En estos tiempos en que la legislación y los proyectos gubernamentales se alejan cada vez más de lo justo y del bien común, acelerando la descomposición de nuestro pueblo y de nuestra civilización, se plantea de nuevo con intensidad la cuestión del rechazo a colaborar con el mal y las modalidades de resistencia. La sociedad libertaria de los derechos transgresores en beneficio del individuo-rey es, al mismo tiempo, cada vez más estatista, con un Estado que no interviene donde debe hacerlo y, por otro lado, interviene donde no debería. Con el pretexto de la lucha contra el islamismo, el proyecto de ley sobre el fortalecimiento de los principios de la República anuncia graves restricciones a la autonomía institucional de la Iglesia, al respeto al culto divino y a las libertades de educación y asociación.
¿Obedecer o someterse?
¿Hasta qué punto estamos obligados a obedecer a los gobernantes o, por el contrario, a negarnos a someternos, comprometiéndonos en el camino de una rebelión que puede adoptar una dimensión individual o colectiva? Desde una perspectiva individual, la objeción de conciencia es en muchos casos un deber si no queremos colaborar directamente con la aplicación de una ley inicua, por ejemplo, la que favorece el aborto. La objeción consiste en negarse a hacer lo que la ley nos exige, bajo amenaza de sanción (por ejemplo, un farmacéutico que se niega a dispensar una píldora abortiva). Pero existen otras formas de insumisión, que conciernen a todos los casos en los que rechazamos una orden injusta, haciendo lo que está prohibido por la ley (el caso de Antígona), y considerando una acción más colectiva.
Para que la elección de las acciones legítimas y oportunas se haga con pleno conocimiento de causa, conviene basarla en una justa doctrina sobre la obediencia a los dirigentes políticos y a la ley, sin omitir el uso de un vocabulario adecuado. Al respecto, uno no puede sino estar muy desagradablemente sorprendido al ver que el término «desobediencia civil» aparecer entre las filas católicas, para designar la negativa a someterse a un orden injusto. Esta expresión está de moda desde hace décadas en las corrientes revolucionarias y libertarias, y tiene su origen en un pequeño libro de un autor estadounidense del siglo XIX, Henry David Thoreau, publicado en 1866. El pensamiento político de Thoreau está muy alejado del catolicismo. El libro está repleto de principios y afirmaciones que no podemos suscribir en ningún caso, como por ejemplo: «La ley nunca ha hecho a los hombres más justos», cuando una buena ley, por el contrario, está destinada a facilitar el ejercicio de la virtud.
Durante la segunda mitad del siglo XX, el concepto de desobediencia civil ha sido profundizado por autores como Jürgen Habermas, Ronald Dworkin, John Rawls y Hannah Arendt, que lo ven como una forma de regular el gobierno por parte de la mayoría en beneficio de la defensa de los derechos de las minorías. La mayoría de los autores aquí mencionados han considerado conveniente «dar cabida a la desobediencia civil en el funcionamiento de nuestras instituciones públicas». Destinados a sostener el combate contra las injusticias reales o supuestas, estos métodos de acción se integran plenamente en la evolución contemporánea de la democracia moderna.
Esa es la opinión de Hannah Arendt, que observa que «la desobediencia civil no es otra cosa que la forma más reciente de asociación voluntaria». Esta práctica está en consonancia con la democracia participativa posmoderna, que admite medios de expresión para las minorías a través de canales diferentes de las instituciones representativas. Estos análisis inscriben la desobediencia civil en la línea de pensamiento de Thoreau, según el cual «nunca habrá un Estado verdaderamente libre e ilustrado hasta que el Estado llegue a reconocer que el individuo tiene un poder superior e independiente». «Tengo tantas ganas de ser un buen vecino como de ser un mal súbdito», escribió Thoreau.
Resistencia civil
Ahora bien, en buena doctrina, una rebelión legítima y ejercida de acuerdo con la virtud de la prudencia, no está dirigida por malos súbditos o ciudadanos, sino por el contrario por los buenos, preocupados por el bien común. Es necesario recordar el significado preciso de la noción de obediencia, gravemente silenciada por el positivismo imperante. Según Santo Tomás de Aquino, «uno está obligado a obedecer... sólo en la medida en que lo exija un orden fundado en la justicia». La obediencia está vinculada a las virtudes de veneración, virtudes anexas a la justicia, que consiste en dar a cada uno lo que le corresponde. Puesto que toda virtud es un bien, se deduce que la obediencia se justifica también por el bien que se persigue. Así es debeida al superior porque está en principio mejor situado que nosotros para juzgar lo que es bueno para la comunidad. Siendo la obediencia una virtud, es imposible reivindicar su contrario como doctrina de acción política. Y ya que las leyes inicuas que conocemos entran en la definición misma de tiranía, es útil recordar también estas palabras del Aquinate: «al no comportarse fielmente en el gobierno de la multitud, como lo exige el deber de un rey, [el tirano] merece que sus súbditos no conserven sus compromisos hacia él». En sentido estricto, no hay desobediencia cuando los ciudadanos se niegan a someterse a los gobernantes cuando éstos se exceden gravemente en sus atribuciones, violando los principios primeros del derecho natural o de la ley natural.
En efecto, en esta hipótesis, los gobernantes no pueden reclamar algo que no les es debido, ya que la obediencia se debe a las leyes superiores al orden político.
Esto no quiere decir que, en el contexto actual, cualquier resistencia sea oportuna, incluso aunque parezca legítima, pero es necesario, en primer lugar, sentar unas bases teóricas sólidas sobre las que se pueda actuar con justicia, recurriendo a las virtudes de la fuerza y la prudencia. Empecemos por mirar más allá de las brumas de las doctrinas modernas. Hablemos de resistencia civil y no de desobediencia civil.
Joël Hautebert, L’Homme Nouveau.