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21.04.23

Gulliver y sus viajes


             «Gulliver y los liliputienses». Obra de Jehan Georges Vibert (1840-1902).

    

   

      

«La imaginación no puede concebir nada tan grande, sorprendente y asombroso».

Jorge Luis Borges

 

 
«Nadie puede desobedecer a la razón, sin renunciar a su afirmación de ser una criatura racional».

Jonathan Swift. Los viajes de Gulliver

   

   

      

Para los que mucho saben, no cabe duda alguna de que Los viajes de Gulliver (1726) constituye una sátira atroz del género humano; una que es particularmente radical, indiscriminada y violenta, y que parece dirigirse, más, a ese conjunto –en último término inescrutable– de seres humanos que es la denominada humanidad, que a lo único que el autor reconocía como salvable: cada ser humano concreto e individual. En todo caso, y como les comentaba en la última de las entradas, un libro en absoluto escrito para niños, y ni tan siquiera hecho pensando en los niños. Tanto es así, que en una famosa carta dirigida a su amigo, el poeta Alexander Pope, Swift confesaba que con sus Viajes pretendía atormentar al mundo en lugar de entretenerlo.

En los tres primeros libros, el irlandés ataca a los humanos por lo que hacen, y al final del Libro III y en la totalidad del Libro IV, los humanos son atacados por lo que son; pero el hecho es que Swift no deja de atacarlos, una y otra vez, a lo largo de todo el libro. Y es que la obra consta de cuatro partes, los cuatro viajes llevados a cabo por el náufrago protagonista Gulliver, a las tierras de los minúsculos liliputienses, al reino de los gigantes de Brobdingnag, al lugar llamado Laputa, habitado por fríos matemáticos y científicos, y al país de los filosóficos equinos houyhnhnms y unos embrutecidos humanos, llamados yahoos.

No obstante esto, el libro, como algunos otros, ha terminado siendo adoptado por los niños. Al respecto, Kipling sentenció que Swift había querido levantar un testimonio contra la humanidad y nos había dejado, sin embargo, un libro para niños. Pero esta apropiación no es plena. La imaginación infantil llevó a cabo una operación quirúrgica de selección, e hizo suya, casi para siempre, la visita del náufrago Gulliver a la isla de los diminutos liliputienses, y posteriormente al reino de los gigantes de Brobdingnag.

Aun así, cuando éramos niños y leímos Los viajes de Gulliver por vez primera (al igual que cuando lo lean nuestros hijos), nada sabíamos de toda esta complejidad, de esa colosal finalidad crítica. Nos quedamos con la capa más superficial de un libro más profundo, la más sencilla, la que hace uso de una imaginación audaz: esos viajes a países exóticos y extraños, a lugares maravillosos habitados por gigantes, enanos y caballos parlantes.

Lo cierto es que la mayoría de las ediciones de la obra en castellano se circunscriben a esas adaptaciones o mutilaciones dirigidas al público infantil (convenientemente expurgadas de ciertas inconveniencias y crudezas), siendo la que inaugura esta tradición, la publicada por Boix en Madrid en 1841, con el explícito título de El Gulliver de los niños, y que se ocupa, resumidamente, de los dos primeros viajes.

Pero, los otros dos viajes tampoco deben ser descuidados: al reino de Laputa (cuyo rey y corte solo se ocupa de las matemáticas mientras su pueblo muere de hambre) y al país de los houyhnhnms y los yahoos (donde los caballos son enaltecidos como razonadores y los hombres aparecen embrutecidos, tal cual bestias). El primero, a modo de advertencia al respecto de la ciencia endiosada y desconectada de la realidad, y el segundo, en forma de crítica irónica a la dificultad de los humanos para entenderse y comportarse de acuerdo con la razón. De la misma manera, de las dos primeras aventuras podría sacarse también alguna enseñanza, especialmente con relación a la conveniente perspectiva que deberíamos adoptar ante las personas y las cosas, tanto a las que se encuentran cerca de nosotros, como a las que se hallan lejos.

 

           «Gulliver y los sabios de Brobdingnag». Obra de Paul Gavarni (1804-1866). 

