“Todo sumo sacerdote es tomado de entre los hombres . . . y puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza” (Heb. 5, 1-2)
Alamos, 22 de Febrero de 2010
Muy queridos hermanos laicos de la Diócesis de Ciudad Obregón:
Hace ocho meses envié a todos los sacerdotes de esta Diócesis una carta equivalente a la que ahora dirijo a ustedes los laicos. Desde el principio, el director del periódico diocesano El Peregrino se entusiasmó y sugirió que, por ser el Año Sacerdotal, se diera a esta carta más difusión, ya que también a los laicos les deben interesar los problemas que nos afectan, porque somos todos Iglesia.
Motivo de esta carta. En el momento actual el Santo Padre, Benedicto XVI, está tomando el abuso sexual de parte de algunos miembros del clero católico como tema de máxima importancia en la Iglesia. Lo que dice al pueblo de Irlanda y a los fieles en otros países, lo hemos de tomar todos con docilidad. Personalmente he reflexionado y orado durante varios años en relación a este problema, considerándolo tanto a nivel mundial como local, y estoy convencido que también a ustedes les interesa y les preocupa no menos que a mí. Por el amor que tienen por sus hermanos sacerdotes que padecen de esta debilidad o enfermedad, y, ante todo, por su amor a las víctimas menores de edad, yo, sacerdote de esta Diócesis, me dirijo a ustedes para compartir mis reflexiones e invitarlos a apoyar en esta Diócesis un camino factible de solución al problema del abuso sexual de parte de clérigos. Es muy oportuno adelantarse a este problema antes de que los enemigos de la Iglesia nos ataquen “por no haber hecho nada.” Y los laicos son una pieza muy importante para efectuar a tiempo los cambios adecuados.
¿Por qué tocar este tema? Aunque pudiera parecer a algunos que abordar este problema no es sólo importante y necesario sino urgente, a otros puede parecer todo lo contrario, es decir, como algo bien extraño, inoportuno, y hasta peligroso por el escándalo que pudiera suscitar. Otros pudieran tomar una postura intermedia, al pensar que, aunque sea importante el tema, ¿por qué no dejarlo a los responsables de cuestiones tan delicadas, como por ejemplo, al Sr. Obispo y a la Curia a puerta cerrada, o al colegio de consultores, a los decanos, al consejo presbiteral, e incluso, a la Conferencia Episcopal Mexicana, o a las Congregaciones del Vaticano? ¿Qué tenemos que ver nosotros, los laicos, con este problema?
En esta carta, como he expresado al inicio, no se propone la solución al problema del abuso sexual por clérigos, sino es una invitación a que todos juntos busquemos soluciones realizables. Nunca fue fácil para nadie la solución de semejante problema, como lo hemos sabido por las noticias internacionales sobre innumerables casos que han trascendido y, que a veces, han implicado a personas muy conocidas mundialmente. Con todo el revuelo a nivel internacional, que se agudizó desde el año 2002, y que sigue lastimando a la Iglesia en todas partes, me parece no sólo oportuno, sino esencial e inaplazable, que nosotros los sacerdotes tratemos de presentar a ustedes, a quienes nos hemos comprometido a servir hasta la muerte, un rostro transparente, razonable y, a la vez, misericordioso en nuestra actitud y nuestro proceder.
Además, frente a este problema el papel del laico es indispensable. Cuando ustedes reciben acusaciones con fundamento creíble, que provean en su apoyo pruebas y testimonios verídicos ¿cuál debe ser su proceder y el nuestro? Si la apertura de esta propuesta o de otra parecida no es aceptable para los laicos, ¿lo será la otra alternativa: la de vivir en la negación, asumida quizá inconscientemente por el excesivo dolor que nos causa el encararnos con la verdad? ¿Podemos seguir en la apatía mientras no nos afecte personalmente, ni a mí ni a los míos? Para quien desee permanecer al margen del problema, le presento un caso concreto e histórico, que puede suceder nuevamente en cualquier parte: A un sacerdote, que lleva varios años con reputación de pederasta, lo destinan a la colonia de tu hermano; y tu hermano tiene dos hijos monaguillos en esa parroquia. ¿Te quedas callado o indiferente? Sean parientes o desconocidos, nuestro individualismo significa complicidad.
