En nuestros días asistimos a un empeño por aferrarse a la vida, por evitar morir a toda costa… Parece como si el objetivo supremo fuera permanecer en este mundo el mayor número de años posible…
Pero ¿para qué? Una vida no vale por ser corta o larga, sino por la plenitud, por la intensidad con que es vivida. Vale por la densidad de amor que encierra y por el fruto –visible o no- que produce. Una santa Teresa del Niño Jesús, por ejemplo, que solo vivió 23 años, tuvo una existencia plena y fructífera; ha dejado huella profunda y duradera: «en poco tiempo llenó mucho» (Sab 4,13). Otros, en cambio, viviendo largos años, han conducido una vida vacía y estéril (Sab 3,17).
¿Para qué sirve la vida? Un poeta francés, católico y clarividente, Paul Claudel, nos dejó esta frase certera y rotunda: «¿Para qué sirve la vida si no es para darla?».
Con ella ha puesto la flecha en el verdadero objetivo: ese es el sentido de la vida para un cristiano. Desde que el Hijo de Dios entró en nuestra historia inauguró un nuevo modo de vivir: «El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida» (Mc 10,45).
Nuestra existencia solo vale la pena si la entregamos. Jesús no ha venido a reservarse, a guardar su vida, sino a entregarla. Y el cristiano aprende de Jesús que solo así vale la pena vivir y morir: «El que quiera salvar su vida la perderá» (Mc 8,35).
Dios en su designio sabe si moriremos en la ancianidad o en plena juventud, en nuestro lecho rodeados de cuidados o en soledad y abandono… Pero una cosa es cierta: solo merece la pena vivir gastando la vida, entregándola, donándola por amor.
En la historia de la Iglesia multitud de hijos suyos han entendido que en la persecución había sonado la hora de Dios, y estuvieron prontos al martirio. Otros entendieron que Dios los llamaba a darlo todo con ocasión de guerras, pestes, hambrunas… Se sacrificaron hasta el heroísmo. Muchos dieron literalmente la vida.
La presente pandemia ha hecho sonar también la hora de Dios, el momento de dar lo mejor de ti, es decir, de darlo todo, como Jesús.
Sí, definitivamente, ¿para qué sirve la vida si no es para darla?
Julio Alonso Ampuero