Historia de una vocación sacerdotal

Ordenación de Jesús Sánchez

Comparto la historia de la vocación de un buen amigo sacerdote que me ha gustado. Sin editar, para que no pierda la frescura del ámbito para el que estaba concebida y con sus propias palabras.

Me parece que en estos tiempos muestra que «ecce non est abbreviata manus Domini», que se sirve de acontecimientos ordinarios para dar a conocer su voluntad. También que es Él quien llama, e incluso antes de que naciésemos ya lo hizo. Y en ese plan divino los padres tienen su papel, a menudo, insospechado.


Historia de una vocación sacerdotal

Muchas veces he contado lo que relato a continuación en el día de San José, cuando nos enviaban desde el Seminario a dar testimonio de la vocación. Desde entonces dejé de hacerlo, y ahora reviso lo escrito y lo pongo de nuevo para Don Alfredo, monje Benedictino del Valle de los Caídos, quien me pidió que lo escribiera. Después de la reticencia inicial, lo comparto. Sea todo para dar gracias a Dios, que ha tenido misericordia de mí.

Peregrinación a Fátima

Desde joven me perseguía el número 13 allá donde iba, y con mucha persistencia acercándose las fechas de Navidad. Jugué a ese número los días 22 de diciembre, pero nada. Nunca tuve temor de ninguna premonición maligna y siempre tuve la esperanza de que podría cambiar mi suerte. De ahí mi insistencia en los juegos de azar. Pero se hizo tan pesado y reiterante ese número, que me deshacía en calentarme la cabeza en qué podría significar, olvidándolo y comprendiendo lo inútil que era fundar ningún tipo de especulación basándose en un número. Hasta que entré a trabajar en el Canal de Isabel II, y por una serie de providencias me percaté de que todos los números de mi matrícula del coche de empresa sumados daban 13, y al revés 31, que era mi edad: -04270-. Tenía la certeza de que ¡por fin había llegado el momento! Cinco números, ya podía jugar a la lotería ¡el décimo ganador! Me gasté 800€ y no me tocó ni un solo euro, aunque ya fantaseaba conque si me tocaban dos millones de euros, el 75% lo invertiría en fines benéficos y los gestionaría yo, para saber que ese dinero llegaría a su destino. En algún momento pensé que sufría de enajenación mental, y cuando hice público lo que pensaba a mis amigos y compañeros, efectivamente, me lo confirmaron: ¡Me había dado mucho el sol ese verano!

Un compañero del Canal, fervoroso religioso desde hacía un año, me comentó: «¿no sabes que todos los días 13 es cuando se apareció la Virgen en Fátima?» Y dije: «no… qué curioso». No le presté el mayor interés, pero sí se quedó en mi subconsciente; me picó la curiosidad y comprobé que Fátima se celebraba en un par de meses. Le pregunté si iba a ir y me dijo que no, si bien al final fuimos juntos. Aunque todo lo que vi allí fue desde la razón y el escepticismo consciente, el número 13 empezó a tomar forma en María.

En Fátima estuve por una inquietud movido por el día de las apariciones. Lo que allí sucedió cambio mi vida, fue mi conversión a Jesucristo. No fui consciente hasta pasados unos meses cuando comprendí lo qué tocó mi corazón, y lo cambió. Nunca he negado una limosna, de no ser por vergüenza de que me vieran darla, que es lo que extrañamente algunas veces me sucedía. Me he cruzado muchos pobres y mendigos en la vida, pero nunca jamás bajo aquellas circunstancias.

Después de terminar la Eucaristía, con la bendición del S.S. el Papa Benedicto XVI, año sacerdotal, los cerca de 70.000 fieles se fueron desperdigando. Unos a los baños, otros a la encina donde se apareció La Virgen, y otros se sentaban en los alrededores a comer el banquete de tupperwares, llenos de croquetas y filetes. Nosotros nos sentamos un rato en las escaleras a descansar, luego decidimos ir a comer, pero antes nos pasamos por la encina. Cuando mi amigo Ramón llegó, tocó la encina y se puso a rezar, a mí se me pusieron ¡los pelos de punta! Y me dije: «Pero ¿qué hace este tocando y venerando este árbol?» A mí me hubiera gustado rezar, pero no comprendía qué hacía frente a aquel árbol, así que no lo hice. No obstante, me sentí un poco incómodo, como si yo fuera de la música clásica y me hubieran invitado a un concierto de Rock, o viceversa.

