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22.05.25

De la (in)tolerancia y los buenos y grandes libros: (I)

   «La última oración de los cristianos», de Jean-Léon Gérôme (1824-1904),   y «Los ahogamientos de Nantes en 1793» de  Joseph Aubert (1849-1924)

 

 

«La tolerancia es la virtud del hombre sin convicciones».

G. K. Chesterton


«La Iglesia es intolerante por principio porque cree; ella es tolerante en la práctica porque ama. Los enemigos de la Iglesia son tolerantes en principio porque no creen; son intolerantes en la práctica porque no aman».

Réginald Garrigou-Lagrange

  

 

Vivimos tiempos extraños: la mayoría ya no cree en la Verdad, esa antigua palabra que solemnemente evocaba una armonía secreta entre el pensamiento y la realidad. Al parecer, la Verdad ya no existe. Y si no existe, se argumenta, todo el mundo puede —y debe— expresar, difundir y vivir de acuerdo con su «verdad» particular. Dos son los principios que inspiran este clima: el kantiano (originado en el pensamiento de Immanuel Kant), según el cual nadie debe ser forzado contra su conciencia autónoma, y el rawlsiano (nacido de las ideas de John Rawls), que afirma que una sociedad pluralista ha de mantener una paz justa entre visiones morales necesariamente diversas. Este ideal implanta en muchas mentes la convicción —si no consciente, al menos intuitiva— de que toda creencia merece el mismo respeto. De ahí que la Verdad ya no exista.

Pero si, como creemos —y la experiencia corrobora—, la Verdad excede la mera conformidad subjetiva y designa la naturaleza misma de la realidad —apuntando a Dios como única realidad—, entonces ella prevalece sobre el pensamiento humano y no depende en absoluto de él.

De acuerdo con esto, la posición mayoritaria antes comentada se revela frágil e inconsistente, a la par que ingenua. Pero es la posición dominante. Y sobre sus cimientos se erige uno de los principales dogmas seculares modernos: el de la sagrada tolerancia.

Aceptémoslo: la tolerancia como valor absoluto rige hoy, y este absolutismo la convierte en enemiga de la Verdad y colaboradora del error y la mentira. Paradójicamente, al optar entre dos absolutismos, la modernidad prescinde del legítimo —la Verdad— y se decanta por el impostado —la tolerancia—, sin reparar en el disparate de tal elección. Y así, la tolerancia reina como un falsario monarca que tiraniza y destruye a la Verdad.

Por ello, debe ser combatida, o al menos reducida a sus justos términos, que de ninguna manera pueden ser absolutos.

Quizá, acudiendo a Aristóteles y a santo Tomás de Aquino, podamos encontrar, como de ordinario, alguna ayuda en este importante asunto.

De entrada, ambos filósofos sostienen que la Verdad —esa Verdad con mayúsculas a la que me refiero— es, por principio, intolerante. Y lo es porque es una, inalterable y definitiva.

No obstante, Aquino reconoció la conveniencia de cierto grado de tolerancia: aunque la Verdad sea única, las personas pueden errar en su búsqueda. En consecuencia, defendió la idea de una relativa tolerancia hacia aquellos que sostienen creencias erróneas, reconociendo su libertad de conciencia y permitiéndoles buscar la Verdad por sí mismos. Así, mientras la Verdad y el error, y el bien y el mal, no pueden conciliarse —de ahí que la intolerancia hacia el error sea una virtud—, la caridad prohíbe extender esta intolerancia contra aquellos que yerran.

La larga historia cristiana de tolerancia apoya esta distinción. Sin duda, ha sido —y es— un camino plagado de espinas, de avances y retrocesos. Pero todas estas incidencias no son imputables al cristianismo mismo, sino a algo que este predica como dogma de fe: la imperfecta naturaleza humana, herida por el pecado.

Frente a la desinformada opinión moderna, la tolerancia no es un concepto novedoso, hijo de la Ilustración volteriana. Por el contrario, su origen puede rastrearse en textos y reflexiones cristianas mucho más antiguas, desde la patrística hasta los contrarreformistas, pasando por los escolásticos medievales y tardomedievales. Una tolerancia que, desde luego, no responde a la caricatura histórica que se nos ha vendido y que ha dado lugar al mito historiográfico moderno de la intolerante Cristiandad: se trata de una tolerancia que no implica una renuncia a la Verdad y al Bien, ni una confusión con la falsedad y el mal, y que, respetando la conciencia personal y el libre albedrío, distingue al hombre —siempre redimible— de su acción.

Pero, como hemos dicho ya, este reconocimiento del libre albedrío en la búsqueda de la Verdad no puede ser absoluto, pues, a causa de la deficiencia humana, muchos hombres pueden caminar tras el error, abocados a su condenación. Por ello, es de extraordinaria importancia la corrección fraterna. Esto implica que los individuos tienen la responsabilidad moral de ayudar a otros a comprender la Verdad y corregir sus errores en un espíritu de amor y caridad. Esta corrección debe realizarse de manera prudente y respetuosa, reconociendo la dignidad y la libertad individual, para así ayudar a otros a corregir sus errores en un espíritu de fraternidad y respeto mutuo.

Hoy, sin embargo, no solo se proclama a los cuatro vientos el oxímoron de una tolerancia absoluta, sino que, además, se malinterpreta el concepto mismo de tolerancia, generando con ello dos errores opuestos:

El primero es desvelado por la frase de Chesterton al comienzo del artículo. Se trata de una idea de la tolerancia tal como es entendida por el hombre autodenominado «conservador». Es su debilidad —y, en ocasiones, su conveniencia— la que le lleva a aceptar, poco a poco, el error (y, por lo tanto, el mal), siendo la excusa de esa debilidad la tolerancia. La razón de esa flaqueza es la falta de verdaderas convicciones. Transige, renunciando así a sus ideas, en aras de evitar conflictos. No quiere luchar ni asumir riesgos, y por ello acepta claudicar frente al error, lo que le resulta fácil, ya que carece de principios. Esta idea de tolerancia es enemiga de la Verdad.

El segundo error es el propio del progresista, hoy llamado «woke» o despierto. Bajo el honorable nombre de tolerancia, este tipo de individuo promueve su «verdad» y lo hace sin respetar la libertad de conciencia ni el derecho de cada hombre a buscar la Verdad en libertad. Se trata, en último término, de un disfraz dialéctico tras el cual se esconde el igualitarismo que, como argumentó Platón en La República, tiene a la tiranía como su secuela natural.

Fue el poeta Samuel Taylor Coleridge quien escribió: «He visto mostrar una intolerancia flagrante en apoyo de la tolerancia».