¿Por qué es tan grave el problema? Es sumamente grave. Benedicto XVI lo acaba de denominar “crimen abominable” (16 de Febrero de 2010). Con la experiencia de treinta años vividos en el ministerio sacerdotal, viendo este problema a la luz de la Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia, junto con los estudios que se han realizado a nivel internacional en psicología pastoral, y con las conclusiones a que han llegado los Obispos en varios países sobre la postura que debe tomar la Iglesia sobre este tema, estoy convencido que este problema sigue siendo muy grave y que no admite una irresponsable dilación.
Desde varios puntos de vista podemos valorar el problema. Si se considera el lado de los sacerdotes que han abusado, o que siguen abusando, de menores de edad, el problema es considerado como un delito susceptible de penas comparables con las de crímenes de máxima gravedad. Los agravantes suelen ser los mismos del asesinato: premeditación, alevosía, ventaja y traición. La psicología suele calificar al culpable como enfermo. Convencionalmente es sociópata. El desorden de la sociopatía incluye entre sus notas la carencia del sentido de culpa (DSM IV). En la segunda edición del Manual de Diagnóstico y de Síntomas de Enfermedades Mentales, la pederastia se encuentra entre las enfermedades sociopáticas. Aunque en las ediciones posteriores de este grande y prestigioso compendio para la psicología, ya no se incluye al pederasta entre los sociópatas, es por la sola razón de que no todos son sociópatas. Así que será, por lo menos, indicio del alto porcentaje de sociópatas entre estas personas.
Cuando hablamos de la sociopatía, se debe subrayar la característica carencia del sentido de remordimiento o culpa. Si no se toma esta carencia en cuenta, no podremos ayudar al sociópata, y lo juzgaríamos según su autovaloración, o sea, igual que se juzga él a sí mismo: “Estoy bien, no me encuentro [porque no me siento] culpable de nada”. . . “Los niños necesitan que alguien les despierte su sexualidad innata”. Esta última expresión se encuentra en el DSM IV precisamente cuando se trata el tema de la pederastia. Los Obispos que fueron acusados de negligencia, por cambiar a los sacerdotes pederastas de parroquia en parroquia, intentaron protegerse con la excusa: “No sabíamos que los pederastas no se curan”. A los sacerdotes los mandaban a centros de rehabilitación, donde los sometían a equipos de profesionales de la psicología y de la medicina; y los sacerdotes no cambiaron de conducta. Si hablamos de un porcentaje de 90% de los casos tratados en esos centros que no lograron curarse, el riesgo es demasiado elevado, para exponerlos a futuras caídas, enviándolos a donde el contacto con niños y jóvenes menores de edad sigue siendo parte del ambiente normal de cualquier ministerio sacerdotal. Por eso, los obispos en muchas partes han optado por excluir del ministerio a cualquier culpable, en cualquier momento de su vida sacerdotal, aunque se tratara de una sola caída de hace varios años. Tolerancia cero. Esta medida puede parecer exagerada, pero hay que reflexionar sobre el peligro que presenta un sacerdote para los fieles que frecuentan su parroquia. ¿Cuál es el peligro? Esta pregunta nos lleva a la consideración del daño que representa para los niños.
Si se considera el lado de los niños, aquí es en donde nos encontramos con hechos verificables en los testimonios que muchos sacerdotes y laicos hemos recibido, y de los innumerables que se pueden leer durante los últimos años en grupos como SNAP (Red de sobrevivientes de abusados por sacerdotes) y los comités de revisión, que fueron creados por los Obispos en varios países. Los comités de revisión están compuestos en su mayoría por laicos. Aunque el uso de los testimonios ofrecidos en otros países puede ser sospechoso de manipulación por cuestiones de dinero (por las demandas que hicieron), estos testimonios han de examinarse fríamente y con calma, con la pregunta de si los mismos suenan como aquellos que, desafortunadamente, me han tocado personalmente recibir durante tantos años de ministerio. Considerado así el problema de parte de las víctimas, nos encontramos con algo espeluznante. Es cierto que existe mucho abuso sexual de niños, tanto de parte de padres de familia y parientes, como de maestros de escuela, de encargados del deporte, profesionales de servicios personales (médicos, psicólogos, trabajadores sociales, etc.).