Saliendo del árbol que estaba vallado, Ramón iba delante de mí. A nuestra derecha, la gente con sus tupperwares estaba sentada en el poyete de la valla exterior. Cuando íbamos andando, un mazo de cables de televisión cruzaba la explanada y una mujer de aparentemente de unos 80 años por su tez arrugada, llevaba un tacatá de cuatro patas con dos ruedas adelante. Ramón cogió el tacatá y paso las ruedas por encima de los cables, y yo, que iba detrás, me percaté de que las patas traseras iban a ser más peligrosas con los cables, pero cuando fui a echar mano para ayudar a pasar el andador, la anciana se paró. Levanté la vista para ver la razón y vi que cogía parte de una manzana mordida de una papelera.

Me sobrecogieron mucho tres cosas: una, esa señora tan mayor buscando comida en la papelera; la segunda, las personas sentadas enfrente dándose un atracón a comer mirando para otro lado, pasando de la mujer; y por último, la mediocridad e hipocresía de parte de los allí reunidos. Observé eso subconscientemente en el preciso momento en que levanté la vista y contemplé el rostro de aquella mujer. A pesar de todo, no pude reaccionar y continúe mi camino. Iba detrás de Ramón, que iba a rezar a la Capilla de la Virgen, mirando hacia atrás para volver a ver a aquella mujer, sin comprender todavía qué significaba semejante cuadro. Quise darle una limosna e invitarla a comer, pero sentí vergüenza de darme la vuelta e ir allí. Entonces se me empezó a acelerar el pulso y creí que se me salía el corazón del pecho, y en ese estado es como si hubiera cogido fuerza y me di la vuelta. Me dirigí hacia la señora y la ofrecí una limosna, que a priori rechazó. Fue entonces cuando empecé a sudar y creerme que estaba haciendo el ridículo, pero insistí y le guardé el dinero en la bolsa que llevaba colgada del andador, a lo que ella con un gesto me dijo: «que Dios te lo pague». Me di la vuelta y continúe mi camino, pero la mezcla del estado de nervios y la situación que acababa de presenciar me hizo llorar. Me puse las gafas de sol, para que nadie me viera, y me reuní con mi amigo Ramón, que estaba frente a la Virgen rezando. A mí, en aquel estado de shock, lo último que me apetecía era rezar, esperé y fuimos a comer.

De esta experiencia recuerdo dos cosas. La primera, que estando en la fila de la comunión, Ramón me sacó de un tirón agarrándome del brazo, cuando solo me precedían tres personas. Como había mucha gente y se me quedaron mirando, disimulé como si no hubiera pasado nada, pensando: «luego te vas a enterar…» y después le pregunté: «¿Se puede saber por qué has hecho eso?». A continuación, él me hizo unas preguntas sencillas, a las cuales respondí afirmativamente, y me dijo que eso era pecado. Inmediatamente una luz me atravesó la conciencia y me di cuenta de que no había actuado bien.

En segundo lugar, de alguna forma vi la falta de fe y la hipocresía de la gente allí reunida y cómo las palabras de Benedicto XVI eran verdaderas y estaban llenas de razón. Pero esa gente no se había enterado. Se limitaron a mirar hacia otro lado, no ofreciendo de comer a aquella mujer. En aquel momento hice la siguiente reflexión mirando el altar de la explanada donde se acababa de celebrar la Eucaristía: «Esta es verdaderamente la Iglesia de Jesucristo, pero continúan sin enterarse, lo siguen abandonando y crucificando». En realidad, no sé por qué me vino eso a la cabeza, pues no sabía ni lo que decía, ni tenía juicio formado para hacer aquella reflexión. La cuestión, o deseo más fuerte de todo, era que tenía que comulgar, incluso restando importancia a la Gracia que la Virgen me había concedido de un corazón de carne, sensible hasta el llanto por aquella pobre. El no haber comulgado era un deseo inconsciente y lo único que eché en falta al volver de Fátima. A todo lo anterior no le di la importancia que relato ahora.

