Al pueblo fiel y también a los no creyentes les puede sorprender, escandalizar y hasta doler la mundanidad claramente perceptible en quienes debiéramos ser hombres de Dios. Mundanidad que se puede manifestar tanto en la adopción de ciertas formas externas (cuidado esmerado y extremadamente delicado en vestidos de marca, peinados, uso de colonias, etc.), como en actitudes más profundas (deseo de agradar a todos para quedar bien y tener buen nombre, anhelo de fama y de reconocimiento, ascenso en la vida eclesial y académica valiéndose incluso de inflar falsamente el currículum…) y en acciones tales como esconder la verdad de la fe y oscurecer la doctrina o pactar interesadamente con los poderes de este mundo renunciando al deber de defender lo que es de justicia para mantener ciertas prebendas. Por el contrario, cuanto más desprendidos de todo esto se muestran una religiosa, un religioso, un sacerdote o un obispo, tanto mayor es el reclamo para acercar a las personas a Dios.
A quienes debiéramos ser hombres de Dios, no habría de preocuparnos el éxito en esta vida ni el aplauso del mundo, ni la obtención o la conservación de un bienestar material. Todo ello, cuanto más lo tengamos y lo recibamos, mayor riesgo supone para que alcancemos a Dios. Y si es Él quien realmente lo da, debemos acogerlo con aceptación y sin una apropiación inadecuada, restituyendo siempre al Dador de estos bienes temporales y contingentes lo que le debemos y el agradecimiento por otorgárnoslos (cf. San Francisco de Asís, Avisos espirituales, 18), de tal manera que la codicia, la vanidad y la soberbia no se adueñen de nuestro corazón.
El mayor peligro para quienes debiéramos ser hombres de Dios es no esforzarnos en vaciarnos del «yo» para llenarnos sólo de Él. Esto pasa, evidentemente, por una renuncia progresiva y creciente de nuestra parte respecto de los bienes materiales de este mundo, de tal manera que dejemos de ser esclavos de ellos, usándolos únicamente en la medida en que los necesitamos, pero sin apegarnos a estos lastres que nos impiden elevarnos al Sumo Bien, a Aquel cuya única posesión debe ser toda nuestra riqueza.
Éste es el camino de las «nadas» de San Juan de la Cruz, el que enseña a «inclinarse no a lo más fácil, sino a lo más dificultoso; no a lo más sabroso, sino a lo más desabrido… no a lo más alto y precioso (humanamente), sino a lo más bajo y despreciado… no andar buscando lo mejor de las cosas temporales, sino lo peor, y desear entrar en toda desnudez y vacío y pobreza por Cristo, de todo cuanto hay en el mundo» (Subida del Monte Carmelo, I, 13, 6). Desnudez y vacío, no sólo respecto de los bienes materiales, sino también de todo aquello temporal que puede atar nuestra alma impidiéndola elevarse hacia Dios. «Para venir a gustarlo todo, no quieras tener gusto en nada. Para venir a poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada. Para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada…» (Ibid., I, 13, 11).
Hay una cosa que ata muchas veces a quienes debiéramos ser hombres de Dios. Además del apego a los bienes materiales y al dinero que tristemente se apodera de nuestro corazón con más frecuencia de lo que debiera, y además del deseo de una vida cómoda y sin problemas, nos ata y nos esclaviza mucho el deseo de fama humana, de honra mundana, y nos preocupamos muy en exceso de aquello que Santa Teresa de Jesús llamaba los «puntillos de honra».
Este apego a la fama es una manifestación del ego que no quiere morir para que Dios lo sea todo en nuestro interior. Es una evidencia de la carencia profunda de humildad. Y el camino de la humildad, como enseña San Benito (sobre todo en los capítulos IV y VII de la Santa Regla), es un camino que pasa por sufrir humillaciones y menosprecios, hasta poder llegar a esa apatheia o «impasibilidad» a la que aspiraban los monjes antiguos del Oriente cristiano. Para ser verdaderamente poseídos del todo por Dios, es necesario ser capaces de estar por encima del respeto a nuestra propia fama; es imprescindible poder llegar a ser indiferentes tanto a los halagos como a los insultos, a los ensalzamientos como a los desprecios que recibamos. Pero este camino es, por supuesto, un camino de espinas y de cruz que pasa fundamentalmente por las humillaciones, por los menosprecios, a veces hasta por ser difamados y calumniados, padeciendo, con amor a Dios y a aquellos mismos que nos hacen sufrir.
¿Por qué cuesta tanto desprenderse de la fama? Porque la honra falsa va de la mano de nuestro ego. Cuando la honra se confunde con el buen nombre ante los demás y el halago ajeno, estamos ante una honra mentirosa, que no es honor. La verdadera honra que debiera asentarse y fructificar en nosotros, debiera ser únicamente la de sabernos hijos amados de Dios y llenos de su amor infinito. Entonces se llega a comprender aquello que decía Santa Teresa acerca de la fatiga espiritual que produce buscar esa falsa honra mundana, pues «la honra que el mundo llama honra» es «grandísima mentira». Por el contrario, «la verdadera honra no es mentirosa, sino verdadera, teniendo en algo lo que es algo y lo que no es nada tenerlo en nonada, pues todo es nada y menos que nada lo que se acaba y no contenta a Dios» (Libro de la Vida, 20, 26).
Santiago Cantera Montenegro, O.S.B.