Aunque los teólogos y canonistas medievales reconocen que el matrimonio es un sacramento de la nueva ley, hubo sin embargo dificultades en esta época en considerarlo un sacramento como los demás, es decir, un sacramento que confiere la gracia. Esta dificultad no debe extrañarnos, si recordamos que la noción de sacramento es una noción técnica, que no fue elaborada plenamente hasta los siglos XII y XIII. Hugo de San Víctor será de los primeros en contribuir a la inclusión del matrimonio en los tratados sobre los sacramentos. Los primeros teólogos escolásticos, como Abelardo y Pedro Lombardo, veían en el matrimonio un signo de la gracia, en cuanto signo de la unión de Cristo y de la Iglesia, pero era un signo puramente figurativo, no causativo; su función, por tanto, era sólo medicinal, concurriendo a la salvación de manera simplemente negativa, como remedio a la concupiscencia para quienes no pueden contenerse y llevar una vida más alta. Algo más tarde, algunos doctores como Guillermo de Auvernia hicieron notar que si bien el matrimonio no producía la gracia, sin embargo tenía relación con ella en cuanto la conservaba haciendo que los actos carnales que fuera del matrimonio serían pecado, gracias al matrimonio están excusados como legítimos.
San Buenaventura dará un paso adelante diciendo que el matrimonio no sólo conserva la gracia, sino que la da también realmente, pero en un orden puramente medicinal. San Alberto Magno considera muy probable que el matrimonio no sólo dé la gracia que aparta del mal, sino también la gracia que ayuda a hacer el bien. Santo Tomás hace suya esta sentencia y la califica de más probable en el Comentario a las Sentencias, es más afirmativo en el Contra Gentiles y parece tenerla por cierta en la Suma. Su autoridad contribuirá a la aceptación de esta doctrina, si bien encontramos todavía alguna resistencia en Pedro de Oliva y Durando.
El primer documento de la Iglesia que afirma la sacramentalidad del matrimonio lo encontramos en el segundo concilio de Letrán en 1139 (D 367; DS 718) y posteriormente en el concilio de Verona en 1184 (D 402; DS 761). En los concilios de Lyon II (D 465; DS 860) y Florencia (D 695; DS 1310) se declara la sacramentalidad del matrimonio; en el de Florencia se dice también que contiene y confiere la gracia a quienes lo reciban dignamente.
Es a partir del siglo XIII cuando el Derecho distingue entre matrimonio nulo o que puede ser disuelto y matrimonio indisoluble. Con respecto a la forma de celebración del matrimonio, el matrimonio válido y legítimo durante el medioevo requería la bendición del sacerdote. Si faltaba ésta, hemos visto que el matrimonio por puro consentimiento era ilícito, pero válido. En consecuencia, sucedía con frecuencia que se contraía un primer matrimonio por puro consentimiento, y si no tenía éxito, como no podía probarse el que se hubiera contraído, se realizaba un segundo ante la Iglesia. Santo Tomás, contra la opinión de Pedro Lombardo, exige la vuelta a la primera y verdadera mujer, afirmando que es preferible «morir excomulgado, antes que vivir conyugalmente con una mujer que no es la propia» (In IV Sent. d. 38), texto celebérrimo en cuanto proclama la absoluta primacía de la propia conciencia y el deber de seguirla.
La Escolástica afirma también que el sacramento del matrimonio coincide con el contrato matrimonial, postura ratificada posteriormente por diversos papas, como Pío VI, Pío IX y León XIII. Duns Scoto concluye que los ministros del sacramento son los propios contrayentes.
Pedro Trevijano