Volviendo de vuelta en el coche para Madrid

Al regresar de Fátima, mientras conducía íbamos hablando mi compañero de trabajo y yo- Él me hacía afirmaciones radicales desde su fe, a lo que yo le comenté que si tuviera yo la fe que él expresaba, lo dejaría absolutamente todo. De hecho, no podía comprender la razón de por qué él no lo hacía. Obviamente se apoderó de mí un valor al pronunciar la frase, y ni por un momento me estaba refiriendo al sacerdocio, ya que no conocía ningún sacerdote, no sabía qué funciones tenían ni a qué se dedicaban exactamente. Supongo que me imaginaba a algún santo o santa, con vidas de abandono por completo a la providencia de Dios, en un proyecto de misión.

El caso es que conocía a unas monjas con las que hice un voluntariado en Melilla con niños musulmanes huérfanos y algunos maltratados. Estas monjas nos pusieron allí a rezar delante de un sagrario, con un papel y un bolígrafo. Cantaron unas canciones y leyeron algún texto que no recuerdo. Una de ellas me dijo: «Él Señor está en el sagrario porque la luz roja está encendida». Yo todavía me veo mirando aquel cable que iba de la luz roja al enchufe, y pensando: «¿Si corto el cable? ¿Cómo que está encendida porque está el Señor? ¿No será que está encendida porque alguien la ha encendido?» Todavía no puedo creer la brutalidad o inocencia de tomar al pie de la letra las palabras de la monja, y un año después aún le daba vueltas… Con esto ya uno se puede imaginar lo perdido que estaba en algunas cuestiones de liturgia y en la falta de catequesis delante de un sagrario. La cuestión es que la hermana me dijo que pidiéramos algo al Señor, que Él estaba escuchando. Escribí una petición en el papel, se lo di para que lo leyera, pero me dijo que era para mí… así que, como yo sabía lo que había escrito, perdí el interés por el papelito.

Confesión

Quería madurar en mi fe y dar un paso más. Siempre me arrepentí de lo malo y trataba de cambiarlo, normalmente con éxito, pero ahora quería confesarme y ser perdonado. Llamé a una de estas hermanas y me puso en contacto con un sacerdote jesuita. Estuve hablando un buen rato, fue un diálogo-confesión general de unas dos horas y media, sobre más de diecinueve años de mi vida. Y sentí el alivio y la alegría del perdón, verdaderamente no sabría explicar el júbilo que experimenté, fui perdonado. Me sentía física y espiritualmente ligero. El sacerdote me preguntó qué era lo que quería hacer, le contesté que nada; él respondió: «Me refiero a ¿qué es exactamente lo que quieres hacer?» Le respondí de inmediato que: «seguir el camino de Cristo y no volver a pecar más». A lo que él me contestó que eso no estaba en mi mano, que rezara, fuera a la Iglesia y que, tal vez en un mes o tres, un año o tres, que nunca se sabe cuándo, pero que, si le rezaba con fe, Él me respondería. Salí de la Iglesia, extrañado de las cosas tan raras que me había dicho («me dije, jerga de curas… Lo importante es que estoy perdonado») Me iba haciendo a mí mismo unas preguntas que se respondieron antes de llegar a donde tenía aparcado el coche:

«¿Cómo que me responderá? ¿Qué me responderá? ¿Qué tiene que responderme Dios? ¿Y cuál es la pregunta? ¿Se habrá pensado que quiero ser sacerdote por decirle que quiero seguir el camino de Cristo? ¿Por qué le habré dicho que quiero seguir el camino de Cristo? ¿O sea, que me pregunta dos veces lo mismo, la primera no sé a qué se refiere y la segunda sí?»

Empecé a sentir que eso es lo que quería, ser sacerdote. No comprendía cómo este sacerdote era capaz de interpretar mi supuesta vocación, y menos aún como llegué a entenderlo yo, pensando: «¿Cómo es posible que yo quiera ser sacerdote si no sé ni lo que es? ¿Cómo puedo querer algo que no conozco…? Pero ¡es lo que siento! ¿Se me habrá ido la cabeza del todo?» Supongo que lo que sentía era una entrega de corazón completa, eso es lo que había de fondo, pero no sabía hacia dónde orientarlo.

