En la diócesis de Córdoba estamos viviendo el proceso sinodal con la correspondiente reflexión en grupos y la participación en el gran Encuentro del pasado marzo. Un abanico multicolor, rico en aportaciones, sugerencias, propuestas. Y sobre todo la gran vivencia de pertenencia a la Iglesia santa de Dios, una experiencia de fuerte comunión eclesial de todos los miembros del Pueblo de Dios. Hemos respirado la armonía de la comunión de los fieles con los pastores, de los fieles entre sí provenientes de distintos grupos y sensibilidades. Jóvenes y adultos, religiosos y laicos, sacerdotes con el obispo. Bendito proceso sinodal que nos ha hecho percibir la belleza de la Iglesia, la Esposa del Señor. Qué bonita es la Iglesia.
En este domingo celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad, que se nos ha revelado para acoger el misterio de Dios y entrar en su intimidad, a cuya imagen se va construyendo la Iglesia en sus distintos niveles. Un proceso que dura toda nuestra vida y que se prolonga en la historia hasta su consumación en el cielo.
Sin embargo, no han faltado voces disonantes en algunas diócesis de España y en otros lugares no tan lejanos. Voces que atentan contra la comunión eclesial, porque vienen a hacer propuestas que traspasan las líneas de esa comunión eclesial. Me refiero sobre todo a varias propuestas disonantes con la doctrina y la moral católica, y especialmente a la propuesta del sacerdocio femenino, como si la Iglesia tuviera que ponerse al día en esta reivindicación al socaire del feminismo reinante. A ver si de tanto proponerlo, se va creando la conciencia de esta reclamación de una supuesta igualdad y los pastores ceden concediendo esta reclamación.
No es nuevo. Estos aires corrían ya hace más de treinta años, y el Papa Juan Pablo II zanjó la cuestión con su autoridad apostólica, aportando las razones que señala en su Carta Apostólica Ordinatio sacerdotalis (1994). En el n. 4 nos dice: «Con el fin de alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en la fe a los hermanos (cf. Lc 22,32), declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia». Vale la pena leer esta Carta del 22 de mayo de 1994, en la fiesta de Pentecostés de ese año.
No se trata de una cuestión simplemente disciplinar, sino de un asunto que afecta a la misma constitución divina de la Iglesia, y sobre la que el Papa ha hablado, elevando la doctrina a rango de definitiva, es decir, irreformable. La autoridad del Sucesor de Pedro puesta al servicio de la fe del Pueblo santo de Dios ha dejado zanjada la cuestión. Por eso, cuando al hilo de las propuestas sinodales, vuelven a oírse en distintos lugares –no en Córdoba- propuestas que traspasan la línea de la unidad de la fe, deben saltarnos las alarmas del sensus fidei. A eso no jugamos.
En el Sínodo cabemos todos, claro. Pero no caben propuestas que se salen de la comunión en una misma fe y que responden a ideologías de moda. Porque entonces habríamos convertido el Sínodo en juego peligroso de propuestas que no brotan de la fe de la Iglesia y que rompen la comunión eclesial. Eso ya no es el Sínodo al que el Papa nos ha convocado, eso es aprovechar que el Pisuerga pasa por Valladolid para infiltrar asuntos inadmisibles. Eso sería aprovechar la preciosa ocasión que se nos brinda para salirse del tiesto. Y con la fe de la Iglesia no se juega.
Que la fiesta de la Santísima Trinidad nos ayude a profundizar en esa plena comunión eclesial que tiene sus raíces en este gran misterio.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba