Dios, en su Omnipotencia, se vale de todo, incluso de los grafitos, para invitarnos a una pausa, y elevar la mirada hacia Él. Ciertamente, no todos los que se enfrentan a dichas leyendas callejeras –varias de las cuales son bien logradas, y hasta poéticas- captan el mensaje divino, para apuntar a la Trascendencia. Pero sí experimentan, aunque más no sea unos instantes, algo distinto; una suerte de bocanada de aire puro, que sacude del materialismo que todo lo invade, y todo lo corrompe. Ante esas expresiones breves, y certeras, no se puede ser indiferente. Es inevitable, entonces, que se sienta, aunque más no sea remotamente, la huella de Quien hace nuevas todas las cosas (cf. Ap 21, 5).
Me ocurrió esta mañana. Luego de llevarles el consuelo de los sacramentos a distintos pacientes, en el Hospital; a metros del monasterio de Carmelitas Descalzas «Regina Martyrum, y San José» –un verdadero tesoro de nuestra Iglesia platense-, me encontré con el grafito con el que se titulan estas líneas. Iba rezando el Santo Rosario, y el quinto Misterio Doloroso, la Crucifixión y muerte de nuestro Señor Jesucristo, se topó con dichas palabras. «Por supuesto –me dije-. La Pasión, y Resurrección del Señor nos abrieron definitivamente, las puertas de la verdadera Vida. De la Vida en abundancia (Jn 10, 10), como el mismo Cristo nos anticipara. ¿Pero, el autor de la leyenda, la dejó pensando en esa Vida, o en otra meramente terrenal, para él de inalcanzable realización? ¿Tendrá fe, o posee una tan raquítica, que solo le sirve de analgésico para los males de nuestro destierro?
Como hago siempre en estos casos, me dediqué unos minutos a rezar por el ignoto autor. Y a pedirle al Señor, que puede hacer de las piedras hijos de Abraham (cf. Mt 3, 9) por su conversión. Porque, obviamente, todos estamos necesitados de ella. Y el que se cree muy seguro, ¡cuídese de no caer! (1 Cor 10, 12).
De eso se trata, de volvernos al Señor, de anhelar fervientemente sus moradas eternas; y de repetir, todo el tiempo, aun cuando estemos dormidos: Mi alma se consume de deseos por los atrios del Señor; mi corazón y mi carne claman ansiosos por el Dios viviente (Sal 83, 3). Sí, por el Dios viviente; que con su Muerte nos dio vida (cf. Ap 5, 12). Y que nos sostiene en la vida; nos sigue creando y santificando todo el tiempo, y nos espera en la otra orilla, luego de cursar el mar embravecido.
Sí, de eso se trata: de vivir con los pies bien puestos sobre la Tierra, y trabajar incansablemente por el Cielo prometido. Muy lejos de nosotros, católicos, buscar la religión como opio; según la despreciativa frase marxista. En ella, en su Divino Fundador, vivimos, nos movemos, y existimos (Hch 17, 28); y con la mirada puesta en la Ciudad definitiva, construimos la ciudad terrena, en clave de eternidad. Y lo hacemos como si estuviésemos llamados a vivir para siempre, aquí abajo; con la seguridad de que, en definitiva, este tiempo fugaz es el trampolín para la morada definitiva. Y, para ello, conforme a lo que nos pide el Señor, nos valemos de 25 peldaños: los Diez Mandamientos, las Ocho Bienaventuranzas, y los Siete Sacramentos. Nada, entonces, de novedades; ni de «actualizaciones», que puedan averiar, y hasta destruir, la escala de santidad, hacia el Señor de los Ejércitos. Porque, en definitiva, la gran Actualización permanente es la del Santo Sacrificio de la Misa; que actualiza, trae al presente, la Muerte y Resurrección de Jesucristo. No hay mayor oportunidad, «para estar al día»; que, confesados, y con las debidas disposiciones, ir a Misa, y comulgar. Lo que venga después solo podrá continuar el Calvario, y el Domingo de Pascua.
«Dios quiera, querido amigo desconocido –me dije- que puedas descubrir, y gustar ya desde ahora esa Otra Vida; la verdadera, la que no conoce dolor ni ocaso. La que, magistralmente, es definida por el Apocalipsis como la morada de Dios entre los hombres: el habitará con ellos, ellos serán su pueblo, y el mismo Dios estará con ellos. Él secará todas sus lágrimas, y no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor, porque todo lo de antes pasó (Ap 21, 3-4)» Por cierto, esa vida no se piensa; ya puede tocarse, y vivirse anticipadamente, en esta vida pasajera, con el auxilio de la Gracia; con la fuerza de los Sacramentos, y con la militancia en la Iglesia. Aquí pregustamos el manjar definitivo; y, mientras dura este «embarazo terrenal», vamos palpando, con impar asombro, lo que disfrutaremos para siempre, luego del definitivo parto…
Mi querido padre, Leoncio, en un bello poema, publicado en su libro póstumo «Autorretrato de un hombre común» (Rosario. 1988), escribía: No mires en la vida la materia pura, pues todo es putrefacto si no es espiritual. Es todo corrompido, vejado de amargura, lo que no tuvo nunca ni un punto de ideal. Es probable que nuestro errante escritor callejero, sea uno más de lo que viven esclavizados por su aparentemente incorregible vida. Y por el fatídico «no se puede hacer nada», ante las injusticias. Muy a cuento, vienen aquellas sabias palabras de Nicolás Berdiaeff: El problema social es también el de la creación de un alma nueva humana que no puede elaborarse mecánicamente. Es imposible crear un reino del trabajo sin que la mentalidad espiritual se transforme con respecto a este último. El problema social de nuestra época es, por último, un problema histórico – filosófico; se compone de un elemento esjatológico, de un juicio severísimo de nuestra civilización y de una condena severa del viejo mundo (El Cristianismo y la lucha de clases. Colección «Austral» Espasa – Calpe Argentina. Buenos Aires. 1946. Pág. 63).
Todo muy bien, padre. Pero, estamos en días de definiciones, y no me dijo a quién va a elegir. A Jesucristo, querido hijo; como cada día, como todas las mañanas. Solo desde Él –y no sin Él, y mucho menos, contra Él- podremos construir un país cristiano, y un mundo habitable. Se trata, entonces, de ser parte de la solución, y no del problema. Y de no imaginar vidas imposibles; sino de vivir la que tenemos –y, sobre todo, la que nos aguarda-, con la esperanza que no defrauda (cf. Rm 5, 5).
Pater Christian Viña
La Plata, martes 17 de octubre de 2023.
San Ignacio de Antioquía, obispo y mártir.