La ley y la gracia. Donde la justicia terrena ya no llega, la mano de Dios sí puede. A los católicos de Irlanda Benedicto XVI ha ordenado, con su carta del 19 de marzo, lo que ningún Papa de la edad moderna ha ordenado nunca a una Iglesia nacional completa.
Los ha intimado no sólo a llevar a los culpables a los tribunales canónicos y civiles, sino a ponerse colectivamente en estado de penitencia y de purificación. Y no en el secreto de las conciencias sino en forma pública, a los ojos de todos, también de los de sus adversarios más implacables e irredentos. Ayuno, oración, lectura de la Biblia y obras de caridad todos los viernes de aquí a la Pascua del próximo año. Confesión sacramental frecuente. Adoración continua de Jesús – Él mismo "víctima de injusticia y pecado" – frente a la sagrada hostia expuesta en los altares de las iglesias. Y para todos los obispos, los sacerdotes, los religiosos sin excepciones, un periodo especial de "misión", un largo y severo curso de ejercicios espirituales para una radical revisión de vida.
Un paso audaz el que ha dado el Papa Benedicto. Porque ni siquiera el profeta Jonás creía que Dios perdonaría a Nínive de sus pecados, no obstante la ceniza penitencial y el sayal vestido por todos, desde el rey hasta la última de las bestias.
Y también hoy muchos concluyen que la Iglesia está irremediablemente condenada, incluso después de la carta en la cual el mismo Papa se carga de vergüenza y remordimiento por la abominación cometidos con unos niños por algunos sacerdotes, ante la culpable negligencia de algún obispo.
Sin embargo hasta sobre Nínive descendió el perdón de Dios, y el escéptico Jonás debió cambiar de opinión, y Miguel Ángel pintó precisamente a este profeta en la parte alta de la pared del altar de la Capilla Sixtina, para mostrar que el perdón de Dios es la clave de todo, desde la creación del mundo hasta el juicio final.
Domingo 21 de marzo, mientras en las iglesias de Irlanda se daba lectura a su carta, Benedicto XVI comentó a los fieles durante el Angelus en la plaza San Pedro, el perdón de Jesús a la adúltera: "Él sabe qué cosa hay en el corazón de cada hombre, quiere condenar el pecado, pero salvar al pecador y desenmascarar la hipocresía". La hipocresía de aquellos que querían lapidar a la mujer siendo ellos los primeros en pecar.
Intransigentes con el pecado, "comenzando por el nuestro", y misericordioso con las personas. Ésta es la lección que Joseph Ratzinger quiere aplicar al caso irlandés, y de rebote, a toda la Iglesia.
Por un lado el rigor de la ley. El precio de la justicia deberá ser pagado hasta el fondo. Las diócesis, los seminarios, las congregaciones religiosas en las que se ha dejado correr las fechorías son advertidos: llegarán visitadores apostólicos del Vaticano a destapar sus acciones, y también donde no habrá materia para la justicia civil la disciplina canónica castigará a los negligentes.
Pero el Papa enciende junto con eso enciende la luz de la gracia. Abre la puerta del perdón de Dios también al culpable de la peor abominación, si se arrepiente sinceramente.
En cuanto a los acusadores de primera fila, los más armados de piedras contra la Iglesia, ninguno de ellos está sin pecado. Para quien exalta la sensualidad como instinto puro, libre de todo vínculo, es difícil que luego pueda condenar cada abuso que de se siga de esto.
La tragedia de algunos sacerdotes y religiosos, ha escrito Benedicto XVI en la carta, ha sido también la de creer en "formas de pensamiento y de juicio de la realidad secular sin referencia suficiente al Evangelio", muy difundidas, que llegan a justificar lo injustificable.
Un ablandamiento que a Ratzinger obispo y Papa no se le puede imputar, ni siquiera por el más encarnecido de sus adversarios, si es que es honesto.
Sandro Magister, periodista
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