Esto es así porque esta idea de la tolerancia, sostenida en alzas por el relativismo, termina promoviendo el dogmatismo y la intolerancia: si nunca te equivocas, si todo lo que crees es cierto para ti, ¿por qué no deberías aferrarte dogmáticamente a lo que sea que creas? ¿Y por qué no dar el siguiente paso y negar la tolerancia a quienes no están de acuerdo contigo? ¿Por qué no imponer tu verdad por todos los medios a tu alcance?

La realidad es que no solo la historia nos demuestra que esto suele ser así, sino que hoy mismo, en nuestra vida cotidiana en el mundo occidental, esto es así. Se trata, por lo tanto, de una idea de tolerancia que persigue a la Verdad.

Frente a este panorama, la auténtica tolerancia reconoce la Verdad como su fundamento, al tiempo que admite la falibilidad humana, y por ello ha de ejercerse con caridad: firme frente al error, compasiva con el errado, tal y como nos recuerda el padre Garrigou-Lagrange. Solo así la tolerancia cumple su verdadero sentido y se reconcilia con la Verdad.

Y la literatura, como siempre, puede ayudarnos a vislumbrar con más claridad estas cuestiones. Por ello, en la próxima entrada examinaremos varias novelas que, en tono poético, arrojan alguna luz sobre este complejo asunto.

13.05.25

La sagrada labor del padre: Charles Ingalls y Gervase Crouchback

     «Paseo en la carreta» (detalle). N. C. Wyeth (1882-1945).

       

   

          

«El corazón de un padre es la obra maestra de la naturaleza».

Abate Prévost. Manon Lescaut



«Los domingos, también mi padre se levantaba temprano,
Y tras vestirse en medio del frío negro azulado,
Con las manos agrietadas y doloridas
Del duro trabajo semanal,
Encendía las brasas. Nadie le dio nunca las gracias.

Yo despertaba y oía al frío astillarse, romperse.
Cuando las habitaciones estaban caldeadas, él me llamaba,
Y yo, lentamente, me levantaba y me vestía
Temeroso de las irás crónicas de aquella casa,

Hablándole con indiferencia,
A quien había ahuyentado el frío
Y lustrado también mis mejores zapatos.
Más, ¿qué sabía yo? ¿Qué sabía yo

De los austeros y solitarios oficios del amor?»


Robert Hayden

 

 

El mundo, en su reciente e imprudente entusiasmo por derribar los muros de carga sobre los que reposa, lleva ya un tiempo vilipendiando la figura del padre como un tirano doméstico o, en el mejor de los casos, un estúpido prescindible. Quizá esto se deba a que se ha olvidado para qué sirven los padres, o quizá lo que ocurre es que se desea su aniquilación. Quién sabe. En todo caso, nunca está de más recordar cuál era su antaño sagrada misión, y la importancia imprescindible de la misma.

El padre es, ante todo, una paradoja. Y, dado el deterioro cognitivo que sufrimos hoy, quizá por eso no se le comprenda en absoluto. El padre es aquel que porta cargas que nadie ve; el monarca de un reino que reniega de su rey. No solo es amigo, protector, maestro, aunque también deba serlo. No es únicamente un mero proveedor, aunque sin duda provee. Es, en su sabiduría fuera de toda moda, un necesario constructor de muros de contención. Y en esta labor de protección se le denigra duramente.

Pero, un padre no ejerce su función por reconocimiento o aplauso. Lo hace porque eso es lo que hacen los padres. Porque es lo que los hijos necesitan. Ya lo recordaba el gran Chesterton: los modernos se escandalizan de que los niños necesiten límites; y se escandalizan aún más al descubrir que esos límites les hacen felices. Una valla, dicen los sabios, es una opresión, hasta que, de repente, los niños se precipitan por el acantilado que hay tras ella.

En nuestro celo moderno por la libertad y la igualdad, hemos descuidado el principio del orden, sin el cual ninguna libertad es segura y ninguna igualdad justa. Cuando el padre abdica o desaparece, cuando un padre deja de construir muros, el hogar se derrumba; y cuando el hogar se derrumba, la sociedad decae. Porque la familia es la institución social primaria y fundamental y, por tanto, condición previa de todo orden social. Y el padre es uno de sus dos pilares.

Así que, como vemos, ser padre es ser un baluarte, uno de los últimos baluartes de lo verdadero y de lo real. Quizás pensando en ello comprendamos mejor porque razón se persigue su destrucción, su aniquilación, su remoción. Quizás ahora comprendamos mejor porque es imperativo su rescate.

Chesterton dijo una vez que la familia es una célula de resistencia contra el Estado. El padre, por lo tanto, no es el ejecutor de una tiranía, como quieren hacernos ver («¡El patriarcado!»), sino la última de las defensas contra ella. Al amar su hogar y su familia, protege al mundo del suicidio. Es un caballero cuya fuerza es el servicio y cuyas armas son el amor y el sacrificio; un paladín con una misión sagrada: luchar contra el dragón. Hagamos que así sea. Y para facilitar esta labor, recordemos a algunos padres literarios que podrían –quién sabe– servirnos de ejemplo.

  

LA CASA DE LA PRADERA (1932-1971), de Laura Ingalls Wilder

Una forma de leer la serie de ocho novelas de La casa de la pradera (de la que ya les he hablado aquí), es verla, no solo como la historia de una joven pionera, sino también como un tributo al amor, la constancia y la fortaleza de los padres y como un memorial a la institución familiar. Por eso es bueno leerla hoy; y por eso nuestros hijos deben hacerlo. Así como también, tanto los que ya son padres como los que aspiran a serlo.

Me detengo así, un momento, en Charles Ingalls, Pa, el padre de Laura, la protagonista de la serie (y autora de la misma). Pa puede servirnos de ejemplo de algo hoy olvidado, pero para nada olvidable: que los padres dejan huella en sus hijos, una huella profunda y duradera. Les hablo de una influencia que puede llegar a ser beneficiosa, pero que, por su poder, también puede llegar a ser terriblemente destructiva. Me estoy refiriendo, no solo a la influencia de su presencia y de la relación que esta presencia desencadena, sino también a su, hoy lamentablemente frecuente, falta de presencia; esta ausencia también marca, dejando tras de sí la imborrable huella de un vacío.

No es el caso de Laura Ingalls. Ella recordó en esta serie de libros a su padre, a la increíblemente beneficiosa huella que su padre dejó impresa en su alma; y así nos lo cuenta: un padre presente, un padre amoroso y protector, constructor de vallas y escudos invisibles; un padre que ejerció de padre, con todo su sacrificio y entrega, asumiendo el peso de su sagrada misión.

