La virginidad es vocación al amor: hace que el corazón esté más libre para amar a Dios y realizar así mejor el servicio a su Reino. Fuera de este contexto de amor a Dios y de oración, la virginidad no tiene sentido y por ello el Espíritu llama a las personas consagradas a una constante conversión para vivir su vocación. Implica ciertamente una renuncia a la forma de amor típica del matrimonio, tiene una dimensión de sacrificio, pero asume a nivel más profundo el dinamismo inherente a la sexualidad, de apertura oblativa a los otros. «La persona consagrada, en las diversas formas de vida suscitadas por el Espíritu a lo largo de la historia, experimenta la verdad de Dios-Amor de un modo tanto más inmediato y profundo cuanto más se coloca bajo la cruz de Cristo» (Exhortación Apostólica de san Ju8an Pablo II «Vita consecrata» nº 24). Se renuncia a la fecundidad biológica, pero no a la actitud global de apertura a la vida y a la fecundidad espiritual.
Supone un centrarse en Dios y en su amor, con una vida de oración rica e intensa, que sabe hacer propia la frase de S. Agustín: «Nos has hecho para Ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti», pero que también sabe establecer lazos afectivos hondos con las personas con las que se relaciona. La virginidad tiene sentido desde el evangelio y es especialmente necesaria en nuestro mundo hedonista como testimonio. «En la virginidad y el celibato la castidad mantiene su significado original, a saber: el de una sexualidad humana vivida como auténtica manifestación y precioso servicio al amor de comunión y de donación interpersonal» (Exhortación Apostólica de san Juan Pablo II «Pastores dabo vobis» nº 29).
El célibe tiene a menudo más disposición de tiempo, dinero, afecto y amistad. Puede entregarse más plenamente a compromisos absorbentes e incluso peligrosos. Su vida sólo pertenece a él y a Cristo y por tanto está más libre para servir. El celibato es un signo de confianza en la libertad moral del hombre. Aunque es útil que haya personas que se dediquen a una tarea durante dos o tres años, se necesitan más que nunca personas que se entreguen por entero, pues hay vocaciones que requieren la totalidad de la persona. Tiene así mayor posibilidad de donación y eficiencia para cumplir ciertos cargos y encargos. Supone siempre una actitud de disponibilidad y servicio a los demás y no debe basarse nunca en el simple egoísmo y comodidad, ni es tampoco para personas inmaduras, incapaces de afrontar las dificultades de la vida. Debe estar, por ello, más abierto al cambio, a la disponibilidad y si su castidad es vivida positivamente, es una actitud activa, confiada y libre. Humanamente, lo importante es integrar la sexualidad en el conjunto de la personalidad, integración que puede hacerse no sólo con una sexualidad activa, genital, sino que puede realizarse también en la forma de un servicio y entrega por amor a los demás.
No debemos confundir la virginidad con el vicio de la insensibilidad, que peca por defecto contra la castidad, ni creer que la castidad disminuye la persona humana, y si bien es cierto que el hombre virgen deja de desarrollar una serie de valores, es para desarrollar otros superiores. Es una actitud creadora de realización de un valor, aunque ello exija la supresión de otro tan bueno y apetecible como el amor conyugal. Todos somos limitados y nuestro progreso supone escoger, es decir optar por unos valores y renunciar a otros. Pero en el campo de la formación, hemos de procurar que ésta sea lo más amplia y permanente posible y abarque todos los ámbitos de la vida cristiana, sin olvidar el de la cultura y ciencias humanas, dejándose interpelar por la Palabra revelada y por los signos de los tiempos. Para que el célibe pueda vivir maduramente, se requiere una sublimación, un proceso por el que el hombre pone al servicio de tareas superiores una fuerza de su personalidad que originariamente está orientado hacia otras metas.
Pedro Trevijano