La apostolicidad y la sinodalidad son dos principios eclesiológicos de diferente origen y significado. Mientras que la conexión con los apóstoles es fundamental para la Iglesia católica, y aparece como una de las características de la Iglesia en el credo, el principio de sinodalidad es un desarrollo más reciente. Sólo la última edición del «Lexikon für Theologie und Kirche» contiene el concepto de «principio sinodal». Con el Concilio Vaticano II, el recién constituido sínodo romano de obispos (can. 342-348) y los sínodos diocesanos que se celebraban con más frecuencia en algunos países (can. 460-468), « la sinodalidad de la Iglesia que en principio se pensó para acomodar la plena participación de todos los miembros de la Iglesia, centró más la atención» (Leo Karrer).
Que la participación de los obispos en el gobierno general de la Iglesia, y la cooperación de todos los sacerdotes y laicos con el obispo de la diócesis se puede derivar del mismo principio, sigue siendo cuestionable. Las instituciones del sínodo romano de obispos, los sínodos particulares y las conferencias episcopales regionales están, de distintas formas, fundadas sobre la igualdad de la ordenación episcopal. La pertenencia a los colegios episcopales supone la responsabilidad compartida entre todos los obispos para asegurar que toda la Iglesia permanezca fiel a las enseñanzas de los apóstoles, la unidad en la fe, la unidad en los sacramentos y en la comunión visible de todos los fieles y obispos con y bajo la autoridad del Papa. La autoridad suprema en materia de doctrina, moral y la constitución divina de la Iglesia recae sobre el Concilio Ecuménico. Sin embargo, en principio, el Concilio no existe o actúa nunca sin su cabeza, el Papa, que es el representante de Cristo y sucesor de Pedro.
Por otra parte, la responsabilidad compartida de todos los religiosos y laicos no se deriva de su participación en el ministerio apostólico del Papa y los obispos, sino de su participación en el sacerdocio de Cristo y por lo tanto en la misión profética y en la tarea diaconal de la Iglesia en «martyria» (testimonio), leiturgia (adoración) y diakonía (servicio). La razón de esto yace en la incorporación sacramental en el Cuerpo de Cristo a través del bautismo y la confirmación. Los dones naturales y los carismas sobrenaturales sirven para fortalecer la Iglesia en el espíritu del Padre y del Hijo. No son un concepto que compita con la constitución sacramental de la Iglesia. Esa es la razón por la que dicha constitución no es un conglomerado cambiante de aportaciones espirituales heterogéneas (entendidas en un sentido montanista) y sobrenaturales por parte de «profetas y carismáticos» que se remiten a sus experiencias de renacimiento por una parte, y de adaptación a las dinámicas políticas actuales y a las estructuras sociológicas por otra. En Cristo, la Iglesia es el sacramento para la salvación del mundo y no una comunidad de ideas.
La Iglesia no adopta como su estructura organizativa la correspondiente al sistema de gobierno de los tiempos actuales. Por ejemplo, tampoco adoptó el sistema feudal de gobierno en la época del feudalismo, ni un sistema absolutista en los tiempos de reinado absolutista o constitucional. Ni se presenta así misma como una democracia directa o constitucional como las de después de la Revolución Francesa. Esto se debe a que la comunidad invisible, espiritual y la Iglesia visible sacramentalmente constituida «no deben ser consideradas como dos cosas distintas, sino que más bien forman una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino. Por eso se la compara, por una notable analogía, al misterio del Verbo encarnado» (Lumen gentium 8).
Debido a su diferente enfoque eclesiológico, la Iglesia católica no puede en absoluto asumir la «constitución sinodal» del Calvinismo y, después del final de la soberanía de los príncipes en 1918, de las comunidades luteranas.Ya que la Iglesia, al ser el pueblo elegido por Dios, es el Cuerpo de Cristo y el Templo del Espíritu Santo. La Iglesia no es en absoluto una mera comunidad religiosa humana que actualiza los ideales de su divino fundador en la medida de lo posible dentro de su estructura formal. Las nuevas formas sinodales en la Iglesia católica no son ni prestadas del «Santo Sínodo» como en el gobierno supremo de una iglesia ortodoxa autocéfala, ni son el resultado de algún tipo de redescubrimiento de una tradición «escondida» de la Iglesia primitiva. Son, de hecho, una actualización de la colegialidad episcopal, o más bien, del apostolado laico según las circunstancias actuales, que son ambos el resultado de la naturaleza sacramental de la Iglesia.