Pa Ingalls no es solo un hombre de vigor fronterizo, sino un alma paternal cuya paciencia y alegre abnegación guían a su familia a través de las dificultades y la incertidumbre. La suya no es la voz de una autoridad desaprensiva, sino del amor encarnado en el trabajo y el deber, que recuerda el santo modelo de San José. Construye cabañas de troncos y abre caminos a través de la nieve, y al regresar al hogar, canta canciones de cuna a sus hijas a la luz del fuego y al son de su violín. Empuña el hacha y la Biblia con un mismo fervor contagioso. Ciertamente no predica la virtud, pero hace algo mejor: la vive y, al hacerlo, forma el carácter de sus hijos de forma más duradera que cualquier catecismo. En él vemos la fusión del afecto doméstico y la perseverancia varonil; por ello su autoridad –que sin duda posee y le es reconocida– no proviene únicamente de su fuerza, sino del amor que la sustenta, todo lo cual inspira a los que le rodean.

En una ocasión, cuando Pa regresa a casa después de sobrevivir a una ventisca de tres días, saluda a su preocupada esposa, y le dice con aire tranquilo: «Caroline, nunca te preocupes por mí (…) Estoy obligado a volver a casa para cuidar de ti y de las niñas». A continuación, cuenta a la familia su dura experiencia como una aventura, no como una historia de supervivencia, lo que, en vez dejar aterrados a sus hijos, los deja fascinados.

En el último párrafo del primer libro de la serie, La casa del bosque, se puede leer lo siguiente:

«–"Laura", dijo Pa. –"duérmete, anda".

Pero Laura permaneció despierta un rato escuchando el violín de Pa que sonaba suavemente, al tiempo que sentía el solitario silbido del viento en el Gran Bosque. Miró a Pa sentado en el banco junto a la chimenea, con el fulgor del fuego reflejándose en su cabello y barba castaños, y brillando sobre el violín color marrón miel. Miró a Ma, mientras tejía meciéndose suavemente.

Pensó para sí: –"Esto es ahora". Y se alegró de que la acogedora casa, y Pa y Ma, y la luz del fuego y la música, fueran ahora.

No podría olvidarlos, pensó, porque el presente es ahora. Nunca puede ser hace mucho tiempo».

Laura nos presenta a su padre en las novelas como «siempre alegre, temerario, inclinado a la imprudencia, y amante de su violín». Y en una entrevista, años después de la publicación de las mismas, confesó:

«Cualquier creencia, afecto y patriotismo que tenga lo debo a mi padre tocando su violín en el crepúsculo».

Porque, como nos traslada Laura en su relato, la vida en las praderas es muy triste cuando papá no puede tocar el violín.

  

ESPADA DE HONOR (1952-1965), de Evelyn Waugh

En la trilogía Espada de honor (comentada aquí), Evelyn Waugh nos presenta una figura patriarcal de referencia, por la que no oculta una clara predilección. Me refiero a Gervase Crouchback, el padre del protagonista, Guy, un personaje casi de otro mundo. No se trata de un moralista sermoneador, sino de un hombre que encarna un sereno realismo cristiano en el que el ejemplo habla más claro que la exhortación. Es un recordatorio de que los mejores padres no obligan, sino que ayudan a conformar las almas de sus hijos con su quehacer cotidiano; no controlan sus conciencias, sino que moldean sus almas en virtud de una dignidad y una autoridad que no reprime, sino que libera y dignifica.

Gervase es este tipo de padre; no hace alarde de su virtud, sino que la habita, y eso es aprovechado por su hijo Guy, que bebe abundantemente de su maestría y se apoya con frecuencia en su piedad, tranquila y resuelta. Se trata, sin duda alguna, de uno de los últimos vestigios de la Inglaterra caballeresca, de las viejas –y perseguidas– familias católicas: un hombre de honor, de fe, de piedad profunda, pero sin vestigios de ostentación ni orgullo.

De presencia discreta –como muchas veces corresponde al ejercicio de la paternidad–, el ejemplo de su integridad, fe católica y humildad guía a Guy en su búsqueda de sentido en medio de un mundo en decadencia sumido en la destrucción.

Encontramos un pasaje significativo en Hombres de armas, cuando Guy visita a su padre en Matchet:

«Pese a los cuarenta años que los separaban, había un parecido notable entre el señor Crouchback y Guy. El señor Crouchback era algo más alto y mostraba una expresión de benevolencia firme que Guy no poseía. […] Era un anciano inocente y afable que, de algún modo, había conservado su buen humor —más aún, una alegría misteriosa y tranquila— a lo largo de una vida que, a simple vista, había estado sobrecargada de desgracias (…) engendró en su suave pecho dos cualidades raras, tolerancia y humildad».

Este retrato destaca la serenidad, entereza, y fortaleza interior de Gervase, nacidas –como se encarga de hacernos ver Waugh– de su firme Fe, y que contrastan con las tribulaciones de Guy, ofreciéndole un refugio estable y un modelo de virtud silenciosa.

En Oficiales y Caballeros, se menciona cómo Gervase, a pesar de las dificultades económicas, mantiene una actitud de generosidad y caridad que desconcierta a quienes lo rodean y no profesan la fe católica, lo cual es también una lección hoy, en un mundo cargado de mercantilismo:

«Es un hombre profundo, y no me equivoco. Nunca le he entendido bien. De alguna manera su mente parece funcionar diferente a la tuya y a la mía».

Por último, tenemos el famoso pasaje que da sentido definitivo a la vida de Guy, cuando su padre le dice en una carta:

«¿Cuántos niños habrán sido criados en la fe que de otro modo habrían vivido en la ignorancia? Los cálculos numéricos no aplican. Si solo un alma se salva, es compensación suficiente por cualquier “pérdida de prestigio”».

Las cualidades paternas de Gervase —su fe inquebrantable, su humildad y su generosidad— no solo moldean para bien el carácter de Guy, sino que también representan un ideal de paternidad basado en la virtud y el ejemplo.

 

Estas son solo dos muestras; afortunadamente, hay muchos más de padres que ejercen como tales. Entre otras cosas, estas novelas pueden leerse como una guía parental sobre cómo afrontar la adversidad y las dificultades de la vida familiar con confianza y optimismo, y como trasladar a los hijos aquello que vale la pena conservar 

Porque, concienciémonos, los padres son imprescindibles, hoy y siempre. No solo por representar un fundamental papel social, sino por que también encarnan una vocación moral. Apuntan más allá de sí mismos; apuntan a la eternidad. Más, tristemente, los hemos convertido en tiranos o irrelevantes marionetas, cuando deberían ser puentes hacia la virtud y hacia Dios, testigos de la Verdad y gérmenes de santidad.

Por eso, su labor es sagrada; por eso, es imperativo restaurarla. Algo que nos corresponde a nosotros, los padres, por que… ¿Qué sabe el mundo «de los de los austeros y solitarios oficios del amor»?

