El sábado 30 de Agosto, ante la mala noche que pasé, y por si acaso era apendicitis, me fui al Hospital San Pedro, de la Seguridad Social, de mi ciudad de Logroño, donde entré a las 11 de la mañana y me hicieron toda clase de pruebas, incluido el PCR, con el resultado que a las 11 de la noche me estaban operando. El cirujano pronto se dio cuenta que ya no era apendicitis, sino peritonitis. Estuve una semana ingresado y debo decir que al personal que me atendió le pondría de nota un sobresaliente. He tenido las lógicas molestias, pero no creo pueda hablar de dolores. Actualmente, estoy en mi casa reponiéndome.
Aunque en ningún momento pensé que mi vida corría serio peligro, es indudable que en una ocasión de éstas, sin mayores dolores, es una ocasión óptima para pensar, reflexionar y rezar. Siempre he tenido la enorme suerte de tener fe, o mejor el don divino de tener fe, lo que implica el convencimiento que estoy en las mejores manos posibles, en las de Jesús y María, y que me pase lo que me pase, aunque sea morirme, será lo más conveniente para mí. La fe es una vocación divina y supone para un creyente una confianza total y absoluta en Dios, un saber fiarnos de Él, puesto que nos quiere más que nosotros a nosotros mismos. Aceptar la fe supone creer en Jesucristo y en su Palabra revelada, lo que implica dejarse guiar por Dios. Tener fe supone pensar que lo que Dios nos tiene preparado supera nuestras mejores y más brillantes expectativas. A mí siempre me ha impactado mucho una frase que dice el sacerdote momentos antes de la Comunión: «Jamás permitas que me separe de Ti».
En cuanto a la devoción a la Virgen María, nunca olvidaré una frase que me dijo mi madre: «Tú tienes dos madres, la de la tierra y la del cielo. Pero la que más te quiere es tu madre del cielo», frase que está totalmente de acuerdo con la contraportada de un libro sobre los mensajes de la Virgen de Medjugorje: «Si supierais cuánto os amo, lloraríais de alegría».
Es claro que una persona con fe no puede ser una persona pesimista. Dios y la Virgen están detrás nuestro apoyándonos. Como nos dice San Pablo en 1 Tes 4,13: «Hermanos, no queremos que ignoréis la suerte de los difuntos para que no os aflijáis como los que no tienen esperanza»: El Catecismo nos enseña que nos espera Muerte, Juicio, Infierno o Gloria. El Juicio, si no rechazamos la gracia de Dios, y recordemos «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5,20), debiera ser para quienes no queremos rechazar la gracia, un Juicio de Misericordia que nos abre la puerta del Cielo.
Finalizo con otra palabra de esperanza. Cuando vemos nuestras Iglesias con tanta gente mayor y tan pocos jóvenes, aunque hay algunos brotes verdes, corremos el peligro de dejarnos llevar por la desilusión. Pues bien, uno de los sacerdotes que me llevó la Comunión en el Hospital era un sacerdote ugandés. Le pregunté por la Iglesia en su país y me contestó lo siguiente: «Uganda es un país con más o menos la población de España. El cuarenta por ciento son católicos. En mi diócesis somos cuatrocientos sacerdotes, la inmensa mayoría de los cuales no ha cumplido aún los cuarenta años». Ello me recuerda lo que me dijo hace unos años el General de los Escolapios: «Por primera vez en muchos años, este año hay más escolapios en el mundo que en el año anterior. Gracias a África y a Asia». Y es que no podemos olvidar la promesa de Jesucristo: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20).
Pedro Trevijano