la figura del sacerdocio de Cristo, viniendo directamente de lo alto, y no trasmitido por la sangre». Así mismo, citando al jesuita Guido Sommavilla, nos señala Ferro que en Gandalf el Blanco vemos el arquetipo lejano y absoluto de «Cristo, muerto y resucitado (de hecho, Gandalf de algún modo muere y desaparece en el abismo, en un choque audaz con el enemigo y después vuelve transfigurado)».

El ya citado Clyde S. Kilby, creía, con Tolkien, que ESA no era una alegoría sino un mito y que ese era el camino apropiado para contar historias. De acuerdo con esta opinión, para él la gran obra de Tolkien no es «una ‘declaración’ o un ’sistema’. Es una historia para ser disfrutada, no un sermón para ser predicado». Pero, aclara que se trata sin duda de una historia de significación cristiana que «sugiere profundamente la tristeza de un paraíso perdido y la gloria de uno que puede ser recuperado». El mismo Tolkien nos lo cuenta en su poema Mitopeia, del cual adjunto un fragmento:

«El corazón del hombre no está hecho de engaños,

y obtiene sabiduría del único que es Sabio,

y todavía lo invoca. Aunque ahora exiliado,

el hombre no se ha perdido ni del todo ha cambiado.

Quizá sea un des-graciado, pero no ha sido destronado,

y aún lleva los harapos de su señorío,

el dominio del mundo por medio de actos creativos […]

hombre, subcreador, luz refractada

a través del quien se separa en fragmentos de Blanco

de numerosos matices, que se continúan sin fin

en formas vivas que van de mente en mente.

Aunque hayamos llenado las grietas del mundo

con elfos y duendes, aunque hayamos levantado

dioses y estancias a partir de la oscuridad y de la luz, […]

era nuestro derecho

(bien o mal usado). El derecho no ha decaído.

Aún creamos según la ley en la que fuimos creados».

Y es que, independientemente de otras razones, Tolkien, aunque hubiera querido, no hubiera podido hacer uso de la alegoría como hizo Lewis, ni siquiera de una analogía perfecta o completa, porque su historia se desarrolla en este mundo nuestro antes de la Encarnación (unos 11 milenios antes, según las cuentas del padre Irigaray). Si Frodo, Gandalf o Aragorn se hubieran asimilado muy cercanamente a Cristo (y mucho menos si se hubieran asimilado del todo), ya serían Cristo mismo, y se habrían convertido en los salvadores de la Tierra Media, desplazando así a Jesús como su único y verdadero Rey y Señor. Podemos discutir ––y muy probablemente se seguirá discutiendo–– sobre si es posible encontrar en la obra de Tolkien la existencia de una o varias analogías de Cristo, y en cierto modo, tales discrepancias encuentran abrigo en el propio autor y su concepto de «aplicabilidad». Como dice Eduardo Segura, Tolkien sostenía que «es posible que un mismo pasaje diga cosas distintas en diferentes situaciones existenciales», y por lo tanto, que es perfectamente posible que una obra literaria diga cosas diferentes a lectores diferentes o incluso al mismo lector en distintos momentos de su vida. La diferencia entre la «suposición» alegórica de Lewis y la «aplicabilidad» de Tolkien radicaría, según este último, en que en la primera su significado permanece en el dominio intencionado del autor, y en la segunda se traslada a la libertad del lector.

Pero, donde creo que no hay discusión es en que su gran obra es resultado de una imaginación profundamente cristiana que recoge símbolos e imágenes nacidas muy hondamente en las entrañas del propio Tolkien, siendo esta la razón de que el relato responda, aunque de manera imperfectamente análoga, a la historia y pasión de Cristo. Muy imperfectamente análoga, ya que, propio Tolkien reconoció en una de sus cartas, la Encarnación de Dios es algo infinitamente más grande que nada que se hubiera podido atrever a escribir.

 

LAS CRÓNICAS DE NARNIA (1950/56)

                               «Aslan y Caspian». Ilustración de Justin Sweet.