 

¿Y, QUÉ HAY DE LOS PADRES?

DE NUEVO, LA FIGURA DEL PADRE

6.05.25

La importancia de la poesía (V): extravio y reencuentro

   «Paisaje con peregrino». Karl Friedrich Schinkel (1781-1841).




«Un poema comienza en deleite y termina en sabiduría».

Robert Frost

 

«Verdaderamente que hay poetas en el mundo que escriben trovas que no hay diablo que las entienda».

Miguel de Cervantes

 

«Para los cristianos, la visión poética de las cosas es un deber».

Cardenal John Henry Newman

 

 

Desconozco si Aristóteles, santo Tomás, Blake, Newman, Claudel, Eliot, Guardini, Levertov y otros de los que les hablé en entradas anteriores de esta serie, están en lo cierto. No estoy seguro de si la poesía nos prepara para la contemplación y nos ayuda, aunque sea un poco, a acercarnos a la Verdad, aunque intuyo que quizá podría ser así. Lo que sí sé es que, en la mayoría de los casos, lo que vulgarmente denominamos poesía no nos conduce a esos lugares. Y es que, si fuera —como creo— un regalo, un don, una inspiración sobrenatural carente de inmanencia, y capaz de aproximarnos a la verdad de las cosas, entonces sería algo extraordinario. Y, por ello, escaso. Quizá sea así porque esa rareza es necesaria para que la gracia no sofoque la naturaleza. Todo lo demás, todo aquello que llamamos pomposamente poesía y que pretende serlo, no sería tal.

Emily Dickinson lo sabía, y nos dejó estos versos, tan lúcidos como frustrantes:

«Contemplar el cielo de verano
Es poesía, aunque nunca se halle en un libro.
Los verdaderos poemas huyen».

La mayoría de los poetas —y muy probablemente todos ellos— se limitan a elaborar una copia del poema del mundo y a acercarlo a los demás mortales, aunque en muchas ocasiones con poca fortuna. Aun así, con éxito o sin él, el verdadero poeta se ve impelido a cantar; su misión es intentar expresar, a través de su voz personal, esa visión profunda de las cosas, sacarla a la luz con su poema —pues ese es uno de sus significados originales, «dar a luz», ποιέω (poiéo)—, y hacerlo una y otra vez. Ese mero intento es, en palabras de T. S. Eliot, más que suficiente; es todo lo que se puede hacer, ya que, como nos anunció Dickinson, los «verdaderos poemas huyen».

Esa intuición de Dickinson parece anticipar una verdad que otros autores modernos también han señalado, aunque desde otros ángulos.

Ciertamente, conocemos algunos de estos grandes poetas, desde Homero hasta Dante; la tradición y el paso del tiempo nos los han mostrado. Pero, ¿Podemos encontrarnos con grandes poetas en nuestros días?

Hace más de medio siglo, Jacques Maritain esbozó un juicio muy duro sobre gran parte de la poesía desde el Romanticismo en adelante:

«La poesía se separa así del arte como una virtud práctica del intelecto; anhela saber, no hacer. Pierde el interés por la belleza. Busca el poder, el conocimiento mágico. El fin, entonces, solo puede ser una parodia de la revelación provocada por la desorganización del organismo mental y moral del hombre, liberando las fuerzas del inconsciente (…). El deleite que da la belleza es reemplazado por el deleite de la experiencia de la libertad suprema en la noche de la subjetividad».

El profesor de clásicas norteamericano Anthony Esolen, más recientemente, emite otra amarga queja hacia la poesía de nuestros tiempos y denuncia como peligrosa la tendencia —alentada tanto por poetas modernos como por profesores de literatura— de convertir un poema en un rompecabezas que primero se descifra y luego se interpreta, con el objetivo de hallar un «significado oculto». Esolen advierte que este enfoque trastoca la lectura de la poesía, transformándola de un placer en un trabajo pesado. Añade que muchos poemas modernos son meras efusiones emocionales o expresiones de sentimientos subjetivos: «la libertad suprema en la noche de la subjetividad», en acción.

No tengo competencia para juzgar estas opiniones. Porque el poeta, no lo olvidemos, es simplemente un hombre: alguien que, al expresar los secretos del mundo, revela también su subjetividad y su propia alma. Ahora bien, la verdadera poesía no puede apoyarse exclusivamente en la expresión de lo que el poeta siente; debe dar a luz algo más, o quizá mucho más. En palabras de Jacques Maritain, los poemas de verdad:

«Dirán más de lo que son, y pondrán a disposición del conocimiento, al mismo tiempo que ellos mismos, algo distinto de sí mismos, y algo otro que ese otro, y, si es posible, el universo entero como en el espejo de una mónada. Por una especie de amplificación poética, Beatriz, siendo la mujer que amó Dante, es también, en virtud del signo, la sabiduría que lo conduce».

Este anclaje en el sentimiento subjetivo es uno de los lastres de toda poesía, de hoy y de siempre. Y es que, al poeta no le basta con sentir; no debe pretender simplemente emocionar —eso ni siquiera es prueba de su éxito—, sino expresar algo más. Pero quizá gran parte de nuestros poetas modernos se limitan a lo que han sentido y, por ello, producen en nosotros, sus lectores, tan solo retazos de naturalezas muertas y estados subjetivos dramatizados; lo que deriva en que nuestra visión del mundo sea, tal vez, más restringida que en el pasado.

Para liberarnos de ese yugo limitador quizá debamos volver a la vieja sophia perennis, esa sabiduría eterna que trasciende épocas y culturas. El cardenal Newman nos habló del «principio sacramental» y su relación con la poesía:

«El mundo exterior (…) es una manifestación de realidades más grandes que él mismo (…) la materia y la expresión son partes de una sola cosa».

Según Newman, para alcanzar a ver «esas realidades más grandes», lo sublime, lo espléndido —la Belleza con mayúsculas y, a través de esta, la Verdad—, el hombre debe ser capaz, con la imaginación, de rescatar aquello que ve de entre lo vulgar. Y tal labor solo puede ser realizada a través de la poesía y por medio del poeta, «el hombre de la belleza», como decía Emerson.

Siguiendo al trascendentalista norteamericano, el verdadero poeta, escaso y visionario, «está aislado entre sus contemporáneos, por la verdad y por su arte, pero con el consuelo de que su búsqueda arrastrará tarde o temprano a todos los hombres».