Sin embargo, el abuso sexual de parte del sacerdote adquiere una dimensión de proporciones descomunales cuando se le compara al depredador de cualquier otra profesión. La razón es simplemente porque el sacerdote es imagen de Cristo, como nos lo enseña el Concilio Vaticano II. Por estar “configurados a Cristo Sacerdote” actúan “en la persona de Cristo Cabeza” (Presbyterorum ordinis, no.2; cfr. no.9). Así que para los fieles, el sacerdote es lo más cercano a Dios de lo que pueden imaginar. De costumbre nos llaman “el hombre de Dios”, o “el puente entre Dios y los hombres”. Por este motivo, el niño que, casi por instinto, pone su confianza en el sacerdote, y luego es abusado por el mismo, recibe daños incalculables. El niño víctima pierde su contacto con Dios, y muchas veces para siempre. Al perder este vínculo entre sí mismo y Dios, pierde la fe, pierde todo deseo de acudir al único recurso que le puede ayudar: la Iglesia, los sacramentos, la consulta espiritual. Muchos de ellos se suicidan, o abrigan continuos deseos de suicidio, y por lo mismo se refugian en el alcohol o en la droga-adicción.
Todo esto no nos debe sorprender. Es un dato respaldado por la teología del sacerdocio. Si nos sorprende, tal vez es simplemente porque nunca nos hemos puesto en el lugar del niño. Nos hemos olvidado de lo que el niño experimenta en su propia alma. Somos en cierto sentido miopes, es decir, sólo vemos el sufrimiento que nos proporciona la experiencia propia. El sufrimiento indecible del niño abusado está demasiado lejos de nuestra visión diaria. Pero, estemos nosotros ajenos o informados, el problema queda sólidamente en pie. Si se compara el abuso sexual de un niño a su asesinato, se puede considerar aquél como el delito mayor, sencillamente por el grado de daño que hace a un alma humana. En la misma línea, el sacerdote que continúa durante años cometiendo este crimen se está comportando como el asesino en serie. Por mi parte, preferiría que mi sobrino, por ejemplo, muriera a manos de un asesino a que fuera abusado sexualmente por un sacerdote. Es preferible la muerte del cuerpo a la del alma.
Ciertamente, nadie puede juzgar la conciencia del perpetrador, ya que sólo atañe a Dios tal juicio, y por eso, debemos tratarlo con toda la misericordia de que seamos capaces. Más bien, aquí se trata de actos externos, justamente calificados como malos. Pero ¿en qué grado, desde su interioridad, es responsable de sus actos el perpetrador psicológicamente enfermo? Aquí conviene recordar que, debido a un defecto de carácter insuperable o por una compulsión que destruye su libertad, se trata de una persona incapaz de realizar ciertos actos moralmente buenos, específicamente en una materia, la de evitar el abuso de los niños que se le acerquen. En esto consiste, precisamente, su desorden patológico. La conversión no produce simultáneamente la sanación de un trastorno de la personalidad. Sin embargo, los demás, nosotros en concreto, que somos responsables de velar por el bien moral del pueblo fiel, debemos decidirnos a adoptar medidas que pongan a salvo las vidas de aquellos que serán víctimas de abuso sexual si permanecemos en la indecisión o en la negligencia. Si aquellos sacerdotes enfermos fueran nuestros hermanos (así los llamamos, porque lo son en el espíritu), ¿qué no haríamos para que no siguieran dañando a nadie, ni al menor de edad, ni a sí mismos?
¿Qué podemos hacer? Una vez convencidos de la gravedad del problema del abuso sexual específicamente sacerdotal, es necesario buscar vías de solución. Como mencioné en el primer párrafo, no se puede relegar esta tarea sin más, a la Jerarquía, o a los miembros de la Curia diocesana o de otros servicios diocesanos ya existentes. Muchas veces, los que hemos trabajado en las oficinas del obispado, no fuimos informados de lo que sucede en las bases populares (parroquias y comunidades). Las víctimas, por ser menores de edad, comúnmente tienen horror de acercarse a sus mayores, más aún a los superiores eclesiásticos. En este sentido, en no pocos casos el superior será el último en enterarse, en ocasiones después de muchos años, cuando los comentarios en las familias y en las comunidades de fieles se habrán esparcido por muchas partes, dañando la confianza que los fieles han de poner en sus pastores y en la Iglesia en general por el escándalo que se ha producido. Si sólo consideráramos los daños colaterales (papás, hermanos, parientes, familiares y otros testigos y enterados), las personas afectadas son innumerables.
