La Iglesia católica está siendo sacudida por remezones que traen aparejados una profunda transformación. Quizás, la última consista en el abandono del Dios revelado en el Antiguo y Nuevo Testamento (el Dios Creador y Redentor). El nuevo Dios que se predica permite a todos los hombres del planeta una auténtica y definitiva salvación.
Este nuevo Dios quiere preservar al hombre de un terrible mal llamado «verdad». Este Dios, que la Iglesia de nuestros días propone, nos enseña que ya no es posible estar sosteniendo el cuentito de un mundo objetivo.
La verdad, como adecuación del intelecto con el orden objetivo del ser, es un delirio de filósofos y teólogos carcamanes y desactualizados. Es necesario dejar de pensar y sostener la existencia de una región de la realidad permanente, estable, y por eso, fuente de las normas.
Desde esta perspectiva puede entenderse la aceitada sintonía existente entre la Iglesia actual y la cultura dominante.
Ahora bien, ¿por qué molesta tanto la verdad? Pasa que la verdad, tal como la conocíamos, divide, genera la discordia e impide la fraternidad universal. Atenas y Jerusalén, el maridaje entre la metafísica griega y la fe cristiana, debe ser definitivamente disuelto. Solo este abandono de la verdad nos permitirá la unidad entre todos los hombres. De lo contrario, existirán disputas, exclusiones.
Esta alianza entre Atenas y Jerusalén, obviamente, generó la exclusión de algunos hombres, es decir, de todos aquellos que no adherían a la aludida visión. Y de esta exclusión se pasó a la rivalidad, a la violencia. En este sentido, es preciso olvidar la sentencia de Jesucristo que se consigna en Mt. 10, 34-36.
La religión, en consecuencia, debe ser planteada como una religión de la caridad, que albergue a todos y a todas, y no como una cuestión que atañe a la verdad. Caridad y verdad son términos incompatibles. Jesús, nos dice Gianni Vattimo, no vino al mundo para mostrar el orden natural sino a destruirlo en nombre de la caridad.
Conviene aclarar que cuando hablamos de Dios no nos estamos refiriendo al Ipsum Esse subsistens del cual hablara Tomás de Aquino. Eso ya habrá quedado claro en este punto del escrito. Desde la nueva visión anti-metafísica, el contenido de aquello que sea Dios va a ser determinado por cada hombre, a partir de su propia condición histórica.
En este nuevo escenario, no existe un Ser que, más allá de la diversidad de los seres, los funde y los unifique. Todo es pluralidad. Y si todo es multiplicidad, no queda resquicio alguno para la existencia de una Verdad absoluta.
Estamos hablando, como lo refiere Vattimo, de un Dios diferente del ser metafísico, es decir, un Dios reñido con la verdad definitiva y absoluta, un Dios que no admite los remilgos doctrinales. Este nuevo Dios va a ser garante de la unidad del género humano, y esa unidad va a fundarse sobre la ausencia de unidad.
Por eso digo que solo este Dios relativista podrá salvarnos al mostrarnos que todo punto de vista es solo una cuestión de perspectiva y, como tal, es contingente y perecedero.
Al ser desterrada la verdad de la conciencia de los hombres, este Dios relativista hará posible la fraternidad universal. Curiosamente, el filósofo Vattimo, al igual que Gentile a principios del siglo XX, se propone salvar al catolicismo. Y salvarlo supone convertirlo en portavoz del más absoluto nihilismo. Esto es como decir: la disolución tanto de los valores supremos como de toda creencia metafísica en un orden del ser objetivo y eterno. Al igual que Gentile, Vattimo sostiene que el catolicismo solo puede salvarse si abandona de modo definitivo la metafísica griega.
Advirtamos que, junto a la transformación radical de las nociones de Dios, de verdad, de caridad, etc., la idea de salvación tampoco se salva (valga la redundancia). El nuevo cristianismo ya no predica la permanencia del hombre en la visión del Ser indisoluble de Dios. La nueva idea de salvación se concibe como experiencia de plenitud en la vida terrenal, histórica.
Ahora bien, este anhelado mundo de hermanos exigirá sentar ciertas bases comunes. Esa base común será fruto de un acuerdo que no se ocupe de perseguir la verdad de las cosas, sino de arribar a un arreglo que no necesite de evidencia alguna. Solo se precisa la caridad, la necesidad de vivir en paz con mis hermanos. La Iglesia debe ser la propulsora de un diálogo, ad intra y ad extra, que se conducirá por las arenas movedizas de la decisión.
Pero advirtamos algo: pretender asentarse sobre la ambigüedad implica toda una definición dentro de la cual no tienen cabida los que no la suscriben. Y si la indefinición no se basa en evidencia alguna, sino en una decisión inicial, entonces esta posición se pone fuera de todo diá-logo, de toda argumentación. Su único recurso es la imposición despótica.
La decisión inicial es proclamar y promover un catolicismo «caritativo»… pero fundado en una férrea disciplina, impuesta a todos los miembros de la Iglesia. Solo esta disciplina puede reducir, de modo drástico, la tozudez de aquellos que todavía velan por los fueros de la verdad.
Desde esta perspectiva, entonces, yo puedo entender cabalmente que se le solicite la renuncia a un sacerdote ejemplar, que es querido por su comunidad cristiana, por rezar la misa en latín; y que también se siga cobijando a los pedófilos; y que se haga caso omiso de la declaración del General de los Jesuitas que llegó a afirmar que, en realidad, no sabemos qué fue lo que Jesús dijo.
El abandono de todo celo doctrinal, dentro de la Iglesia católica, responde a una inteligencia de la fe formulada desde una visión filosófica anti-metafísica. Con esto, desaparece todo vestigio de verdad y se enarbola una hermandad universal, sostenida por una «caridad» que ya no está fundada en Dios, sino en una decisión antojadiza.
Cada una de las virtudes teologales, en consecuencia, adquiere un nuevo significado: fe en la supresión de la verdad; esperanza en un mundo sin verdad; caridad en la unión del género humano fundada sobre una decisión.