Sin embargo, nos encontramos con un nuevo problema: hoy el poeta ha perdido contacto con los demás hombres; se encuentra más aislado y solo que en los tiempos de Emerson, o quizá incluso, proscrito y desterrado. Esta es una de las tragedias que nos asolan. Los poetas caminan solos, errantes y extraviados, y, a consecuencia de ello, el hombre común de hoy solo percibe que las cosas no marchan como debieran, pero nada más; se limita a sentir un malestar, un síntoma que no define la enfermedad ni el mal que lo causa. ¿Por qué? Un poeta, W. H. Auden, apuntaba a un aspecto relevante:

«Las denominadas bellas artes han perdido la utilidad social que una vez tuvieron… Nuestro siglo no siente necesidad de este arte gratuito… Pero cada vez que intenta combinar gratuidad y utilidad (…) falla por completo».

Auden ofrece un diagnóstico, posiblemente más preciso que la mera constatación de un malestar, pero sin receta para la curación: no visualiza un cambio en nuestro mundo que restablezca a las artes —y a la poesía entre ellas— la utilidad que tuvieron, y siente que, sin ella, las artes puras perecerán o serán relegadas a un rincón oscuro.

Pero esto es, en mi modesta opinión, un error. Miramos en la dirección equivocada, centrándonos en lo próximo para olvidar aquello a lo que debemos dirigirnos, que está detrás y más allá de nuestro primer plano. No se trata de que la poesía –transmisora de verdades– se reduzca a la cotidianeidad política y sociológica, al hombre y sus miserables problemas del día a día, a fin de ser util; así no conectará con las ansias profundas que laten en su interior auténtico. Debe apuntar al horizonte, al lugar donde yace el principio extraviado en este viaje con retorno que todos debemos emprender. Y ello, aunque lo haga a través del tratamiento de esas miserias cotidianas, que serán el material áspero y primitivo a través de cuya manipulación dé lugar a la visión verdadera.

Aun así, creo que todavía hay poetas capaces de transmitir una visión de algo que permanece oculto para la mayoría. Podríamos calificarlos de grandes poetas. Y junto a ellos, habitan entre nosotros otros, pequeños, modestos y humildes, poco conocidos, cuyos versos quizá no nos iluminen sobre los misterios del mundo, pero nos dan algo que también necesitamos: cantores domésticos que nos obsequian instantáneas de nuestro mundo cotidiano, contadas como relámpagos, fogonazos fugaces de lucidez. Que nos regalan cánticos, ruegos y oraciones. Que nos traen de vuelta al buen camino, eliminando la distracción y el desorden que nos asolan, tan solo para mostrarnos, aunque sea un instante, el mundo tal y como es.

Y es que, como dije antes, la poesía verdadera ha de ser escasa, pero esto no significa que haya de ser siempre grandiosa. El Espíritu sopla donde quiere, y muchas veces se nos acerca sutilmente, casi imperceptible, en la voz tranquila de un poeta desconocido.

Así que no desesperen; todavía hay poetas. Grandes poetas, sí, pero también humildes aprendices. Dios continúa regalándonoslos. ¿Cómo? ¿Inspirándolos? ¿Acaso a través de musas, como creían los antiguos? Me gusta pensar que sí. El mismo Esolen habla de una unión de toda esta verdadera poesía en un poema mayor, del que todo verdadero poema forma parte. En alusión a la Parábola del Sembrador, nos dice que la semilla es «la Palabra», que, recibida correctamente, da abundante fruto, y que los versos de esos poetas –los verdaderos– representan el «céntuplo» que la Palabra de Dios ha producido en ellos.

Puede que sea así. Y aunque no lo fuera, no importaría demasiado, mientras los poetas continúen cantando y Él permanezca con nosotros. Porque, como bien sabemos, el único y verdadero Poeta estará siempre a nuestro lado «todos los días, hasta la consumación del siglo».

   

LA IMPORTANCIA DE LA POESÍA (I): POESÍA Y VERDAD

LA IMPORTANCIA DE LA POESÍA (II): POESÍA Y CONTEMPLACIÓN

LA IMPORTANCIA DE LA POESÍA (III): EL POETA, LA HUMILDAD Y EL ASOMBRO

LA IMPORTANCIA DE LA POESÍA (IV): POESÍA E INFANCIA

28.04.25

¿Los grandes libros? ¿Todos ellos? Y, ¿de qué manera?

        «Día de primavera en los bosques». Hans Andersen Brendekilde (1857 -1942).

 

    

«Todo lo bello que ha sido expresado por cualquier persona nos pertenece a nosotros, los cristianos».

San Justino

 

«Se pueden encontrar todas las nuevas ideas en los libros viejos; solo que allí se las encontrará equilibradas, en el lugar que les corresponde y, a veces, con otras ideas mejores que las contradicen y las superan».

G. K. Chesterton

 

«Debes tratar de hacer siempre que el paciente abandone la gente, la comida o los libros que le gustan de verdad, y que los sustituya por la “mejor” gente, la comida “adecuada” o los libros “importantes”».

C. S. Lewis. Cartas del diablo a su sobrino

    

 

 

En nuestros días se habla —y se continúa hablando con profusión— de los grandes libros. Se hace desde las más variadas instancias y perspectivas, normalmente en términos elogiosos. Yo mismo lo he hecho nada más dar inicio a este blog, y lo he seguido haciendo a cada poco, la última vez en la entrada anterior a esta.

Se destaca de ellos una grandeza que hace referencia más a su impacto social, político y cultural que a su verdad; más a su influencia, sea cual sea el sentido de esta, que a su efecto benéfico. Por eso —lo habrán notado—, siempre que hablo de ellos me refiero no solo a esa grandeza en términos generales, sino también a su bondad. Ello me permite excluir de la recomendación algunos libros considerados grandes, pero que estimo inconvenientes, y, de paso, incluir en la recomendación otros libros, seguramente no tan grandes, pero igualmente beneficiosos para el alma. Esto sugiere tanto una selección dentro de la selección como un determinado enfoque en su lectura, y una previa preparación para ella.

Sobre el porqué de esta matización trata este artículo. Sin embargo, es menos una justificación que una proclama.

De entrada, haré una afirmación quizá polémica: muchas de las obras incluidas en los distintos listados de grandes libros contenidos en muchos programas de numerosas universidades en todo el mundo (empezando por el famoso programa de la Universidad de Chicago de Robert Hutchins) son las mismas obras que nos han llevado a la crisis de la cultura occidental que hoy vivimos. Como señala el profesor Patrick Deneen: «El ataque más amplio a las artes liberales obtiene gran parte de su combustible intelectual de varios de los grandes libros mismos». Pero advierto que no me estoy refiriendo a los mismos libros, sino a la falta de preparación con que, por lo común, se les enfrenta. Así, un uso descuidado de esos grandes libros se ha convertido en parte de la enfermedad que nos asola, o, más bien, en uno de los patógenos que la causa. Abordar los grandes libros como un relativista cosmopolita y, sobre todo, salir de su lectura de esa guisa es algo absolutamente opuesto al propósito original de las artes liberales tradicionales, que no tenían otro fin que alcanzar la verdad, por definición absoluta, intolerante y una.