Se ha pensado que los escritos religiosos de Jonathan Swift y su obra, Los viajes de Gulliver, son irreconciliables, pero, al menos un par de eruditos como Anne Barbeau Gardiner e Irvin Ehrenpreis defienden, contra viento y marea, que la religión está presente en la historia. Obviamente, se trata del cristianismo, no en vano su autor fue deán de la catedral de san Patricio de Dublín. En este sentido, Barbeau Gardiner señala, de forma audaz, que, si bien el protagonista pasa de ser cristiano a ser ateo, la obra maestra de Swift es una meditación profundamente religiosa sobre el «misterio de la iniquidad» (Mateo, 24,12). Según ella, Swift defiende a la Iglesia con consumada ironía, utilizando precisamente la voz de un narrador irreligioso, del que se distancia. Lo cierto es que, la aparente impiedad de Gulliver parece empleada por el autor para fustigar el ateísmo. Como curiosidad, transcribo la opinión de fray Cosme Enríquez, unida al imprimátur otorgado a la primera edición de la obra del año 1803 en México:

«Sus ficciones, aunque chimericas, todas conducen al exercicio de la imaginación, y las satiras lleban consigo una moral arreglada; a más que dichas ficciones enseñan principios Phisicos y Philosoficos, que es la utilidad que en ellas se encuentra».

En todo caso, en otro aspecto, quizá en apariencia más superficial, la historia se acerca a los cuentos de hadas, en su función de medio dirigido a satisfacer en lo posible determinados anhelos humanos. Tolkien escribió al respecto lo siguiente:

«La magia de las hadas no es un fin en sí mismo, su virtud está en sus operaciones: entre ellas está la satisfacción de ciertos deseos humanos primordiales. Uno de estos deseos es explorar las profundidades del espacio y del tiempo. Otro es (como se verá) estar en comunión con otros seres vivos. Así pues, un cuento puede tratar de la satisfacción de estos deseos, con o sin la intervención de la máquina o de la magia, y en la medida en que lo consiga se acercará a la calidad y tendrá el sabor del cuento de hadas».

 

                              Ilustración de Joan Junceda Supervia (1881-1948).

Aquí no tenemos una representación de escenarios ni personajes alejados de nuestro mundo por un espacio o un tiempo mítico, pero sí vemos, al menos en los liliputienses y en los gigantes de Brobdingnag, sujetos asombrosos, y no solo a los ojos de los niños. La extremada pequeñez y el desmesurado tamaño siempre han sido fuente de atracción y fascinación para el hombre. ¿Qué ausencia tratan de colmar? Quizá no importe mucho el averiguarlo, sino ser conscientes de que constituyen un remedio o un bálsamo para el alma. Esto ocurre con esa visión –sin duda superficial, pero no obstante cautivadora–, de Gulliver y sus aventuras.

Por todo ello, dejen que sus hijos lean esta obra (aunque se trate para ellos de adaptaciones) y, de esta manera, que guarden para sí el asombro y el pasmo de esos mundos fantásticos ideados por el deán irlandés. Más adelante, quizá alguno vuelva y descubra en el libro original la profundidad de lo que quiso ser: una sátira feroz, pero, en cierto modo, caritativa en su intención, del ser humano y las sociedades en las que vive. Así, es posible que nuestros hijos y nosotros mismos, retengamos de este genio malhumorado, de pluma afilada, pero espíritu justiciero, algo más que un mero enriquecimiento de nuestro vocabulario; por muy divertida y cacofónica que pueda sonar la palabra liliputiense. Porque, como escribe Álvaro Cunqueiro, pocos son los que ha apreciado esta preocupación del escritor irlandés por el bienestar del hombre:

«Han sido los poetas como Yeats los que han advertido mejor la pasión swiftiana, su dolorido escepticismo, y la acritud de su combate por una sociedad más justa y más libre. Yeats había escrito un epitafio, que pudo haber ido muy bien a la lápida de su tumba:

Swift navega hacia el descanso.
La salvaje indignación
ya no puede lacerar su pecho.
Invítale si te es posible,
viajero mundano: él
sirvió a la humana libertad».