Suele plantearse como una cuestión fuera de toda discusión que Lewis nos presenta al personaje de sus Crónicas de Narnia, el león Aslan, como una representación alegórica de Cristo. Es cierto que esta correspondencia fue, en algún modo, corroborada por el propio Lewis, aunque como él nos confiesa, no fue intencional; así en una carta dirigida a James E. Higgins, dice: «Los libros de Narnia no son tanto alegoría como suposición: ’supongamos que hay un mundo de Narnia y que, como el nuestro, necesita redención. ¿A qué tipo de encarnación y de la pasión podría suponerse que Cristo se sometería allí?’», y añade luego: «Solo después de que Aslan entró en la historia ––por su propia cuenta; nunca lo llamé–– recordé al ‘León de Judá’ de las Escrituras». Siguiendo con palabras del propio Lewis, podemos ver así a Narnia como «un par de gafas, algo que hace posible ver todo lo demás de una manera nueva».

El biógrafo de Lewis, Alister McGrath, resume esa visión alegórica con la que el autor británico relata la historia de la Salvación, de esta manera:

«Una creación buena y hermosa se echa a perder y se arruina por una caída, en la que se niega y se usurpa el poder del creador. El creador entra en la creación para romper el poder del usurpador, y restaura las cosas mediante un sacrificio redentor. Sin embargo, incluso después de la venida del redentor, la lucha contra el pecado y el mal continúa, y no terminará hasta la restauración final y la transformación de todas las cosas. Esta metanarrativa cristiana […] proporciona un marco literario y una base teológica a las múltiples historias que se entretejen y se entrecruzan en las Crónicas de Narnia de Lewis».

Pero, debido a la trascendencia de la cuestión (el tratamiento de Cristo en una obra de ficción por parte de un autor cristiano), lo de la claridad no está tan claro, valga la redundancia. La presencia de Cristo en Las Crónicas, representado en una suerte de alegoría por Aslan, es, en cualquier caso, una presencia misteriosa y apofática y por lo tanto se trata de una alegoría imperfecta, como no podía ser de otra manera. Siguiendo al propio Lewis, podríamos decir que en Narnia se trata de contestar a la pregunta «¿qué pasaría sí…?» y que, como respuesta, se nos ofrece una suerte de símbolos alegóricos, el más fuerte, claro y constante de los cuales es el de Aslan representando a Cristo.

No obstante, esta especie de alegoría no mantiene la misma intensidad y claridad a lo largo de toda la obra. Puede sostenerse que solo la primera y la última de Las Crónicas de Narnia expresan explícitamente el mensaje cristiano. Las restantes, que también presentan a Aslan, lo hacen de manera más velada. Como dice Peter J. Schakel:

«Entretejido a través de estas representaciones claramente cristianas de Aslan hay un hilo de misterio. En ‘El sobrino del mago’ es el creador, y su canto llena Narnia de luz y vida. En ‘La última batalla’ es un juez, que separa a los que lo aman y quieren estar con él en la Nueva Narnia (el cielo) de los que no lo hacen. En ‘El Príncipe Caspian’ sólo es visible para aquellos que creen que está allí, y muchos se preguntan “¿Por qué no puedo verlo?”. En ‘La Silla de Plata’ le dice a Jill, “He tragado chicas y chicos, mujeres y hombres, reyes y emperadores, ciudades y reinos”, no como si estuviera presumiendo, o arrepentido, o enfadado, sino simplemente declarando un hecho, aunque su significado sea desconcertante. En ‘El caballo y el muchacho’, cuando Shasta pregunta a una criatura invisible que camina a su lado en la oscuridad “¿Quién eres?”, una voz responde tres veces “Yo”, lo que apunta misteriosamente al encuentro de Moisés y a la Trinidad. Kallistos Ware tiene razón cuando llama a Aslan “un león profundamente apofático: no es siempre pacífico o manso; nunca está bajo el control de nuestra voluntad humana o de nuestra lógica humana; permanece siempre como ‘el Otro inimaginable’ que está todavía singularmente cerca de nosotros”».

Todo ello encaja en la idea de Lewis de no hacer una alegoría perfecta, sino más bien semejante a un paralelismo o a una suposición, lo que también le dio mayor libertad para tratar con el respeto y la reverencia debida a Cristo. Como dice Peter Kreeft, Lewis pudo así identificar en su suposición a Aslan con el Salvador. De hecho, Kreeft, en una postura bastante audaz, va más allá de toda analogía y tipología al decir que «Aslan no es una alegoría de Jesús», sino que «Aslan es Jesús; eso es lo que Lewis les dijo a los niños que le escribieron diciéndole que les preocupaba amar a Aslan más que a Jesús».