En el plan de Dios para la salvación universal, la Iglesia misma, como signo e instrumento de la más íntima comunión del hombre con Dios, es el objeto de la fe que emana de la escucha de la Palabra de Dios. La Iglesia es, como una de sus características principales, apostólica, porque todos sus miembros «se dedican ellos mismos a las enseñanzas de los apóstoles» (Hechos 2, 42) y porque todos están obligados y por lo tanto autorizados por Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, para compartir la misión de la Iglesia. Especialmente, los obispos suceden a los apóstoles, no porque sean como esos primeros testigos de la revelación y por tanto, cofundadores de la Iglesia, sino más bien porque ejercen la sucesión apostólica con la autoridad de los apóstoles para enseñar, santificar, y guiar a la Iglesia de Dios con el poder y el espíritu de Cristo glorificado, Cabeza de la Iglesia.
La forma en que la Iglesia católica comprende el ministerio apostólico no debe ser por tanto entendida sociológicamente en términos de sus funciones para la congregación, sino cristológica y sacramentalmente como representación de la Cabeza de la Iglesia. «En la persona, pues, de los Obispos, a quienes asisten los presbíteros, el Señor Jesucristo, Pontífice supremo, está presente en medio de los fieles» (Lumen gentium 21; Sacrosanctum concilium 41). San Ireneo presentaba este principio de apostolicidad como el fundamental para la Iglesia católica en su obra «Contra las Herejías» ( c.180). Mientras los gnósticos de aquel tiempo (y en cualquier otra forma hasta hoy) se remiten a sus especulaciones autorreferenciales y a su conocimiento exclusivo de lo divino debido a unas supuestas enseñanzas secretas de los apóstoles, San Ireneo establece los principios epistemológicos de una teología católica sana (Contra las Herejías, libro III, cap. 3.2).
Cristo es el único mediador
La fe cristiana ni confiesa ni pone toda su esperanza en las visiones antropogénicas y reflexiones siempre cambiantes de un absoluto en la inteligencia humana, que es necesario contemplar pero que siempre escapa a nuestra comprensión. En el Espíritu Santo, reconocemos la verdad de Dios en Su Hijo, Jesucristo. Sólo Él es el mediador entre el Único Dios y nosotros: el hombre Jesucristo (1 Tim 2, 5). Y con esto queremos decir el hombre real que era Jesús, no una criatura mítica o una idea ostensiva.
A través del Espíritu Santo, la Iglesia permanece en la verdad universal históricamente concreta de Dios en el Verbo Encarnado, si los obispos, como sucesores de los apóstoles, preservan fiel y completamente la Palabra de Dios en la Sagrada Escritura y la Tradición Apostólica. La responsabilidad compartida de los obispos se realizó primero a mayor escala en forma de asamblea (syn-hodos) cuando se celebró una reunión en Antioquía (268) para rechazar la herejía del obispo Pablo de Samosata. Él refutó la divinidad de Cristo y «declaró que era un hombre ordinario por naturaleza» (Eusebio de Caesarea, Historia de la Iglesia, libro VII, capítulos 27-30). Ya que la fe de la Iglesia católica es una y la misma, se envió una carta sinodal a los obispos de Roma y Alejandría para asegurarles católicamente (universalmente) de esta verdad.
Los sínodos posteriores o los concilios ecuménicos siguen todos este principio concreto de la responsabilidad común de todos los obispos en unidad con el sucesor de Pedro en Roma. Ellos se comprometen a asegurar la unidad de la Iglesia en la fe transmitida por los apóstoles. Los obispos actuaron bajo este principio durante mucho tiempo antes de que una teología sistemática de concilios fuese desarrollada. Primeramente, la autoridad formal de los obispos no debe ser independiente de la autoridad fundamental de la revelación en la Escritura y la Tradición. Y en segundo lugar, el colegio episcopal no es un club exclusivo. Los obispos son, en nombre de Cristo, pastores y maestros de la Iglesia sólo si ellos mismos han recibido las enseñanzas de la Iglesia y son fieles a ella. Hay un vínculo constitutivo entre el testimonio de los apóstoles y el de todos los fieles, sacerdotes y laicos por igual.
