«El Señor me ha dado una lengua de discípulo para saber decir al abatido una palabra de aliento» (Is 50,4). Estas palabras de Isaías, varios siglos antes de Cristo, son una profecía acerca de Jesucristo.
En efecto, Él es la Palabra de aliento de Dios a la humanidad que sufre. Más que sus palabras de consuelo y esperanza, su pasión, su muerte y su resurrección son la Palabra definitiva ante el dolor.
Ante todo, «no tenemos un Sumo Sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Hb 4,15). De ahí que «habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados» (Hb 2,18).
El que sufre sabe que no está solo. Se sabe comprendido por Cristo, verdadero hombre, «varón de dolores y sabedor de dolencias» (Is 53,3). Él ha sufrido antes y más que nosotros y nos sostiene en la prueba. Desde la cruz pronuncia su Palabra de aliento.
Pero no solo ha soportado el sufrimiento: lo ha transformado desde dentro. Desde que Cristo lo asumió, el dolor ya no es un absurdo, un sinsentido. Puede ser ofrecido a Dios. Puede convertirse en instrumento de purificación y santificación. Más aún, unido al de Jesús, nuestro sufrimiento es redentor, salva almas, tiene un valor ilimitado.
Finalmente, la existencia humana de Jesús no termina en el sufrimiento y la muerte: ¡Ha resucitado! Ha vencido a la muerte. La suya y la nuestra.
Y esta sí que es la Palabra de aliento perfecta y definitiva. Ahora la perspectiva de la muerte ya no nos desespera. Tenemos que pasar por la muerte, pero esta no es un final, sino la puerta hacia la vida eterna y feliz. Más aún, incluso nuestro cuerpo está llamado a resucitar.
El miércoles santo, llevando el Santísimo en la custodia por el hospital y bendiciendo a los enfermos y al personal sanitario, y viendo la acogida de ellos, se me hizo especialmente patente que Cristo en persona es la Palabra de aliento.
Julio Alonso Ampuero