De la (in)tolerancia y los buenos y grandes libros: (I)
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«La última oración de los cristianos», de Jean-Léon Gérôme (1824-1904), y «Los ahogamientos de Nantes en 1793» de Joseph Aubert (1849-1924) |
«La tolerancia es la virtud del hombre sin convicciones».
G. K. Chesterton
«La Iglesia es intolerante por principio porque cree; ella es tolerante en la práctica porque ama. Los enemigos de la Iglesia son tolerantes en principio porque no creen; son intolerantes en la práctica porque no aman».Réginald Garrigou-Lagrange
Vivimos tiempos extraños: la mayoría ya no cree en la Verdad, esa antigua palabra que solemnemente evocaba una armonía secreta entre el pensamiento y la realidad. Al parecer, la Verdad ya no existe. Y si no existe, se argumenta, todo el mundo puede —y debe— expresar, difundir y vivir de acuerdo con su «verdad» particular. Dos son los principios que inspiran este clima: el kantiano (originado en el pensamiento de Immanuel Kant), según el cual nadie debe ser forzado contra su conciencia autónoma, y el rawlsiano (nacido de las ideas de John Rawls), que afirma que una sociedad pluralista ha de mantener una paz justa entre visiones morales necesariamente diversas. Este ideal implanta en muchas mentes la convicción —si no consciente, al menos intuitiva— de que toda creencia merece el mismo respeto. De ahí que la Verdad ya no exista.
Pero si, como creemos —y la experiencia corrobora—, la Verdad excede la mera conformidad subjetiva y designa la naturaleza misma de la realidad —apuntando a Dios como única realidad—, entonces ella prevalece sobre el pensamiento humano y no depende en absoluto de él.
De acuerdo con esto, la posición mayoritaria antes comentada se revela frágil e inconsistente, a la par que ingenua. Pero es la posición dominante. Y sobre sus cimientos se erige uno de los principales dogmas seculares modernos: el de la sagrada tolerancia.
Aceptémoslo: la tolerancia como valor absoluto rige hoy, y este absolutismo la convierte en enemiga de la Verdad y colaboradora del error y la mentira. Paradójicamente, al optar entre dos absolutismos, la modernidad prescinde del legítimo —la Verdad— y se decanta por el impostado —la tolerancia—, sin reparar en el disparate de tal elección. Y así, la tolerancia reina como un falsario monarca que tiraniza y destruye a la Verdad.
Por ello, debe ser combatida, o al menos reducida a sus justos términos, que de ninguna manera pueden ser absolutos.
Quizá, acudiendo a Aristóteles y a santo Tomás de Aquino, podamos encontrar, como de ordinario, alguna ayuda en este importante asunto.
De entrada, ambos filósofos sostienen que la Verdad —esa Verdad con mayúsculas a la que me refiero— es, por principio, intolerante. Y lo es porque es una, inalterable y definitiva.
No obstante, Aquino reconoció la conveniencia de cierto grado de tolerancia: aunque la Verdad sea única, las personas pueden errar en su búsqueda. En consecuencia, defendió la idea de una relativa tolerancia hacia aquellos que sostienen creencias erróneas, reconociendo su libertad de conciencia y permitiéndoles buscar la Verdad por sí mismos. Así, mientras la Verdad y el error, y el bien y el mal, no pueden conciliarse —de ahí que la intolerancia hacia el error sea una virtud—, la caridad prohíbe extender esta intolerancia contra aquellos que yerran.
La larga historia cristiana de tolerancia apoya esta distinción. Sin duda, ha sido —y es— un camino plagado de espinas, de avances y retrocesos. Pero todas estas incidencias no son imputables al cristianismo mismo, sino a algo que este predica como dogma de fe: la imperfecta naturaleza humana, herida por el pecado.