Desde luego hubo mucha Providencia y sentí la gracia de Jesucristo transformándome, hablándome desde dentro del corazón, algo cambiaba en mi interior y no lo comprendía, sentía incluso escrúpulos de un ático que me había comprado por ser ostentoso y eso que era lo que siempre había deseado. Empecé a rezar y a preguntarle si era eso lo que quería de mí, pensando: «pobre de mí, si es que acaso iba a responderme audiblemente, o hablarme alguna paloma». Verdaderamente no sabía cómo respondía Dios, pero yo pregunté, pregunté, recé e iba a Misa.

La Pasión

Era domingo 4 de julio de 2010, había estado en misa de 12:00 y llegando a casa de trabajar a las 23:00 encendí la televisión con la intención de ver La Pasión de Cristo de Mel Gibson, una versión muy dura de la Pasión.

Llevaba ya tiempo leyendo el Evangelio, y desde que empezó la película entendí muchas cosas que antes me pasaron inadvertidas. Cuando la película acabó, y después de aguantar la lágrima durante la misma, entendí la absoluta verdad de que todo eso pasó y que es cierto. Fui hacia la nevera con intención de echar un trago de agua, pero mi corazón estaba caído y mis ojos fijos en un punto sin enfocar, mientras en mi cabeza pasaba una y otra vez la cruz que llevó Jesucristo, el Calvario y el sufrimiento de su madre María. Tres minutos, quizás, frente a la nevera, hasta que mi boca seca me pidió agua, esa que a Jesús le negó de una patada el soldado romano. Según acercaba la botella hacia mi boca, noté cómo todo mi brazo perdía fuerzas y mi boca negaba esa agua, mientras empezaba a entender la verdadera razón del ayuno. Quise beber definitivamente, pero en ese momento mi brazo se desplomó, y cayendo de rodillas al suelo y apenas sin fuerzas en ningún músculo, salió de mi pecho todo el nudo acumulado. Un llanto que me desgarraba salía de mis entrañas. Babeando y moqueando empecé a rezar un Padrenuestro de dolor y entendimiento verdadero de qué significa realmente esa oración, y del sinsentido en que la pronunciaba anteriormente. Era un dolor como si hubiera muerto el hijo que no tengo, o como lloraría mi madre si me perdiera, o como simplemente se dio muerte al Hijo de Dios.

Después de varias oraciones, arrepentimientos y suplicas, yo ya sabía que Dios es Dios, incluso tuve conciencia de que ya lo sabía, que Él era, aun cuando lo buscaba. Fui al baño a secarme las lágrimas, todavía abrumado, volví a la nevera a dar un buen trago de agua, pero de nuevo me quedé con la nevera abierta y obnubilado, con la mirada perdida y pensativo durante un buen rato. No puedo describir lo que me empujó al salón, pero en mi interior nació la idea de buscar una señal.

La señal que creía buscar era insignificante comparada con El que da las señales, porque es Jesucristo mismo quien estaba en el salón. No lo veía, pero notaba su presencia, lo sentía con el alma, lo sentía en mí, aunque era más un conmigo, un otro, como si la presencia inundara toda la estancia, a la vez que estaba más allá de las estrellas, no en mi interior, sino inundado por Él. Nunca jamás había experimentado nada igual, no podía reprimir la alegría.

Esta presencia la experimenté toda la noche, es la experiencia del amor invencible, de la resurrección de Cristo. Los efectos en el alma de aquella presencia se prolongaron alrededor de dos meses. Esta alegría es la experiencia de la palabra «consuelo de Dios». Junto a esa presencia no existe ninguna duda, ningún miedo, es como si estas dos cosas (el miedo y la duda) no formarán parte de la razón, sino del alma, del alejamiento de Dios por aquel pecado original, y en ese momento desaparecieron. No puedo comparar esta experiencia con nada anterior. No he vuelto a experimentar nada igual, salvo un consuelo Divino después de fallecer mi padre, como si Dios me consolara, me dijera que estuviera totalmente en paz, que había muerto en su gracia y estaba salvado.

Experimentando este gozo de Dios, que fue creciendo desde el momento que sentí que tenía que ir al salón, me fui al Cristo que tienen colgado mis padres en la habitación a besarle los pies y me quedé de rodillas rezándole. Comprendí que esta experiencia era necesaria, y aun hoy entiendo la necesidad de esa gracia.

