Hay dos realidades propias y exclusivas del sacerdote que actúa en nombre de Cristo: la celebración de la eucaristía y el impartir el perdón de los pecados. La acción del sacerdote en estos casos no está unida a su vida personal, y por ello pueden oír confesiones sacerdotes no sólo mediocres, sino incluso indignos, mientras no se les prohiba el ejercicio de este ministerio, e incluso en este caso podrá hacerlo en peligro de muerte. Pero dado que la misión del sacerdote es servir de puente entre Dios y el penitente, su misión será mucho más eficaz si el confesor es un hombre de Dios que cree y vive lo que hace, se esfuerza en su santificación y permite así más fácilmente el paso de la gracia.
Ya en el Seminario se nos decía que debíamos ser canales de gracia y que ésta pasará fácilmente a los penitentes si estamos limpios y cooperamos con ella, no así si estamos llenos de hierbajos, es decir de pecados. Recordemos en la vida de muchos santos el influjo decisivo de sus confesores. No olvidemos tampoco que el ejercicio de este ministerio no sólo sirve a la santificación de los penitentes, sino también, e incluso sobre todo, a la del sacerdote confesor, pues nunca los favores son unidireccionales, sino que van en ambos sentidos, porque como decía no hace mucho en una Carta el Cardenal de Colonia a sus fieles: “si queréis de verdad ayudar a vuestros sacerdotes confesaros con ellos”. En efecto la ayuda que nos damos los seres humanos casi nunca es unilateral, sino que va en las dos direcciones, y el penitente que se deja ayudar por su confesor, a su vez también le ayuda.
La actitud fundamental del sacerdote hacia los penitentes debe ser el amor. El amor a las personas nos lleva a comprenderlas. Conseguir esta actitud es fácil, porque aparte que la gracia de estado está para algo, vemos al penitente ya arrepentido, es decir bajo la luz de la gracia que posee, al menos en forma de atrición. Incluso ante pecados horrorosos, vemos al penitente que se autopregunta cómo ha podido caer tan bajo y ser tan imbécil, lo que te hace sentir naturalmente simpatía hacia él...
"Para guiar a los demás por el camino de la perfección cristiana, el ministro de la penitencia debe recorrer en primer lugar él mismo este camino y, más con los hechos que con largos discursos, dar prueba de la experiencia real de la oración vivida, de práctica de las virtudes evangélicas teologales y morales, de fiel obediencia a la voluntad de Dios, de amor a la Iglesia y de docilidad a su Magisterio" (Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Reconciliatio et Paenitentia nº 29).
Pero aparte del aspecto espiritual el confesor debe cuidar también los valores humanos:
"Para un cumplimiento eficaz de tal ministerio, el confesor debe tener necesariamente cualidades humanas de prudencia, discreción, discernimiento, firmeza moderada por la mansedumbre y la bondad. Él debe tener, también, una preparación seria y cuidada, no fragmentaria sino integral y armónica, en las diversas ramas de la teología, en la pedagogía y en la psicología, en la metodología del diálogo y sobre todo, en el conocimiento vivo y comunicativo de la palabra de Dios. Pero todavía es más necesario que él viva una vida espiritual intensa y genuina" (ReP nº 29).
Igualmente debe tener auténtica simpatía, que le permita ponerse en la situación del penitente, atendiéndole e interesándose sinceramente por él. Muchas veces la mejor ayuda consistirá en saber escuchar pacientemente, centrando toda su atención en el penitente y en sus problemas. Este saber escuchar es un servicio que estamos llamados a prestar a la comunidad, porque permite a los individuos expresar cómo viven sus relaciones humanas y cómo desean ser aceptados y queridos. Saber escuchar sin culpabilizar, como hacía Jesús, es una actitud que hay que fomentar cada vez más en la Iglesia y en sus ministros. Escuchar una confesión es oír lo que se nos dice, captar el mensaje, y en ocasiones, descifrarlo, para aprehender su verdadero significado y por otra parte ayudar al penitente a encontrar a Dios y a recibir digna y fructuosamente el sacramento. Este saber escuchar no se improvisa, sino que como todo acto verdaderamente humano, es algo que se aprende y a la vez es un arte.
Para ello es preciso conocer y comprender al menos en líneas generales la psicología de las personas. Por ello el estudio es una de las obligaciones principales del sacerdote, para estar al día y poder así ofrecer una ayuda más eficaz. Ello requiere por nuestra parte capacidad de diálogo y sensibilidad, porque si logramos saber escuchar la confesión puede ser profundamente humana y espiritualmente liberadora para el penitente, permitiendo el crecimiento de la presencia de Dios en su corazón. Para nosotros los sacerdotes su efecto más normal es sentirnos realizados en nuestro sacerdocio, al dejarnos la sensación gratificante de haber logrado ayudar eficazmente a quien lo necesitaba y de haber sido el instrumento de Dios por el que Éste actúa eficazmente en el mundo.
Pedro Trevijano Etcheverria, sacerdote