En el número de septiembre de 1987 de la revista conservadora Modern Age, el filósofo tomista Frederick Wilhelmsen (quien mantuvo una estrecha relación con España) escribió un conocido ensayo titulado Los grandes libros: enemigos de la sabiduría? (Great Books: Enemies of Wisdom?). En él critica el enfoque de los programas de grandes libros que, en su opinión, habían dado paso al eclecticismo y al relativismo que padecemos hoy. Carentes de una mínima formación en pensamiento cristiano que les diera base y criterio, la mayoría de los alumnos de estos programas terminaron convirtiéndose en modernos Hamlets y Descartes, escépticos y dudosos de lo verdadero, lo bueno y lo bello, que, además, pronto se transfiguraron en pequeños Robespierres dispuestos a cortar las cabezas de aquellos que osasen no comulgar con su escepticismo fanático, como estamos comprobando en nuestros días.

Todo ello, argumentaba Wilhelmsen, ha traído como consecuencia un sistema educativo en el que no se enseña ni se aprende filosofía real, sino solo opiniones. Todo se relativizó al no contar con ninguna base metafísica con la que evaluar las ideas contenidas en los libros. Lo cual no es nada extraño. Ya en su tiempo, Michel de Montaigne, en uno de sus famosos ensayos —«Sobre la experiencia»—, reconoce que su escepticismo —que él lamenta— procede de la existencia de una «infinita variedad de opiniones» que solo traen confusión a la mente: «Hay más problemas para interpretar las interpretaciones que para interpretar las cosas mismas, y hay más libros sobre libros que sobre cualquier otro tema». Esa excesiva variedad lleva a la confusión; una confusión que, según él, conduce al escepticismo, a la desconfianza en la razón y a una concepción de la verdad como algo relativo.

Lo cierto es que hay un hecho que no admite discusión: hay numerosos grandes libros y muchos se contradicen entre sí. Como consecuencia, al carecer de una base filosófica sólida que les proporcionara un criterio, los estudiantes acabaron, en su mayoría, sumidos en el relativismo más atroz. El multiculturalismo y la diversidad, entre otras modas, se convirtieron así en sustitutos del pensamiento racional. De esta forma, como escuchamos hoy hasta la saciedad, todas las culturas son verdaderas y toda diversidad es igualmente válida y valiosa, no porque sea verdadera, sino simplemente porque es diversa. Y ya saben a lo que nos ha estado conduciendo todo esto.

Por otro lado, también parece poco discutible que, para comprender aquello que contienen los grandes libros, se necesita una formación previa, no solo la filosófica ya comentada, sino también la poética, la moral, la estética y la religiosa.

Recordando aquello de Tomás de Kempis de que «lo más alto no puede sostenerse sin lo más bajo», creo que para llegar a los grandes libros, a los clásicos, habrá que pasar antes por los buenos libros y, dentro de ellos, por los apropiados a cada edad. Es subiendo por esta escalera literaria como podremos llegar a algún sitio; de otra forma, mucho me temo que el error, la incomprensión y la ignorancia se adueñen de nosotros.

Y para facilitar esta preparación —necesaria para abordar con criterio los grandes libros— se revela fundamental la lectura en la infancia y la juventud, y no una lectura cualquiera. Hablo específicamente de la lectura de los buenos libros; una lectura que, a ser posible, combine la íntima y la privada con la lectura en voz alta y en grupo, acompañada, antes, durante y después, del diálogo y el comentario de los chicos entre sí y de los chicos con sus padres y con sus maestros. Por supuesto, facilitaría mucho las cosas empezar cuanto antes; si es posible, desde la cuna, o el seno materno, si me apuran.

Es quizá John Senior quien acuña este concepto de buenos libros. Senior fue un brillante profesor de Clásicos y Humanidades en la Universidad de Kansas que, a principios de los años setenta, diseñó e impartió con dos colegas —Dennis Quinn y Frank Nelick— un influyente y breve Programa de Humanidades Integradas (PHI) para estudiantes de primero y segundo año. El PHI produjo muchos maestros, unos pocos agricultores, numerosas amistades y matrimonios y, sobre todo, una ola de vocaciones religiosas y conversiones al catolicismo.

Senior y sus colegas se apercibieron de que, al carecer de un bagaje poético de buenas lecturas en su infancia y primera juventud, los jóvenes universitarios no estaban preparados ni entrenados para asimilar a los más grandes autores y sus obras. Se trata, ni más ni menos, de un desarrollo del viejo axioma escolástico que dice que «lo que se recibe se recibe a la forma y modo del receptor» (Quidquid recipitur ad modum recipientis recipitur). Por lo tanto, si el receptor no está preparado, lo que sucederá es que, o bien no recibirá lo transmitido, o lo recibirá deformado o incompleto, como así ocurrió y todavía ocurre.

Lo que Senior, Nelick y Quinn trataron de hacer fue arreglar el desaguisado de una educación hogareña y escolar deficiente. Concibieron su programa de pregrado universitario como una extensión de la enseñanza primaria y media para solventar o compensar aquella carencia que impedía a los jóvenes universitarios aprovechar esos programas de estudio de los clásicos. Un programa ambicioso, a la par que sencillo, que iba incluso más allá del ámbito puramente académico, ya que se trataba de sanar una falta de conocimiento y de relación con la realidad y, por tanto, con la verdad, la belleza y la bondad.

Acudo a Senior para explicarme, citando un fragmento de su obra La muerte de la cultura cristiana:

«Las ideas seminales de Platón, Aristóteles, san Agustín y santo Tomás germinan únicamente en un suelo saturado con imaginativas fábulas, cuentos de hadas, historias, rimas y aventuras: los cientos de libros de Grimm, Andersen, Stevenson, Dickens, Scott, Dumas y el resto. […] Una razón más importante para leer los buenos libros que figuran aquí, y para leerlos preferentemente cuando se es joven, es preparar a la imaginación y al intelecto para las ideas más elevadas de los grandes libros».

Y no solo eso, Senior y sus colegas abogarón por algo más que el mero aprendizaje de libros. Defendieron una restauración completa del realismo, en la que se potenciarían todos los sentidos del hombre, la imaginación, la emoción, la voluntad, el intelecto y el cuerpo. Y así, recitaciones de poesía, bailes comunales, contemplación del firmamento en noches estivales, e incluso viajes escolares a la vieja Europa, constituyeron también parte del contenido de este famoso programa.