Eran las 00:20 pasadas y no podía dormir, estaba desvelado y salí a la terraza a sentarme a contemplar las estrellas. Con una paz interior como si estuviéramos en diálogo, pero sin hablar ni pensar; era comunicación de gozo, no podría explicarlo. A las 5:45 de la madrugada seguía en la terraza orando lleno de alegría, y recordé que tenía que llevarle un colchón a mi madre al chalet. Cargué este en el coche y paré a mitad de trayecto a echar gasolina, continué la marcha y llegué.

Una vez allí con mis padres, hablamos de cosas cotidianas, tenía la necesidad de decirles cuánto los quería, ya que nunca había ocasión, y en ese momento tampoco la encontré. Hubo un par de veces de suspicaz misticismo en los cuales unas palomas revoloteaban por allí, y viéndolas me recordaban lo que debía hacer. Sin embargo, cuanto más lo intentaba, mi estómago se encogía, y me bloqueaba. Desistí viendo lo inútil que resultaría, y tiré la toalla. Estaba allí para la reconciliación definitiva de mis sentimientos con los de mis padres donde las palabras «te quiero» no eran habituales; sobre todo por mi parte. Entonces dije: «Bueno, me voy que tengo que trabajar», y dijo mi madre: «Me voy contigo, que tengo que cortarme el pelo». Inmediatamente la miré y sentí que no era cierto, ella había notado un cambio en mí y seguro que solo quería estar conmigo.

Vocación

Le dije que vale, nos despedimos de mi padre. Regresando en el coche, volví a intentar un acercamiento, pero no sabía cómo. Mi estómago encogido, una gotita de sudor recorriéndome la frente y comprendí que no iba a ser posible ese día, pero recordé la señal de la Virgen y desconecté de la realidad que me envolvía. Cogí fuerza en ese momento y me salió lo que me pasaba por la mente:

Yo: - ¿Ya no vas a misa?

Ella: - No mucho, pero fui el domingo.

Yo: - ¿Pero tú crees en Dios? (mi intención era sonsacarla para luego decirle que yo también creía y que la quería)

Ella: Déjate de tonterías, eso es personal.

Yo: - Pero bueno, si vas a misa pedirás cosas, ¿no?

Ella: - Sí, salud.

Yo: - ¿Nada más?, (quería sonsacarle que pidió por mí a la Virgen y decirle que la había oído)

Ella: - No.

Yo: - Pero ¿no recuerdas cuando me llevabas a un cura de pequeño, pensando que estaba endemoniado por mi soberbia?… Jaajajaj (nos reímos)

Ella: Es verdad, no me acordaba…, nunca hablo de estas cosas porque tu padre no cree y se molesta y siempre maldiciendo, pero recuerdo que cuando eras pequeño, yo tenía la ilusión de que fueras sacerdote y pedí mucho por ello, pero tú con lo mal estudiante que eras y tu padre que no le gusta que se hable de esas cosas. Nunca se lo dije a nadie y lo guardé siempre en mis adentros (Aun cuando le pregunto a mi madre por qué quería que fuese sacerdote, siempre me responde lo mismo: «cuando te vi al nacer, eras tan guapo, que dije esto para el Señor, te entregué a Él, y te consagré a la Virgen»).

Yo: (Según oí aquello, miré a mi izquierda por la ventanilla, descolocado y tratando de tragar el nudo de mi garganta… no pude y rompí a llorar, y continuamos hablando.)

Cuando por fin comprendí lo que estaba sucediendo y que no era un sueño, le dije que la Virgen la había escuchado, y que conmigo se había ganado el cielo, que ahora no lo perdiera por dejar de ir a misa y confesarse. Cuando llegamos a casa, rompí a llorar y ella en vez de decirme todo lo que ella había sufrido o reprocharme nada, me dijo textualmente: «No llores hijo… no llores hijo mío, que yo siempre te he querido y siempre te querré».