Para acabar, quizá sea ilustrativo señalar las diferencias que se dan entre una y otra forma de evocar a Cristo, entre la forma de Tolkien y la de Lewis. Como dice Forrest W. Shultz, «la analogía Cristológica de Tolkien difiere de la de C.S. Lewis. Narnia no es el pasado de la Tierra, sino que es un mundo completamente distinto que coexiste en el tiempo con la Tierra. Aslan en Narnia es la analogía de Cristo “in toto”, i.e., Aslan es una encarnación de Dios en una criatura, y por consiguiente, no tiene pecado, no comete errores, provee expiación por el pecado y la salvación completa, y obtiene una victoria final absoluta sobre el mal. Pero en la Tierra Media las figuras parciales de Cristo, (Gandalf, Frodo y Aragorn), de manera conjunta, son solo tipos de Cristo, i.e., prefiguran lo que Cristo mismo hará en el futuro cuando Él venga. Ellos, como los tipos de Cristo en el Antiguo Testamento, no son divinos, no son sin pecado, pueden y cometen errores y no proveen una salvación y una victoria total y completa sobre el mal, solo proveen una salvación y una victoria muy limitadas, lo que contrasta con la salvación y la victoria completa que Cristo proveerá en el futuro.

Gandalf, Frodo y Aragorn son, respectivamente, bosquejos de los oficios de Cristo: profeta, sacerdote y rey. Ellos no hacen y no pueden hacer la obra de Cristo porque, a diferencia de Aslan en un mundo diferente, están en este mundo en un pasado remoto e imaginario y por lo tanto solo pueden prefigurar, de manera tipológica, lo que Cristo hará en el futuro. La Tierra Media es un mundo de fantasía. Pero es descrito como el pasado remoto de nuestra tierra, no como un mundo totalmente diferente, como Narnia».

Finalmente, lo que no debemos olvidar es el carácter no intencional de estos dos experimentos creativos. Ni Tolkien (rechazando activamente la existencia de una intención religiosa en su obra), ni Lewis (reconociendo el carácter involuntario de un sí reconocido mensaje cristiano en la suya), actuaron con una intención inicial de crear un relato apologético o evangelizador. Fueron guiados (y sorprendidos) por su imaginación y sus creencias cristianas, y quizá iluminados o asistidos por una misteriosa «brisa en las horas de fuego» de su acto creativo.

 

EPÍLOGO

En esta breve recopilación he tratado de mostrar un imposible y cómo ese imposible, no obstante su anticipado fracaso, ha dado frutos, en consonancia con el espíritu cristiano. Sin embargo, el mayor de estos frutos, la más grande enseñanza del malogro de tales experiencias creativas, artísticas e imaginativas («según la ley en la que fuimos creados») no se encuentra en el relato mismo ni en sus personajes análogos a Cristo, sino que radica fuera de la narración. La mayor de las enseñanzas de estas experiencias artísticas es la reafirmación de la excepcionalidad del modelo ––Cristo–– y la confirmación apofática del misterio de su divinidad. Porque, si algo sacamos en claro de la lectura de todas estas obras es que, el plano espiritual, sobrenatural y trascendente de Aquel a quien se trata de imitar, al tiempo que deshumaniza y tornar utópicos a sus protagonistas/imitadores, llevado a sus últimas consecuencias en el Dios hecho Hombre, lo revela intensamente vivo y palpitante, intensamente real. Ninguno de los personajes mentados aquí, ni ningún otro, real o ficticio, se acerca ni de lejos a la vivacidad y personalidad atractiva y seductora de Cristo, en una palabra, a su autenticidad. Ninguno.

Porque, lo sepamos o no, cada uno de nosotros tiene un arquetipo, que es aquello que Dios piensa de nosotros como individuos irrepetibles y únicos y, en último término, ese pensamiento divino tiene como referencia a Cristo. Él es el supremo arquetipo del que somos imagen y semejanza. El que juguemos o no literariamente a representar, alegórica o análogamente a Cristo en nuestras imperfectas re-creaciones artísticas, carece de importancia. Solo cuando Cristo haya realizado en nosotros esa perfección (y hallamos abandonado por su mediación al hombre viejo ––Adán–– y le hallamos abrazado a Él como Hombre nuevo ––Cristo––), solo entonces, se nos dará un nombre ––nuestro nombre verdadero–– que responderá a lo que de verdad somos. Pero esto ya no tendrá nada de literario y todo lo literario carecerá entonces de importancia, ¿verdad?