Wilhelmsen y Senior fueron testigos del fracaso de un sistema en el que ellos mismos fueron educados. Pero a pesar de ese fracaso, ninguno de los dos abogó por el abandono del estudio de los grandes libros. Según ellos, los necesitamos y queremos, y por ello precisamos saber qué pueden ofrecernos.

Mucho tiempo antes, el cardenal Newman nos había ya conminado a hacer un buen uso de la literatura, incluidos los grandes libros. Según sus propias palabras, la literatura es el «archivo de la experiencia humana en lo natural», y, concretamente, los más grandes libros, los clásicos, «poseen un carácter universal y ecuménico; lo que ellos expresan es común a toda la raza humana, y solo ellos son capaces de expresarlo». Y aunque sabía que, dado que «el hombre no estará siempre en estado de inocencia y llegará a pecar, y su literatura será expresión de su pecado, ya sea pagano o cristiano», pensaba que ello no era razón para su exclusión de la vida ni de la educación del cristiano. Y así escribió:

«Incluso si pudiéramos hacerlo, incumpliríamos nuestro claro deber si dejáramos la literatura fuera de la educación… Porque preparamos a los jóvenes para el mundo… Proscribid la literatura secular como tal, eliminad de vuestros libros escolares todas las manifestaciones del hombre natural, y esas manifestaciones se hallarán esperando a vuestros alumnos en la misma puerta del aula… Sorprenderán a vuestros jóvenes… sin que antes se les haya proporcionado ningún criterio sobre el gusto, ni se les haya dado regla alguna para distinguir lo bello de lo vil, la belleza del pecado, la verdad de los sofismas, lo inocente de lo venenoso».

Hoy sucede algo similar a lo que ocurría en tiempos de Wilhelmsen: muchos jóvenes llegan a la universidad sin base filosófica, moral o religiosa alguna. Lamentablemente, la mayoría de los hogares y escuelas (incluso nominalmente cristianos), con escasas y notables excepciones, no les proporcionan esto.

Carecemos igualmente, como antaño —en la época de Senior y sus colegas—, de base y contexto, de cultura poética y estética. Y, además, hemos seguido perdiendo algunas otras cosas: no solo el hábito de leer y de leer buenos libros, sino también —y esto es más grave— esa capacidad de asombro, de inocencia y de adoración que nace de una relación directa con lo real. Es una situación similar a la que Senior tuvo que afrontar, pero, para colmo, aderezada, por un lado, con el desarrollo del multiculturalismo y la diversidad, y por otro, por la terrible fascinación de las pantallas, que se han adueñado del pensamiento y lo han corrompido, achicándolo hasta convertirlo en algo superficial y prescindible.

Chesterton lo había predicho en su día:

«La gran marcha de la destrucción mental proseguirá. Todo será negado… Se encenderán fuegos para testificar que dos y dos son cuatro. Se blandirán espadas para demostrar que las hojas son verdes en verano. Permaneceremos en la defensa, no solo de las increíbles virtudes y de la sensatez de la vida humana, sino de algo más increíble aún: de este inmenso e imposible universo que nos mira a la cara. Lucharemos por sus prodigios visibles como si fueran invisibles. Observaremos la imposible hierba, los imposibles cielos, con un raro coraje. Seremos de los que han visto y, sin embargo, han creído».

En esto todavía estamos, aunque parezcan vislumbrarse fogonazos de esperanza en el horizonte.

Por ello, mi respuesta a la pregunta de si hoy debemos (nosotros y nuestros hijos) acercarnos a los grandes libros es que sí, pero haciéndolo con prudencia y con una seria y completa preparación poética, filosófica y religiosa previa, que posibilite asimilarlos en su plenitud y sacar de ellos aquello que sea bueno, como aconsejaba san Pablo. No hacerlo así es un pasaje seguro al relativismo y a la confusión, y con ello, al envenenamiento de nuestras almas.

La mente del hombre está concebida para acercarse a la contemplación; por eso deberá ser una mente lo suficientemente amplia y honesta como para no rechazar ni la razón, como hace el fundamentalismo, ni la revelación, como hace el estrecho intelectualismo. Y los grandes y buenos libros —en la forma y manera que les he comentado— nos podrán ayudar en ese camino. El poeta Ezra Pound decía que el libro puede ser una esfera de iluminación en nuestras manos; hagamos que sea así, dejemos que nos iluminen, aunque sea como el mortecino resplandor de una vela.

No obstante, antes de acabar, dos precisiones:

Una: los libros —y quizá, sobre todo, los clásicos— deberán ser puentes o senderos, pero nunca muros; si un clásico les parece un muro, no se fuercen a escalarlo. Busquen otro sendero literario que les plazca; hay muchos, incluso demasiados. Así que no se apuren, si Shakespeare o Dante no les conmueven, busque a quien sí lo haga; seguro que lo encontrarán.

La otra: lean siempre los libros que les proporcionen deleite. Como decía Borges, leer debe ser una forma de felicidad, y uno no puede obligarse a sí mismo —ni a nadie— a ser feliz. No sigan, por lo tanto, el consejo que el diablo le brinda a su sobrino: lean los libros que les gusten, no los que otros califican de “importantes”.

21.04.25

Los buenos y grandes libros de siempre: ¿También para hoy?

                         «Naturaleza muerta con libros». François Foisse (1708-1763).

   

 

«La “Ilíada” es grande porque toda la vida es una batalla, la “Odisea” porque toda la vida es un viaje, El “libro de Job” porque toda la vida es un enigma».

G. K. Chesterton


«Mientras que la verdad … está fuera del tiempo, las herejías siempre están atadas a los tiempos».

G. K. Chesterton


«Lo que fue, eso será;
lo que se hizo, lo mismo se hará;
nada hay de nuevo bajo el sol».

Eclesiastés, 1, 9-10

 

 

Hoy día se escucha con frecuencia la siguiente afirmación: muchos libros clásicos para jóvenes son geniales, pero están demasiado alejados de la vida moderna como para inspirarles. Necesitamos un renacimiento literario, se dice, uno que sea capaz de ofrecer a los jóvenes libros que sean relevantes en este nuestro moderno y progresista siglo XXI.

Esto suele traducirse, bien en arrinconar a una esquina oscura a los clásicos por su inutilidad, bien en centrarse en fragmentos de ellos que parecen prefigurar nuestras creencias de hoy día. En uno u otro caso la conclusión es la misma: no tiene sentido alguno leerlos. ¿Para qué hacerlo, –piensan los jóvenes– si no nos dicen nada, o lo que dicen ya lo sabemos?

Sin embargo, esta postura, aunque bienintencionada, está profundamente equivocada.