Tras un proceso de discernimiento, entré en el seminario. Después de tres meses, llevando las últimas cosas a la habitación, encontré las fotos, el cuaderno y el papelito de la oración en Melilla delante del sagrario, donde ponía: «¿Es posible Señor, a mi edad encontrar y ejercer esta fe?» Es increíble, ni siquiera pedí nada, hice una pregunta sobre algo que habíamos hablado reunidos los jóvenes y las hermanas esa noche de cómo había ido el día con los chicos. Recuerdo que ellas hablaban de cambiar el mundo granito a granito de arena, a lo que les respondí que eso es imposible, que antes de reunir los granitos de arena como para hacer la montaña lo suficientemente grande, como para cambiar este mundo, vendría otra glaciación que haría el trabajo por nosotros… Una de las hermanas se reía, pero añadí: «Yo no tengo fe, eso es un don, pero sé que existe, sé que es real, porque lo veo en tus ojos, está ahí, puedo verla, pero yo no la tengo». Y eso le pedí tímidamente en forma de pregunta a Dios en aquel Sagrario, tardó tres años, que no voy a extenderme, pero se puso a trabajar, quién lo iba a decir, encontrar aquel papel, y que pusiera eso…

Del mismo modo, mi brutalidad de pensar que la luz del sagrario estaba encendida porque el Señor estaba dentro, se respondió en la JMJ de Madrid de 2011, cuando por causa del viento no se repartió la comunión como estaba previsto desde las carpas. Allí había una vela encendida como signo de la presencia del Señor. El sacerdote sacó al Santísimo para consumirlo, lo partió en varios trozos y cuando el último comulgó, el sacerdote consumió el resto, y justo al llevarse el último pedazo a la boca, la vela se apagó sola, sin viento, a lo que varios de los que allí estaban, sabiendo lo que había pasado, dijeron: «¿Habéis visto eso?»

Mi padre

He dicho que mi padre no creía, no sé si podría decir que era ateo, porque nunca hablé con él sobre las cosas de religión. Él había conseguido sacar de sus casillas a una monja que le dio una mala contestación a una pregunta sobre el Espíritu Santo. A la pregunta de mi padre: «¿qué es eso del Espíritu Santo?», ella le respondió que eso no se lo podía decir, porque de ahí comían muchos… La mala contestación de esta monja él la interpretó como quiso, como si la Iglesia viviera de misterios inexplicables. De ahí que cuando le dije que iba a entrar en el seminario, mi padre me dijese: «Tú veras hijo, ya eres mayorcito, pero ya verás cuando estés ahí que todos los curas son unos ladrones». A lo que inmediatamente le respondí: «Los ladrones son los banqueros, pero eso a ti no te importa cuando buscas un préstamo o el mejor interés para tus ahorros. De hecho, no sabes realmente si ese señor es buena o mala persona, si pega a su mujer o no, pero a ti lo que te interesa es lo que él guarda, el depósito al que tú quieres acceder, el dinero para que tus hijos tengan un techo donde dormir, comer, y puedan estudiar; de igual modo no sé si algún cura será un ladrón. ¡Ojalá, todos fueran santos! Pero a mí lo que me importa es lo que guardan, lo que administran, el depósito de la fe, los sacramentos, para dar el cariño de Dios, que es lo que hace crecer en el amor y lo que necesita todo hogar». Esta y muchas otras contestaciones le daba. Siempre le dejaba sorprendido y sin respuesta y él intentaba cogerme con mis propias palabras.

Era toda una novedad para él que su hijo quisiera ser sacerdote, aunque más adelante me enteré de que mi tío abuelo por parte de mi madre era el Obispo de Ávila, a quien mis padres fueron a pedirle la bendición antes de venirse a Madrid. Este era Don Santos Moro Briz; sus hermanos: Máximo Moro Briz (Sacerdote diocesano) y Sor Modesta Moro Briz (Hija de la Caridad), que habían sido mártires de la guerra civil.

A mi padre se le veía más contento, yo percibí en él un cambio radical, para mí. De hecho, accedió a confesarse con el mismo sacerdote que me confesó a mí, e iba a misa con mi madre. Sin duda alguna eso fue para mí lo más agradable, que mi padre se acercara a Dios.