Ofrezco esta invitación a considerar con madurez y equidad algunos posibles cauces de solución, que no serán los únicos, ya que otros varios confío se susciten entre ustedes, los laicos de esta Diócesis. Por ejemplo:
1) Un mayor apoyo a la formación sacerdotal. En algunos seminarios, el tema del celibato se trata superficial o imperfectamente.
2) La necesidad de dar más énfasis a la santidad del sacerdote, a su vida de oración; algo que la Comisión del Clero puede apoyar grandemente, pero sin que dejemos toda la tarea a esa Comisión, ya que debe ser preocupación de todos los fieles.
3) Se debería abandonar la presunción de inocencia, casi exclusiva, a favor del sacerdote acusado.
4) El atenerse al Derecho canónico para la exclusión del ministerio sacerdotal cuando se compruebe sin lugar a duda razonable la culpabilidad no enmendada después de la corrección fraterna. (Repito, en algunas diócesis un solo caso ya es motivo irrefutable para perder el ministerio, aunque fuera cometido hace varios años). De ahí viene la obligación de cualquier víctima o testigo, de denunciar ante las autoridades eclesiásticas y civiles, al victimario.
5) Disminuir la indebida o excesiva dependencia de los psicólogos y de sus decisiones. Precisamente aquí, recordarán que un Cardenal en los Estados Unidos perdió su Arquidiócesis porque, según él, “los psicólogos me aseguraban que sus programas de terapia podrían curar la enfermedad de la pedofilia. Ahora, todo el mundo sabe que esta enfermedad es incurable”. Ultimamente cuatro obispos en Irlanda renunciaron por razones parecidas.
6) La posibilidad de establecer en nuestra Diócesis un comité de revisión, responsable ante el Obispo, para recibir y analizar, con toda confidencialidad, los testimonios de las víctimas, testigos principales y de padres de familia.
7) Cuando en ciertas parroquias se trata de situaciones notorias y prolongadas, nuestros pastores deben expresar públicamente, incluso en los medios de comunicación, su postura frente a las inquietudes que manifiestan los fieles en general. Aun cuando afirmamos que “son casos muy aislados”, el sufrimiento de algunos es intenso. Si por temor al escándalo, encubrimos el delito, la aseveración del Papa San Gregorio Magno nos amonesta: “Es preferible que surjan escándalos a que se silencie la verdad”. Con todo, es difícil evitar la notoriedad. “Hace mucho más ruido el árbol que cae, que un centenar de árboles que crecen en el silencio”.
8) Y por último, se puede pensar también en un número 800, como acostumbran las empresas para recibir quejas o abusos referentes a los servicios ofrecidos.
Ahora bien, los estudios en este campo calculan que se trata de un 5% de sacerdotes culpables de este delito, porcentaje que incluye a los que no han sido acusados. (Este porcentaje es semejante o equivalente al que se verifica en la población general, también en otras religiones, aun cuando sus ministros sean casados). El problema se agrava más cuando se considera que por cada victimario suele haber un promedio mínimo de 20 víctimas a lo largo de su vida sacerdotal. Por reducido que le parezca este porcentaje a algún lector, aun después de hacer un poco de matemática, un “poco” de victimarios representa una situación intolerable, que sigue siendo la llaga más grande en la Iglesia universal y local. Aunque la gran mayoría de los sacerdotes son muy buenos operarios en la viña del Señor, este hecho no vale para justificar la tolerancia de unos pocos pederastas entre ellos. Por la misma razón por la que nadie en la sociedad tolera la presencia oculta de asesinos en serie, por pocos que sean, tampoco debemos seguir en la negación ante este reto.
Protejamos a nuestros jóvenes y niños, ya que son los más vulnerables e indefensos. Los invito a comunicarse conmigo para comentarios o a modo de retroalimentación: [email protected]
“El que no recibe el Reino de Dios como un niño, no podrá entrar en él.”
P. Charles Carpenter