Adjetivos descalificativos. No aguanto un adjetivo más
Yo no sé si aún seguirá vigente la gramática castellana de mi infancia, aquello de artículo, nombre, adjetivo, pronombre… No sé. Tengo un vago recuerdo en nebulosa de sintagmas y cosas así. En la gramática que yo estudié, que me sigue valiendo, el adjetivo era una cosa que completaba el sustantivo añadiendo propiedades abstractas o concretas del sujeto. Si no soy muy exacto, pido perdón a mis amigos lingüistas.
Dicho esto, ¿por qué afirmo que no soporto un adjetivo más? Pues porque estoy observando que los adjetivos hoy se emplean mucho no para completar una descripción o describir mejor un sustantivo, sino como forma de evitar todo aquello que sea dialéctica, confrontación ideológica, debate serio. Hoy la gente, me da igual en política, religión, economía o nouvelle cuisine, no tiene más argumento de autoridad ni mejor fundamentación que soltar dos o tres adjetivos, ni originales, para solventar todo debate.

A lo mejor les parece una cosa sin sentido, pero la iniciativa pastoral más aparentemente boba está teniendo un éxito increíble.
Recuerdo un sacerdote, hace años, en una celebración eucarística. Justo momento de la consagración y unos mozalbetes riendo y bromeando y hasta remedando los gestos del sacerdote. El buen cura paró en seco la celebración y les dijo: “de mí os podéis reír lo que queráis y llamarme de todo, pero que a nadie se le ocurra faltarle al respeto a Dios. Por ahí no paso”.
En estos tiempos de modernidad y adelantos, “alantos” que dicen en mi pueblo, es divertido comprobar cómo lo que se nos vende como el summum de la modernidad es todo un compendio de las más antiguas barbaridades y de las herejías más clásicas.
Mala cosa es vivir de filias, fobias y prejuicios. Mala cosa las obsesiones, que llevan a convertirse en el conejito aquel de las pilas que repite, y repite, y dura y dura.