Y es que, el viejo Swift seguirá con su Gulliver gritando verdades sobre la naturaleza humana a través del tiempo. Algunas resuenan en nuestros días más que otras; quizá encuentren esta última que les cito muy de aplicación en nuestra patria hoy; tanto como la que encabeza este artículo:

«Has demostrado claramente que la ignorancia, la ociosidad y el vicio son los ingredientes adecuados para calificar a un legislador».

15.04.23

Obras maestras de la Literatura infantil y juvenil por accidente: deleitar, pero también instruir

                              «En su mundo». Obra de Morgan Weistling (1964-).


 

 

«Tolle lege, tolle lege».
San Agustín. Confesiones.

 

«Docere et delectare».
Horacio. Epístola a los Pisones.

 

 

Hay una extendida tesis entre los estudiosos de la literatura infantil y juvenil al respecto de cómo los niños se apoderan de obras creadas, en principio, para los adultos, y los efectos que este apoderamiento tiene sobre ellos. Una tesis aceptada, por cierto, con bastante uniformidad, aun cuando tenga posos –y algo más que posos–, de las progresistas y disolutorias ideas rousseaunianas.

La citada teoría parte de que los niños han sabido siempre quedarse con lo que más les ha interesado y/o gustado. Por ejemplo, se ha dicho –y con acierto–, que El Progreso del Peregrino de John Bunyan fue escrito como una guía espiritual para adultos; que el Robinson Crusoe de Defoe tenía el aire y el fondo de un sermón imprecatorio; que Los viajes de Gulliver de Swift debía ser un brillante monumento a la misantropía; que los Cuentos de Shakespeare de los Lamb eran la obra de un gran humorista y su hermana; que El Libro de los disparates de Lear fue el divertimento de un pintor sin éxito; y que los libros de Alicia de Carroll fueron la recreación de un tímido matemático. Lo cierto es que estas obras no se crearon pensando en un público infantil o juvenil (salvo, quizás, las Alicias). Más bien el genio de sus autores les jugó una pasada. Afortunadamente, en su beneficio y en el de todos, incluidos los niños.

Pues bien, sobre el señalado hecho, la tesis de marras sostiene sin ambages que cuando los niños se apoderan de esas historias, lo hacen despojándolas de cualquier intención moralizante o ejemplarizante que pudieran acompañarlas. Y que esto es algo bueno. De esta manera, se ha dicho que bajo la máscara del interés por la lectura existe un intento solapado de manipulación; que los autores pretenden perpetuarse formando y los padres afianzarse dirigiendo a quienes dependen de ellos. Y que ambas posturas suponen falta de respeto y temor a la libertad.

Me permito discrepar. Primero, dudo que exista una intención en los niños de despojar a tales libros de unas enseñanzas que, muchas veces, son imperceptibles para ellos. Segundo, aun cuando, intencionadamente o no, esos niños lectores tratasen de prescindir u obviar esa lectio, implícita, por otra parte, en la obra, ello sería una tarea estéril. La lectio está ahí y se trasmite. ¿Cómo y en qué medida? Depende del niño y de quien lo acompañe en la lectura. Además, no pienso que sea provechoso prescindir de las enseñanzas de virtud que, de forma artística y genial, algunos artistas hayan podido depositar en sus magnas obras. ¿Por qué habríamos de hacerlo o alentarlo, o siquiera alegrarnos de que eso pudiera suceder? No lo sé, o quizá sí lo sé. El caso es que un oscuro espíritu disolutorio y nihilista alienta siempre todas estas ideas, disfrazadas, como suele ocurrir, de dulces palabras, como libertad y respeto.

Obviamente, eliminar la diversión sería actuar en contra de toda la tradición literaria. A lo largo de toda la historia de la literatura, oral u escrita, vemos esta práctica. Comenzando con la famosa fórmula que, desde el eco de los siglos, nos sigue cantando el poeta romano Horacio («instruir deleitando»), o, incluso antes, con la ancestral costumbre de relatar historias maravillosas alrededor de la hoguera, pasando por el frontispicio de Santo Tomás Moro a su Utopía («Un manual verdaderamente dorado, no menos beneficioso que entretenido»), o por el didáctico verso de Wordsworth sobre lo que es poesía («las mejores palabras en el mejor orden»), y terminado por la no menos definitoria estrofa del también poeta Robert Frost de que «la poesía comienza en deleite y termina en sabiduría». Una alquimia del éxito literario que, podría decirse, se perfecciona, para todos los públicos, en autores como Miguel de Cervantes y William Shakespeare, en cuyas obras el lector a menudo no es consciente de la profundidad con la que ha sido instruido. Por otro lado, y en todo caso, sería un suicidio artístico prescindir de ese aspecto lúdico, y más en nuestros tiempos de entretenimiento y distracción.

