Hay palabras de la jerga eclesiástica actual usadas con ambigüedad. Anteriormente hemos analizado en este mismo lugar otras (misericordia y escuchar, así como la expresión ¿quién soy yo para juzgar?). Ahora me propongo analizar el concepto «conversión pastoral», también él atrayente y seductor, pero que puede encerrar --intencionadamente o no-- engaño y falsedad.
La palabra conversión suele traducir el vocablo neotestamentario metanoia, que significa literalmente «cambio de mente», de manera de pensar, y por consiguiente transformación de actitudes, que producen en consecuencia actos nuevos. Por tanto, la conversión es una realidad esencial e imprescindible en el camino de la Iglesia, tanto en el plano individual como en el comunitario.
Al añadir el adjetivo «pastoral», queremos decir que los planteamientos y acciones pastorales deben estar dispuestos a cambiar para hacerse cada vez más conformes al Evangelio. Si es así, ¿quién no va a desear semejante conversión pastoral? Personalmente, estoy convencido de que muchos planteamientos y acciones pastorales de la Iglesia hoy pueden y deben cambiar. Ya san Juan Pablo II habló de una nueva evangelización, nueva en sus métodos, nueva en sus expresiones...
Uno va de buena fe y tiende a pensar que todos van también. Sin embargo, salta la sorpresa al comprobar que detrás de la palabra mágica «conversión pastoral» algunos pretenden introducir orientaciones y criterios que no solo no aportan un mejoramiento de la acción pastoral, sino que contradicen frontalmente la Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia.
Nos encontramos así con un auténtico «caballo de Troya», camuflando bajo el paraguas de conversión pastoral realidades como la normalización de las relaciones homosexuales, la aceptación práctica del divorcio y el adulterio, la asunción del sacerdocio femenino o la abolición del celibato eclesiástico.
Los eclesiásticos utilizan así la misma estrategia de los poderes de este mundo cuando utilizan expresiones positivas y favorables, como p. ej. «derechos sexuales y reproductivos» para maquillar e introducir realidades como el aborto o la anticoncepción.
Dios nos invita a vivir en la luz y en la verdad, pues la verdad nos hace libres (Jn 8,32), mientras que el diablo es «el padre de la mentira» (Jn 8,44). Y las medias verdades y la ambigüedad hacen el juego a la mentira…
Julio Alonso Ampuero