Los pastores deben ellos mismos recibir las enseñanzas de la Iglesia
Los laicos tienen una corresponsabilidad constructiva y en ciertas circunstancias, crítica en materia de fe. Una vez, históricamente, esta corresponsabilidad salvó la verdadera fe de forma extrema cuando la mayoría de los obispos, que estaban equivocados, cedieron cobarde y confusamente al embate del Arrianismo y al poder coercitivo del estado (Cf. John Henry Newman, Consulta a los Fieles en Materia Doctrinal). La irrupción de la «Reforma», que terminó en la catastrófica división de la Iglesia occidental, fue en parte debida al descuido y a la deplorable incompetencia de la curia romana y los obispos alemanes que compartían un alto grado de responsabilidad por la reforma demorada de la cabeza de la Iglesia y sus miembros. Incluso el Papa Adriano VI culpó a la curia romana y los obispos alemanes en la Dieta Imperial de Nuremberg (1522-23).
Ciertamente, la Iglesia no puede después revalidar una decisión infalible del Papa y de un concilio ecuménico en materia de fe y de moral, porque se produce con la autoridad del Espíritu Santo y nadie puede refutar a Dios. Pero el sentido de la fe del pueblo de Dios, que se forma a partir de la escucha de Su Palabra y siendo fiel a las enseñanzas de la Iglesia, conduce, por medio de una consulta, a las más importantes decisiones de la autoridad docente (cf. Lumen gentium 25; John Henry Newman, Consulta a los Fieles en Materia Doctrinal).
Este sentido de la fe, por lo tanto, no está basado en el derecho al poder de una mayoría democrática, como en una nación. Un consenso basado en la fe revelada, es decir, infalibilidad en la fe (infallibilitas in credendo), debe preceder a un asentimiento a las definiciones del Magisterio (infabillitas in docendo), tanto lógica como cronológicamente. Nadie puede invocar el sensus fidei fidelium en su oposición a una doctrina definida y revelada, porque la declaración vinculante de la revelación ha sido confiada sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad es ejercida en el nombre de Jesucristo (Dei verbum 10).
Los sínodos y los concilios nunca han intentado restablecer la Iglesia o adaptar su doctrina de fe y moral al espíritu de los tiempos y a la visión y estilo de vida que prevalecen en el mundo. Hay una unanimidad aquí con los fieles cristianos de denominación protestante, que reaccionaron ante los «Cristianos Alemanes», un movimiento popular que no veía el conflicto entre Cristianismo y los ideales del nacionalsocialismo de Hitler. La tercera tesis de la »Declaración Teológica de Barmen» (1934) se refería a los «Cristianos Alemanes» con su falsa doctrina de las «realidades de la vida como una segunda fuente de la revelación» además de la Palabra de Dios: «Rechazamos la falsa doctrina, como si a la Iglesia le estuviese permitido abandonar la forma de su mensaje y orden a su antojo o cambiar según las convicciones ideológicas o políticas prevalecientes».
La «Escuela de Bolonia»: apostasía disfrazada
La interpretación del Concilio Vaticano II difundida por la así llamada «Escuela de Bolonia» fue una agenda para la refundación de la Iglesia católica de acuerdo con las ideas de la Ilustración y la crítica religiosa: en otras palabras, la transformación de la Iglesia de Dios en una iglesia civil sin la divinidad de Cristo. No es otra cosa que apostasía disfrazada, porque los obispos y el Papa «son los únicos sucesores de los apóstoles y vicarios de Cristo, que no tienen el derecho a fundar otra iglesia, transmitir una fe diferente y administrar otros sacramentos que aquellos instituidos por Cristo» (Santo Tomás de Aquino, Summa Teológica III, q.64 a.2 ad 3). ¿De dónde recibirían los arquitectos de su propia iglesia la autoridad para adoctrinar, integrar y, en el caso de desobediencia, excomulgar a los fieles de Cristo, apartarlos de los magisterios dados a ellos por Cristo y ridiculizarlos en los medios de comunicación contrarios a la Iglesia?
Difícilmente se puede asumir que una entidad como el Camino Sinodal en Alemania pueda reclamar el Espíritu Santo para sí mismo con el fin de suspender, corregir y reinterpretar la autoridad de la Sagrada Escritura, la Tradición Apostólica y las decisiones infalibles del Magisterio. Ni es una entidad autorizada por la Iglesia, ni reconocida académicamente que pueda «desarrollar aún más» los dogmas o la ley divina. En tiempos mejores, los obispos alemanes todavía afirmaban claramente los límites de la autoridad de la Iglesia, concretamente que incluso el Papa y todos los fieles están sujetos a la Escritura, la Tradición y el Magisterio existente, y de ninguna forma puede nadie, bajo el pretexto de una «nueva hermenéutica», reinterpretar sustancialmente o socavar el credo y las enseñanzas de la Iglesia (en una carta contra Bismark, 1875, cf. Denzinger-Hünermann 3116).