Porque la lectura no solo puede llegar a ser un hábito virtuoso, sino que debe ser un placer. Leer, de por sí, es un acto voluntario como ninguno y placentero como no hay otro. Es decir, uno no lee por obligación, salvo que haya coerción, pero por la misma razón uno deja de leer en cuanto la coacción desaparece, salvo que entremedias…, aparezca el deleite; se lee por placer, básicamente, hay en la lectura un goce estético que actúa a modo de adictivo y que, una vez entra en nosotros, nos impide ya separarnos de los libros. Como escribió con acierto el francés Daniel Pennac: «El verbo leer no tolera el imperativo. Es una aversión que comparte con algunos otros verbos: amar…, soñar…».

Pero el leer buena literatura es también un instrumento poderoso para la educación. Y, por lo tanto, sería un error prescindir de él, vaciarlo de todo contenido instructivo y formativo. Salvo, claro está, que pensemos, como Rousseau y sus modernos adláteres, que los niños y los jóvenes no precisan de educación.

El santo cardenal Newman se dio cuenta de la bondad de la literatura como instrumento de educativo, y así nos dejó escrito lo siguiente:

«Incluso si pudiéramos hacerlo, incumpliríamos nuestro claro deber si dejáramos la literatura fuera de la educación (…). Porque preparamos a los jóvenes para el mundo (…). Proscribid la literatura secular como tal, eliminad de vuestros libros escolares todas las manifestaciones del hombre natural, y esas manifestaciones se hallarán esperando a vuestros alumnos en la misma puerta del aula (…). Sorprenderán a vuestros jóvenes (…) sin que antes se les haya proporcionado ningún criterio sobre el gusto, ni se le haya dado regla alguna para distinguir lo bello de lo vil, la belleza del pecado, la verdad de los sofismas, lo inocente de lo venenoso». 

Ya antes, nuestro gran Cervantes estaba en ello, y en su Quijote nos dice que el fin es el que señala Horacio y, por lo tanto, que sin abandonar el entretenimiento, debe convivir con él la enseñanza. Pero, eso sí, siempre que se haga «con apacibilidad de estilo y con ingeniosa invención, que tire lo más que fuere posible a la verdad», pues, de esta manera, «sin duda compondrá una tela de varios y hermosos lazos tejida, que, después de acabada, tal perfección y hermosura muestre, que consiga el fin mejor que se pretende en los escritos, que es enseñar y deleitar juntamente».

Y aún más remotamente, Joanot Martorell, en su Tirante el blanco, escribía en su prólogo que «es, pues, muy conveniente y útil poner por escrito las hazañas e historias antiguas de los hombres fuertes y virtuosos para que sean claros espejos, ejemplos y doctrina para nuestra vida».

Pues, como dijo el gran Gómez Dávila, «leer es recibir un choque, es sentir un golpe, es hallar un obstáculo. Es sustituir a la ductilidad pasiva y perezosa de nuestro pensamiento, los inflexibles carriles de un pensamiento ajeno, concluido y duro».

Y para terminar, podríamos volver a Horacio y a su ars poetica contenida en la Epístola a los Pistones, pues en ella, el insigne romano nos sigue diciendo lo siguiente:

«El poeta que complace a todos es el que mezcla lo útil con lo dulce, divirtiendo e informando al lector simultáneamente».

Esto nos sigue sirviendo hoy. ¿Por qué una obra no ha de poder entrelazar la diversión y el interés con la instrucción y la formación? Si el autor goza del don de combinar, con presteza y arte, ambas cosas, bienvenido sea; ¡disfrutemos e instruyámonos, todo a un tiempo! Y dejemos que nuestros hijos lo hagan. Tales cosas se encuentra en obras como las citadas y muchas otras. ¡Alegrémonos, pues, de ello!