Hagámonos una pregunta: ¿qué caracteriza a los clásicos y a los grandes libros y los distingue de los demás? La respuesta es un extraordinario y atemporal atractivo que reside, no solo en su forma u originalidad, sino también en su fondo, al abordar temas acrónicos, constantes e imperecederos: la naturaleza humana y los mitos arquetípicos que explican el mundo. ¿Qué relevancia pudo tener la Odisea para los jóvenes atenienses del siglo V a. C. o para la juventud europea del siglo XIX que no pueda tener también para los jóvenes de hoy?

Aunque, la palabra relevancia es inapropiada aquí. La búsqueda de esa relevancia actualizada, aggiornada a los tiempos modernos, no es el camino. Los clásicos son lo que son y así hay que tomarlos. Solo así, en su atemporal integridad, nos harán bien. Únicamente así mantendrán su atractivo. Los clásicos son más fascinantes para los jóvenes ya que les revelan formas de ver las cosas que contrastan con lo que la gente da por sentado hoy en día: novedosas visiones, frescas, sorprendentes, incluso, revolucionarias, pero que son, no obstante, inteligibles e incluso razonables. Así que, esa relevancia tan buscada hoy día, es aburrida para ellos porque no supone ningún desafío. Que las obras antiguas te cuestionen e interpelen es interesante y fascinante y, de hecho, es esa misma razón la que les da verdadero valor a nuestros ojos.

Los clásicos son atemporales precisamente porque no se limitan a una determinada época. Nos hablan de lo que siempre ha sido humano, de lo que nos define más allá de las modas pasajeras. Y no hay mejor manera de educar, inspirar y formar a los jóvenes que poniéndolos en contacto con estas obras.

Consideremos algunos ejemplos. El Robinson Crusoe celebra la perseverancia frente a la adversidad; Los viajes de Gulliver critica la intolerancia con ironía mordaz; los cuentos de hadas y los cuentos tradicionales están repletos de lecciones morales, trasmitidas a través del asombro, la ilusión y la fantasía; las novelas de Julio Verne son una ventana fantástica a mundos de progreso técnico donde todavía el protagonista es el hombre; las de Salgari y Sabatini una puerta que se abre a tiempos de aventuras en procelosos mares; las de Stevenson muestran magistralmente ritos de paso de niños que se convierten en hombres; las leyendas y los mitos griegos y nórdicos hablarán a los chicos de dramas, prodigios y debilidades humanas con la maravilla de por medio; las novelas de Alcott, Austen y las hermanas Brontë les educaran sentimentalmente y les enseñaran a apreciar la caballerosidad, el valor de la renuncia, y el amor verdadero; por su parte, la valentía, el honor y el sacrificio los encontrarán en las historias heroicas de Sigfrido, de Perseo, del Cid, del rey Arturo o en las novelas de Tolkien; y tantas y tantas otras cosas hallarán que les abrirán su imaginación y les impulsarán a explorar, tanto su vida interior, incrementando el conocimiento de sí mismos, como las maravillas de lo creado que les rodean.

Pero los beneficios de los clásicos no se limitan a los jóvenes. El intercambio de ideas que surge de su lectura ayuda a toda persona a superar la miopía de las modas. Como señaló C. S. Lewis en Cautivado por la alegría (1955), evitan lo que él denominó «esnobismo cronológico»: la creencia de que solo las ideas modernas son válidas, relegando todo lo anteriormente dicho y pensado al olvido. Este sesgo lleva a una especie de esclavitud mental, que da por sentado que lo más reciente siempre es lo mejor. Chesterton había escrito sobre la misma idea en un ensayo titulado Sobre el hombre: heredero de todas las épocas (1934).

Y, sin embargo, ¿qué puede ser más distante de la verdad que lo que está en boga? Las modas son efímeras, inconsistentes y, a menudo, superficiales. Como decía León Bloy, «cuando quiero estar al tanto de las últimas noticias, leo el Apocalipsis». Esta chocante afirmación nos recuerda que lo verdaderamente importante trasciende las épocas y las modas humanas. William Hazlitt también abordó esta idea en su ensayo Sobre la moda (1818), señalando que «la moda vive en una rutina constante de innovación vertiginosa y vanidad sin sosiego». Nada en ella es suficientemente relevante como para durar, pues la tendencia que está de moda «ayer era ridícula por nueva y mañana será aborrecible por común». Por eso la verdad y la realidad le son ajenas: lo nuevo es lo mejor, pero no tiene permanencia. En cambio, los clásicos nos ofrecen una visión inmune a los caprichos del hombre, pues abordan lo eterno y esencial. Además, son ventanas privilegiadas a la historia. No sustituyen a los historiadores, pero complementan sus relatos con experiencias vividas de quienes habitaron otras épocas. Como decía Chesterton refiriéndose a la Edad Media, los humildes hombres que vivieron entonces tienen mucho que contarnos. Su perspectiva, transmitida a través de la literatura, es un puente invaluable hacia el pasado.

Podemos corregir nuestra miopía cronológica, pero solo si cultivamos la virtud, especialmente la humildad —quizá la más incomprendida— y la prudencia, la mayor de todas. La humildad nos permitirá ver nuestra época simplemente como una pequeña parte de una historia más grande, de la Historia que Dios está escribiendo para hacer nuevas todas las cosas. Y la prudencia nos llevará a no menospreciar el pasado solo por serlo, ni a sobrevalorar el futuro por la misma razón, y viceversa. Job dice: «Con los ancianos está la sabiduría, y con la longevidad la inteligencia», pero Pablo, sabiendo bien eso, exhorta a un joven Timoteo: «Que nadie te menosprecie por ser joven; al contrario, sé ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, fe y pureza». El pasado y el futuro tienen valor en la medida en que se orientan hacia el bien.

Por eso, no debemos temer poner en manos de los jóvenes estos magníficos libros. A pesar de que será un costoso esfuerzo en un mundo dominado por la inmediatez y las distracciones, valdrá la pena. No solo estaremos formando a lectores, sino a hombres y mujeres capaces de enfrentarse al mundo con una mente amplia, un corazón firme y un espíritu abierto a la trascendencia. Estos libros son la herencia de generaciones pasadas, un legado que los jóvenes deben conocer para entender quiénes son y hacia dónde pueden dirigirse.

Así que, aunque pueda ser difícil, aunque implique vencer la resistencia de un entorno que idolatra lo nuevo y desprecia lo antiguo, debemos hacerlo. Tómenlo como un acto de amor y responsabilidad hacia las nuevas generaciones: que descubran en estas obras no solo son historias, sino herramientas para navegar un mundo cambiante y turbulento… con raíces asentadas en lo eterno.

Como escribió Chesterton en el ensayo citado:

«El hombre debería ser un príncipe mirando desde el pináculo de una torre construida por sus padres, y no un canalla desdeñoso, derruyendo perpetuamente las escaleras por las que subió».