Puede estar justificado hablar de un principio sinodal en la cooperación de obispos, sacerdotes y laicos en los cuerpos diocesanos y supradiocesanos. Sin embargo, su defecto original, que consiste en el error político de considerar que la Iglesia gira en torno al poder que ahora tiene que ser limitado y compartido «democráticamente», no se debe exagerar. Hablar de «división de poderes en la Iglesia» no es otra cosa que populismo e ignorancia teológica. En realidad, la autoridad espiritual de los obispos y la misión de los laicos están al servicio de la verdad revelada y de la salvación eterna de aquéllos por los que Jesucristo sacrificó su vida en la cruz.
A menudo se ha podido encontrar un sentimiento anti-romano escondido detrás de la demanda de «más sinodalidad». El Concilio Vaticano I había centralizado la autoridad en Roma, y ahora con el Concilio Vaticano II, »una descentralización del poder», «una reevaluación de los laicos» y más »independencia de las iglesias locales había tenido lugar. De esta forma, el episcopado tenía que ser democratizado, de forma que el obispo fuese el presidente de la asamblea diocesana más que el pastor y maestro de la iglesia local designado por Cristo.
Con el pontificado de Francisco, una nueva etapa de la historia de la Iglesia había empezado. Era cuestión de despejar finalmente el «estancamiento de la reforma» de la que los dos predecesores del Papa, y hasta hoy la curia romana, eran responsables. En lugar de afrontar intelectual y espiritualmente los grandes retos teológicos y antropológicos del proceso de descristianización, muchos están difundiendo la nueva edición de la agenda de los años 70, por ejemplo la abolición del celibato, el acceso de la mujer al sacerdocio, la comunión interreligiosa aún cuando persista la separación en la fe, el reconocimiento de la uniones sexuales fuera del matrimonio, y querer modernizar la Iglesia. ¿Para quién debe brillar la antorcha extinguida, que se lleva valientemente hacia el futuro?.
El principio sinodal debería estar realmente dando frutos para el trabajo común de la nueva evangelización en Alemania. De esta forma, nosotros, los alemanes deberíamos, al menos, contribuir con algo a la Iglesia universal, que no espera la exportación de un declive sin precedentes de la vida cristiana, como ha ocurrido en Centroeuropa. La autoridad apostólica de los obispos y el apostolado de los laicos, que es constitutivo para la Iglesia, surge de la misma misión de toda la Iglesia para la salvación del mundo. Es por lo tanto importante que ellos también cooperen y coordinen sus actividades en la evangelización y en los buenos trabajos por el bien temporal del estado y la sociedad (cf. Apostolicam actuositatem 18 y 23).
La autoridad y el apostolado tienen la misma misión
En sus distintos niveles, la sinodalidad es un principio derivado de la misma naturaleza apostólica de la Iglesia. No luchar por el poder sino discernir los espíritus: ésta es la forma de la Iglesia de Cristo en estos tiempos. »Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para que reconozcamos los dones gratuitos que Dios nos ha dado» (1 Cor 2, 12). La Iglesia sigue siendo católica y apostólica sólo si, en fidelidad al tesoro de la Palabra de Dios transmitida a la Iglesia (en la Escritura y la Tradición), »fiel a este depósito todo el pueblo santo, unido con sus pastores en la doctrina de los Apóstoles y en la comunión, persevera constantemente en la fracción del pan y en la oración de suerte que prelados y fieles colaboran estrechamente en la conservación, en el ejercicio y en la profesión de la fe recibida» (Dei verbum 10).
Resumen
Aunque esté justificado hablar del principio sinodal en la interacción entre obispos, sacerdotes y laicos, no deberíamos pasar por alto su defecto original. Éste consiste en el error político de considerar que en la Iglesia el problema principal gira en torno al poder que ahora tiene que ser limitado «democráticamente». Hablar de «división de poderes en la Iglesia» es populismo e ignorancia teológica. En realidad, tanto la autoridad espiritual de los obispos y la misión de los laicos están al servicio de la verdad revelada.
Gerhard Müller, Cardenal Prefecto emérito de la Congregación para la Doctrina de la Fe
Traducido por Ana María Rodríguez y Manuel Pérez Peña