Cada vez que un católico condena el acto homosexual, cada vez que señala que es un pecado grave y advierte de sus consecuencias, los progresistas y liberales (en esto, como en tantas otras cosas, están de acuerdo) acusan al católico en cuestión de odiar a las personas homosexuales. Es una acusación que siempre me sorprende, porque manifiesta una total ausencia de reflexión y prescinde de los principios del más elemental sentido común. Nuestros acusadores, en su reacción visceral e ideológica, no se han parado a pensar durante un minuto en la contradicción que están expresando. Intentaré explicarme.
Los católicos creemos, con las Escrituras, la Tradición y los santos de todos los tiempos, que el acto homosexual es un pecado nefando que puede conducir a quienes lo practican, si no se arrepienten y confiesan, a una condena eterna. Que esto sea cierto o no es indiferente para la cuestión que quiero clarificar. De hecho, para que se entienda mejor lo que quiero decir, supongamos por un momento, como nuestros acusadores creen, que el Infierno y los motivos que conducen a él son una mera superstición de nuestra parte, y veamos, tomando un ejemplo de otra superstición, cómo se concilia esto con la acusación de que odiamos a las personas homosexuales.
Un hombre cree que si paso por debajo de una escalera voy a ser víctima de una maldición que me atraerá una serie de grandes desgracias. Para evitarlo me advierte, me comunica lo que cree que va a suceder, utiliza todos los recursos de su retórica para representarme lo más vivamente posible las consecuencias negativas de mi acto. Yo, por supuesto, creo que ese hombre está en un error, y que es un supersticioso. Puedo creer, incluso, según su grado de insistencia, que es un impertinente, un incordio o un loco. Todo esto es perfectamente lógico. Lo que no podré creer jamás, a no ser que haya perdido por completo la razón, es que ese hombre, por el hecho de advertirme de lo que él cree una desgracia, en realidad me odia. No hay una sola inferencia legítima que pueda llevarme a esa conclusión. Al contrario, pensaré que un hombre que cree en las consecuencias nefastas de pasar por debajo de una escalera, y que me acarreará un mal o incluso la muerte el hacerlo, no puede odiarme por intentar disuadirme de que lo haga. No importa que yo no crea en su superstición, pues basta con que admita que él sí cree para concluir que lejos de odiarme por querer evitar que pase por debajo de la escalera, me odiaría si no tratara de evitarlo. Creo que este punto es de una obviedad que dispensa de un mayor desarrollo.
Ahora bien, los progresistas y liberales pasan por alto esta obviedad cuando se trata de los católicos y nuestra advertencia sobre la sodomía. Ellos creen que nuestra idea del Infierno es una superstición, pero sacan consecuencias que no aplicarían a cualquier otra superstición.
Porque supongamos, como ellos quieren, que el Infierno es una superstición; supongamos que estamos totalmente equivocados al creer en su existencia, al considerar que la sodomía es un pecado gravísimo, y al creer que la pertinacia en ese pecado puede conducir al Infierno. Como en el caso del supersticioso de la escalera, lo importante para la cuestión que estamos tratando no es saber si estamos equivocados o no, sino saber si estamos convencidos de lo que predicamos. Porque si realmente creemos que pueden condenarse eternamente, seríamos unos odiadores muy curiosos al advertirles continuamente de ese mismo peligro. Entiendo que crean que estamos en un error, entiendo que les parezcamos insoportables, entiendo que nos desprecien o se burlen, pero lo que no puedo entender, ni ellos podrán jamás explicar, es cómo podemos odiarles por el hecho de querer evitar su castigo eterno. Ellos creen que ese castigo no existe, de acuerdo; pero si reconocen que nosotros sí creemos, deberán medir nuestra acción conforme a nuestra creencia.
Si realmente odiáramos a las personas homosexuales, y si por tanto deseáramos su mal, lo que haríamos sería pactar nuestro silencio, confabularnos para no desvelar en ningún momento las consecuencias fatídicas que creemos se siguen de ese pecado, e incluso alentarlos para continuar en ese mismo camino que les conduce a su propia perdición. En definitiva, si les odiáramos haríamos precisamente todo lo contrario de lo que hacemos.
Todavía hay más a nuestro favor. He tomado el ejemplo del supersticioso que cree en la mala suerte que provoca pasar por debajo de una escalera, y existen otras muchas supersticiones que podrían servirnos para nuestro argumento. Hay quienes intentarán disuadirnos de embarcarnos en martes y trece, nos aconsejarán manejar con precaución los espejos para ahorrarnos la maldición que supone romperlos, o nos recomendarán no entablar amistad con personas de cierto signo del zodiaco, según ellos incompatible con el nuestro. En fin, hay una gran variedad de supersticiones de este tipo, pero en todas ellas sólo se vaticinan desgracias temporales. Quienes creen en esas supersticiones y nos avisan de sus consecuencias quieren evitarnos un sufrimiento temporal, no eterno. Luego, si es imposible inferir que alguien nos odia por querer ahorrarnos un sufrimiento temporal, sea éste real o no, ¿cuánto más imposible será inferir que alguien nos odia por querer ahorrarnos un sufrimiento eterno?
Como se ve, la acusación que se lanza contra nosotros carece por completo de sentido. Nos hemos servido de su propio presupuesto, que la religión católica y todas sus enseñanzas sobre el Infierno son una superstición, para demostrar que, incluso partiendo de esa premisa, la conclusión de que odiamos a las personas homosexuales es un evidente non sequitur. No es sólo que el católico que expresa públicamente su condena del acto homosexual no deba odiar a las personas homosexuales, es que desde un punto de vista lógico no puede. Es una contradicción, un imposible, un verdadero absurdo que no soporta la mínima reflexión imparcial. Si la ideología no nublara sus mentes, nuestros acusadores se darían cuenta de esta verdad, y verían en toda su luz la incoherencia que repiten cada día sin darse cuenta. Esperamos de todo corazón que ese día llegue. Mientras tanto, lanzamos la benéfica amenaza de que seguiremos amándolos a su pesar, y odiando lo que puede separarnos de ellos eternamente.