Un día estaba él en el salón, y desde la habitación le oí blasfemar. Se había pegado un puntapié contra la mesa y ese era el modo habitual de desahogarse. Fui hacia el salón, él estaba poniendo la mesa, entonces llegué y pegué tal puñetazo sobre la mesa, que saltaron todos los platos. Le miré a los ojos y le dije: «¡Que sea la última vez que te oigo blasfemar!, porque has trabajado toda tu vida para que tus hijos puedan tener la mejor casa que has podido, para que no falte una alimentación, para que tengamos acceso a los estudios, y después de jubilarte, a pesar que sé que tienes una hernia de la que nunca te quejas, has seguido luchando para que tus hijos tengan un pequeño ahorro que dejarles de herencia, y ahora, el descanso que te mereces, y que solo te lo puede dar Dios, ¿te lo vas a perder por blasfemar contra Él?, ¿por qué no te cagas en las margaritas? Porque eso no desahoga, solo desahoga lo que la otra persona escucha, sabemos que Dios escucha». Mi padre no respondió, salvo con el brillo de las lágrimas que bañaban sus ojos.

Otros ven el pasado, yo solo veía el presente. Mi padre se estaba acercando a Dios. Falleció justo el día en que yo iba a empezar segundo curso de seminario. Una llamada una hora antes de completas me hizo salir corriendo hacia mi casa. Él se fue a descansar con el Señor, en su lápida está escrito: «Resucitaré para alabar y glorificar al Señor».

Mis padres tenían un chalet con un huerto que mi padre cuidaba y donde había una higuera. Está, en quince años desde que se compró el chalet, apenas había dado higos, siempre se congelaban las brevas. Alguna vez se pudieron recoger las primeras brevas, quince o veinte nada más. Algún año, algún cubo, pero poca cosa.

Ese verano de 2012, antes de fallecer mi padre, esa higuera no solo dio fruto, sino que hubo que apuntalar absolutamente todas las ramas, porque se partían del peso. Se recogieron cubos llenos de brevas e higos. Es solo un ejemplo de cómo Dios llega más allá de la naturaleza humana y bendice nuestros trabajos cuando estamos cerca de Él, como dice el Evangelio:

«Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, fue a buscar fruto en ella y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: `Ya hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro. Córtala; ¿Para qué ha de ocupar el terreno estérilmente?’ Pero él le respondió: `Señor, déjala por este año todavía y mientras tanto cavaré a su alrededor y echaré abono, por si da fruto en adelante; y si no da, la cortas.’» (Lc 13, 6-9)

Verdaderamente no es únicamente una metáfora, mi padre dio fruto como esa higuera. Solo Dios sabe cuánto cambió, si un 30, un 60 o un 100x1. La cuestión es que estoy seguro de que al menos un 30 por ciento, sin contar que él ya había hecho sus obras buenas, de las cuales me enteré después.

No es porque lo pusiera en el Evangelio, sino porque así es la vida misma. Yo alrededor de mi padre me abajé como ese estiércol a los pies de Dios, para ponerme a los pies de mi padre. Al principio resulté desagradable, no causaba «buen olor» una vida perdida, sin casarme, él sin nietos, etc., al igual que el «engaño de la secta» (La Iglesia) que me había atrapado… En cambio, eso le hizo confiar de nuevo, abrió la mente y el corazón, y entró Dios, empezó a florecer y cargado de frutos, por fin era el tiempo de la siega. El fruto de reconocer el amor de Dios. Lo de la higuera fue, sin duda, un milagro. Y lo de mi padre, el milagro según el cual todo hijo nace con un pan debajo del brazo, diciendo que tenemos el sustento asegurado, pero no es así siempre. En realidad, esa frase remite a una verdad superior que muchos padres han experimentado: cómo sus hijos les traen el pan de Dios, cómo les acercan a la Eucaristía, el Pan de vida eterna.

Si una vocación sacerdotal es venir con el pan debajo del brazo, porque de ahí comen muchos, al final de ahí comió también mi padre, del sustento para la vida eterna. Muchas veces me he preguntado por qué Dios me eligió para ser sacerdote. Quizá es una pregunta egoísta, tal vez fue por mi padre, por el amor que Dios le tiene, que no quiere que nadie se pierda, sino que todos alcancen la salvación.

Una vocación sacerdotal es una historia entrelazada por y para muchos, ellos son los importantes, a quienes servimos en Xto. Es, como dice San Pablo, parte del Cuerpo Místico de la Iglesia, aunque ese cuerpo místico es también para los demás, los alejados. La vocación no puedo relatarla toda aquí, pues no tengo suficiente tiempo de contar mi vida y ver todas las providencias de Dios, que siempre quedan ocultas a los profanos en la Gracia divina, como fue mi caso.

Jesús Sánchez Sánchez