Frente a la desinformada opinión moderna, la tolerancia no es un concepto novedoso, hijo de la Ilustración volteriana. Por el contrario, su origen puede rastrearse en textos y reflexiones cristianas mucho más antiguas, desde la patrística hasta los contrarreformistas, pasando por los escolásticos medievales y tardomedievales. Una tolerancia que, desde luego, no responde a la caricatura histórica que se nos ha vendido y que ha dado lugar al mito historiográfico moderno de la intolerante Cristiandad: se trata de una tolerancia que no implica una renuncia a la Verdad y al Bien, ni una confusión con la falsedad y el mal, y que, respetando la conciencia personal y el libre albedrío, distingue al hombre —siempre redimible— de su acción.
Pero, como hemos dicho ya, este reconocimiento del libre albedrío en la búsqueda de la Verdad no puede ser absoluto, pues, a causa de la deficiencia humana, muchos hombres pueden caminar tras el error, abocados a su condenación. Por ello, es de extraordinaria importancia la corrección fraterna. Esto implica que los individuos tienen la responsabilidad moral de ayudar a otros a comprender la Verdad y corregir sus errores en un espíritu de amor y caridad. Esta corrección debe realizarse de manera prudente y respetuosa, reconociendo la dignidad y la libertad individual, para así ayudar a otros a corregir sus errores en un espíritu de fraternidad y respeto mutuo.
Hoy, sin embargo, no solo se proclama a los cuatro vientos el oxímoron de una tolerancia absoluta, sino que, además, se malinterpreta el concepto mismo de tolerancia, generando con ello dos errores opuestos:
El primero es desvelado por la frase de Chesterton al comienzo del artículo. Se trata de una idea de la tolerancia tal como es entendida por el hombre autodenominado «conservador». Es su debilidad —y, en ocasiones, su conveniencia— la que le lleva a aceptar, poco a poco, el error (y, por lo tanto, el mal), siendo la excusa de esa debilidad la tolerancia. La razón de esa flaqueza es la falta de verdaderas convicciones. Transige, renunciando así a sus ideas, en aras de evitar conflictos. No quiere luchar ni asumir riesgos, y por ello acepta claudicar frente al error, lo que le resulta fácil, ya que carece de principios. Esta idea de tolerancia es enemiga de la Verdad.
El segundo error es el propio del progresista, hoy llamado «woke» o despierto. Bajo el honorable nombre de tolerancia, este tipo de individuo promueve su «verdad» y lo hace sin respetar la libertad de conciencia ni el derecho de cada hombre a buscar la Verdad en libertad. Se trata, en último término, de un disfraz dialéctico tras el cual se esconde el igualitarismo que, como argumentó Platón en La República, tiene a la tiranía como su secuela natural.
Fue el poeta Samuel Taylor Coleridge quien escribió: «He visto mostrar una intolerancia flagrante en apoyo de la tolerancia».
Esto es así porque esta idea de la tolerancia, sostenida en alzas por el relativismo, termina promoviendo el dogmatismo y la intolerancia: si nunca te equivocas, si todo lo que crees es cierto para ti, ¿por qué no deberías aferrarte dogmáticamente a lo que sea que creas? ¿Y por qué no dar el siguiente paso y negar la tolerancia a quienes no están de acuerdo contigo? ¿Por qué no imponer tu verdad por todos los medios a tu alcance?
La realidad es que no solo la historia nos demuestra que esto suele ser así, sino que hoy mismo, en nuestra vida cotidiana en el mundo occidental, esto es así. Se trata, por lo tanto, de una idea de tolerancia que persigue a la Verdad.
Frente a este panorama, la auténtica tolerancia reconoce la Verdad como su fundamento, al tiempo que admite la falibilidad humana, y por ello ha de ejercerse con caridad: firme frente al error, compasiva con el errado, tal y como nos recuerda el padre Garrigou-Lagrange. Solo así la tolerancia cumple su verdadero sentido y se reconcilia con la Verdad.
Y la literatura, como siempre, puede ayudarnos a vislumbrar con más claridad estas cuestiones. Por ello, en la próxima entrada examinaremos varias novelas que, en tono poético, arrojan alguna luz sobre este complejo asunto.