“La Iglesia tiene el deber de anunciar siempre y en todas partes el Evangelio de Jesucristo”. Así comienza el documento con el que se constituye el Consejo Pontificio para la promoción de la Nueva Evangelización (Ubicumque et semper).
En la apertura del Concilio Vaticano II, el 1 de octubre de 1962, Juan XXIII señalaba que el “depósito de la fe” (lo que suele llamarse la doctrina cristiana) es, en su sustancia, siempre el mismo; y ese mismo depósito cambia en la “manera de formular su expresión” según los tiempos y lugares. Así ese depósito de la fe puede ser “custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz”. Es lo que ahora se indica diciendo que se trata de anunciar y proclamar la belleza del Evangelio “siempre y en todas partes”, con palabras que dan el título al documento. Dos afirmaciones, pues, son aquí importantes, en paralelo con la finalidad que se proponía el Concilio.
En primer lugar, dice Benedicto XVI que “la misión evangelizadora, continuación de la obra querida por el Señor Jesús, es para la Iglesia necesaria e insustituible, expresión de su misma naturaleza”. En efecto, la palabra Iglesia quiere decir con-vocación, llamada de muchos a formar la familia de Dios. Para eso existe la Iglesia. Durante la historia, su esencia se identifica con su misión. Ella es, en palabras del Concilio Vaticano II, un “Pueblo mesiánico” (Lumen gentium, 9), porque en ella vive el “Mesías” (Cristo, el ungido por el Espíritu de Dios), esperado y prometido. Y por tanto, ella es también ungida y enviada a toda la tierra para comunicar y entregar la Buena Noticia que el Dios vivo y trino ha querido manifestar por Cristo y en Cristo: que Dios es amor; que sólo el amor crea y vivifica, une y salva; que su doctrina no es letra muerta, pura teoría o ley externa al corazón humano, sino que es vida: más aún, la vida plena y auténtica que cada persona y la humanidad en su conjunto anhelan desde el principio del mundo.
En segundo lugar, “esta misión (de la Iglesia) ha asumido en la historia formas y modalidades siempre nuevas según los tiempos, las situaciones y los momentos históricos”. Nuestra época es testigo de “gigantescos progresos” e “innegables beneficios”, junto con el “alejamiento de la fe” e incluso una “preocupante pérdida del sentido de lo sagrado” que pone en duda los fundamentos trascendentes de la existencia humana.
En consecuencia, se propone una tarea que ya Juan Pablo II había denominado “nueva evangelización”, dirigida especialmente a los bautizados que no viven su fe o no la conocen, y también a otros que desean profundizar en ella. Una tarea con especial referencia al “Primer mundo”, el mundo del bienestar y el consumismo, enfermo de indiferentismo y secularismo, cuando no afectado gravemente por el ateísmo. Se trata de territorios en muchos casos tradicionalmente cristianos, que hoy requieren “un renovado empuje misionero, expresión de una generosa apertura al don de la gracia”.
Atención, porque no se trata de un problema social o cultural, un problema de estructuras y estrategias organizativas y exteriores. Es una cuestión más central, que afecta al corazón de cada uno, a su relación con Dios. Y es que la misión se fundamenta siempre, de modo vivo, en la propia identidad de la Iglesia y de los cristianos. De ahí que para ellos, la nueva evangelización, “si bien se refiere directamente a su forma de relacionarse hacia el exterior, presupone sin embargo ante todo una constante renovación interior”.
Se requiere, ciertamente, recomponer el entramado cristiano de las comunidades cristianas; pero “no podemos olvidar que la primera tarea será la de hacerse dóciles a la obra gratuita del Espíritu del Resucitado, que acompaña a cuantos son portadores del Evangelio, y que abre el corazón de quienes escuchan. Para proclamar de forma fecunda la Palabra del Evangelio, es necesario ante todo que se haga una profunda experiencia de Dios”.
Por eso, tampoco estamos ante lo que, con ojos demasiado humanos, podría interpretarse como un intento de una nueva expansión o restauración de una influencia cultural perdida. No. “En la raíz de toda evangelización no hay un proyecto humano de expansión, sino el deseo de compartir el don inestimable que Dios ha querido hacernos, haciéndonos partícipes de su misma vida”.
Nueva evangelización significa, en resumen, renovación interior, experiencia de Dios, redescubrimiento de la belleza del Evangelio, nuevo impulso que vivifique todas las realidades temporales (las familias y los trabajos, las culturas y las leyes, las transformaciones sociales, los avances científicos y tecnológicos), con lo que San Josemaría Escrivá llamaba “la esperanza de Cristo” (Surco, 293).
Se trata –en definitiva– de ser fieles, de modo renovado y creativo, a la propia identidad y misión. El cristiano es seguidor de Cristo, que significa ungido por el Espíritu Santo, es decir, por el amor personal de Dios. A la jerarquía de la Iglesia y su magisterio le corresponde orientar e impulsar una nueva evangelización. Pero esa tarea es propia de todos los cristianos, aquí y en todas partes, ahora y siempre, convocados a ser evangelizadores, con su vida y su palabra.
P. Ramiro Pellitero, sacerdote
Instituto Superior de Ciencias Religiosas, Universidad de Navarra